Opinión
marzo 2021

Apatía y fragmentación en las presidenciales peruanas

El 11 de abril habrá elecciones presidenciales en Perú. Las encuestas muestran una especie de séxtuple empate. Por ahora, Yonhy Lescano, de Acción Popular, aparece primero, mientras que en segundo lugar se ubica la izquierda de Verónika Mendoza, aunque en empate técnico con Rafael López Aliaga, el autoproclamado «Bolsonaro peruano». Keiko Fujimori está muy lejos de los resultados que alguna vez tuvo. Mientras tanto, la crisis política parece seguir su camino.

<p>Apatía y fragmentación en las presidenciales peruanas</p>

Hace unos meses meses, algunos creíamos que las elecciones de abril de 2021 sellarían la larga crisis política que arrastra Perú hace casi cinco años. Hoy esa certidumbre se ha evaporado.

Desde que Pedro Pablo Kuczynski inició su gobierno en el ya lejano 2016, las sucesivas crisis pusieron periódicamente a prueba las débiles instituciones peruanas hasta casi quebrarlas. Sin embargo, en cada oportunidad la virtud o la fortuna produjo una salida que evitó la ruptura constitucional. En el camino quedaron dos presidentes –Kuczynski y Martín Vizcarra–, un Congreso nacional, el partido oficialista y la principal fuerza política del país, el fujimorismo, y su líder Keiko Fujimori.

En el último año, a la crisis política se le sumó la pandemia de covid-19. En un país de 32 millones de habitantes, las muertes totales respecto a un año normal han superado las 100.000, ubicando a Perú entre los países con peores resultados en la región en su combate contra el virus. Simultáneamente, Perú experimentó una de las cuarentenas más severas del mundo para tratar de detener la ola de contagios que un sistema de salud subfinanciado y debilitado por 30 años de política neoliberal no podía enfrentar. El resultado fue una severa contracción del PIB –alrededor de 12%–, un aumento de ocho puntos porcentuales en los niveles de pobreza y una disminución de más de 20 puntos porcentuales en los de empleo. A su vez, se registró un aumento de los niveles de informalidad del trabajo en una economía que está entre las más informales de la región. La combinación de cuarentena fuerte, Estado débil y economía informal produjo una contracción del PIB de más de 10 puntos. La pobreza aumentó también en un porcentaje similar. Finalmente, y tal como ya analizamos con anterioridad, la combinación de crisis política y crisis económica abrió la puerta a una renovación de la elite política nacional con una impronta crítica del resiliente neoliberalismo peruano.

En los últimos meses, la destitución del presidente Vizcarra y los sucesivos rumores sobre intentos de postergación del calendario electoral por parte del actual Congreso hacían temer que las elecciones no llegarían, lo que añadía altas dosis de incertidumbre política a la difícil situación del país. Sin embargo, el calendario electoral ha ido avanzando y ahora nos encontramos a tan solo dos semanas de la primera vuelta, prevista para el 11 de abril.

A medida que las elecciones se acercan, más se aleja la posibilidad de que marquen la salida de la crisis. Según la última encuesta de IPSOS, la intención de voto sumada de los tres primeros candidatos apenas llega a 33%. En las elecciones previas, la misma empresa recogía que la intención de los tres primeros candidatos sumaba 57%. Las cifras que exhiben los candidatos hoy ubicados en lugares expectantes habrían sido consideradas antes números que otorgaban escasas oportunidades de triunfo. Cinco años atrás, quien hoy encabeza las encuestas habría obtenido apenas el cuarto lugar.

¿Quiénes son los principales candidatos en disputa en esta desordenada y fragmentada elección? Tomando la información que brinda la última encuesta nacional publicada en el país, la del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), las preferencias electorales colocan a Yonhy Lescano en primer lugar, con 11,4%. El ex-congresista pertenece a Acción Popular, partido tradicional en la escena peruana y que ha alcanzado en tres oportunidades la Presidencia del país. Acción Popular obtuvo la mejor votación en las elecciones parlamentarias del verano de 2020. Sin embargo, Lescano no aparecía como la primera opción de ese partido hace seis meses. Parlamentario durante 20 años y con un discurso nacionalista y por momentos demagógico, se ubicaba lejos de las coordenadas políticas de las caras más mediáticas del partido. Termina como candidato gracias a su éxito entre las bases partidarias y en contra de los deseos de buena parte de la dirigencia partidaria.

Los cuatro candidatos que le siguen mantienen diferencias que se encuentran dentro del margen de error. Si incluimos al sexto lugar, la distancia se estira apenas hasta 3,5 puntos, es decir, hay un virtual empate técnico entre los seis primeros. En el segundo lugar se ubican Rafael López Aliaga y Verónika Mendoza con casi el mismo porcentaje: 9,6%.

López Aliaga, el autoproclamado «Bolsonaro peruano», es un gran empresario que ha hecho su fortuna en el mundo de las finanzas y la hotelería. Miembro del Opus Dei, ha buscado construir una plataforma donde confluyen los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad. En su agenda, el rechazo a temas como los derechos sexuales y reproductivos y las políticas de equidad de género tiene un lugar preeminente. Además, ha levantado estridentes proclamas contra la corrupción de la clase política –y una parte de la económica– y sus tratos ilícitos con la empresa brasileña Odebrecht. Por algunas semanas, pareció que este postulante con posiciones extremas podría representar al hoy disperso electorado conservador que se había colocado detrás de Keiko Fujimori en 2011. Aunque al inicio era uno de los candidatos con menor intención de voto, a principios de marzo comenzó a experimentar una rápida subida que, lógicamente, provocó que los reflectores de la prensa se enfocaran en él. A medida que su exposición pública creció, se hicieron conocidas también sus  limitaciones. Por un lado, problemas empresariales, como algunos dudosos contratos con autoridades públicas y deudas impositivas de varios millones de soles. Por otro lado, sus posturas ultraconservadoras respecto a la sexualidad, que incluyeron declaraciones sobre la Virgen María y sobre el uso del cilicio como parte de su fe religiosa. La encuesta del último domingo muestra que su veloz crecimiento se ha detenido. Quizás es un personaje demasiado conservador, incluso para el conservador electorado peruano.

Verónika Mendoza se ubica a la izquierda del espectro político y es la segunda vez que se presenta a elecciones presidenciales. En 2016 su candidatura quedó en un inesperado tercer lugar, tan solo a dos puntos de Kuczynski. El buen resultado llevó a la izquierda a convertirse en la segunda bancada más grande de aquel periodo parlamentario. Sin embargo, el frente por el que Mendoza se candidateó acabó rompiéndose. Esa fractura llevó a un reacomodamiento en la izquierda peruana y la ex-candidata se embarcó entonces en la construcción de un nuevo instrumento electoral, lo que debilitó su presencia en el escenario político.

Producto de la actual crisis política y económica, varios de los puntos programáticos de la izquierda han logrado salir de su reducto. Temas como una renovación total o parcial de la Constitución o una mayor participación y regulación del Estado en la economía han sido discutidos y asumidos públicamente por otros candidatos y segmentos del electorado. Sin embargo, esta mayor popularidad de las ideas que han sostenido Mendoza y la izquierda no ha supuesto una disparada en las preferencias de la candidata. Durante el verano, su intención de voto se mantuvo alrededor de 8%. Recién la encuesta del último domingo ha registrado un cambio en la tendencia al ubicarla empatada en el segundo lugar, con algo menos de 10% de las preferencias.

Un poco más atrás, con 8,5%, se ubica Hernando De Soto, quien ha sido el otro beneficiado con la última medición. El veterano economista, próximo a cumplir 80 años, es el candidato más orgánico a los sectores altos de la sociedad peruana. Su rol como impulsor de las ideas neoliberales en Perú, especialmente a partir de sus escritos en torno de la informalidad, proveyó en las décadas de 1980 y 1990 las claves interpretativas desde las cuales se leyeron el fracaso peruano y sus vías de superación. Su pertenencia a la elite social peruana, así como la de varios de los integrantes de su lista, lo conecta con este sector social minoritario, pero muy importante. En ese sentido, repite el patrón coalicional de Kuczynski. Empieza a congregar el voto del sector socioeconómico alto, tiene contactos con el mundo empresarial y presenta un equipo en el que están presentes miembros de los sectores dominantes. En un contexto de fraccionamiento electoral de la derecha, De Soto podría convertirse en el candidato que agrupe el voto de los sectores socioeconómicos altos y busque, desde ahí, construir una alianza con los sectores medios, principalmente limeños. Por ahora es solo una posibilidad que debería ser ratificada por próximas encuestas.

Inmediatamente después, con 8,3% de intención de voto, se ubica George Forsyth, ex-arquero de uno de los equipos de fútbol más populares del país, Alianza Lima. Además de su paso por el fútbol, Forsyth fue durante dos años alcalde del populoso distrito de La Victoria, cargo al que renunció para postularse a la Presidencia. Sin partido propio, Forsyth ha establecido una precaria alianza política con un partido originalmente evangélico y ha logrado reclutar a una serie de personalidades políticas con peso propio. Ha buscado posicionarse a lo largo de la campaña como alguien ajeno al establishment político, lo que lo ha llevado a repetir sin cesar la palabra «mismocracia» para referirse al resto de sus competidores. En términos de imagen, Forsyth se acerca al presidente salvadoreño Nayib Bukele: joven, outsider y con un discurso que tiene como eje la lucha contra la corrupción de la clase política. Sin embargo, en términos de su coalición partidaria, un posible gobierno del ex-jugador de futbol sería probablemente muy parecido a lo que Perú ya ha experimentado en las últimas dos décadas. Se esperaría, por ende, la incorporación de muchos cuadros tecnocráticos ubicados en la centroderecha, con alguna dosis de tenue progresismo en temas sociales.

Cierra el primer pelotón Keiko Fujimori, quien en 2016 vio como la Presidencia del país se le escurría entre los dedos, quedando tan solo a 42.000 votos de distancia de ella. Tomando como parámetro de comparación el año previo a las elecciones de 2016, cuando la intención de voto de Fujimori se ubicó alrededor de 40%, se puede medir el tamaño de su debacle. La reciente encuesta del IEP le otorga apenas 7,9% de intención de voto, cifra en torno de la cual ha girado en los últimos meses. Su conducta política en el quinquenio que termina y los destapes judiciales vinculados al financiamiento ilegal de sus campañas políticas –que le valieron varias entradas a prisión preventiva desde 2018– han pulverizado su proyecto político. Esta vez, la campaña de Fujimori ha regresado a las fuentes: Keiko ha escenificado públicamente un reencuentro político con su padre, Alberto Fujimori, de quien se distanció durante el quinquenio pasado y cuyo indulto saboteó activamente. En los spots televisivos, el nombre que se repite ya no es «Keiko», sino «Fujimori». Es muy probable que quienes declaran su intención de votar por la tres veces candidata sean del núcleo duro del fujimorismo.

El segundo pelotón de candidatos sostiene una intención de voto que ronda el 5%. Se trata de porcentajes que en circunstancias normales serían desdeñables, pero que hoy los sitúan muy cerca de la zona expectante. En este grupo se ubican candidatos que, hasta hace unos meses, especialistas y periodistas daban como seguros protagonistas de las elecciones de abril.

Por último, existe un silente protagonista en estas elecciones: el voto «no positivo». Quienes aún no se deciden o manifiestan su negativa a votar por alguna de las opciones del menú electoral se sitúan como el primer contingente electoral, con 27% (la encuesta de Ipsos de hace diez días le otorga a este sector 40%). Es probable que ese número se reduzca a medida que se acerque la fecha electoral, pero, tal y como están, los datos hoy hablan de un gran descontento respecto a la oferta electoral existente.

Con el dato del alto nivel de voto «no positivo» y los bajos niveles de intención de voto de los principales candidatos, el panorama que se dibuja es el de la apatía y la fragmentación. En términos del significado político de este proceso, se pueden establecer importantes paralelismos con las elecciones de medio término argentinas de 2001. Estas fueron el antecedente del «que se vayan todos» que sería coreado unos meses después.

Sin embargo, hay algo que, frente al caso argentino, aumenta el dramatismo del escenario peruano. En el primer caso, fueron las elecciones de medio término las que pusieron de manifiesto la desafección política. Si bien los 17 meses que mediaron entre la elección de Eduardo Duhalde y la llegada de Néstor Kirchner fueron turbulentos, el calendario electoral corto ofrecía una salida institucional a la crisis del país. En el caso peruano, el calendario político no permite una solución de ese tipo. Quien gane las elecciones de abril tendrá por delante cinco años de gobierno en los que tendrá que construir su estabilidad política o perecerá de la mano de un Congreso que muy probablemente no controle. La encuesta de IEP señala que ninguno de los tres partidos que se encuentran primeros en las preferencias para las presidenciales tendrá una bancada suficientemente grande para resistir las presiones desde el Congreso. Acción Popular tendría 14% de los escaños del Parlamento, mientras que los partidarios de López Aliaga y Mendoza podrían aspirar a 5,7% y 5,5% respectivamente.

El agotamiento de los mecanismos institucionales para resolver el conflicto y la desafección política –agravados por la crisis social y económica generada por la pandemia– abre un panorama profundamente incierto. Si bien no se puede descartar una repetición de los últimos cinco años, las condiciones sanitarias, sociales y económicas del país no harían posible una situación similar. Ante este panorama, se abren dos salidas novedosas en la política peruana reciente. Por un lado, la de un liderazgo autoritario que concentre el poder hasta vaciar de contenido la precaria democracia electoral peruana; por el otro, una salida en la que un hábil liderazgo fabrique una nueva mayoría política que movilice a la ciudadanía mediante un proceso constituyente. La única certeza es que los próximos cinco años no serán iguales a los que hemos vivido. El tiempo de la irrelevancia de la política en Perú se está agotando.


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