Entrevistas | 50 años
NUSO Nº 297 / Enero - Febrero 2022

¿Qué hacemos con los autores «incómodos»? Entrevista a Gisèle Sapiro

En la estela intelectual de Pierre Bourdieu, Sapiro combina el estudio del campo intelectual francés y la investigación en torno de la sociología de la traducción.

¿Qué hacemos con los autores «incómodos»?  Entrevista a Gisèle Sapiro

Gisèle Sapiro (Francia, 1965) es una de las más reputadas sociólogas de la cultura y trabaja en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (ehess, por sus siglas en francés) y en el Centro de Sociología Europea (cessp), siguiendo la estela de Pierre Bourdieu. Su trayectoria intelectual y profesional se debate entre el estudio del campo intelectual francés, particularmente en lo que toca a la noción de responsabilidad política de los escritores, y la investigación en torno de la sociología de la traducción, sobre la que ha publicado en numerosas instancias. Recientemente, la editorial Clave Intelectual ha publicado en español uno de sus últimos libros, ¿Se puede separar la obra del autor? Censura, cancelación y derecho al error, donde aborda, desde una perspectiva que conjuga el análisis interno con la contextualización sociohistórica, la problemática que presentan las intrincadas relaciones entre la moral del autor y la moral de la obra. Se trata de un debate que parece haber cobrado más relevancia en los últimos tiempos, gracias en parte a la movilización de ciertos sectores progresistas del espectro político y a las lógicas de conversación pública de masas que imponen las redes sociales. Preguntamos a la especialista sobre esta y otras cuestiones de actualidad, como el ascenso fulgurante de la extrema derecha en Francia.

¿Cuándo y por qué comenzó a interesarse por la sociología de la cultura y de los intelectuales?

En el transcurso de mis estudios de filosofía y de teoría de la literatura descubrí la obra de Pierre Bourdieu, que me fascinó inmediatamente. Penetré en dicha obra a través de la sociología de la literatura y de la cultura. Durante mi maestría, asistí también a un seminario del historiador Shlomo Sand que me hizo descubrir la historia de los intelectuales. Consagré mi trabajo de fin de maestría a la reconstrucción de la autoimagen de Francia tras la Segunda Guerra Mundial, y me interesé por el rol que habían jugado los escritores en ese trabajo de reconstrucción de la conciencia nacional.

Desde el comienzo de su trayectoria, usted se ha dedicado con un interés particular al estudio de los escritores e intelectuales franceses de la primera mitad del siglo xx. ¿Por qué? ¿Qué nos puede enseñar hoy esa etapa de la historia intelectual?

Después de esa maestría, centrada en la posguerra, comencé una tesis sobre las opciones políticas de los escritores bajo la ocupación alemana, dirigida por Pierre Bourdieu. Esa tesis, publicada con el título La guerre des écrivains, 1940-1953 [La guerra de los escritores, 1940-1953] [Fayard, 1999], aspiraba a comprender las tomas de posición de los escritores en un periodo de crisis nacional que obligaba a cada uno a tomar decisiones: por qué algunos colaboraron con los nazis mientras que otros resistieron. Mostré que había toda una gama de actitudes. Sobre todo, pude dilucidar las relaciones entre sus compromisos y sus concepciones de la literatura. Analicé el rol que jugaron instituciones literarias como la Academia francesa y la Academia Goncourt, cómo reflejaron las presiones políticas. Ese estudio mostró que, incluso en un periodo de pérdida de autonomía de la literatura, los asuntos políticos se retraducen según las lógicas específicas del mundo de las letras. Se constatan fenómenos similares bajo los regímenes comunistas. Al mismo tiempo, ese episodio de profunda división política de la nación reveló los intentos de las diferentes fuerzas políticas por captar para su propio beneficio el poder simbólico de los escritores. Más tarde, en mi siguiente libro, titulado La responsabilité de l’écrivain. Littérature, droit et morale en France [La responsabilidad del escritor. Literatura, derecho y moral en Francia] [Seuil, 2011], trabajé sobre los procesos judiciales literarios en Francia desde principios del siglo xix y sobre la lucha de los escritores en favor de la libertad de expresión.

¿Es concebible un intelectual apolítico? Cuando usted habla de la responsabilidad del escritor, ¿está pensando en ello?

