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¿Por qué protesta tanta gente a la vez?


Nueva Sociedad 286 / Marzo - Abril 2020

Las protestas alcanzaron en estos últimos tiempos una gran amplitud global. Pero ¿qué tienen en común? ¿Contra qué se enfrentan? ¿Qué imaginarios alternativos, políticos y organizativos, ponen en juego? Desde América Latina hasta el mundo árabe, pasando por Europa, las desigualdades, el autoritarismo, la corrupción y el funcionamiento de los servicios públicos han concitado una gran energía contra el orden establecido.

¿Por qué protesta tanta gente a la vez?

2019 ha sido testigo de la multiplicación en todo el mundo de poderosos movimientos populares de protesta que siguen activos. Chile, Colombia, Ecuador y Haití en América Latina; Francia (los «chalecos amarillos» y el movimiento contra la reforma del sistema de pensiones) en Europa; Argelia, Egipto, Iraq y Líbano en Oriente Medio; Sudán en África.

Esta ola cierra una década iniciada con el proceso revolucionario tunecino, punto de partida de una verdadera onda de conmoción política que alcanzaría a muchos países del mundo árabe a partir de 2011, mientras otros movimientos sociopolíticos de protesta se extendían por Europa y América (incluido el emblemático Occupy Wall Street). Como a principios de la década de 2010, los movimientos actuales exigen en todas partes el fortalecimiento de los derechos sociales y democráticos, al tiempo que revelan las vulnerabilidades estructurales, sociales, económicas y políticas de los países en los que se despliegan.

La denuncia y el rechazo de varios fenómenos recurrentes, algunos de los cuales se han agravado desde el comienzo de la década, constituyen el núcleo de estas movilizaciones que dejan ver cierto grado de articulación: alto costo de vida y disminución del poder adquisitivo, desigualdades sociales, políticas de austeridad que vuelven oneroso el acceso a servicios públicos básicos deteriorados, corrupción endémica, acaparamiento de las instituciones por parte de un cuerpo político al servicio de minorías privilegiadas, lógicas confesionales (Oriente Medio) y clientelistas para la distribución del poder y las riquezas que refuerzan las dinámicas de desposesión.

A estos movimientos se agregan otras dinámicas de crisis, de orígenes más directamente políticos: el golpe de Estado en Bolivia en un contexto de polarización política, la afirmación y el conflicto de soberanía en el seno del Estado español (Cataluña) y las movilizaciones en Hong Kong (China). Estos casos, que dependen de lógicas específicas, no se desarrollarán directamente en este artículo, aunque sí se los mencionará.

Este texto busca elaborar y proporcionar un marco de lectura y análisis que permita comprender las características, las apuestas y los desafíos globales que presentan los actuales movimientos de protesta, sobre todo con demandas sociales. También tendrá como objetivo identificar ciertos límites en el curso actual de su desarrollo. En esta perspectiva, el artículo propone la definición de siete entradas temáticas que constituyen, cada una tomada por separado, una clave analítica para aclarar e interpretar lo que ponen en juego estos movimientos, pero también sus perspectivas a largo plazo: a) causas económicas y sociales que poseen raíces comunes; b) causas políticas profundas que coinciden y lógicas de refundación democrática; c) movimientos interclasistas y «destituyentes»; d) movimientos transversales que engendran sus propias formas de organización; e) movimientos confrontados con el riesgo de su propio declive ante las estrategias del poder y la violencia de los aparatos estatales; f) radicalidad social sin la existencia de proyectos políticos alternativos; y g) nuevas culturas políticas sin una dimensión internacionalista.

Causas económicas y sociales que poseen raíces comunes

El Fondo Monetario Internacional (fmi), la Organización Mundial del Comercio (omc), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el Banco Mundial: todas las organizaciones económico-financieras internacionales continúan diagnosticando y describiendo los desarrollos de la crisis de la globalización liberal que afectan el sistema económico mundial y desestabilizan a las sociedades y los equilibrios geopolíticos que estructuran la escena internacional. Esta crisis multiforme ha experimentado un desarrollo ininterrumpido desde el inicio de la crisis financiera internacional de 2008 y esto se manifiesta a través de varios fenómenos combinados y duraderos:
- desaceleración generalizada del crecimiento1 del comercio internacional2 y de la demanda mundial,
- disminución de la inversión extranjera directa (ied)3
- volatilidad del precio de las materias primas (que bajó en promedio 5% en 2019, según la Cepal). Varios de los países tratados aquí, denominados del «Sur», se ven directamente afectados por este fenómeno,
- generalización de la austeridad presupuestaria dentro de los Estados,
- aumento de la deuda pública y privada a niveles no vistos desde la década de 19504
- desarrollo de las desigualdades sociales,
- multiplicación de tensiones y conflictos (China/Estados Unidos, crisis en Oriente Medio, Brexit, debilitamiento del multilateralismo, etc.).

En América Latina, 2019 ha cerrado una década de desaceleración económica. La Cepal señala que 23 países latinoamericanos (de los 33 estudiados) se habrán visto afectados por una desaceleración económica en 2019 o 2020, y que entre 2014 y 2020 el subcontinente experimentó su periodo de crecimiento económico más débil de los últimos 40 años (con dos años de recesión general en 2015 y 2016). Sin embargo, según la organización, el crecimiento latinoamericano debería experimentar una ligera recuperación en 2020 (1,3%), luego de haber alcanzado, en promedio, un pobre rendimiento, de 0,1%, en 2019.

En Oriente Medio encontramos una mayor concentración de Estados patrimonialistas que en cualquier otra parte del mundo. Esto significa que familias y/o clanes son propietarios de facto del Estado, lo que permite comprender por qué las reformas de inspiración neoliberal han tenido sus peores resultados en la región en comparación con otros conjuntos geopolíticos. Esta situación genera bajas tasas de crecimiento y altas tasas de desempleo5.

Así, encontramos en la mayoría de los países en que se desarrollan los movimientos de protesta características comparables. No solo mantienen las injusticias, la precariedad y la miseria social, sino que además las «clases medias» –es decir, ante todo consumidoras–, especialmente aquellas que se formaron durante la década de 2000, se ven afectadas por las consecuencias de la crisis económica internacional.

El caso de América Latina es emblemático en este sentido. De hecho, desde fines de la década de 2000, estas «clases medias» se convirtieron en la mayoría de la población. Según la ocde, incluso constituyen más de 70% del total. No obstante, la organización afirma que 37,6% de quienes las integran siguen siendo «vulnerables». Teniendo solo un ingreso de entre 5,50 y 13 dólares diarios, son los más expuestos a la precariedad y la inseguridad sociales. Según la ocde, esta categoría representaba a 34,1% de la población en 2000. Las «clases medias» más estables (con un ingreso diario de 13 a 70 dólares por día) aumentaron de 21,1% de la población en 2000 a 35,4% en 2016. Finalmente, la categoría pobre (con un ingreso diario menor a 5,50 dólares) cayó de 42,9% en 2000 a 24,6% en 20166. Es entre ellos donde se debe buscar a los nuevos integrantes –a menudo trabajadores precarizados– de las «clases medias vulnerables».

Desde principios de la década de 2000, América Latina ha experimentado un lento cambio sociológico. La mayoría de los latinoamericanos vio aumentar gradualmente, en varias proporciones y hasta principios de la década de 2010, su capacidad de consumo (a través de los ingresos, la redistribución, la deuda, la llegada a los mercados latinoamericanos de muchos productos de exportación chinos muy baratos) y experimentó una mejora de la protección social (gracias a las políticas estatales7). Pero estas dinámicas se han confrontado a las de la desaceleración económica y la volatilidad de los precios de las materias primas desde 2008 (especialmente el petróleo desde 2012).

Así, en todos los países afectados por los movimientos de protesta, tanto en América Latina como en otras regiones, operan dos dinámicas contradictorias: por un lado, aumento en las exigencias en materia de consumo, estabilidad, movilidad y ascenso social, calidad de los servicios públicos, medio ambiente y funcionamiento de las instituciones, desde principios de la década de 2010; por otro lado, concomitantemente, desaceleración económica e inicio de crisis sociales. El hecho de que los Estados no hayan resuelto estas contradicciones ha socavado la confianza de la población en las instituciones y el cuerpo político. Esta doble dinámica contradictoria, que produce fuertes antagonismos sociales y políticos, constituye el caldo de cultivo en el que, en configuraciones siempre específicas y variables, se desarrollan los levantamientos sociales actuales.

Como subproductos sociales y políticos de la crisis financiera y económica de 2008, estas revueltas a menudo apuntan a un adversario: el neoliberalismo. A veces se enfocan en las instituciones internacionales con las que está asociado, como el fmi, que está involucrado en el desarrollo y la conducción de las políticas públicas de varios países (Ecuador, Egipto, Haití, Sudán). Más allá de esto, la ira se dirige contra una forma de organización de la sociedad considerada disfuncional, que ya no permitiría a la mayoría de los ciudadanos acceder plenamente, y sobre la base de un principio de igualdad, a sus derechos formales proclamados (económicos, sociales, democráticos) y a los servicios y recursos colectivos.

En este contexto, la corrupción y la prevaricación de las clases dominantes, experimentadas de manera provocativa en tiempos de crisis, se asocian a mecanismos de colusión entre el mundo de los intereses económicos y financieros y el de los responsables políticos. Esta fusión organizaría la desposesión de las riquezas colectivas y nacionales en beneficio de las elites y su refugio en la trastienda de la globalización (paraísos fiscales, sistema financiero), donde se multiplicarían por sí solas.

Los movimientos de protesta de la ola actual, en el marco específico de cada contexto nacional, proceden de un fenómeno de acumulación larga y multifactorial de causas de descontento. Es este el contexto en el que debemos comprender el papel que desempeñan en cada caso la mesura, la decisión, el escándalo o el exceso. Si bien estos últimos juegan el rol de detonador impredecible, los movimientos en realidad son siempre activados por el poder político que abusa de la paciencia popular.

Causas políticas profundas que coinciden y lógicas de refundación democrática

El rechazo a la corrupción y la prevaricación –percibidas como las formas en que se organiza la sumisión de las clases políticas locales a los intereses económicos y financieros nacionales e internacionales– constituye un punto común a todos los movimientos de protesta actuales, pero estos también se alzan contra los poderes de los Estados autoritarios y arbitrarios, que pueden tomar varias formas, recurrentes o nuevas: Estados autoritarios, dictaduras laicas o religiosas, Estados democráticos que se convierten en «iliberales». También se puede observar que, ante el aumento de las protestas y de los movimientos que a veces toman formas insurreccionales, todos los poderes estatales se reorganizan y endurecen (represión, reducción o suspensión de los derechos democráticos, desvíos en las medidas de seguridad, golpes de Estado o guerras civiles, según el caso). Este dato esencial indica tanto la exacerbación de las tensiones sociales como la dificultad, si no la imposibilidad, de alcanzar en esta etapa soluciones políticas negociadas.

En la segunda mitad de la década de 2010, surgió una nueva generación de poderes conservadores en los Estados comúnmente calificados de democráticos. Políticamente autoritarios y vehículo de ideologías nacionalistas y/o xenófobas, todos tienen en común el hecho de preconizar un liberalismo ortodoxo en el plano económico. Estos poderes buscan adaptar las sociedades (los derechos económicos, sociales y, si es necesario, democráticos de las poblaciones) a las demandas de los actores económicos y financieros, en el contexto de crisis de la globalización liberal.

Forjados por la resistencia a estos desarrollos, los movimientos actuales llegan a inscribir sus luchas democráticas en un cuestionamiento más profundo de los sistemas políticos, de las representaciones políticas, institucionales y confesionales. La cuestión democrática atraviesa así el conjunto de las reivindicaciones de estos movimientos:
- demandas de protección y garantía de las libertades, incluso las de manifestarse y expresarse (Colombia, Chile, Hong Kong, Cataluña, Argelia, Líbano),
- rechazo de los abusos represivos y de seguridad,
- exigencia de materialización real de los derechos formales (sociales, económicos, políticos), del principio de igualdad –incluso en el acceso a los servicios públicos y al poder del Estado contra las minorías privilegiadas (militares, religiosos, familias, etc.)–.

Cada una de estas demandas está entretejida y articulada en torno del imperativo democrático. Se trata, como ya lo planteaba el movimiento español de los indignados en 2011, de inventar una «democracia real», entendida como un proyecto en constante búsqueda de una definición que vincule inextricablemente una dimensión política y social.

En este contexto, todos los movimientos de protesta actuales expresan una fuerte desconfianza hacia la democracia tradicional, reducida a una democracia de los poderosos. Estos son los principios fundacionales –representación y delegación– que son cuestionados, puestos en tela de juicio e incluso radicalmente rechazados.

Por lo tanto, estos movimientos conllevan demandas políticas que, articuladas entre sí en la experiencia de la movilización colectiva y frente a la represión, «hacen sistema» y pueden revestir una radicalidad sistémica. Ya no se trata de ganar un reclamo sectorial como al inicio, sino de cambiar el sistema en su conjunto y de abordar las causas de los problemas políticos y sociales en sus raíces. Al hacerlo, estos procesos alimentan lógicas de refundación general del pacto democrático y social, como lo indican, hasta ahora exitosamente en el caso de Chile, las demandas de nuevas constituciones en varios países (Argelia, Líbano, Sudán, Hong Kong, Cataluña).

Movimientos interclasistas y «destituyentes»

El estudio de las coaliciones de actores en cada uno de los movimientos de protesta permite identificar fuertes similitudes en su composición social. Más allá de los sectores inmediatamente afectados por la medida o la decisión que desencadenó las protestas y que se halla en el origen de las primeras manifestaciones u ocupaciones (trabajadores del transporte en Ecuador, estudiantes, jóvenes y movimientos feministas en Argelia, en Chile y en Iraq, militantes anticorrupción en Haití, etc.), los movimientos de protesta articulan gradual y rápidamente una serie de sectores afectados por la crisis económica, social y/o política en su conjunto. Las demandas formuladas por estos movimientos son, en primer lugar, producto de experiencias vividas en una cotidianeidad cuyo deterioro está directamente relacionado con las transformaciones estructurales del capitalismo y su gestión por parte de las clases dominantes.

Campesinos, obreros, empleados (en especial en el sector público), trabajadores del sector informal, pequeños empresarios o emprendedores, jóvenes, artistas y trabajadores de la cultura, mujeres –principales víctimas de las desigualdades en los últimos años en los países afectados y que soportan cada vez más difícilmente la dicotomía que existe entre su creciente nivel de calificación media y su precarización manifiesta–, desempleados, usuarios de servicios básicos: estos perfiles constituyen la columna vertebral de las poblaciones movilizadas o vinculadas a los movimientos de protesta. Entre estos perfiles emerge la figura del trabajador precario, falto de seguridad en su presente y su futuro (empleo, seguridad social, jubilación).

En una dinámica interclasista que, además de los clivajes de clase clásicos, puede incluir clivajes identitarios (género, adscripción étnica y religión), estos movimientos aglomeran a individuos, organizaciones y movimientos sociales de las clases populares, pero también a capas medias urbanas que ven en riesgo el nivel de vida alcanzado y sus aspiraciones de movilidad social. Su implicación en estos movimientos indica una ruptura cultural respecto de una forma de vida prometida por el modelo liberal que se les escapa o a la que ya no tienen acceso –o que sienten que pueden perder–.

Cada movimiento toma parte de sus referencias, a veces de sus consignas, de movimientos precedentes y de la larga historia de las luchas sociales y políticas nacionales (Argelia, con la lucha por la dignidad vinculada al periodo de la lucha nacional por la descolonización; Chile, con el lema «No son 30 pesos, son 30 años»; la referencia a la República en el caso catalán, etc.). Muchos de los actores, movimientos u organizaciones militantes que se encuentran en las calles se inscriben en una memoria más larga. Pero también en luchas recientes que han marcado la vida política nacional: los movimientos contra la explotación del gas de esquisto en el sur de Argelia; la Asociación Sudanesa de Profesionales en Sudán, creada en 2016, con docentes, periodistas, médicos y abogados que forman una red clandestina; el movimiento estudiantil en Chile, etc.

Estos movimientos son en un primer momento «destituyentes» –a menudo reclaman «que renuncien» los políticos en funciones– y revelan la presencia en sus países de una heterogeneidad de demandas democráticas y sociales no atendidas por el sistema representativo y el Estado. Tienen como objetivo dar centralidad a estas demandas y rearticularlas en un marco de desintermediación de las relaciones políticas y sociales entre la sociedad y su representación organizada e institucional.

Movimientos transversales que engendran sus propias formas de organización

Los actuales movimientos de protesta se articulan de acuerdo con varios principios: participación directa, implicación por afinidad, horizontalidad y autoorganización. Estos principios les permiten tomar una forma característica, la de una fuerza que busca ocupar y apropiarse del espacio público urbano. La ciudad es, de hecho, la cuna de todos estos movimientos. La mayoría de los países en los que tienen lugar están experimentando una urbanización masiva y, en algunos casos, altas tasas de crecimiento demográfico. Por lo tanto, es en el universo socioeconómico, político y cultural urbano donde se materializan y toman forma todas las nuevas relaciones sociales producidas por los desarrollos económicos nacionales e internacionales. En las ciudades –y en la red jerárquica que se desarrolla entre ellas dentro de un Estado (relación centro/periferia, megalópolis conectadas a los flujos de la globalización/ciudades secundarias, ciudades desvitalizadas, etc.)– se concentran los principales problemas sociales y ecológicos de la época, se trate del desempleo, de la precariedad y de la informalidad del trabajo, de dificultades para acceder a la vivienda o a los servicios públicos y básicos (agua, energía, saneamiento, comunicación, transporte), de fenómenos de inseguridad, formas de segregación social y espacial vinculadas a las desigualdades y la pobreza, de contaminación o de consecuencias del calentamiento global. También es en la ciudad y en la forma de vida urbana donde las poblaciones observan de manera cotidiana –en primer lugar, en su vida diaria individual y familiar– el deterioro y la disminución del papel del Estado, y este es crecientemente percibido, dentro de las clases trabajadoras, solo en su dimensión represiva.

Estas dinámicas moldean la vida cotidiana de los individuos y las poblaciones, así como su forma de vida. Y alimentan, en diferentes niveles y de manera acumulativa, no solo las lógicas de adaptación, sino también, en tiempos de crisis aguda o recurrente, la ira, la toma de conciencia y las movilizaciones de resistencia del conjunto de las categorías sociales que coexisten en el espacio urbano. En este contexto, la calle y el barrio constituyen los primeros peldaños y los espacios privilegiados donde estas poblaciones se organizan para satisfacer sus necesidades ante los problemas cotidianos, entre lógicas de competencia –a veces delictivas–, pero también de solidaridad.

Así, la calle, la plaza pública y el barrio son los espacios donde se pone a prueba y desafía a diario el orden social y político dominante. Si la organización de manifestaciones y acciones regulares tiene la función de construir y alimentar una relación de fuerzas con el poder, así como la de asegurar la visibilidad pública y mediática de los movimientos, la ocupación de espacios públicos persigue objetivos complementarios. Se trata de facilitar un anclaje en la cotidianeidad social local y de convertir, en ciertos casos, estos espacios ocupados en laboratorios temporarios de experimentación de las prácticas políticas y sociales alternativas llevadas a cabo por estos movimientos (juego de solidaridades concretas con la población del barrio, alimentos, gestión de los residuos, transporte, prácticas culturales, procesos de toma de decisiones, etc.). La existencia y el mantenimiento de estos movimientos constituyen para quienes participan en ellos un proyecto en sí mismo.

En este contexto, el papel de internet y las redes sociales se vuelve decisivo. La esfera digital y el desarrollo de un espacio público digital generado y animado por inmensas plataformas de redes sociales8, a su vez dirigidas por algoritmos que unen a los individuos –a menudo en beneficio de las lógicas comerciales– por enlaces de afinidad y centros de intereses comunes, impactan en los movimientos sociales en varios niveles. El espacio digital y las redes sociales en particular (Facebook, Instagram, Twitter, WhatsApp) multiplican las interacciones de los movimientos y sus miembros sin intermediarios, en todos los niveles de la sociedad y los territorios (local, nacional, global), y los conectan con una serie de individuos no conocidos, comprometidos y organizados anteriormente, pero que pueden encontrarse de acuerdo con sus valores, demandas y resistencias. Al permitir que los movimientos difundan su mensaje a millones de personas, que son tanto medios como actores en sí mismos, y que convoquen a movilizaciones callejeras sin la necesidad de recursos financieros o de medios tradicionales, el espacio digital produce y favorece el desarrollo de nuevas formas de compromiso que presentan diferentes niveles de intensidad, sostenibilidad e impacto.

Fuertes, débiles o intermitentes, según los individuos, las causas sostenidas y los momentos, estos compromisos se liberan de la lógica de pertenencia o lealtad organizacional, así como de las divisiones políticas, sociales, religiosas y culturales tradicionales.

Movimientos confrontados con el riesgo de su propio declive ante las estrategias del poder y la violencia de los aparatos estatales

La estrategia de acción y desarrollo de los movimientos populares de protesta generalmente toma dos formas, en función de la naturaleza de las demandas y de su capacidad para movilizar sectores que se extiendan más allá del núcleo inicial:
- la de una fuerza de desborde espontáneo y de confrontación con el Estado y los poderes constituidos; a partir de un acto inaugural (manifestación, acción espectacular) que golpea a la opinión pública y atrae la atención internacional, se busca imponer inmediatamente una relación de fuerzas y el perímetro reivindicativo a partir del cual el Estado será llevado a negociar (Chile, Colombia, Ecuador) con la esperanza de canalizar y detener el desarrollo de este movimiento;
- la de una fuerza que progresivamente se va desarrollando, profundizando, ampliando y estableciendo en el tiempo con una óptica de «asedio» (Argelia, Haití, Líbano, Iraq, Hong Kong, Cataluña); en este caso, los registros de acción del movimiento se desarrollan e interconectan a medida que este se amplía (manifestaciones, ocupaciones, bloqueos, huelgas), para llevarlo hipotéticamente a una dimensión política más nítida (cuestionamiento del régimen).

En ambos casos, los movimientos enfrentan varias problemáticas y desafíos. Cuando logran alcanzar la primera etapa de su evolución, es decir, cuando logran elevarse al nivel de una fuerza capaz de demostrar su potencia y su capacidad de movilización, surgen nuevas dificultades. Se trata entonces de mantener todas las capacidades de movilización (encarnación de un relato colectivo del cambio y la transformación, poder de influencia y presión sobre el orden político e institucional, potencia colectiva para obtener conquistas) y de contener el agotamiento a largo plazo de su dinámica propulsora. Esto es fundamental, especialmente, cuando los motores que alimentaron el éxito original del movimiento (diversidad, horizontalidad, no representación, no delegación, rechazo de la cooptación por parte de los partidos políticos y las organizaciones sociales tradicionales, organización de espacios que albergan vínculos militantes) se enfrentan a la continuidad en el tiempo. El pasaje a esta nueva situación va acompañado de la aparición de nuevas contradicciones que pueden conducir a dificultades estratégicas.

En primer lugar, se debe enfrentar el desafío de mantener la movilización de personas afectadas por diversos tipos de coerciones, así como por las de la vida material cotidiana. Entonces, en este contexto es preciso lidiar con un límite inducido por un modo de organización y funcionamiento basado en la adopción de un sistema de decisión colectiva (lógica de asambleas, rechazo de la representación, la delegación, los líderes y los portavoces) que asume la ausencia de una estructura de dirección y de toma de decisiones identificable, sostenible y estable. Esta orientación debilita la capacidad de los movimientos para superar las divisiones internas que surgen en torno de algún tema político o estratégico, para liderar una negociación colectiva con el aparato del Estado y para adaptarse a las nuevas situaciones creadas por sus propias emergencias.

Una dimensión clave es la cuestión de la reorganización y el redespliegue del poder estatal después de que ha sufrido el primer impacto. El Estado tiene ventajas frente a los movimientos sociales, como su fuerza inercial y la resiliencia de sus estructuras, que opone al poder explosivo de aquellos. Además, es capaz de combinar y alternar, con el tiempo, concesiones parciales (sin poner en cuestión las estructuras económicas y sociales), intentos de división, cooptación de elementos o de sectores del movimiento, banalización y descrédito de sus acciones, judicialización y represión de sus actores (vigilancia judicial, encarcelamiento, enjuiciamiento, violencia estatal, etc.). También busca desviar y reanudar la agenda nacional sobre otros temas (fin de la parálisis económica, reactivación de la economía deteriorada por la «inestabilidad social», restauración del «orden» frente a la «anarquía», cuestiones de seguridad, etc.). Finalmente, puede apelar a argucias conspirativas mediante la denuncia casi sistemática de manipulaciones urdidas por intereses extranjeros.

A través de la articulación de estos diversos medios, se trata de desalentar la participación, de condenar el carácter «radical» y no constructivo de los movimientos y de producir resignación y cansancio en la sociedad y en el interior mismo de los movimientos.

Radicalidades sociales sin existencia de proyectos políticos alternativos

Los actuales movimientos populares de protesta han conseguido victorias parciales. Las medidas contra las cuales se levantaron pudieron ser suspendidas o canceladas (Chile y Ecuador con el freno al aumento del precio del transporte, Hong Kong con la retirada de la enmienda a la ley de extradición, etc.). También lograron obtener satisfacciones políticas más amplias y significativas, como el aplazamiento de las elecciones en Argelia (finalmente celebradas el 12 de diciembre de 2019 con una baja participación, menos de 40% del electorado, debido a los numerosos llamados al boicot); la caída del gobierno de Saad Hariri en Líbano y su reemplazo por un gobierno de «tecnócratas independientes» liderados por Hassan Diab; la renuncia de miembros del gobierno de Sebastián Piñera en Chile, el condicionamiento de su programa gubernamental para los dos últimos años de su mandato y el compromiso de realizar un referéndum sin precedentes sobre una posible nueva Constitución (26 de abril de 2020); el establecimiento de mesas de negociación en Colombia y Ecuador; la renuncia del primer ministro Adel Abdul-Mahdi en Iraq y la implementación de un proceso de transición basado en un compromiso que expresa una fuerte madurez política en Sudán. En términos más generales, estos movimientos han abierto canales para la expresión de la ciudadanía y han aumentado los niveles de conciencia, participación y conflictividad en la sociedad. También lograron poner bajo presión a sus gobiernos en el ámbito internacional (Ecuador, Chile, Iraq) sobre las cuestiones relativas al respeto de los derechos de manifestación y al empleo desproporcionado de la violencia.

La estrategia de rechazo de los portavoces, los líderes y la autoorganización permitió a los movimientos evitar ciertas trampas de confrontación con el poder estatal: cooptaciones, defecciones individuales mediatizadas, eliminación de la conducción del movimiento mediante la represión. Pero esta misma dinámica engendra a la vez límites políticos y estratégicos. Producto de una era de crisis estructural de la globalización y hegemonía liberales, así como de los Estados, los movimientos participan de procesos de radicalización social y política en un mundo sin un «gran relato» ni una alternativa político-ideológica. En este contexto, si su espontaneidad y su inventiva constituyen su fuerza, su cultura política y su lógica organizativa les impiden encarnar una salida política colectiva alternativa al sistema (y las instituciones) que denuncian.

Por lo tanto, estos movimientos son interpelados por su propio éxito. Pero también interpelan a los gobiernos y las clases dominantes. En ausencia de salidas políticas, los riesgos de desgaste, decadencia y confrontación llevan consigo la semilla de nuevas radicalidades negativas que alimentarán futuras olas reivindicativas, pero también el fortalecimiento de las corrientes extremistas, sectarias, autoritarias y nihilistas.

Nuevas culturas políticas sin dimensión internacionalista

Portadores, a partir de demandas concretas, de una crítica cultural, social y política radical del orden dominante, estos movimientos de protesta generan una cultura política que combina varias características. Reivindican a menudo su independencia y su desconfianza respecto de las formas de organización tradicionales, y respecto de la dimensión electoral e institucional de la vida política. Esta orientación se sostiene en una experiencia ligada a decepciones, instrumentalizaciones, traiciones y derrotas pasadas, pero también en un cuestionamiento más profundo de la estrategia histórica que estructuró la acción de los trabajadores y los movimientos revolucionarios en el siglo xx. De hecho, los movimientos actuales cuestionan confusamente la idea de que la transformación de la sociedad y sus estructuras vendrá de la conquista del poder estatal por los partidos políticos. Por el contrario, estos últimos, cuyos miembros y dirigentes pueden ser aceptados en el movimiento, se consideran elementos funcionales al «sistema» rechazado. Acusados de múltiples defecciones, de ineficacia y de haberse adaptado al confort del poder, los partidos son percibidos como aparatos integrados al –y dependientes del– «sistema», que finalmente reproducirían. La cultura y los modos de organización y acción de estos movimientos los llevan a privilegiar la construcción de espacios alternativos, ajenos a las estructuras políticas y económicas dominantes de la sociedad, mientras las confrontan en los momentos de movilización colectiva. En esta perspectiva, los movimientos se interrogan por la cuestión de la transformación política y social. Y obligan a todos los actores involucrados (partidos, sindicatos, asociaciones, intelectuales, instituciones, los propios movimientos) a preguntarse sobre las formas de sus relaciones recíprocas, sobre las de la participación ciudadana en la sociedad y sobre las estrategias colectivas que permiten transformarla.

En el curso actual de la crisis de la globalización liberal, las olas de movimientos de protesta condensan y encarnan esporádicamente las transformaciones filosóficas, culturales y políticas a largo plazo que tienen lugar en las sociedades. Desde este punto de vista, en continuidad con la alterglobalización respecto de muchas temáticas (desigualdades, bienes comunes, radicalización de la democracia, crítica del capitalismo productivista, etc.), estos movimientos constituyen, al mismo tiempo, vectores por los cuales estas transformaciones se expresan, se materializan y maduran.

Además, los movimientos de protesta buscan vincular todas sus preocupaciones en una perspectiva local, nacional e internacional. Pero esta última dimensión constituye su eslabón más débil. De hecho, aunque a escala mundial las protestas responden a fenómenos que atraviesan e impactan a todas las sociedades y se reconocen como parte del mismo impulso democrático y emancipatorio, no hay espacio público internacional que los reúna, en tanto que el marco nacional sigue siendo aquel en el que las poblaciones se organizan y movilizan.

Del mismo modo, las movilizaciones contra las consecuencias del cambio climático y en favor de la justicia ambiental, que intrínsecamente poseen una dimensión internacional, parecen solo marginalmente presentes en las que hemos tratado en este artículo. La unión no ha tenido lugar, aunque las preocupaciones ambientales no estén ausentes en ciertos procesos en curso (Argelia, Chile, Colombia, Ecuador, Líbano). Es probable que lo que impide una convergencia eficiente en esta etapa sea el sustrato sociológico de quienes dirigen las manifestaciones juveniles (Jóvenes por el Clima, Fridays for Future [Viernes por el Futuro]), demasiado ligado a una juventud educada en Occidente.

A modo de conclusión provisoria

Los movimientos de protesta que se desarrollan actualmente en varias regiones del mundo, sobre todo en los denominados «países del Sur», es decir, ubicados en la periferia del sistema económico mundial y de sus centros geopolíticos de toma de decisiones, provienen de convulsiones económicas, sociales y políticas engendradas por la crisis financiera internacional de 2008. Tienen sus raíces en la recurrencia y el aumento de las desigualdades sociales, la pobreza, la informalidad, así como en el deterioro o el estancamiento de los ingresos en todos los países involucrados (y en un número creciente de países del mundo) desde 2008. Esto ocurre especialmente en las clases medias tradicionales y las «nuevas», surgidas, en América Latina, a partir del periodo de prosperidad económica de la década de 2000.

Favorecidos por la expansión de las redes sociales y la aparición de un espacio público digital internacional, estos movimientos sociales se están asentando en el panorama cotidiano de las sociedades, especialmente de las ciudades. Cuestionan transformaciones, proyectos, instituciones y poderes a corto, mediano y largo plazo, y acarrean nuevas prácticas sociales y nuevas formas de sociabilidad.

Sus modos de organización y acción (autoorganización, participación directa, horizontalidad, acciones concretas en torno de causas, no representación, no delegación), así como su concepción crítica –o incluso rechazo– de la democracia representativa y del papel de las instituciones políticas, interpelan y desconciertan a observadores, dirigentes políticos y clases dominantes en su conjunto.

Al mismo tiempo, estos movimientos enfrentan muchas limitaciones a corto plazo. Surgidos en sociedades donde la crisis del liberalismo se desarrolla sin que emerja un gran relato alternativo eficiente, revelan la existencia de un «momento» histórico complejo e indeterminado. Por un lado, en las sociedades emergen y se fortalecen nuevas demandas, reivindicaciones, propuestas y prácticas. Pero, al mismo tiempo, aún no encuentran salidas políticas. Y al reivindicar formas de organización y una cultura que impiden cualquier posibilidad de conducción formal, identificada y representativa, estos movimientos expresan esta situación contradictoria.

En este contexto, su resultado, político y social, sigue siendo incierto y tomará diferentes direcciones de acuerdo con las situaciones nacionales. Entre los factores que influirán en el futuro de los movimientos actuales, varios serán claves. ¿Podrán mantener un amplio apoyo entre la opinión pública y atraer a nuevos sectores –especialmente vinculados a la producción económica– en sus movilizaciones a medida que se desarrollen? ¿Lograrán desarrollar una cohesión reivindicativa y organizativa –según las estrategias de radicalización o de negociación que adopten sus actores– frente a las respuestas proporcionadas y las estrategias desarrolladas por los Estados?

Nota: este artículo se basa en –y a su vez actualiza– los resultados del estudio «Mouvements de contestation dans le monde. Causes, dynamiques et limites», realizado por los autores para la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD), febrero de 2020. Traducción del francés de Lucas Bidon-Chanal.

  • 1.

    Según la OCDE, el crecimiento mundial en 2019 y 2020 alcanzará su valor más bajo desde 2008.

  • 2.

    Lo mismo ocurre en materia de comercio mundial, según la OMC, ya que el crecimiento global tiende a ser equivalente al del PIB mundial.

  • 3.

    La IED cayó 20% en el primer semestre de 2019 en comparación con 2018 según la OCDE, a pesar de su aumento en China, la India y Rusia.

  • 5.

    Según el FMI, el año 2019 registra uno de los crecimientos más débiles después de 2016 en la mayoría de los países de la región. FMI: Perspectives économiques régionales pour le Moyen-Orient et l’Asie centrale, 10/2019.

  • 6.

    OECD et al.: Latin American Economic Outlook 2019: Development in Transition, OECD Publishing, París, 2019.

  • 7.

    Sobre este tema, v. C. Ventura: «Enjeux et perspectives de la protection sociale en Amérique latine: un rôle pour la France?», nota de análisis, AFD / IRIS, 6/2018.

  • 8.

    Según el informe anual de 2018 de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) de las Naciones Unidas, el número de usuarios de internet se ha duplicado en el mundo durante la década, pasando de menos de 30% a más de 51% de la población mundial entre 2010 y 2018.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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