Opinión
junio 2021

¿Por qué vuelven las negociaciones en Venezuela?

Detrás de la aparente inmovilidad, varias cosas se mueven en Venezuela. En medio de la crisis, la desafección política alcanza al gobierno y a la oposición. Por eso ambos bloques, debilitados en diferente medida, tienen incentivos para iniciar nuevas negociaciones después de varios fracasos.

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En Venezuela, se está preparando un nuevo e incierto proceso de negociación política entre el gobierno y la oposición. Para calibrar sus posibilidades de éxito, conviene preguntarse en primer lugar en qué se diferencia y en qué repite las experiencias anteriores. Es importante subrayar que la iniciativa ocurre en continuidad -al menos metodológica- con el esfuerzo emprendido en 2019 en Barbados bajo la facilitación de Noruega, cuyos expertos están involucrados desde hace varios meses en consultas a dos bandas. Ello indica que se retoma el proceso recuperando algunas bases en el campo de la creación de confianza, si no entre los actores, al menos en los mecanismos de construcción de la agenda y de reglas de funcionamiento.

Sin embargo, las condiciones políticas de 2019 y de 2021 son enteramente diferentes, y ello, en mi opinión, podría favorecer avances en una negociación de esta naturaleza, siempre que los actores políticos identifiquen esas diferencias y ajusten sus demandas y estrategias.

Se parece, pero no es igual

Vista de un modo muy superficial, la situación venezolana pareciera resumirse en un estancamiento inercial en el que el gobierno de Nicolás Maduro resiste, impertérrito, en medio de la devastación de la vida cotidiana de millones de personas, mientras la oposición procura lidiar con sus propias contradicciones estratégicas. Pero tras esta apariencia de inmovilidad es posible identificar una serie de circunstancias que permiten entender por qué los actores políticos están hoy dispuestos a reiniciar un proceso de negociación que en el pasado fracasó una y otra vez.

Una de ellas afecta por igual a la oposición y al gobierno: llamémosla desafección generalizada hacia lo político. Es un lugar común señalar la despolitización que conllevan y provocan los regímenes autoritarios, reduciendo a la ciudadanía a la vida privada o a la mera supervivencia. Pero en el chavismo este efecto coexiste con su propia contradicción populista: en su sistema operativo hay una variable inevitable que es el metabolismo electoral, no solo en términos de legitimación política, sino también como método de distribución de cuotas de poder entre las partes que componen ese archipiélago.

El mal resultado de las elecciones parlamentarias de 2020, con el oficialismo corriendo solo o mal acompañado por pequeños sectores desprendidos de la coalición opositora, es una señal de debilidad muy preocupante para la honra del «proyecto histórico» y, más pragmáticamente, para las bases de sustentación del propio poder. Esto lo vuelve más dependiente de alianzas con el sector militar y con socios no necesariamente muy confiables. Ciertamente, el gobierno se hizo del control total de la Asamblea Nacional, pero dejó al descubierto sus grietas internas.

Esto por supuesto no es ninguna novedad, atendiendo a los misérrimos niveles de popularidad que acompañan al gobierno desde hace años. Pero adquiere una significación estratégica distinta, paradójica: la debilitada oposición ya no funciona como una amenaza capaz de unificar y cohesionar al bloque chavista. Maduro debe ahora atender a una infinidad de demandas contenidas, recomponer «el proyecto», ofrecer resultados y alcanzar una gobernabilidad que le exige concesiones para reconstruir la ruinosa condición del aparato del Estado. La función política de cohesionar y repartir cuotas de poder que cumple la corrupción sistémica cuesta ahora más que lo que beneficia al poder porque ha destruido las capacidades de gestión. Del mismo modo, la tolerancia hacia socios irregulares pero hasta hace poco útiles ha significado la pérdida de control territorial en zonas críticas del país y puso en evidencia limitaciones operacionales y de la cadena de mando de las Fuerzas Armadas.

Pero para la oposición las noticias son igual de malas: su capacidad de capitalizar el enorme descontento popular está reducida a mínimos históricos y ha perdido la iniciativa política en medio de una inercia estratégica. No es cuestión de recapitular aquí las condiciones y circunstancias que condujeron a este estado de cosas, pero se puede señalar que fue determinante la desaparición, a partir de 2016 y más agudamente a partir de la conformación del «gobierno interino» en 2019, de la instancia de conducción política unitaria que fue la Mesa de la Unidad Nacional, lo que impidió que las importantes divergencias en torno de las estrategias para impulsar el cambio político pudieran ser metabolizadas.

El fracaso de la visión dominante, que se fundamentaba en la tesis de la «máxima presión», apalancada por las sanciones estadounidenses, tanto a Venezuela como a funcionarios del gobierno, y por la diplomacia regional. Se suponía que todo esto provocaría rupturas horizontales (entre grupos del poder, especialmente en el sector militar) y/o rupturas verticales (movilizaciones populares). Pero no ocurrió nada de eso y se generaron fracturas en el campo opositor que fueron hábilmente aprovechadas por el régimen para tratar de legitimar las elecciones legislativas de diciembre de 2020 con una diminuta «nueva oposición», calificada de «moderada» en contraste con el «extremismo» de la oposición mayoritaria. Hasta ahora, los aproximadamente 20 diputados (contra los 253 del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela) de esta coalición, que recientemente se ha rebautizado como Alianza Democrática, no han alterado el statu quo en la nueva Asamblea Nacional.

Sin embargo, la dinámica centrífuga no se limita a este grupo. En ocasión de la decisión de la mayoría de la oposición de no participar en las elecciones parlamentarias de 2020, comenzaron a producirse discretos movimientos dentro de cada uno de los partidos agrupados en torno del «gobierno interino» de Juan Guaidó (Voluntad Popular, Primero Justicia, Acción Democrática, Un Nuevo Tiempo, La Causa R, etc.), que presionaban por redefinir el rumbo estratégico hacia la reconstrucción de las condiciones para la participación electoral, considerando el horizonte inmediato de las elecciones regionales y municipales que deben realizarse en noviembre de 2021. Desde entonces, otros factores, como el liderazgo social y nuevas formaciones de activistas, irrumpen a su vez en la escena pública y acompañan lo que en realidad es una demanda de reconfiguración de la estrategia del cambio político que la dirigencia de estos partidos, junto con el «gobierno interino», lee y responde en una nueva propuesta bautizada «Acuerdo de Salvación Nacional».

La nueva teoría del cambio se fundamenta en una agenda de negociación con el chavismo en cuatro áreas: elecciones generales competitivas, ayuda humanitaria, vacunación y garantías políticas para todos. Y junto con esto, el levantamiento progresivo de las sanciones según avances en los acuerdos.

Eppur si muove

Para calibrar las posibilidades de esta nueva negociación, hay que completar el retrato anterior con dos elementos que en mi opinión podrían marcar el éxito o el fracaso del proceso: la activación de actores de la sociedad civil organizada en la escena política y las señales que el gobierno ha enviado en cuanto a su disposición a ceder parte de su control hegemónico sobre las instituciones.

En los últimos años, muchas organizaciones de la sociedad civil se han enfrentado al abordaje de la emergencia humanitaria compleja que sufre el país. La acción humanitaria, que debe ocurrir bajo unas reglas internacionalmente aceptadas de neutralidad y universalidad, tiene en Venezuela características particulares por la naturaleza misma de la emergencia: su origen es eminentemente político, a diferencia de otros casos en que han resultado de catástrofes naturales o conflictos armados.

Las políticas públicas y económicas oficiales han conllevado un agudo deterioro de los indicadores de calidad de vida desde al menos 2015. El trabajo local de las ONG humanitarias y de defensa de derechos humanos ha necesitado del desarrollo de habilidades de intermediación y micronegociación con el gobierno, y con los actores políticos en general. Y hoy, una serie de organizaciones busca potenciar sus capacidades de incidencia política en la búsqueda de una solución democrática y negociada que haga énfasis en la recuperación de las instituciones y de las reglas del juego político, a partir de consensos básicos sobre los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos.

Fundamentalmente agrupados bajo la iniciativa del Foro Cívico –aunque no es la única, sí es la más visible–, ONG, sindicatos, organizaciones empresariales y gremiales y organizaciones juveniles y académicas han construido algunos espacios de incidencia y de catalización que han movilizado a los sectores políticos y hecho avanzar propuestas concretas de acuerdos político-institucionales que abonan el terreno para alcanzar acuerdos políticos de alto nivel.

La historia de las relaciones entre la sociedad civil y el ámbito político en Venezuela es sumamente complicada y no exenta, como en el resto de América Latina, de motivaciones corporativas. A la vez, la historia de estas relaciones bajo el chavismo ha sido particularmente difícil, pero aun así se ha podido desarrollar una conciencia de autonomía de la acción, que no es neutral, puesto que los objetivos de democratización y reinstitucionalización son en sí mismos políticos, pero sí tienen claridad acerca del rol esencial que deben jugar los actores políticos para llevar adelante las soluciones negociadas.

Por su parte, el gobierno de Maduro, empeñado en recuperar su capacidad de gobernar, comienza desde enero de 2020 a tomar riesgos, abriendo por ejemplo algunos espacios de interlocución y negociación con organizaciones civiles y algunos actores políticos. Estas interlocuciones no son las únicas señales emitidas desde el poder: se ha venido implementando, en la práctica y sin mucho ruido, un conjunto de reformas en el plano económico y fiscal para mejorar los ingresos internos; se fue formalizando la dolarización de facto de la economía; se avanzó en un proyecto de creación de zonas económicas especiales, que tiene un fuerte aire de familia con la concepción china de «un país, dos sistemas», y se hicieron otras concesiones inéditas, como la autorización de la entrada del Programa Mundial de Alimentos al país, lo que implica reconocer la tragedia humanitaria que padece la población. Pero todo ello acontece en un contexto en el que no cesan los gestos hostiles y represivos contra organizaciones y personas, y se exacerban la corrupción y la miseria general en medio de la pésima gestión de la pandemia.

Hay varios espacios de «negociaciones sectoriales» que están activos, como las que el principal gremio empresarial, Fedecámaras, lleva adelante con una agenda de incidencia en las políticas económicas, o la posible creación de una instancia de coordinación humanitaria con organizaciones que aseguraría condiciones de respeto y apoyo del gobierno a las reglas de la acción humanitaria. Hay también avances en la recuperación del llamado diálogo tripartito (empresarios, sindicatos y gobierno) al que obligan los convenios con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la cual ha amenazado con procesos contra el gobierno de Maduro por sus graves violaciones al derecho al trabajo y al salario digno. Un caso menos prometedor es el de la Mesa Técnica para la vacunación, en la que participan expertos sanitarios, miembros del gobierno y representantes del «gobierno interino». En una lógica bastante previsible, el gobierno no ha renunciado hasta ahora a politizar el tema de la vacunación, y lejos de acordar facilitaciones internacionales para el financiamiento y suministro de vacunas a través de la Mesa Técnica, ha preferido apelar a sus alegatos de que las sanciones financieras le impiden cumplir con su plan de vacunación, que por cierto no ha hecho público.

Sin embargo, el impacto más importante es el que puede tener la conformación de un nuevo Consejo Nacional Electoral (CNE), cuya composición, en la que participan expertos electorales y políticos postulados por las organizaciones civiles especializadas en el tema electoral, resultó menos desequilibrada que las versiones anteriores, y sobre todo, ocurrió siguiendo los procedimientos legales. Ello fue posible en virtud de negociaciones entre varios actores políticos, especialmente el ex-candidato presidencial Henrique Capriles Radonsky, las organizaciones civiles y los operadores políticos del gobierno de Maduro, en lo que aún sigue siendo un espacio activo de negociación que serviría para que el nuevo CNE, si bien bajo control del chavismo, cumpla un programa de reformas que mejorarían sustancialmente las condiciones institucionales para las próximas elecciones. Esto serviría de incentivo para la participación electoral de los grandes partidos de la oposición.

La cuestión toca un asunto medular de la estrategia de la oposición agrupada en torno del «gobierno interino», que por ahora no ha dado respuesta sobre su eventual participación en esas elecciones, ni queda claro entonces si propondrá las reformas electorales como parte de la agenda de la negociación facilitada por Noruega.

No cabe duda de que las concesiones del gobierno no provienen de una súbita conciencia democrática, sino de una apuesta a que oxigenar el camino electoral agudice las actuales contradicciones dentro del campo opositor con respecto a la participación o no en los comicios. No cabe dudar, tampoco, de que parte del impulso del gobierno hacia la promoción de negociaciones sectoriales simultáneas proviene de un cálculo que básicamente persigue quitarle oxígeno al liderazgo político opositor que no participe en ellas. Pero el hecho político es que se trata de oportunidades, de rendijas por las cuales se puede avanzar hacia acuerdos que prefiguren el juego político democrático que se aspira lograr, y en esa medida también suponen un riesgo, para el régimen, de reformas en cascada que precipiten la transformación del sistema.

El realineamiento internacional

Como un tercer conjunto de factores, hay que considerar que las dinámicas geopolíticas han cambiado, obviamente, en especial a partir de la instalación del gobierno de Joe Biden, con el vuelco geoestratégico que ello implica y su voluntad de favorecer una solución política sustentable para Venezuela. Pero para resumir el contexto internacional, se diría que el caso venezolano se ha vuelto tóxico, en especial en el hemisferio, como suelen decir los estadounidenses. Y esto no solamente debido a la situación migratoria, de por sí terrible para quienes emprenden el éxodo y para los países receptores, sino también porque Venezuela termina siendo una variable de la ecuación política interna en muchos países que amplifica el conflicto político con la gramática de la polarización. Así como en algún momento hubo un alineamiento internacional con la tesis de que la crisis venezolana podía derivar en el cambio político en el corto plazo, la prioridad hoy parece ser tratar de evitar que el conflicto se vuelva crónico y acompañar una ruta creíble, realista, acordada y posiblemente larga para el rediseño democrático.

La clave: la construcción de la agenda

Todas estas circunstancias mueven a los actores a negociar, sin duda, y advierten que una nueva ronda de negociaciones puede conducir a nuevos resultados si se cumple una condición esencial: que el espacio de negociación no resulte, como en ocasiones anteriores, un dispositivo para la escenificación del conflicto, en el que los actores persiguen fortalecerse uno frente al otro, en lugar de construir un marco básico de reglas del juego político para dirimir el conflicto.

En efecto, lo ocurrido tanto en los encuentros de 2017-2018 como en los del ciclo de 2019 con la facilitación de Noruega fue algo así como la continuación de la guerra por otros medios: para cada parte, se trataba de «ganar» la negociación o al menos de no quedar debilitada en el proceso. La negociación pareció funcionar como una táctica más para posicionarse en el conflicto, y no como un método para acordar la recomposición de las instituciones que, a la postre, permitirían regularlo para inducir el proceso de democratización.

Así, el gobierno de Maduro se sentó en la mesa de negociación en 2019 con el objetivo de mejorar las condiciones para conservar el poder, mientras que el objetivo de la oposición era procurar las condiciones para asegurar el cambio político. Entre la aspiración del gobierno de ganar estabilidad y la de la oposición de sustituir a Maduro mediante elecciones libres, se podía vislumbrar una teórica zona de posible acuerdo: pactar las condiciones de elecciones presidenciales en las que ambas partes pudieran ser competitivas. Pero el problema es que para el gobierno de Maduro, ser competitivo significaba (y eso sigue siendo así) poder gobernar con capacidad financiera, es decir, asegurar el levantamiento de las sanciones y el acceso a la administración de activos de la República controlados, hasta hoy, por el «gobierno interino», mientras que, para la oposición, ser competitiva significa que se cumpla una serie de condiciones institucionales y legales que aseguren no solo la pulcritud del proceso sino el reconocimiento y respeto de los resultados.