El filósofo Alain decía: «Cuando se me pregunta si la división entre partidos de derecha y de izquierda, entre personas de izquierda y de derecha, tiene todavía algún sentido, lo primero que se me ocurre es que quien hace la pregunta no es ciertamente de izquierda». Creo que esto sigue siendo cierto hoy en día y que se aplica también a la cuestión del apoliticismo. Los gobiernos han intentado «neutralizar» la figura del intelectual constituyendo la figura del intelectual «experto», que sería objetivo y «neutral» y haría un diagnóstico neutral que permitiría orientar las políticas públicas. Pero ningún diagnóstico es neutro, y objetividad no equivale a neutralidad. La figura del tecnócrata se construyó contra los intelectuales marxistas. A menudo, los intelectuales que se denominan apolíticos son de centroderecha. Por otro lado, es cierto que el grado y las formas de politización varían, como he mostrado en otro lugar1.

Recientemente usted ha publicado ¿Se puede separar la obra del autor?, libro en el que aborda la cuestión de la relación entre la moral del autor y la moral de la obra. Aunque usted sostiene que se trata de una polémica antigua, ¿por qué piensa que se ha vuelto tan popular en la actualidad?

Ha sido el #MeToo y lo que se ha llamado cancel culture [cultura de la cancelación] lo que ha hecho que esos debates se vuelvan muy actuales, a través de las prácticas de boicot de obras producidas por autores que han incurrido en maniobras o tomas de posición reprobables y que se han enfrentado a protestas públicas. Por ejemplo, durante el estreno de J’accuse [en español, El oficial y el espía] de Roman Polanski, y durante la ceremonia de los César, de la que la actriz Adèle Haenel se marchó como protesta cuando Polanski fue premiado. A eso se le suma el intento de rehabilitar a figuras como el líder de Acción Francesa Charles Maurras en el contexto del crecimiento de la extrema derecha, o de reeditar escritos como los panfletos antisemitas de Louis-Ferdinand Céline. Además, Céline y Maurras fueron incluidos en el Libro de las conmemoraciones nacionales de Francia, lo que desató una polémica.

¿En qué medida la noción de cancel culture es útil para defender la necesidad de una democratización del debate público sobre los comportamientos reprobables de los autores? Y, al mismo tiempo, ¿cuáles son los riesgos ligados a la utilización indiscriminada de esa fórmula?

Esa expresión la crearon los opositores a la práctica de boicot y fue retomada por Donald Trump. Se mezclan cosas muy distintas, como el derribo de estatuas, los boicots, las protestas públicas que persiguen impedir la realización de ciertas representaciones, como en el caso de Exhibit b, la instalación de Brett Bailey, que recreaba los zoológicos humanos de las exposiciones coloniales; el «borramiento» del nombre de la autora conservando la obra, como en el caso de Harry Potter, las reescrituras de obras pasadas sustituyendo los términos estigmatizantes como nigger por «n-word» [la palabra que empieza por n] y los despidos de personas acusadas de agresión sexual. Estas prácticas revelan cuestiones importantes concernientes a los derechos de los grupos «minorizados», mujeres, minorías racializadas: su derecho a la dignidad y a la protección, especialmente contra las violencias y agresiones sexuales en el caso de las mujeres, pero también contra las diferentes formas de violencia simbólica, como las declaraciones sexistas o racistas y la apología de la violación, de la pedofilia o de la esclavitud, declaraciones que yo llamo discursos de «estigmatización» en mi libro Des mots qui tuent [Palabras que matan]2. Con el uso de la expresión cancel culture se corre el riesgo de meter esas prácticas tan diferentes en la misma bolsa. Se puede defender el derecho al boicot y a la protesta pública que aprovecha la notoriedad de autores consagrados o muy reconocidos para promover la causa de las mujeres o la de las minorías racializadas, sin suscribir por ello la práctica del despido sin pruebas, basada únicamente en la acusación de los denunciantes. Considero también que ocultar o reescribir las obras del canon comporta el riesgo de olvidar la violencia simbólica, de eliminarla de la memoria colectiva en lugar de sacarla a la luz, de mostrar su funcionamiento. Estoy a favor del análisis crítico, no de la eliminación, salvo cuando se trata de panfletos racistas y antisemitas de principio a fin, como los de Céline. Considero asimismo que los intermediarios culturales deben ejercer su responsabilidad.

Siguiendo con esta cuestión, y como usted apunta, tengo la impresión de que esa «cultura de la cancelación» no existe en cuanto tal (puesto que numerosos artistas acusados de abusos y supuestamente «cancelados» han seguido trabajando, como por ejemplo Johnny Depp), sino que se trata más bien de una reacción de ciertos sectores conservadores ante el hecho de que el mundo de la cultura acepte cada vez más que «lo personal es político» y que se hable de ello en condiciones de libertad y de igualdad. Como socióloga de la cultura, ¿está usted de acuerdo? ¿Qué matices aportaría a una opinión así?

