Entrevistas | 50 años
NUSO Nº 298 / Marzo - Abril 2022

Pensar y actuar de manera anfibia Entrevista a Maristella Svampa

Con una amplia obra sociológica, Maristella Svampa viene transitando otros espacios, como la escritura literaria y el compromiso con los movimientos ecosociales. En esta entrevista repasa su propia trayectoria, sus libros, y los pasajes entre diversas temáticas y espacios geográficos y sociales que fueron jalonando sus últimas dos décadas de producción intelectual.

Pensar y actuar de manera anfibia  Entrevista a Maristella Svampa

Maristella Svampa (Río Negro, Argentina, 1961) ha venido ocupando, desde hace más de dos décadas, un lugar de intelectual pública cada vez más visible, con una proyección que supera las fronteras argentinas y en una clave cada vez más latinoamericana.

Sus trabajos como académica han contribuido a abrir debates y a ampliar los focos de atención hacia una variedad de temáticas: la acción colectiva, los populismos latinoamericanos, el extractivismo, entre otros, con el cuestionamiento al carácter excluyente de las sociedades latinoamericanas como telón de fondo. Con un giro desde la filosofía hacia la sociología, en combinación con la escritura literaria, su obra refleja a un tipo de intelectual que define como «anfibio», modelo puesto en práctica en diferentes contextos de investigación y compromiso social. 

En esta entrevista, Svampa repasa esa trayectoria biográfica, en conexión con diversos momentos argentinos y latinoamericanos que jalonaron lo que va del siglo xxi.

Me gustaría comenzar por el 2001 argentino. Precisamente en diciembre pasado se cumplieron 20 años de ese acontecimiento que generó una enorme movilización social y abrió un horizonte político de cambio cuando parecía que eso estaba cancelado. Pero también conllevó un cambio en su perspectiva, hacia una mirada más latinoamericana… ¿cómo lo recuerda y qué balance biográfico, político e intelectual le activan esas jornadas?

El 2001 argentino, es cierto, me llevó a pensar en clave latinoamericana, pero en realidad hay dos claves esenciales: una personal y otra que, a posteriori, interpreté como latinoamericana. En principio, hay que decir que el 2001 reúne muchas capas o niveles de acumulación: fue una crisis hegemónica, una fuerte crisis política de representación y, al mismo tiempo, un acontecimiento que dio visibilidad a luchas y movimientos sociales que cuestionaban el neoliberalismo. Y el 2002, luego de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, fue, como contracara paradójica de la crisis, un año extraordinario, marcado por un proceso de liberación cognitiva que abrió al protagonismo y la movilización de numerosos actores sociales. Este es un tema fundamental, el de poner de relieve la apertura de un nuevo umbral, porque durante los 90 se expandió mucho el escepticismo en la sociedad, la idea de que no había «alternativa» al neoliberalismo, y de alguna manera las jornadas de 2001 terminaron con esa actitud de inacción, de pasividad y de impotencia individual y colectiva. Ese proceso de liberación o de apertura cognitiva implicó que los propios actores que hasta hacía poco tiempo se concebían como pesimistas o impotentes respecto de su capacidad de acción descubrieran que podía intervenir y modificar la realidad a través de la acción colectiva. Eso es lo que en la sociología de los movimientos sociales se llama «liberación cognitiva». 

El 2001-2002 produjo también una aceleración del tiempo. En realidad, toda gran crisis produce la aceleración del tiempo, un tiempo vertiginoso que provoca una suerte de suspensión –o al menos creímos así– de esa dialéctica cosificada entre estructura y acción, de esa asimetría entre sectores de poder y actores subalternos. Lo cierto es que el sistema de poder entró en un tembladeral. De ahí la potencia de los sujetos colectivos en su interpelación al poder, de ahí también la respuesta represiva del Estado, que se expresó de modo aleccionador en la violencia contra los movimientos piqueteros movilizados el 26 de junio de 2002. Esa gran represión apuntaba directamente contra la posibilidad de articulación entre sectores populares y clases medias, y mostraba hasta qué punto el modelo de dominación había entrado en un tembladeral. Esto último se vincula con el hecho de que la crisis de 2001-2002 abrió a un periodo intenso de movilizaciones sociales y de cruce intersocial o interclase, que nos hizo pensar en la posibilidad de articulación de sectores excluidos con clases medias bajas y clases medias culturales. Ese cruce interclase –que se podía leer en el espejo de los años 70– aparecía ahora como una novedad, ya que durante el neoliberalismo de la década de 1990, durante los años de Carlos Menem, lo notorio no solo había sido la polarización social y la respuesta individualista, sino también la segregación espacial y social.

