Por un antirracismo sin excusas
julio 2020
Para construir una perspectiva política antirracista es necesario pensar los cruces de la raza con el género y la clase. Esto puede ayudar a salir de miradas que, bajo una aparente posición comprometida, podrían incluso reforzar las estructuras de poder sobre las poblaciones racializadas.
«Las políticas identitarias muy a menudo se naturalizan y no son consideradas como un producto de la lucha política, de modo que no se sitúan en relación con las luchas de clase y antirracistas. (…) Importa más qué haces para facilitar la transformación radical que cómo te imaginas que eres».
Angela Davis
La tentación a combatir: el «cambiar para que nada cambie»
«¿Quieres reformar la policía? Contrata más mujeres», sugiere con ligereza un título de la CNN en español del 23 de junio pasado. El simplismo y oportunismo del título logró el impacto esperado: una viralización por demás festejada de un texto que, en sus propias entrelíneas, desnuda no solo lo peligroso y errado de la propuesta, sino también sus notorias limitaciones.
La idea de sumar mujeres a las fuerzas de seguridad para resolver la brutalidad policial es, a priori, una reducción trágica de un problema estructural, institucional y, en algunos casos específicos, constitucional. No solo no nos encontramos frente a un problema que pueda leerse exclusivamente desde una perspectiva de género, sino que, si así lo fuera, el «tipo de perspectiva» de género que propone el artículo no constituye más que un cambio de imagen de aquello que se quiere modificar y, a su vez, refuerza otras narrativas de brutalidad que tampoco deben reducirse al género.
Revisemos el título de la CNN. ¿Quiénes son «las mujeres»? ¿Y quiénes son «las mujeres» que piden «más mujeres» en distintos espacios y posiciones de poder? Más aún, ¿quiénes son «las mujeres» que acceden a esos lugares de poder? Estas preguntas se responden, fundamentalmente, en una representación muy determinada de «la mujer»: la mujer blanca, de clases medias y altas, fundamentalmente elitista. Esta representación resulta tan arcaica como tramposa: constituye una idea de «las mujeres» que responde a un imaginario machista.
Por un lado, el apelativo «las mujeres» omite y diluye la racialización. Esa racialización que –como ya veremos– nos habla, también, de una matriz de clase. Habría que preguntarles a las mujeres que tienen familiares (tanto varones como mujeres) en las cárceles, y que no solo conocen la realidad interna de la reclusión, sino que se ven expuestas ellas mismas a una serie de abusos en manos de oficiales masculinos y femeninos, si la solución a todos los escenarios que deben afrontar está en sumar mujeres al sistema. Por otro lado, el apelativo «las mujeres» también desplaza a las diversidades. ¿Cuántas veces vemos incluida en «las mujeres», por ejemplo, a la comunidad trans? ¿Cómo se incorporarían, según el planteo de la CNN, esas diversidades en los cuerpos de las fuerzas de seguridad que las violentan sistemáticamente? En ambos casos (el de las mujeres que se encuentran detrás de los detenidos y detenidas y el de la comunidad trans), vale decir que la violencia, la discriminación y estigmatización también la reciben no solo de forma institucional y de otras mujeres en general, sino también desde diferentes sectores del feminismo.
La consideración según la cual todo se resolverá con «las mujeres» se basa en un esencialismo: como si se tratara de un cómic de Marvel, «las mujeres» en su «ser mujer» parecen tener el «superpoder» que logrará modificar las estructuras por el solo hecho de acceder a ellas. Y ese esencialismo acrecienta un recurrente error de esta época: el de creer que «el patriarcado se va a caer» solo porque estamos accediendo a espacios que históricamente se les han otorgado a los varones, sin distinguir, o peor aún, sin importar que sea en esos espacios donde se refuerzan las estructuras imperantes, desde las más violentas hasta las más sutiles. Dicho de otro modo: cuando ese coro reiterado demanda igualdad de oportunidades para acceder a «cualquier espacio», no hace más que disputar una concentración de poder. Pero de lo que se trata la crítica del patriarcado es de lo contrario: de la transformación que se opera a partir de desconcentrar el poder y las riquezas. Esto es, en definitiva, lo que atenta contra el cuerpo último del capitalismo salvaje.
Disputar poder es necesario en un orden reformista. Pero ¿es esa llanura a la que aspiramos? No podemos ignorar que disputar no es necesariamente combatir y, definitivamente, la disputa no constituye una fuerza lo suficientemente radical como para hacer caer estructuras. «Lo que no puede haber son jerarquías de opresión», proclamaba la feminista negra Audre Lorde.
