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NUSO Nº 200 / Noviembre - Diciembre 2005

Populismo de otrora y de ahora

El gobierno de Hugo Chávez en Venezuela combina rasgos tanto del populismo histórico como de un populismo de generación reciente que algunos sociólogos denominan «neopopulismo». La novedad está en que, a diferencia de los viejos populismos, Chávez ha probado ser muy afecto al militarismo. Al igual que otros movimientos de este corte, el gobierno chavista mantiene una relación ambigua con las instituciones democráticas y un acentuado inmediatismo que mina la institucionalidad y la democracia misma. Allí pueden ubicarse las razones que explicarían el deslizamiento de los populismos delegativos hacia formas autoritarias propensas a reproducir esquemas totalitarios de gobierno.

Populismo de otrora y de ahora

El gobierno de Hugo Chávez en Venezuela combina rasgos tanto del populismo histórico como de un populismo de generación reciente que algunos sociólogos denominan «neopopulismo». La novedad está en que, a diferencia de los viejos populismos, Chávez ha probado ser muy afecto al militarismo. Al igual que otros movimientos de este corte, el gobierno chavista mantiene una relación ambigua con las instituciones democráticas y un acentuado inmediatismo que mina la institucionalidad y la democracia misma. Allí pueden ubicarse las razones que explicarían el deslizamiento de los populismos delegativos hacia formas autoritarias propensas a reproducir esquemas totalitarios de gobierno.

Introducción

En los últimos años, tanto en América Latina como en el resto del mundo, se ha desplegado un intenso debate alrededor del populismo. El retorno de líderes con fuerte carisma y gran ascendiente sobre las masas, como lo fueron Juan Domingo Perón en Argentina o Getulio Vargas en Brasil, ha hecho resurgir el interés por el tema. Numerosos trabajos se han escrito intentando dar cuenta de la significación de la emergencia en los últimos lustros de fuertes liderazgos basados en un gran carisma personal, no solo para sus respectivos países, sino para la región. Estos trabajos han permitido dimensionar lo que la literatura ha bautizado como «neopopulismo» y, a la vez, establecer comparaciones con los populismos históricos, aquellos que tuvieron lugar en los años 40 y 50 del siglo pasado.

El chavismo en Venezuela guarda muchas semejanzas con esos populismos. Replica el peronismo cuando intenta un diseño de sociedad cerrada, sin ranuras, al molde del proyecto del máximo jefe, pero también lleva la marca de los nuevos tiempos cuando se aviene a fórmulas económicas que pueden portar el signo de las corrientes neoliberales o reniega de los viejos partidos políticos, desde un discurso fuertemente antipolítico.

Partiendo del reconocimiento de la estirpe populista del gobierno de Hugo Chávez, este documento intenta sistematizar los rasgos que posibilitan su ubicación tanto en los viejos como en los nuevos fenómenos de esta naturaleza, siguiendo las líneas teóricas que algunos autores han desarrollado para el estudio de cada uno de ellos.

Chávez y el viejo populismo

Casi todas las características que han sido atribuidas a los viejos movimientos o gobiernos de corte populista se reproducen en Chávez con sorprendente parecido. Así, una fuerte retórica anti statu quo y una disposición a incorporar a los grupos menos favorecidos al sistema político han sido señalados por Ellner como elementos de coincidencia entre el chavismo y el peronismo. De igual modo, las políticas de injerencia en la economía, así como las de corte social, son características apuntadas por este mismo autor. Pero aquí no se agotan las semejanzas. Si atendemos a algunos elementos tales como la movilización popular, la dinámica carismática de liderazgo, el programa reformista más que revolucionario (Knight 1998, p. 1) o, como ha señalado Bourricaud (en Ianni 1975, p. 60), una concepción del desarrollo en sentido autónomo y una preferencia por las coaliciones antes que por la acción de clases al modo marxista, terminamos por cerrar el círculo de las similitudes con los viejos populismos.