Fue un proceso muy novedoso y también muy radical e hiperbólico, a la manera argentina. Con el correr del tiempo, tomamos conciencia de que las grandes crisis abren un portal, un nuevo umbral cuya apertura es también transitoria, porque toda gran crisis se caracteriza siempre por demandas ambivalentes, tanto de transformación y de cambio como de retorno a la normalidad. 

En mi caso personal, era la primera vez que yo vivía una situación de crisis de esas características y ese proceso de apertura y vinculación interclase. Todo eso me interpeló. ¿Por qué? Yo venía despidiéndome de la sociología. En octubre de 2001 había publicado un libro titulado Los que ganaron1, que analizaba el proceso de segregación espacial, algo nuevo para Argentina y muy ligado a la dinámica neoliberal, donde colocaba el acento en la separación y la desconexión, en el interior mismo de las clases medias. Yo había formado un equipo con jóvenes investigadoras de la Universidad Nacional de General Sarmiento (ungs), con el cual habíamos hecho más de 100 entrevistas en diferentes urbanizaciones privadas, sobre todo en el Gran Buenos Aires. Y ese trabajo, que fue una inmersión muy profunda en el mundo de las clases medias y altas, individualistas e insolidarias, terminó de convencerme de que ya no me interesaba la sociología. También había terminado una novela, mi primera novela, Los reinos perdidos2. Entonces, en octubre de 2001 había decidido que no quería dedicarme a hacer «sociología de la descomposición social», como dijera en la presentación de un libro mío el historiador y sociólogo Juan Carlos Torre. Cuando en diciembre de 2001 la gente salió a la calle, yo también salí, y la verdad es que esa movilización y las que vinieron me hicieron cambiar de opinión, pero también cambiar de tema. Si bien yo había dado clases y seminarios sobre acción colectiva, pocas veces había tenido la oportunidad de utilizar esas herramientas analíticas y ahora sucedía por primera vez que me sentía absolutamente interpelada por lo que estaba ocurriendo en Buenos Aires con las asambleas barriales y luego con las manifestaciones callejeras. A principios de 2002 tomé la decisión de cambiar de tema y también de posiciones. Hablé con Sebastián Pereyra y le propuse recorrer el país para armar un mapa nacional de las organizaciones de desocupados o piqueteros, que en ese momento tenían una gran centralidad política.

Alguna vez escribió que esa nueva realidad puso en tensión el propio quehacer académico, al menos en las ciencias sociales.

Claro, en el interior de las ciencias sociales en Argentina se instaló un gran debate. Veníamos de un periodo de profesionalización muy fuerte, en el cual el involucramiento con la realidad social, con los actores sociales, era mal visto. 2001 abrió varias preguntas: ¿qué hacer?, ¿cómo involucrarse?, ¿es posible tomar distancia o no?, ¿hasta dónde involucrarse?, ¿qué validez conservaba el modelo de intelectual orgánico? A mí, el modelo de intelectual militante me parecía insuficiente, y comencé a pensar en una suerte de modelo más anfibio que, sin despegarse del trabajo universitario, tratara de conectarse y vincularse con esa otra realidad. Un modelo anfibio, que sobre todo responde a dos claves fundamentales. Por un lado, plantea salir de la endogamia propia de los expertos y el mundo de las universidades y abrirse a otras reflexividades sociales. Y, por otro lado, plantea no caer tampoco en el mero discurso producido por los actores sociales, como proponían tantos militantes. Había que apuntar a ese equilibrio tensional del que habla Norbert Elias; ese era de alguna manera el desafío. Así que, bueno, en lo personal, 2001 me marcó por esta razón, porque yo fui parte de las movilizaciones y traté de ir construyendo un modelo de intelectual anfibia que buscaba navegar o transitar esas diferentes realidades. El libro que escribimos sobre los piqueteros3 fue para mí un punto de inflexión. Y de hecho presentamos ese libro en 2004 con la mayor parte de los dirigentes piqueteros sentados a la mesa, en el Centro Cultural Rojas, con una gran cantidad de público. 