Solo por poner algunos ejemplos. La equiparación en las oportunidades y en salarios tiene una concepción tan sectorial que hace vista ciega a una realidad sustancial: si una mujer de clase media con «buena presencia» y un varón de clase baja se presentan a una entrevista laboral, sin importar que él gane en experiencia y formación, la que probablemente se quedará con el puesto de trabajo será ella. Si una mujer de clase media con buena presencia y un varón de clase trabajadora salen al mismo tiempo de un local y suena una alarma, al que probablemente detendrán primero será al varón. Y aun si pararan a los dos, ¿el trato sería el mismo? Los desenlaces a estos ejemplos no serían diferentes si, en lugar del varón, los pensamos con una mujer racializada. Pero supongamos un extremo: un mundo imaginario donde solamente «las mujeres» ocupan lugares de poder. Si tienen a otras mujeres y a otros varones limpiando sus casas y cuidando a sus hijos –apenas registrados y con una garantía mínima de derechos laborales–, si repiten esa precarización con sus empleados, si mantienen una oratoria y una exigencia supremacista frente a la mujer policía y una mirada desconfiada cuando tienen que compartir con una familia de clase trabajadora un avión hacia Europa (por citar ejemplos rústicos, pero de los que todos conocemos), entonces nada habrá cambiado.
Este tipo de posición que piensa a «las mujeres» desprovistas de toda ideología y de toda personalidad, además de ponderarlas por una noción netamente biológica, también las despersonaliza y cosifica. ¿Acaso hay relato más sexista y cosificador que el de pensar que la mujer es buena, cálida, suave, sensible y que corporiza otro sinfín de cualidades que casualmente tienen que ver con un ideario maternal, a su vez, su rol histórico en la sociedad? Es esta la verdadera anatomía de reflexiones del tipo «con más mujeres en sus filas la policía será más empática». Es la imagen maternal, pero también la reducción de la mujer a mero decorado. Y estas, a su vez, son reflexiones que perpetúan otros tabúes afines a la violencia femenina. Una violencia femenina que se silencia en términos familiares, laborales, culturales, políticos e institucionales: las madres no golpean a sus hijos, las jefas no maltratan a sus compañeras, ningún escrache que haga una mujer acusando a un varón se basaría nunca en una mentira, una presidenta del Fondo Monetario Internacional (FMI) es feminista porque cuestiona a los ministerios que no tienen cupo femenino, las mujeres policías no son abusivas.
La fragilidad de los enunciados
La brutalidad policial es apenas la punta del iceberg de la violencia institucional. Su complejidad se refuerza en ciertas paradojas, que en no pocas ocasiones fundan un punto de encuentro donde los sectores populares y de izquierda se dan la mano con los sectores de derecha. Aunque suene incómodo, es imposible hablar de violencia institucional sin hablar de la aceptación social con la que cuenta, incluso tomando la indiferencia como una manera de legitimación y diferentes acciones cotidianas que refuerzan las narrativas criminalizadoras y estigmatizantes.
Esas narrativas nos ofrecen la que quizás sea la principal paradoja alrededor de la propia policía, sean oficiales masculinos como femeninos. Como dice Federico Pita, director de la Diáspora Africana de la Argentina (DIAFAR) y miembro de la Articulación de Afrodescendientes de las Américas y el Caribe (ARAAC), «entre los pobres las elecciones laborales son acotadas. La gran mayoría tiene que elegir entre trabajo doméstico, maestranza en general y ser policía. Y una minoría será la que no pueda salir del circuito delictivo. Pero en general el abanico laboral del humilde está muy bien definido». Es esta misma situación la que marca la delgada línea que separa al policía, sea varón o mujer, de ser victimario a ser víctima, de ser un honrado y respetado trabajador social a ser mirado de reojo, como una amenaza.
Dicho de otra manera, pensémoslo a partir de lo que llamamos comúnmente como «gatillo fácil». El gatillo nunca es «fácil» frente a un blanco, nunca se aprieta accidentalmente frente a un blanco ni tampoco nunca se necesita usar «en defensa propia» frente a un blanco. Toda esa ansia adjetivadora del disparo responde a que el gatillo es lisa y llanamente racista. El gatillo que mata o la rodilla que asfixia (como en el caso de George Floyd, pero también de muchos ciudadanos de América Latina). La estructura tiene tal complejidad que ese o esa oficial que dispara o apoya la rodilla en el cuello de otro es quien podría recibir el disparo o ser asfixiado si no fuera por su uniforme. Mientras que con el uniforme ese oficial que mató a otro será defendido y festejado por su servicio, si fuera la víctima su asesinato sería justificado con un «algo habrá hecho».
Ese «algo habrá hecho» es la expresión más literal de una ideología y es moldeable a diferentes escenarios, pero también tenemos otras argumentaciones, enunciados o posiciones más sutiles y no tan representativos de la derecha, sino que se amplifican hacia los progresismos y las izquierdas, sin alejarse mucho del trasfondo de aquel. Un ejemplo incluso más naturalizado es lo que habitualmente se llama «portación de rostro», que provoca no solo que un policía pueda demorar a alguien y palparlo o generar retenciones de su documentación a la hora de hacer ciertos trámites, sino también el cruzar de cuadra de un civil, un evitar compartir cercanía directa en el transporte público, un dar por hecho que ese otro pertenece a cierta clase y a cierta raza, lo que en varios países deviene rápidamente en una noción extranjerizante de ese sujeto. Podemos continuar la lista de ejemplos que caen en racismo cuando ese «no blanco» accede a espacios de poder y goce que se suponen predestinados para los blancos y, entonces, se sospecha de su ubicación, se moraliza su forma de habitar ese lugar y abordar esos beneficios, derechos o posibilidades, y también se lo cosifica, se lo difunde como un trofeo justicialista para defenderlo de los ataques que dudan de la legitimidad de su acceso a las «bendiciones» del mercado. Algunos necesitan al pobre arrodillado para mantener su estructura de riqueza y poder en alto, otros lo necesitan arrodillado para seguir motorizando bondades a fuerza de un narcisismo que se alimenta de caridades y discursos demagógicos, pero que se vuelve rápidamente rancio si su lugar de privilegio se siente cercado.