La verdad es que, en 2019, ninguna de las dos partes estaba en capacidad o tenía la voluntad política de garantizar las concesiones que implicaba este esquema. En particular, la cuestión de la intervención indirecta de la administración Trump al imponer nuevas sanciones al gobierno de Maduro mientras aún estaban en curso las conversaciones, a principios de agosto de 2019, fragilizó la capacidad negociadora de la oposición, dividiéndola, y radicalizó a su vez al gobierno en una posición de resistencia, lo que suspendió las tensiones en el campo chavista entre quienes favorecían y quienes rechazaban la negociación.

Hoy, algunas señales discursivas no lucen muy prometedoras: tanto en el campo chavista como en el opositor ha habido menciones públicas muy negativas acerca de lo que cada parte espera del nuevo proceso de negociación, desde «salvar a Venezuela de la dictadura» hasta obligar a la oposición a reconocer la supremacía del chavismo y el levantamiento de las «sanciones criminales». Las narrativas que establecen la mesa de negociación como campo de batalla siguen creando una atmósfera beligerante que no le ofrece al ciudadano común confianza en que la negociación puede ser la vía para reconstruir la democracia.

La experiencia acumulada en muchas negociaciones políticas ha permitido decantar unos principios o guías para conducir el proceso a buen término, pero solo voy a mencionar un par de aspectos que en este caso parecen muy necesarios.

En primer lugar, hay un elemento subjetivo que falta: el mutuo reconocimiento, aquello que precisamente está en el fondo del conflicto político histórico entre oposición y gobierno. En la mentalidad hegemónica del chavismo, la oposición no existe más que, en el mejor de los casos, en una posición ancilar, mientras que por su parte la oposición, en sus diferentes configuraciones, ha puesto en duda la legitimidad de las victorias electorales del chavismo. En principio, la negociación misma debería ser una forma de mutuo reconocimiento de cada parte como legítimo actor político, independientemente de sus cualidades morales o de la naturaleza de su objetivo estratégico.

En segundo lugar, las cuestiones de representatividad tanto de las partes negociadoras como de los contenidos de la agenda. Como he querido mostrar, las primeras ya no son las mismas que en 2019. Con la irrupción de otros actores que no están alineados con los miembros del gobierno o con el liderazgo formal de la oposición, que tienen una visión más orgánica de las demandas de la sociedad y capacidad de intermediación, con un compromiso con la democratización pero no con las agendas particulares de los actores políticos, se hace necesario incluir esta perspectiva en la mesa.

Pero esa presencia no tiene necesariamente que materializarse en el grupo de negociadores, aunque es frecuente la fórmula de los dos tracks (actores políticos y sociedad civil); es más bien en la confección de la agenda donde debe concentrarse la experiencia de esos agentes sociales que están o han estado catalizando procesos de negociación entre actores políticos. En el proceso facilitado por Noruega, el periodo de construcción de la agenda ha transcurrido bajo una regla de discreción y prudencia que no permite conocer su contenido, pero no sería productivo, en mi opinión, que negociaciones ya adelantadas o al menos prometedoras como las que tienen que ver con las condiciones electorales que dependen del CNE volvieran a ponerse en la mesa de la negociación integral y terminaran atadas al cumplimiento de otros acuerdos más disputados. Más bien podría pensarse en un esquema de múltiples procesos simultáneos bajo una misma concepción estratégica, que sería la materia fundamental del acuerdo integral: la reconstrucción del sistema institucional de tal manera que, en el futuro inmediato, quien sea elegido limpiamente para gobernar lo haga dentro de los límites constitucionales, y quien quede en el lugar de la oposición, pueda ejercerla con todas las garantías y libertades.


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