Tampoco olvidemos que en la época asistimos a la emergencia de una nueva figura militante. 2001 dio lugar a un nuevo ethos militante que ha caracterizado hasta ahora a Argentina, muy conectado con el ethos de los movimientos alterglobalización y, posteriormente, con los movimientos socioambientales. Este se caracteriza por la territorialidad, por el activismo asambleario, por la demanda de horizontalidad y de democratización, por la defensa de niveles de autonomía muy grandes. Ese era el modelo novedoso que se forjó al calor de las luchas en 2001. Ese ethos militante, insisto, se ha ido transformando y matizando en sus dimensiones hiperbólicas, pero sigue presente en las luchas sociales latinoamericanas, en conexión con otros horizontes de movilización. Pero, volviendo al proceso político, hacia el final de 2002 ya podía percibirse un proceso de reflujo y de clausura cognitiva. Podía verse que efectivamente la capacidad de esas movilizaciones que reclamaban la refundación de la sociedad era más bien destituyente, que las propuestas se licuaban en términos de acción política institucional, que el peronismo se estaba reconfigurando velozmente y que una parte de la sociedad estaba cansada de las movilizaciones callejeras y comenzaba a demonizar a los actores movilizados. Asistimos entonces a un proceso de clausura y reconfiguración, en la medida en que el peronismo, bajo la forma del kirchnerismo, supo retomar ciertos temas que emergieron de la movilización social (antineoliberalismo, derechos humanos, crítica a la Justicia) generando una nueva institucionalización, un cierre por arriba.

Al mismo tiempo, empecé mi periplo latinoamericano. Recuerdo que en octubre de 2003 varios canales de televisión de Argentina, entre ellos Crónica, pasaron en directo las movilizaciones de El Alto y la caída de [Gonzalo] Sánchez de Lozada, y que con mi amiga ya fallecida, la socióloga Norma Giarracca, no nos podíamos despegar del televisor y comentar por teléfono todo lo que estaba pasando en Bolivia, en el marco de la llamada Guerra del Gas. Entonces, a fines de ese año, viajé a La Paz por primera vez y me puse en contacto con los miembros del Grupo Comuna, y construí con algunos de ellos un vínculo de amistad y colaboración de largo plazo; también conocí a Felipe Quispe, entre otros líderes sociales, y sobre todo, comencé a viajar a menudo a ese país, siguiendo el proceso político-social con gran expectativa. Era fines de 2003, un momento en el cual se abría una nueva experiencia política que muy rápidamente iba a desembocar en el ascenso a la Presidencia de Evo Morales, a fines de 2005. Y la gran diferencia que presentaba el caso boliviano respecto del argentino es que de toda esa gran movilización y conglomerado de organizaciones sociales surgiría una propuesta común: la nacionalización de los recursos naturales y la Asamblea Constituyente. Entonces ahí se abrió una nueva puerta para mí, la del fascinante mundo andino, que de alguna manera iluminaba la posibilidad de un destino político diferente para las movilizaciones sociales. Después vendrían Ecuador, Venezuela y otros países de la región, pero en el comienzo del periplo latinoamericano, fue Bolivia, sobre todo La Paz, la gran ciudad plebeya, y El Alto, una ciudad con gran peso del mundo aymara.

¿Podría desarrollar más la idea del intelectual anfibio?

Si lo miramos en términos históricos, América Latina se ha caracterizado por un modelo de intelectual público que interviene activamente en los debates de sociedad y que además piensa en clave latinoamericana. Es un modelo en el cual las fronteras entre lo político y lo intelectual son porosas. Y de hecho, en términos históricos, los referentes de la economía política y la sociología política, de varias de las corrientes más importantes del pensamiento social latinoamericano, como el estructuralismo de la Cepal [Comisión Económica para América Latina y el Caribe] y el dependentismo, fueron intelectuales políticos muy activos en la vida pública. Sin embargo, sabemos que durante los años 70 la derrota política implicó la caída de muchos paradigmas y eso hizo que se cuestionara no solo la tradición marxista, sino también el modelo «ideológico» –entre comillas– de intelectual, y que entre 1980 y 2000 asistiéramos a la consolidación de un modelo de intelectual mucho más profesionalizado. El modelo del experto, en palabras de Zygmunt Bauman. Siempre afirmo que ese modelo tenía a la vez elementos positivos y elementos negativos. Positivos, porque creo que en términos de consolidación de distintos campos disciplinarios hizo aportes considerables. En el caso argentino, pienso en la historia como disciplina, que fue quizá la más atravesada por las disputas ideológicas. Imagino que en diferentes países eso también ocurrió. Pero al mismo tiempo hubo un rechazo casi mecánico a todo aquello que era identificado con la tradición marxista y el modelo del intelectual orgánico/militante. Además de eso, podríamos decir, siguiendo a Bauman, que el modelo del intelectual intérprete también se había impuesto en la academia. Este respondía a un modelo más etnográfico, ligado a la labor de académicos que desde abajo buscaban dar visibilidad a los actores, sin sobreponer demasiado su voz, renunciando a la mirada más macrosocial. Yo edité en esa línea el libro Desde abajo. La transformación de las identidades sociales4, un libro que tuvo bastante éxito y que reunía estudios de la entonces joven generación de antropólogos y sociólogos argentinos. Y la verdad es que, hacia 2002, esos modelos a mí me parecían insuficientes. De hecho, pienso que no fue tanto un cuestionamiento teórico el que hizo estallar esos modelos de intelectuales académicos, sino que fue la realidad la que puso en cuestión todo eso, porque aquello que emerge en 2001 exige visiones más integrales, en términos macro y no solo microsociales. 

Para tratar de dar en la tecla, solía jugar con el título del libro Norbert Elias, Compromiso y distanciamiento5, en relación con la apuesta por ese equilibrio tensional entre, por un lado, el compromiso honesto con una realidad que está lejos de ser externa (al contrario, esta nos envuelve, nos atraviesa y constituye fuertemente) y, por otro lado, el obligado distanciamiento crítico que requiere cualquier investigación en las ciencias sociales. Pero sobre todo en la época había mucho cansancio con cierta postura academicista, desvinculada de la realidad social; que rechazaba la posibilidad de intervenir y posicionarse en la esfera pública, en nombre de una supuesta neutralidad científica. Y 2001 hizo estallar todo, todo ese quietismo, y llevó a los académicos a posicionarse, sobre todo a aquellos que estudiábamos las movilizaciones sociales y que nos veíamos interpelados por ellas. Lo curioso es que en mi caso tuve debates con gente que defendió la postura del academicismo al extremo pero también con los ultramilitantes, porque consideraban que no se podía llegar a un equilibrio. El equilibrio en tensión es siempre un vaivén inestable, un espacio de geometría variable, lo importante es incorporar la reflexividad de distintos ámbitos, dialogar con diferentes actores y poder enriquecer la visión y la práctica que uno pueda tener. Tanto es así que en 2007 di una conferencia en la unam [Universidad Nacional Autónoma de México] en el marco de la alas [Asociación Latinoamericana de Sociología] –en un momento muy fugaz en que dirigí el Observatorio Social de América Latina, de Clacso [Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales]– y ahí propuse el modelo de intelectual anfibio. Recuerdo el auditorio lleno de estudiantes que se sintieron interpelados y que me llenaron de preguntas e intervenciones sobre el tema. ¡Todo un contraste con lo que sucedía en el ámbito de los profesores! Con Norma Giarracca y Julián Rebón habíamos estado penando para hacer firmar a algunos profesores una declaración crítica sobre la represión que se había desatado en Oaxaca… Hoy en día conviven una pluralidad de modelos de intelectuales-académicos, pero durante 20 años, durante la época en que estudié en Francia y escribí mis primeros libros en Argentina, no era así. Entonces, este posicionamiento anfibio y el periplo latinoamericano después me dieron una suerte de respiro, abrieron un espacio de libertad y de creación colectiva, que hizo que, si bien mi posición cambió enormemente con respecto al mundo académico, tampoco sintiera que tenía que cortar lazos con él.


Decía que el intelectual anfibio se diferencia también del intelectual militante, ¿podría ampliar?

Desde mi punto de vista, yo veía que quienes se decían intelectuales militantes también se instalaban en una zona de confort, creyendo que eran la única voz válida de los actores sociales, como si la producción de saber fuera solamente una cuestión de traducción de lo que dicen los actores subalternos movilizados. Como intelectual anfibia, el gran desafío es, desde mi punto de vista, superar esa visión del traductor, apuntar a un diálogo de saberes, sin desconectarse ni del mundo militante ni tampoco del mundo académico, tratando de instalar nuevas agendas en lo público. Es decir, seguir formando parte del mundo académico y también del activismo, pero no para reproducir simplemente lo que dicen los actores. En realidad, esa mirada que podemos brindar de los procesos a veces puede entrar en tensión y conflicto con la visión exclusivamente militante. Me sucedió muchas veces, al calor del declive y de la criminalización de los movimientos piqueteros en Argentina.

En los años 2000 también volvió de algún modo a un tema que había sido su tema de tesis en Francia6, el de los populismos latinoamericanos o populismos de izquierda, pero ahora ya no los populismos clásicos sino los del siglo xxi.