En Europa ha habido muy pocos despidos o verdaderos impedimentos al ejercicio del trabajo en comparación con lo que se ha visto en Estados Unidos, empezando por el productor Harvey Weinstein, pero ha habido casos a pesar de todo. Podemos alegrarnos de que esos intermediarios culturales que son los editores hayan asumido su responsabilidad dejando de publicar al escritor Renaud Camus, convertido en teórico del «gran reemplazo» (de la población europea por los migrantes no blancos), y a Richard Millet, quien publicó un «elogio literario de Anders Breivick», autor de dos mortíferos atentados en Oslo y en la isla de Utoya en 2011 contra un campamento de jóvenes socialdemócratas. Estos asuntos no son asuntos privados. Pero la violación, la agresión sexual o la violencia contra las mujeres tampoco deben considerarse asuntos privados. El Estado, la ley, deben proteger a las personas vulnerables de los abusos de autoridad, de las violencias y de los atentados contra la dignidad. A menudo esa protección existe en teoría, pero rara vez se aplica en la práctica. Dicho esto, habría que evitar dar curso a las acusaciones que es preciso verificar, como, parece, en el caso de Johnny Depp. Por otro lado, no todas las acusaciones están justificadas. Examino en detalle el caso de Peter Handke, acusado de negar las masacres perpetuadas por los serbios durante la guerra de la antigua Yugoslavia, lo que suscitó protestas cuando se le concedió el Premio Nobel de literatura. Pero él no negó esas masacres, aunque su retórica sea ambigua, como muestro en mi libro.

Usted explica en la obra que existe una diferencia notable, también en el plano judicial, entre la representación de una realidad y la apología. ¿Existen a priori elementos en el proceso de creación de una obra artística que sean inherentes a cada una de estas categorías?

La apología de un acto tipificado como crimen por la ley es un crimen en sí en todas las leyes, pero actualmente consideramos que no por representar el «mal» o a los criminales (nazis, violadores, pedófilos) nos identificamos con ellos. En mi libro La responsabilité de l’écrivain estudié la historia de los combates librados por los escritores en Francia para conquistar la libertad de expresión. Escritores como Gustave Flaubert, que representaban la sexualidad, el adulterio, fueron perseguidos por ofensa a la moral pública. Los escritores realistas como Honoré de Balzac se defendían argumentando que no mostrar el «mal» revela la hipocresía burguesa. Pero Balzac juzgaba a sus personajes, hacía oír su voz, a diferencia de Flaubert, que optó por un narrador impersonal, lo cual se le reprochó en su proceso, acusándoselo de «magnificar» el adulterio a causa del procedimiento ambiguo del discurso indirecto libre, donde el autor se ajusta al punto de vista de sus personajes. Durante la Tercera República, cuando el acceso a la lectura aumentaba gracias a la generalización de la educación, Émile Zola y los naturalistas afirmaban que es el lector o lectora quien debe formar su propio juicio. La distinción entre representación y apología no está codificada, pero se observa en la jurisprudencia que subyace a las decisiones de los jueces, sobre todo cuando la representación es ficticia y el universo ficcional se considera cerrado –salvo cuando se citan nombres propios de personas reales, lo cual abre la puerta a demandas por difamación por parte de estas últimas, como hizo Le Pen contra Mathieu Lindon, autor de una novela titulada Le procès de Jean-Marie Le Pen, o incluso por invasión de la privacidad–. Dicho esto, hay representaciones que son más o menos complacientes en sus descripciones de crímenes o de violaciones, o incluso en la representación de personajes racistas, y corresponde a la crítica exponer esas formas de complacencia, sin que por ello la obra tenga que ser censurada. En el libro analizo el caso de Plataforma, de Michel Houellebecq, que muestra esa complacencia respecto a la islamofobia de sus personajes.

¿Qué significa que existe una triple relación (metonímica, de semejanza y de causalidad interna o intencionalidad) entre un autor y su obra? Si bien usted hace referencia a autores como Michel Foucault o a las teorías de los nombres propios de los filósofos analíticos para argumentar su posición, el análisis de esa triple relación es originalmente suyo, ¿no es así?