En primer lugar, y al igual que Perón, Chávez ha desplegado a lo largo de su actividad política un discurso que se identifica básicamente por su antielitismo: contra los partidos políticos, contra la Iglesia, contra los medios de comunicación, contra los empresarios, contra los viejos sindicatos. «Cúpulas podridas» es el calificativo que Chávez ha empleado desde los días de campaña electoral para designar a los representantes del antiguo establishment. Este discurso antielitista se apoya en una lógica divisiva de la sociedad, a partir de la cual se construyen nudos antagónicos que oponen en el imaginario al pueblo contra la oligarquía y a la Nación contra el imperialismo. De allí que el ataque contra los factores de poder no se agote en los espacios domésticos.

Otro de los frentes discursivos más radicales que Chávez ha abierto es aquel que tiene por blanco a Estados Unidos, encarnado en la figura de su primer mandatario, George W. Bush. Vale la pena recordar que este rasgo no está presente en el Chávez de los primeros años, cuando el enemigo por vencer se representaba en la «oligarquía» nacional; pero en la medida en que sus adversarios fueron perdiendo poder y dejaron de constituir una amenaza para su régimen, la frontera fue corriéndose hacia una exterioridad enemiga, más allá de los límites nacionales, como la que encarnan EEUU y su gobierno.

En segundo lugar, el chavismo ha reavivado la llama del nacionalismo en América Latina. Como se sabe, el nacionalismo populista tuvo su momento más fervoroso en los 40 y los 50, tiñendo tanto a las izquierdas como a las derechas del continente. Pueblo y nación se fusionaron en una sola identidad, cuya representación personificaba el líder populista, portador simbólico de todas las virtudes que se sintetizan en la gente llana, en la simpleza del populus. La otra cara del antiimperialismo en Chávez es su nacionalismo. Nacionalismo que no solo asimila la nación con el pueblo sino a su propia persona con el colectivo nacional, resumido en los excluidos, tal como Perón lo hizo en su tiempo. De allí que su retórica aparezca fuertemente protagonizada por su ego, espacio semántico a partir del cual parecieran encontrar referencias todos los demás espacios del imaginario nacional.

En tercer lugar, al igual que en los viejos populismos, la promesa de redención de los excluidos se ha hecho presente en el proyecto chavista. Pero esta promesa pasa necesariamente en el discurso por la imperiosa necesidad de aniquilar a los responsables de la exclusión en el pasado, so pena de que, como ha indicado García Pelayo (1981), «el reino feliz de los tiempos finales» –reino en que las promesas de redención se materializan– no se haga sustancia.

Ciertamente, el gobierno chavista ha estimulado vigorosamente la participación a partir de la creación de organizaciones de base popular pero sujetas al interés del proyecto del líder. Como apunta Pecaut (1987, p. 251), «el populismo hace por primera vez del igualitarismo en América Latina un componente central de las representaciones políticas. Pero ese igualitarismo no pretende participar en la autonomía de la sociedad civil ni de la instauración de lo social a partir de sí mismo». Con atención al caso particular del peronismo, Portantiero y De Ipola (1981, p. 14) han señalado que «el peronismo constituyó a las masas populares en sujeto (el pueblo) en el mismo movimiento por el cual sometía a ese mismo sujeto a un sujeto único absoluto y central, a saber, el Estado corporizado y fetichizado al mismo tiempo en la figura del jefe carismático».

Es esto lo que puede constatarse cuando se examinan las experiencias organizativas, como por ejemplo los círculos bolivarianos, que han resultado de las iniciativas del gobierno: todas ellas se encuadran en los moldes del proyecto político del presidente, mostrando como orientación básica de su acción la lealtad al proceso que éste dirige. Así las cosas, el sentido de autoconstitución y automovilización que diferencia por naturaleza a la sociedad civil del Estado, a partir del cual ésta encuentra la razón de su existencia, se evapora; y así se evaporan también los espacios desde los que se potencia la vida democrática.

