Opinión

¿Qué nos dice la Revolución Rusa 100 años después?


noviembre 2017

Los pliegues libertarios y socialistas de la revolución incomodan a Vladimir Putin y el gobierno ruso. Podemos pensar la tradición de Octubre recuperando ideas y utopías emancipatorias.

<p>¿Qué nos dice la Revolución Rusa 100 años después?</p>

Hace un siglo se producía la famosa toma del Palacio de Invierno. La Revolución Rusa iniciada en febrero de 1917 daba un giro con la toma del poder por parte de los bolcheviques. ¿Cómo recordar hoy esas jornadas y todo ese año que cambió la historia global y dio inicio al «corto» siglo XX?

Hoy, las líneas de continuidad con ese acontecimiento se han roto. Pareciera que lo que los luchadores de aquellas gestas parecen decirle a las nuevas generaciones es bastante poco. Algunos, como Maria Spiridonova o Yuli Mártov –ella socialista revolucionaria, él menchevique, ambos del ala izquierda de sus partidos- quedaron olvidados por fuera del trabajo historiográfico. Otros, como Lenin o Trotsky, sobreviven como el nombre de identidades políticas de pequeños partidos. Lenin es poco leído, Trotsky se convirtió en un personaje de best seller de la mano del escritor cubano Leonardo Padura, y muchos jóvenes –y no tanto– conocieron al «viejo» asesinado en Coyoacán por un emisario de Stalin en las páginas noveladas de El hombre que amaba a los perros.

Sin duda alguna, la Revolución rusa parece más un problema de historiadores que de luchadores del presente. ¿Pero no tiene nada que decirnos esa primera revolución anticapitalista exitosa que desencadenó tanta energía social y una enorme experimentación en el terreno político, cultural y social?

Quizás una buena manera de recordarla sea recuperando la pluralidad de voces de aquellos años de la vieja aplanadora «marxista leninista» que fosilizó a Lenin de manera metafórica y literal. Si hasta hace algunas décadas el leninismo oficial parecía tener de su lado la victoria, tras la caída del socialismo real los diferentes proyectos, voces, luchas y apuestas recuperaron todos la misma dignidad.

Desde fines del siglo XIX, Rusia vio nacer un potente movimiento revolucionario que pensó el socialismo desde la periferia del capitalismo. Los populistas rusos instituyeron una tradición revolucionaria, anclada en pensadores, organizaciones y acciones heroicas, que incluyeron el temerario asesinato del zar Alejandro II en 1881. Su meta fue acabar con la autocracia y «vestir el socialismo con la blusa popular del campesino ruso». Sus lecturas de Marx, su «ida hacia el pueblo», su apuesta a la comunidad agraria, sus análisis de la subjetividad que generaba la autocracia, sus preguntas incómodas al autor de El capital y, como muestra un reciente libro de Claudio Ingerflom, la construcción del revolucionario profesional del que Lenin va a ser un explícito deudor son parte de la estela que dejaron por delante.

Recuperar la riqueza de esas tradiciones socialistas de la que surgirían mencheviques, bolcheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas nos permite quitarle el polvo a algunas de sus huellas emancipatorias. Una meta algo melancólica pero menos atada a las derivas conocidas. Peinando la historia la contrapelo podremos encontrarnos con caminos no transitados, personajes olvidados, libros perdidos, advertencias desoídas y voluntad de construir mundos nuevos sin reconstruir opresiones iguales o peores a las que se quería superar. Pensar más allá de los rígidos esquemas de Febrero/Octubre, ir más allá del «doble poder» y buscar los múltiples «poderes» de esos días. Pensar lo político y también lo cultural. Tratar de generar empatía con los intentos de asaltar los cielos en medio de penurias que hoy nos resultarían absolutamente intolerables.

Nos encontraremos con utopías emancipatorias, como los debates y las políticas de liberación a favor de la liberación de la mujer –alentadas por la infatigable Aleksandra Kollontay– y con utopías antiemancipadoras como los intentos de Aleksey Gastev –«el Ovidio de los ingenieros y los trabajadores del metal»– de construir trabajadores automatizados y despersonalizados en la búsqueda de la radicalización del taylorismo en su Instituto Central del Trabajo.

La revolución, incluso durante varios años de poder bolchevique, fue un proceso dinámico, con giros autoritarios y debates apasionados, con capacidad para cambiar el rumbo, y de explorar otras sendas. Todo eso se iría acabando luego. Pero nada estaba escrito. El estalinismo no fue una conspiración perversa sino una posibilidad –no una necesidad– de mutación inscripta en el código genético del leninismo.

Por eso, recordar la Revolución es recordar también las advertencias de quienes vieron que las cosas, en un cierto momento, «iban mal». Las Memorias de un revolucionario de Víctor Serge, el testimonio que dejó Bertrand Russel de su temprano viaje al país de los soviets con una delegación laborista en un librito olvidado titulado Teoría y práctica del bolchevismo, los escritos del escritor e ingeniero naval Evgeny Zamyatin que en los primeros años 20 vio «todo» lo que iba a pasar y lo plasmó en su novela de ciencia ficción Nosotros, o las agudas críticas de la revolucionaria polaca-alemana Rosa Luxemburgo, que polemizó con los bolcheviques sobre el rumbo de la dictadura del proletariado y dejó frases anticipatorias.

Todas estos pliegues libertarios de la revolución incomodan hoy a Vladimir Putin, quien construyó un panteón nacionalista en el que Pedro el Grande puede convivir con Stalin como constructores de la gloria rusa, pero donde el antimilitarista y cosmopolita Lenin entra mal. Y peor aún entra la idea de Revolución como puesta patas para arriba del orden establecido. No por nada, hace poco, grupos de jóvenes prodemocracia, algunos de ellos casi adolescentes, en la explanada del Hermitage de San Petersburgo gritaban «Rusia sin zar» en las protestas contra el autoritarismo reinante. Por eso, los festejos son de bajo perfil, y Putin pidió no atentar contra la armonía nacional.

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