Sí, fui yo quien propuso ese análisis ya en La responsabilité de l’écrivain. La teorizo un poco más en ese libro, donde muestro que la relación entre el autor y la obra no se limita a la «función-autor» descrita por Foucault, según la cual el nombre del autor unifica una serie de obras y las constituye como «una sola obra», que es lo que le otorga derechos de propiedad sobre ella. La supuesta semejanza entre el autor y la obra es objeto de una profunda creencia, de la que se deriva el vínculo entre la moral del autor y la moral de la obra: examino esa semejanza a través de la relación entre el autor y sus personajes, desde la escritura íntima, donde esa relación es transparente (el «yo» del diario íntimo o de la autobiografía es el del autor), hasta la ficción, aparentemente alejada de la vida del autor, pero que puede esconder una semejanza no visible a primera vista, lo que abre un espacio interpretativo (Flaubert habría dicho «Madame Bovary soy yo»). Del mismo modo, se supone que el autor es la causa de la obra porque esta se deriva de un proyecto creativo, de una intencionalidad, y es este nexo causal la fuente de la responsabilidad penal del autor. Sin embargo, en mi libro muestro los límites de la identificación entre el autor y la obra según estas tres dimensiones. En primer lugar, el perímetro de la obra puede ser inestable, al igual que su unidad, por razones estilísticas o temáticas que llevan a su periodización, como en el caso de Pablo Picasso (periodo rosa, azul, periodo cubista...) o de Martin Heidegger (antes o después del giro), o a su división, como en el caso de los panfletos de Céline, que fueron separados de sus novelas (fue él quien no quiso reeditarlos). Después, el parecido entre el autor y la obra encuentra su límite en la ficcionalización de elementos autobiográficos y en la distancia con los personajes. Por último, la intencionalidad encuentra sus límites en la recepción de las obras, que puede sugerir una interpretación de la obra muy diferente a la del autor, como hemos visto en el caso de Exhibit b.

El género de la autoficción, tan en boga en nuestros días, ¿complica aún más la atribución de responsabilidad a un autor por sus acciones, a causa de las fronteras difusas entre el autor, el narrador y el personaje? ¿O este problema afecta al conjunto de la modernidad literaria y no específicamente a la autoficción?

La introducción de la figura del «narrador» entre el autor y los personajes ha complicado, en efecto, la identificación del autor con la obra, porque ya no sabemos qué piensa el autor, no juzga ya a sus personajes como lo hacía Balzac. El autor puede optar por un narrador omnisciente y omnipotente, que penetra en los pensamientos de sus personajes, o puede adoptar el punto de vista de un personaje ficcional que a veces habla en primera persona, como el personaje de Plataforma que, aunque se llama Michel, tiene poco en común con la biografía del autor. Pero el autor también puede escribir una novela autobiográfica, como Burguesía soñadora [1937], de Pierre Drieu La Rochelle. La autoficción es un género que apareció hace algunas décadas y se desarrolló en Francia. Se inspira en la autobiografía, pero ficcionaliza ciertos elementos, ya sea para proteger a la familia o para evitar la persecución por vulneración de la intimidad o de la reputación. Camille Laurens, por ejemplo, se vio obligada a cambiar en su libro Philippe [1995] el nombre del médico responsable de la muerte de su hijo al nacer. Es a partir de entonces cuando comienza a escribir autoficción. Pero en la autoficción hay un pacto de lectura entre el autor y el lector o lectora: sabemos que es el autor, aunque haya elementos de ficción, a diferencia del género de la novela, donde el autor puede esconderse detrás de sus personajes, como lo hace Houellebecq.

Usted estudia el compromiso nazi-fascista o antisemita de autores como Heidegger, Maurice Blanchot o Günter Grass, por citar solo a algunos. En este tipo de casos, ¿cuándo se ejerce honestamente el «derecho al error» y cuándo se revela como una estrategia de «blanqueamiento»?

Todos esos autores presentan casos muy diferentes. ¿Cuál es la relación entre la participación juvenil de Grass en las Waffen ss al final de la guerra, durante unos meses, y su obra literaria, posterior a esta participación? En su caso, las revelaciones sobre este pasado comprometido fueron obra suya, lo escribió en sus memorias, y se puede releer la obra visibilizando que está impregnada de un sentimiento de culpa, como ha sugerido un crítico. Es también el caso de Blanchot, quien pareció haberse «arrepentido», sin mencionarlo como tal, de su compromiso juvenil con la extrema derecha, que interrumpió en 1938, antes de la guerra; pero sus compromisos posteriores con la izquierda, como los de Grass, lo atestiguan. Heidegger, en cambio, nunca expresó el más mínimo arrepentimiento por su compromiso pronazi y siguió diciendo que la guerra fue causada por los judíos. Los Cuadernos negros revelaron la inscripción de su antisemitismo en el corazón de su filosofía, en contra de la separación que sus exégetas intentaron mantener entre vida y obra. En el caso de los críticos Hans-Robert Jauss y Paul de Man, la relación con este pasado comprometedor –Jauss, como antiguo oficial de las ss que participó en masacres en Croacia; De Man, como autor de una serie de artículos antisemitas en la prensa belga en 1942– parece más ambigua, como han sugerido algunos críticos. Este cuestionamiento nos invita a explorar la ficción y los escritos teóricos de estos autores a través de este prisma, sin reducirlos a él ni asumir una relación directa.