Por último, como en los populismos históricos, en Chávez y el chavismo dominantes no encontramos posturas políticas ni acciones desde el terreno de las clases sociales. No existe, a nuestro juicio, una ideología de clases con vistas a la cual se diseñe una estrategia de lucha por la instauración de un nuevo tipo de sociedad, no obstante las invocaciones recientes a la construcción del socialismo del siglo XXI. Cuando Chávez arremete contra sus opositores los llama «escuálidos» («argentinos fallados» los llamó Perón) y a pesar de que condena la riqueza («es malo ser rico, la riqueza pervierte», ha insistido una y otra vez frente a sus seguidores), esta condena es más bien la expresión de una postura moral mucho más cercana al cristianismo que al marxismo. Pese a esto, algunas actuaciones en contra de la propiedad privada, como las adelantadas en el marco de una reforma agraria profundamente estatista, han despertado temores de que el gobierno pueda extremar sus políticas e instaurar un socialismo que termine por sacrificar la propiedad privada.

¿Chávez neopopulista?

Uno de los rasgos en que coinciden los que han acuñado el término «neopopulismo» es el carácter de outsider de los líderes emergentes. El teniente coronel cumple meridianamente este requisito. Chávez se hizo del poder sin haber hecho carrera política alguna, tal como lo sostiene una de sus compañeras del bachillerato: «Es algo muy difícil de asimilar. Hay que ver lo que significa no haber sido concejal, no haber sido diputado, no haber sido dirigente, no haber sido un carajo en la política… y terminar de pronto siendo presidente» (en Marcano y Barrera Tiszka 2005, p. 34). Otras cualidades de los fenómenos neopopulistas, sin embargo, no pueden atribuírsele tan claramente.

René Mayorga (s/f) ha señalado que el discurso neopopulista no traduce una ruptura con el populismo tradicional, sino que por el contrario establece «una continuidad notable con sus principios ideológicos claves que configuran un universo dicotómico (pueblo vs. explotadores, nación-antinación). Pero no todo es continuidad: el discurso neo rompe con el populismo tradicional al abandonar el antiimperialismo y el distribucionismo». Como hemos podido constatar, Chávez ha mantenido un discurso antiestadounidense, así como también ha desarrollado una política distributiva destinada a favorecer a la franja más depauperada de la población a cambio de apoyo político a su proyecto, lo que ciertamente lo alejaría del fenómeno neopopulista. Pero al mismo tiempo encontramos en él esa visión maniquea de la realidad que lo hace formar parte del mismo hilo que conecta los nuevos populismos con los de antaño.Sin embargo, el gobierno chavista no pertenece en estado puro a la familia de aquellos populismos. Como se ha dicho, una postura antipolítica permite encuadrarlo en las variantes más jóvenes de movimientos y gobiernos de este tipo. Del mismo modo, algunas medidas de política económica de corte liberal desplegadas por su administración refuerzan esta relativa sintonía del chavismo con el neoliberalismo, muy a contracorriente de la retórica que anima el discurso presidencial.

Populismo verde oliva

Conniff (2003) sugiere que tal vez existe en América Latina una nueva categoría de neopopulismo surgida en los últimos años: la militarista. Su representación encarna en figuras como las de Lucio Gutiérrez en Ecuador, Lino Oviedo en Paraguay y Hugo Chávez en Venezuela. Recuerda Conniff que los viejos populismos no congeniaron del todo con el militarismo y que Perón, quien pudo ser la excepción en este sentido gracias a su origen castrense, fue derrocado por el alto mando.

En Venezuela, ciertamente, estamos presenciando la vuelta del militarismo después de su defenestración por varias décadas. El militarismo chavista se nos presenta tanto en la forma como en el contenido. En la forma, pues su discurso y su gestión están fuertemente saturados de sustancia militar. En el contenido, puesto que en la propia Constitución, de acuerdo con el artículo 328, se consagra la participación activa de la Fuerza Armada en el desarrollo nacional, más allá del papel de garante de la defensa que históricamente le correspondió. «La Fuerza Armada está en el corazón mismo de la revolución», ha dicho el presidente, palabras con las que dibuja una simbiosis entre su interés político particular y el componente militar venezolano, revelando la conversión del estamento armado en el eje sobre el que gira el proyecto de la Quinta República (Sucre Heredia 2004).

La aprobación de la nueva Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional (Lofan) en septiembre de 2005 puede agregar una pieza más a los esfuerzos por militarizar la sociedad, al consagrar jurídicamente la existencia de una Reserva y una Guardia Territorial, que convierten a cada ciudadano mayor de 18 años en un potencial defensor de la revolución, bajo el leitmotiv de la asociación entre seguridad, defensa y desarrollo. Estos nuevos cuerpos armados dependerán directamente de las órdenes del presidente, lo que refuerza su poder al convertirlos en una suerte de guardia pretoriana, pues ambos estarán supervisados por la Comandancia General de la Reserva Nacional y Movilización Nacional, que estará subordinada directamente al jefe de Estado.

Este retorno de los militares al protagonismo en la escena del poder puede ser interpretado como una dimensión más de la postura antipolítica que caracteriza al proyecto chavista, toda vez que el ejercicio de la política presupone la exclusión de las armas; postura que podría devolvernos a la condición nacional originaria de fusión entre el Estado y el ejército, a partir de la cual las leyes no eran promulgadas sino sencillamente dictadas, como ha señalado Fernando Mires (2004) refiriéndose al conjunto de los países latinoamericanos.

Uno de los pretextos de los que el presidente y su gobierno se han valido para ensanchar las fortalezas del estamento armado es el de la posibilidad de invasión por parte de EEUU. Esto reproduce un rasgo presente en los populismos, el del conspiracionismo (v. Minogue 1969; Mac Rae 1969), según el cual siempre se está amenazado por factores de poder externos e internos. En realidad, la expansión de la fuerza militar sirve, a nuestro juicio, para inhibir a las fuerzas adversarias y clausurar, bajo la idea de la unanimidad, las distintas lógicas sociales que tienen lugar fuera de la razón del movimiento revolucionario. No obstante, este sobredimensionado papel del sector militar en el proyecto chavista debe ser remitido en última instancia al proceso de transición sociopolítica que experimenta Venezuela, en el que subyace un fenómeno de circulación de elites que apunta hacia el desplazamiento de las viejas por las nuevas. En este nuevo esquema que se fragua, las elites militares parecieran llamadas a cumplir un rol determinante en el seno de lo que despunta como un sistema corporativista de corte estatal, tal como ha sido tipificado por Philippe Schmitter (1998).

Los equívocos vínculos entre el populismo y la democracia

De la Torre (2003) ha insistido en que el populismo es un componente esencial de la democracia en virtud de que ésta posee una indiscutible dimensión redentorista. El asunto es que, según el mismo autor, «la redención populista también está basada en la apropiación autoritaria de la voluntad popular por lo cual los regímenes populistas tienden al autoritarismo…» (p. 62). De allí que tanto los viejos como los nuevos populismos siempre son delegativos. Efectivamente, las delegaciones que hemos visto en América Latina, tanto en el pasado como en el presente, se han caracterizado por concentrar una excesiva representación política, lo que termina por distorsionar el sentido de la representación misma y, con ello, la democracia.

Este signo ambiguo que marca las relaciones entre el populismo y la democracia puede explicarse a partir de la indeterminación constitutiva de esta última:

La sociedad democrática moderna (…) aparece de hecho como esa sociedad donde el poder, la ley, el conocimiento son puestos a prueba de una indeterminación radical, sociedad que se ha vuelto teatro de una aventura incontrolable donde lo que se instituye no se establece nunca, donde lo conocido está minado por lo desconocido, donde el presente revela ser innumerable, abarcando tiempos sociales múltiples que no se ajustan entre sí a pesar de la simultaneidad, o bien nombrables en la mera ficción del futuro; una aventura tal que la búsqueda de identidad no se deshace de la experiencia de la división» (Lefort 1990, p. 77).

Según el mismo autor, esto hace de las sociedades democráticas sociedades históricas, en contraste con el totalitarismo que, «edificándose bajo el signo del hombre nuevo, se organiza en realidad contra esta indeterminación, pretende detentar la ley de su organización y de su desarrollo, y se dibuja secretamente en el mundo moderno como sociedad sin historia» (2004, p. 45).

Pues bien, el populismo parece no soportar la prueba de esta indeterminación. Y menos en América Latina, donde el caudillismo y el personalismo han sido elementos sustantivos de su historia y donde –en parte por esta misma marca– la institucionalidad ha estado signada por una precaria existencia. Allí pueden ubicarse las razones que explicarían el deslizamiento de los populismos delegativos hacia formas autoritarias propensas a reproducir esquemas totalitarios de gobierno.

Es esto lo que sucede con el gobierno de Chávez, que puede ser entendido como un caso de delegación exacerbada. Efectivamente, a lo largo de estos años el país ha visto concentrar en la figura del presidente los máximos poderes: el Legislativo, el Judicial, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía han actuado casi siempre apegados a sus designios, desvaneciéndose los obligatorios contrapesos públicos sin los cuales las democracias pierden su condición de tales. Pero además, el discurso presidencial se ha encargado de redondear y profundizar ese déficit, atacando implacablemente a los factores que se le oponen y negándoles toda posibilidad de existencia: «No, no, no, el enemigo está ahí. Esto que estoy planteando (…) es la continuación de la ofensiva, para impedir que se reorganicen, hablando en términos militares, y si se reorganizaran: para atacarlos y hostigarlos sin descanso» (en Harnecker 2004, p. 45), ha señalado Chávez en un lenguaje ni siquiera antipolítico, sino más bien prepolítico, que alienta los temores por la pérdida de la democracia en Venezuela.

Y es que ya no puede asegurarse que Venezuela viva hoy en democracia; al menos no en una democracia liberal, a pesar de que aún conserva las instituciones (deberíamos decir cascarones) que la identifican. Si compartimos la idea de Touraine de que «no hay democracia que no sea liberal» (en Mires 2001), entonces terminaremos por concluir que estamos frente a un régimen que, si bien todavía no ha logrado fundir a la sociedad con el Estado en un cuerpo homogéneo, sin ranuras, desprovisto de alteridad, como lo intentó Perón en su primer ejercicio de gobierno, ha mostrado una clara vocación en este sentido.

Temporalidad populista y democracia

Pero la democracia también se menoscaba cuando los líderes populistas se ofrecen como los únicos capaces de resolver los problemas en el mismo instante en que los padece la sociedad, para lo cual reclaman su relación directa con los oprimidos, sin mediaciones ni arreglos políticos que involucren plazos. Entonces la creación de institucionalidad democrática sostenible se ve amenazada, puesto que ésta no es posible sin negociaciones y sin permitir que el tiempo haga su trabajo de sedimentación y maduración. Hermet (2003) ha identificado cabalmente este asunto:

Es la intemporalidad inmediata, a la vez antipolítica y onírica lo que caracteriza al populismo de modo inmediato. Es el elemento que lo diferencia de la democracia la que, a la inversa, se singulariza menos en cuanto a su pretensión de «representar» la soberanía popular, que por sus procedimientos orientados hacia la deliberación, hacia la confrontación de intereses (…) hacia una gestión de los conflictos escalonada en el tiempo. Los ciudadanos sueñan con la supresión de la distancia que separa sus deseos de su realización siempre diferida en nombre de las complicaciones de la acción política (…) los populistas les dicen que este deseo onírico podría verse satisfecho (…) siempre y cuando confíen en ellos (p. 11).

«La revolución en los populismos no es ni pasado ni porvenir, es presente» ha apuntado Touraine, lo que puede traducirse en que los movimientos de este corte, por más que abreven en ideologías del pasado, como por ejemplo la bolivariana en Chávez , están urgidos de mostrarse como los portadores de soluciones que comprometen el hoy en que estamos. Esto, de lo que pocos gobiernos pueden escapar, se exacerba cuando de populistas se trata, puesto que la urgencia impone no detenerse en los trámites que toda institucionalidad demanda. La idea de refundación nacional, tan cara a los populismos de toda época, obliga a invisibilizar todo tiempo pasado y con él cualquier logro que no pueda ser autoatribuido. El pasado se acerca personificado en los dioses del olimpo nacional solo en la medida en que éstos vengan en auxilio del gestor populista. Del mismo modo, la inminencia del paraíso vuelve ociosa la mirada hacia el futuro. El populismo chavista ratifica esta relación con el tiempo. En el empeño de construir el socialismo del siglo XXI, Chávez señaló como condición indispensable para la entrega de los recursos a los gobernadores que sus proyectos apuntaran al «socialismo inmediato» (www.descifrado.com). La inmediatez como requisito para la asignación de los recursos, en otras palabras. Puede resultar revelador también un eslogan del Ministerio para la Economía Popular, que dice: «¡Construir el socialismo, más que una visión del mundo es nuestro día a día!» (Últimas Noticias, 4/9/05, p. 7), es decir, la cotidianeidad colocada más allá de los proyectos y las concepciones de vida.

Cuando el presidente amenaza con quedarse en el poder hasta el año 2021 o 2030, contra toda previsión constitucional, no solo está mostrando su deseo de perpetuarse en el poder, sino su anhelo de extender el presente, porque no logra avizorar el futuro sin su presencia, porque su presencia es lo único que garantiza que haya hoy. A falta de un orden institucional abstracto, a salvo de su impronta personal, el presente solicita más presente, solo porque éste está ocupado por la figura de Chávez. La única manera de satisfacer el deseo de salvación es el día a día que debe prolongarse hasta el límite. Este límite temporal en el discurso presidencial es el año 2030. Por ahora…

Conclusiones

En cuenta de los rasgos más importantes que tipifican teóricamente tanto a los populismos tradicionales como a los de nuevo cuño en América Latina, podemos concluir que el gobierno de Hugo Chávez combina características de ambos. En el sentido de los populismos clásicos, puede constatarse que éste es dueño de una fuerte retórica anti statu quo que ha dirigido fundamentalmente contra las elites nacionales y el gobierno de EEUU; muestra una disposición a incorporar al sistema político a los grupos menos favorecidos, aunque subordinándolos al interés y a la lógica del jefe; tiene una concepción autónoma del desarrollo, que se expresa en un acendrado nacionalismo, y despliega políticas económicas ampliamente intervencionistas.

En cuanto al neopopulismo, el presidente Chávez cumple con el carácter antipolítico que identifica a los outsiders, cuyos liderazgos se impusieron en algunos países de la región como consecuencia del colapso de sus respectivos sistemas políticos. Así también, el diseño de una arquitectura jurídica de tinte claramente liberal en la primera fase de su gestión y la profundización de mecanismos tributarios que afectan a la población con menos ingresos lo emparentan con los populismos de última generación.Sin embargo, el balance que puede hacerse del ejercicio de gobierno de Chávez cuando se calibra en términos de su perfil populista o neopopulista arroja un resultado favorable al primer tipo; es decir, el proyecto chavista se nos parece más a los viejos populismos que a los nuevos. Pero a diferencia de aquéllos, el de Chávez es un populismo militarista cuyas relaciones con la democracia son, en consecuencia, tanto o más ambiguas que las que en el pasado tuvieron los gobiernos de esta naturaleza en la región.

Finalmente, también las prácticas populistas del chavismo replican la relación con la temporalidad marcada por el inmediatismo que caracteriza a los populismos de otrora y de ahora; inmediatismo que exige una vinculación directa entre el supremo líder y la sociedad, en menoscabo de la institucionalidad y la democracia.

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Sitios web

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En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 200, Noviembre - Diciembre 2005, ISSN: 0251-3552


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