Interseccionalidad, divino tesoro
«No todos los negros son pobres. Pero todos los pobres son 'negros'», explica Federico Pita haciendo una traducción de los idearios colectivos que representan una de las principales complejidades del racismo: las construcciones políticas, culturales y geográficas que terminan generando un relato en el que la raza y la clase no se diferencian, se hacen. «El negro» o «el no-blanco», explica Rita Segato en La nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad, «no es necesariamente el otro indio o africano, sino un otro que tiene la marca del indio o del africano, la huella de su subordinación histórica. Son estos no-blancos quienes constituyen las grandes masas de población desposeída». Esta población, en el pensamiento blanco, es un absoluto racializado, lo que deviene en una «intuitiva» percepción de su ubicación social en cuanto a clase e incluso residencia. Lo interesante es cómo todo este entramado muestra de manera muy concreta la prevalencia de la raza sobre los conflictos de clase y género. Sin embargo, lo que nos proponen décadas de investigaciones realizadas por los feminismos radicales de mujeres racializadas, es una integración de la raza, el género y la clase a través de la interseccionalidad.
El término suele atribuírsele a Kimberlé Crenshaw, quien lo adopta a finales de la década de 1980, pero los estudios y su abordaje de manera formal comienzan en la década de 1960 y toman fuerza en el Manifiesto de la Combahee River Collective de 1977. Allí se afirma: «aunque estamos de acuerdo con la teoría de Marx (…) sabemos que su análisis debe extenderse aún más para que podamos comprender nuestra situación económica específica como mujeres negras». En ese sentido, Crenshaw lo que subraya es que cuando hablamos de raza y racismo por supuesto que debemos tener en cuenta a los varones, y cuando hablamos de género, aunque debería incluir a todas las mujeres, como los accesos a ciertos lugares estén dispuestos históricamente para mujeres blancas y de clases medias y altas, esto hace que no sea del todo representativo para la gran mayoría de las mujeres. En estas generalizaciones, la mujer negra queda invisibilizada. En cambio, en la interseccionalidad su voz no solo cobra fuerza, sino que propone una lectura radical.
«Las mujeres, sin excepción, son socializadas para ser racistas, clasistas y sexistas en diversos grados», escribe bell hooks. «Etiquetarnos a nosotras como feministas no cambia el hecho de que debemos trabajar conscientemente para deshacernos del legado de la socialización negativa». Si bien se refiere a la mujer en Estados Unidos, podemos pensarlo a modo continental, primero porque, siguiendo la línea de pensamiento de Frantz Fanon, la comunidad afroestadounidense es tercermundista. Segundo, porque por razones políticas, económicas y culturales, además de históricas, Estados Unidos no solo marca pauta e interviene a lo largo y ancho del continente, sino que voluntariamente nuestras sociedades adoptan patrones, mandatos, consignas. Y lo hace poniendo la atención en las referencias predominantes. Como relata Angela Davis en cada una de las páginas de su libro Mujeres, raza y clase, las mujeres negras eran feministas desde antes de que apareciera el término, solo que no tenían el tiempo, la capacidad ni la posibilidad de «hacerlo relato», ni mucho menos parte de un mercado. Por esa misma razón, son las mujeres negras las que toman las ideas marxistas y las llevan a un nivel más ajustado y dan un paso adelante no solo en vías de su realidad y necesidades, sino como respuesta a un sistema que afecta a las mayorías. Y a medida que el capitalismo se hace más salvaje, en un mundo que sistémicamente se vuelve expulsivo o, más aún, un mundo que genera inclusiones para, desde ahí, construir marginados a medida de lo que sus relatos necesitan, la interseccionalidad se vuelve una articulación indispensable.
Es en esa conciencia negra, enraizada en una noción territorial que atraviesa los cuerpos y las posiciona como matriarcas y referencia obligada, donde se cifra el combate actual. Se trata de poner de relieve a las mujeres como organizadoras comunitarias natas en los barrios populares, como protagonistas en los comedores, como parte de las primeras líneas de las agrupaciones sociales y cooperativas. Es allí donde se fuerza una disputa disruptiva por el goce y la dignidad. Es en toda esa geografía social en la que no hace falta «contar a las mujeres en las fotos» ni pedir más en ellas. La razón es simple: allí ya son un absoluto. En todo caso, en esas fotografías populares, las que faltan, tanto en presencia como en discurso e interpelación, son las representaciones de aquel «las mujeres» con el que comenzamos este texto: faltan esas mujeres que apelan a un feminismo enunciativo y aspiracional, no solo aceptando todo statu quo, sino queriéndoselo apropiar.