Usted estudió, como mencionaba, la autoimagen de Francia tras la Segunda Guerra Mundial. Este año (2022), disputará la Presidencia Éric Zemmour, quien ha planteado una gran disputa política a través de best sellers como Le suicide français y de su permanente participación en tertulias televisivas, exponiendo puntos de vista decadentistas, xenófobos e incluso revisionistas sobre el régimen de ocupación de Vichy. ¿Cómo pensar este tipo de figura pública que remite a formas del intelectual panfletario del pasado?

Zemmour es lo que yo llamo un «polemista». Es un falso profeta de la decadencia francesa, que sigue la estela de otros panfletarios de extrema derecha, como Édouard Drumont, el escritor antisemita autor de La France juive, y Charles Maurras, el referente de Acción Francesa. Zemmour ha forjado su reputación a base de polémicas en los medios de comunicación y en tertulias de canales como cnews, propagadas en libelos de amplia difusión, al tiempo que ha publicado novelas de fuerte contenido ideológico, como Petit frère (2008). Se sitúa en la extrema derecha del espectro político. En Le suicide français3, del que se han vendido más de 400.000 ejemplares, Zemmour construye un sistema de oposiciones que pretende desafiar la ideología dominante en nombre de los valores patriarcales que, según él, aseguran la estabilidad y la grandeza de la nación, haciendo de la familia la célula de una concepción organicista de la sociedad. La ideología dominante que ha destruido los valores franceses procede, según Zemmour, de eeuu, junto a la ideología capitalista neoliberal que, dice, es complementaria del hedonismo consumista de las mujeres y los homosexuales. El libro propone una contranarrativa de la historia nacional. Esta contranarrativa, que se pretende histórica, está en realidad organizada deductivamente según los principios de decadencia que ese trabajo pretende mostrar: el fin del patriarcado, la feminización, el consumismo, el multiculturalismo. También ataca el libro de Robert Paxton, La Francia de Vichy, publicado en 19734, que cuestionó la tesis de Robert Aron de que el régimen de Vichy había protegido a los judíos franceses. Zemmour pretende rehabilitar esta tesis contra la tesis de Paxton sobre la responsabilidad de Francia en la deportación de judíos. El argumento de Zemmour de que Francia sacrificó a los judíos extranjeros para proteger a los judíos franceses, limitando el número de víctimas entre estos últimos, está en consonancia con su principio de preferencia nacional y también forma parte de la labor de rehabilitación de Maurras, quien había pedido la creación de un estatuto para los judíos y era uno de los consejeros de Philippe Pétain. Este argumento le permite culpar a los descendientes de los judíos extranjeros supervivientes de haberse vengado imponiendo una orientación comunitarista. Añadamos que para Zemmour existe una buena inmigración, la procedente de Europa, «de fe cristiana (...), de la misma cultura grecolatina y de raza blanca», precisa, y la otra, la que trae el multiculturalismo. Una distinción que evoca el discurso racista de la década de 1930, formulado por Acción Francesa y otros movimientos de extrema derecha, sobre los judíos inasimilables, un discurso que Zemmour traslada a los musulmanes.El hecho de que este polemista, muy marginal en el ámbito intelectual, donde no goza de ningún reconocimiento intelectual o literario, haya adquirido tal notoriedad entre el gran público, a punto tal que puede aspirar a ser candidato en las elecciones presidenciales, revela tanto la derechización de la escena pública, que analicé hace unos años5, como el dominio de los medios de comunicación sobre el debate, un fenómeno que Bourdieu denunciaba ya en los años 90.


Imagen: Laia Serch

  • 1.

    «Modelos de implicación política de los intelectuales: el caso francés» en Maximiliano Fuentes Codera y Ferran Archilés (eds.): Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política, Akal, Madrid, 2018. 

  • 2.

    Seuil, París, 2020.

  • 3.

    Albin Michel, París, 2014.

  • 4.

    Hay edición en español: Noguer, Barcelona, 1974.

  • 5.

    G. Sapiro: «L’inquiétante dérive des intellectuels médiatiques» en Le Monde, 15/1/2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 297, Enero - Febrero 2022, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter