Opinión
julio 2020

¿Por qué importan los símbolos?

El derribo o el reclamo de remoción de estatuas de personajes históricos complejos no solo pone en juego las ideas del pasado, sino que genera ásperas discusiones políticas y académicas en la actualidad. ¿Es posible pensar el valor de los símbolos entendiendo las múltiples dimensiones de los hombres y mujeres de ayer y también las de los de hoy? ¿Cómo leer las diferentes formas de iconoclasia?

¿Por qué importan los símbolos?

El último 4 de Julio, Donald Trump eligió un lugar de gran potencia simbólica para su alocución conmemorativa de la independencia estadounidense: nada menos que el Monte Rushmore. El público congregado para escucharlo, que no respetaba el distanciamiento físico ni usaba mascarillas en un país que ya supera los 130.000 muertos por covid-19, celebró estruendosamente una de las intervenciones del presidente: «Las personas que dañen o derriben estatuas deberán pasar como mínimo diez años en prisión». La amenaza punitivista de Trump es la reacción ante quienes, especialmente a partir del asesinato del afroestadounidense George Floyd en Minneapolis a manos de la policía, han salido a disputar el discurso público sobre la memoria de ese país, al grito de «Black Lives Matter!». Aunque este movimiento comenzó a organizarse bajo ese eslogan en 2013, todavía no había dado lugar a desplazamientos que fueran equivalentes a prácticas como el pedido generalizado de remoción o derribo de estatuas y monumentos.

Genealogía de la Beeldenstorm

El fenómeno iconoclasta es un hito muy visitado y despierta particular atención en las clases de historia medieval y moderna. En el año 730 d. C., alentado por un conflicto con los monacatos bizantinos que atraían a los fieles a través de las imágenes religiosas, el emperador León III buscó «purificar» la Iglesia mediante un edicto que dio inicio a una campaña contra los íconos. Así, las imágenes fueron consideradas como meros ídolos, algo prohibido taxativamente por el libro sagrado del Éxodo en la tradición judeocristiana. Desafiando la oposición del patriarca Germano I de Constantinopla, los soldados imperiales irrumpieron en las iglesias y destruyeron tablas, estatuas y mosaicos varios.

Mucho después, en plena Reforma protestante, otro episodio se ubicó en los orígenes de la República de la Provincias Unidas de los Países Bajos. Tanto en ciudades del norte calvinista como en algunas del sur católico (actual Bélgica), miles de ciudadanos irrumpieron en las iglesias que respondían a Roma en la llamada Beeldenstorm (frase que se volvería célebre, la «furia iconoclasta») y destruyeron la estatuaria católica afirmando que violaba el segundo mandamiento (la prohibición de adorar ídolos), desfigurando las imágenes de los santos. Aunque todavía no lo sabían, estos puristas que entraron en abierta rebeldía contra Felipe II de España –heredero de aquellos territorios– estaban comenzando una de las primeras revoluciones burguesas y en el siglo XVII dieron lugar a la sociedad y la cultura más liberales de Europa. En una secuencia que se relaciona con el precedente anticatólico neerlandés, pero que adquirió mayor celebridad histórica, es bien conocido que los revolucionarios franceses profanaron en 1793 las tumbas de la catedral de Saint-Denis, verdadero espacio sagrado de la unión del trono y del altar, y que los sans-culottes se llevaron dientes y partes de cráneos de monarcas y cardenales del Antiguo Régimen.

El imaginario que se desprende del acto de destrucción puede resultar incluso fascinante. En 2001, ante los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el escritor estadounidense Jonathan Franzen caracterizó a los perpetradores de aquel ataque como «artistas de la muerte» y sostuvo que debían haber gozado con la «terrible belleza de su acto». El compositor alemán Karlheinz Stockhausen fue más allá y sostuvo que lo que había ocurrido en aquel 11 de septiembre era «la mayor obra de arte de todos los tiempos». Aunque, claro está, aquellos derrumbes no fueron puramente «visuales»; sobre todo, sepultaron vidas. De ahí que el también compositor György Ligeti afirmara que si su colega realmente había dicho eso probablemente habría que encerrarlo en un manicomio.

Auge y caídas de la estatuomanía

Desde la consolidación de la noción de voluntad general y su imbricación con el culto simultáneo al pueblo y a la nación, la política adoptó, en buena medida, las formas de una «religión secularizada». Desde entonces, las llamas sagradas de los nuevos Estados nacionales iluminaron un sinnúmero de símbolos, entre los que resaltan las estatuas en piedra o en bronce. Alrededor de ellas se pretendía construir la conciencia ciudadana. Así, lo artístico se convirtió en un elemento esencial para la visión del mundo y, en la concepción de las elites, en un instrumento de pedagogía política. Estas construcciones eran «bellas», sobre todo porque, como habían entrevisto los artífices devocionales del Barroco, la hermosura potenciaba su eficacia simbólica. Sin embargo, como ha señalado el historiador George Mosse: «la belleza que unificaba la política no podía ser juguetona; tenía que simbolizar el orden, la jerarquía y una nueva plenitud del mundo»

Pero los cambios sociales modifican las coordenadas ideológicas y los parámetros de lo tolerado y lo tolerable para una comunidad. El orden, la jerarquía y la visión del mundo que se desprenden inequívocamente de la estatua de Theodore Roosevelt que preside desde 1940 las escalinatas del Museo de Historia Natural de Nueva York daban contenido en su momento a la idea de grandeza civilizatoria de Estados Unidos y entroncaban con la etapa de reformismo social e institucional del progressivism del cambio del siglo XIX al XX. Sin embargo, hoy se carga de sentidos antagónicos, como la glorificación del racismo y del colonialismo: el monumento ecuestre representa a Roosevelt flanqueado por un indígena y un afroamericano que caminan a su lado. Conscientes del carácter polémico que adquiere una obra de tales características en el contexto actual, las autoridades del museo pergeñaron en 2019 la muestra participativa «Adressing the Statue», en la que invitaban a los visitantes a reconstruir las diferentes experiencias históricas que se desprendían de la obra. Sin embargo, luego del asesinato de Floyd, no son pocos los que empiezan a ver en esos intentos únicamente soluciones a medias; la iconoclasia de la hora parece invitar a soluciones más drásticas.

Go West!



Hay una escena memorable en Good Bye, Lenin! (2003), la película de Wolfgang Becker sobre la crisis final del comunismo y la transición alemana al capitalismo. Afectada por un infarto que la mantiene en coma por meses, la señora Kerner sale a caminar sin tener noticias de la desaparición de la República Democrática Alemana (RDA). En su paseo por las calles de una Berlín que comenzaba a cambiar, percibe un escenario distorsionado: un paisaje multicolor y estridente que contrasta con la monotonía cromática en la que había vivido hasta entonces. El extrañamiento aumenta cuando observa una estatua acarreada por un helicóptero que la interpela directamente. Se trata de un bronce gigante de Lenin, una de las principales víctimas de la vorágine iconoclasta que siguió al colapso soviético.

El fenómeno, que se esparció por buena parte de las ex-repúblicas del denominado bloque socialista, fue especialmente significativo en Ucrania, que supo tener la mayor proporción de estatuas del líder soviético por cantidad de habitantes pero que, al modificarse las coordenadas ideológicas y el discurso sobre la memoria predominante, comenzó a ver en el otrora «héroe del socialismo» a un representante de la opresión rusa. En 2015, el Parlamento ucraniano incluso oficializó el derribo de estatuas de Lenin. Con espíritu arqueológico, el fotógrafo suizo Niels Ackermann y el periodista francés Sebastien Gobert recorrieron el país y registraron el destino de esas imágenes en el libro Looking for Lenin. Allí pueden observarse pedestales vacíos, estatuas intervenidas con colores pop en los fondos de los patios de chatarra y hasta una en la que el material original fue remodelado para dar cuerpo a la figura de Darth Vader, el villano de la saga hollywoodense Star Wars. Como no ha dejado de recalcar Enzo Traverso en su Melancolía de izquierda, esa iconoclasia espectacularizada del poscomunismo, ejemplificada en una escena del film La mirada de Ulises (1995) de Theo Angelopoulos, también podía acarrear para muchos un trabajo de duelo: el de un futuro pasado ya agotado y ahora ocluido.

Resignificaciones

Según ha manifestado la historiadora colombiana Carolina Banegas Carrasco, las esculturas conmemorativas «no son unívocas, no significan una sola cosa. Estudiarlas permite entender el sentido que pretendieron darles sus comitentes y sus primeros receptores, las discusiones que tuvieron respecto de cómo representar a ese personaje y en qué lugar de la ciudad ubicarlo». Pero esas comunidades cambian con el tiempo, por lo que esos sentidos originarios siempre resultan modificados. En algunos casos, esa resignificación adquiere un sentido positivo, como ocurre con muchos personajes reinterpretados como «pioneros» de valores que se forjaron en tiempos posteriores a aquellos en los que vivieron. Así, usualmente de forma anacrónica, se los presenta forzadamente como precursores lejanos de corrientes como el feminismo o la ecología, aunque hayan vivido en el siglo XVIII. También ocurre que la potencia simbólica de un personaje puede diluirse en el tiempo y en ese caso, simplemente, sobreviene el olvido. Por último, está la relectura negativa del homenajeado, justamente el tema que nos ocupa. Por ejemplo, en Argentina, la figura del dos veces presidente Julio A. Roca es comparable a la de Theodore Roosevelt: celebrado en su momento como abanderado de la modernización laicista, fue reinterpretado más recientemente como constructor del Estado nacional a sangre y fuego, un «genocida» de los pueblos originarios de la Patagonia. Es por eso que, desde fines del siglo pasado, se hicieron cada vez más recurrentes las intervenciones y ataques contra los monumentos que lo recuerdan en diversas ciudades del país.

Ante estas intervenciones, que en el siglo XXI han ido in crescendo, los autores más conservadores han oscilado entre el conservacionismo patrimonialista y la crítica ideológica. Por ejemplo, el siempre polémico Roger Scruton ha interpretado la iconoclasia como una consecuencia de lo que denominó «las guerras culturales que, nacidas de la influencia de Gramsci, ofrecen una lucha revolucionaria de salón». Según el filósofo inglés, el derribo de monumentos no genera nada duradero en reemplazo de lo caído. Por el contrario, Scruton piensa que puede alentar revanchismos o relativismos pero, sobre todo, producir vacío y una imposición generalizada de la corrección política.

Hablan los historiadores

Si en casos históricos como la rebelión de los Países Bajos o las «revoluciones de terciopelo» de Europa del Este la «furia iconoclasta» fue una marca de origen para movimientos que desembocaron en la construcción de nuevas comunidades políticas, hoy la deriva de estas tendencias no aparece tan clara. Particularmente interesados en discusiones relativas a los usos del pasado, la reinterpretación de la historia y los efectos cambiantes de la superposición de memorias, los historiadores han tratado de intervenir para desentrañar algunas de sus características. Aunque, claro está, desde posiciones ideológicas, metodológicas y epistemológicas diferentes. Todo historiador es, al mismo tiempo, un ciudadano con valores y opiniones que inciden a la hora de interpretar el pasado.

Así, el historiador británico Richard Evans publicó en su columna regular para la revista The New Statesman un texto titulado sintomáticamente «Las guerras de la historia». En una toma de posición anclada en el rigor profesional, no exenta de escepticismo anglosajón, se encargó primero de escindir las operaciones propias de la historia, en tanto disciplina profesional, de la memoria colectiva, que a su entender siempre se vincula a los valores morales del presente y la búsqueda de condenas o reivindicaciones. Evans entiende las acciones contra las estatuas de personajes como el esclavista Edward Colston o del más representativo Cecil Rhodes en calidad de reacción a la obra pretérita del imperialismo colonial, pero sin dejar de abrir preguntas sobre su obvio protagonismo en la expansión del Imperio Británico, e incluso en su anterior reconocimiento como filántropos en la sociedad metropolitana. Además, afirma que, en tanto los gobiernos no emprendan medidas concretas de reparación para reducir las desigualdades, la simbología del derribo no trascenderá su dimensión más superficial. A diferencia de otros estallidos iconoclastas, no parece estar jugándose aquí nada parecido a un cambio de régimen.

Una tesitura diferente es la asumida por la historiadora norteamericana Kellie Carter Jackson. En un artículo publicado en The Atlantic conjetura que la violencia antirracista desatada por los asesinatos de Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery tiene una genealogía propia en Estados Unidos y sería algo tan estadounidense como la celebración del 4 de Julio. Para la autora de Force & Freedom: Black Abolitionists and the Politics of Violence (2019), aunque la rebelión y la protesta negras siempre estuvieron allí, nunca gozaron de la legitimidad de haber contribuido a la democracia estadounidense. En esta relectura del entero pasado de un país gobernado por un hijo de inmigrantes alemanes como Trump, finaliza: «Una revolución en los términos de hoy día significaría que estas rebeliones en todo el país llevan a que los negros puedan acceder y ejercer la plenitud de su libertad y humanidad».

Similar tono reivindicativo tiene la intervención de Enzo Traverso, quien en una columna reciente afirmó que el derecho de los «bárbaros» antirracistas a ser ciudadanos plenos de la polis implica una nueva conciencia histórica expresada en la acción transformadora sobre el espacio urbano mediante el derribo de estatuas. En clave benjaminiana, el autor considera que existe un tipo de lucidez histórica de la iconoclasia, en tanto reescritura redentora del pasado que, a su vez, entroncaría con las protestas contra las políticas neoliberales. Según Traverso, los políticos, periodistas e intelectuales ofendidos por la vandalización de estatuas jamás dijeron nada sobre la brutalidad policial, el racismo o la desigualdad sistemática de la sociedad neoliberal. Una afirmación audaz, aunque difícilmente comprobable.

Pero ¿pueden ser tan esquemáticas las posiciones ante este tipo de acciones? ¿No cabe mayor matiz analítico entre los cultores del tan celebrado como denostado argumento según el cual el asunto «es más complejo»? Una de las más importantes especialistas en la Revolución Francesa, Mona Ozouf, declaró en mayo en el canal de televisión France 5 que la densidad histórica materializada en la «estatuaria del espacio público» es más importante que los humores de la coyuntura, así estos se encuentren acicateados por causas compartidas por importantes sectores de la sociedad. Para la historiadora, todo símbolo condensa múltiples capas de sentido, distintas experiencias y valoraciones por las que atraviesa el devenir de una comunidad. El caso de Jules Ferry sería paradigmático: promotor del colonialismo francés y no exento de connotaciones racistas, fue casi al mismo tiempo el exponente por excelencia de la educación laica y obligatoria de la Tercera República. Más aún, exportó esta utopía pedagógica a la Argelia francesa, donde creó numerosas escuelas y promovió –además de la enseñanza del francés– la difusión de la lengua y la cultura árabes. ¿Ferry también debería caer? Según Ozouf, el sonido del mármol roto es una pedagogía cívica menos conducente que un debate sobre las complejidades de la historia como conjunto de procesos siempre contradictorios.

Las razones de los otros

El mismo día en que Trump dio su discurso en defensa de las estatuas, se vandalizaba la del líder abolicionista afroestadounidense del siglo XIX Frederick Douglass en Rochester, Nueva York. El hecho nos devuelve otra imagen, diferente de las antes analizadas: la de la espiral de retroalimentación que degrada una convivencia ya erosionada por siglos de una reparación material y simbólica que ha tardado probablemente más de lo tolerable en llegar. Ese espejo roto habla también de algo que colocamos, como ciudadanos, en el centro de la siempre difícil convivencia en la polis: ¿qué ocurre cuando las prácticas que nos liberan son instrumentalizadas por quienes no comparten los valores de nuestra sociedad deseable o, peor aún, directamente nos ubican como el «otro»? La iconoclasia anticristiana, antioccidental y reñida con cualquier mínima noción de los derechos humanos perpetrada por el Estado Islámico en Oriente Medio, también se llevó a cabo en nombre de los oprimidos del pasado y del presente. No se trata de igualar estos actos, pero la convivencia es siempre una negociación, sin dudas conflictiva, mas nunca puede ser excluyente de todo vestigio del otro con el que se puja.

En su célebre Discurso sobre las ciencias y las artes, Jean-Jacques Rousseau señalaba que mientras Atenas se había preocupado por legar sus mármoles a la posteridad, Esparta había renunciado a aquella empresa porque los lacedemonios ya nacían virtuosos. Por lo tanto, de las heroicas acciones de sus habitantes no nos quedaba más que la memoria. Y concluía: «¿Tales monumentos deben valernos menos que los mármoles que nos ha dejado Atenas?». Lo que el ginebrino parecía adivinar en esa distinción es que se trataba, antes que nada, de dos formas diversas de la memoria. Que es, nada menos, lo que se está discutiendo en estos días.



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