Ahí destacaría dos grandes temáticas interconectadas. Por un lado, hacia 2007 comencé a seguir los movimientos socioambientales con mucho interés, y por otro lado había una necesidad de caracterizar el ciclo progresista que se abría en la región. Ese nuevo ciclo político lograría consolidar una hegemonía nacional-estatal. En realidad, los gobiernos progresistas despertaron en sus comienzos grandes expectativas políticas y fueron asociados a una nueva izquierda, pero a medida que atravesamos el ciclo progresista y se consolida una hegemonía nacional-estatal, de la mano de procesos de fuerte concentración de poder, resultaría claro que estábamos ante modelos de dominación tradicional muy ligados a los populismos latinoamericanos. Populismos de nuevo tipo, populismos en plural y del siglo xxi con sus diferentes características. Soy consciente de que el concepto «populismo» es muy controversial y algunos piensan que hay que abandonarlo. Pero por otro lado, siempre pensé que es un concepto en disputa y que resulta muy iluminador volver a los análisis desarrollados en los años 50, 60 y 70 por muchos intelectuales de izquierda latinoamericanos que fueron críticos con procesos populistas en sus países. Y ahí me parecía que había conceptualizaciones muy, muy interesantes, que provenían de intelectuales brasileños como Francisco Weffort y Octavio Ianni, o de intelectuales argentinos, como Juan Carlos Torre, lecturas que trataban de dar cuenta de la complejidad y ambivalencia de los populismos. De hecho, hay un artículo súper interesante, de Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, que yo siempre cito7. Es un artículo brillante. La primera vez que lo leí, no comprendí su alcance y no lo comprendí porque no tenía realidad vivida con la cual contrastarlo. Podía entenderlo teóricamente, pero no comprenderlo en su alcance fáctico. Fue recién cuando tuve enfrente de mí los populismos latinoamericanos realmente existentes cuando me planteé también la pregunta acerca de la hegemonía. ¿Qué tipo de hegemonía están construyendo estos regímenes tan ambivalentes que articulan y reúnen elementos democráticos y elementos autoritarios? Lo había entrevisto con el peronismo, entre comillas, casi como historiadora, cuando hicimos una relectura del peronismo en el libro La plaza vacía8, en la década de 1990. Así que en 2010 retomé la lectura que hicieron los grandes intelectuales latinoamericanos en los años 70 y 80. Y volver a ellos para interpretar lo que sucedía en el siglo xxi con los regímenes progresistas me resultó muy productivo. Sobre todo, por el hecho de mostrar la complejidad y la ambivalencia de los populismos latinoamericanos, la diferencia con los populismos de derecha que hay en Europa, pero al mismo tiempo por mostrar a través de la complejidad cuáles son sus límites. Por eso volví a la lectura de los progresismos como populismos, en un momento en el cual la lectura dominante era la de Ernesto Laclau, que le había dado carta de nobleza a los populismos y se había propuesto identificar el populismo con la democracia, diluyendo de alguna manera o minimizando los elementos más negativos a través de la idea de las lógicas de la equivalencia. Eso era muy complicado, y sobre todo lo que era muy complicado de ver es que todo populismo genera un campo de polarización. Una dicotomía del campo político que simplifica las divisiones, entrampándonos en una polarización. En Venezuela este dispositivo polarizador se había activado muy tempranamente, en el año 2002, con el intento de golpe de Estado contra [Hugo] Chávez; en Argentina se activó en 2008, cuando Cristina Fernández de Kirchner, en sus primeros meses de gobierno, implementa la suba de las retenciones a la exportación de soja. Si analizamos los progresismos latinoamericanos realmente existentes, lo que aparecía es que en todos los casos había un momento de articulación de ese campo de oposición, algo que para Laclau ampliaba sus posibilidades políticas y que, en mi perspectiva, lo que hace es más bien estrecharlas; es cierto que fija identidades, pero no solo en el campo oficialista/populista sino también en el opositor.

Es un momento también fundacional o de articulación de las derechas, con un discurso altamente confrontativo que además apunta a monopolizar o apropiarse del concepto de democracia, que a su vez los populismos buscaron también resignificar. Es muy problemático, pero al mismo tiempo inevitable. Y la historia de todos los populismos muestra que, en algún momento, tarde o temprano, se articula este campo de polarización que deviene tóxico. Y de hecho, estructura nuevos campos de acción hasta el día de hoy. No hemos salido de esa polarización tóxica, navegamos por sus dinámicas recursivas, en medio de grandes cambios globales. No es que sean siempre las mismas. Pero las dinámicas recursivas van generando nuevos umbrales de normalidad, nuevas limitaciones políticas. Pero bueno, a mí me sigue pareciendo un tema muy interesante el de los populismos realmente existentes, aunque en lo personal y políticamente es agotador... A lo largo del ciclo progresista, a mucha gente que se identifica con el campo popular no le simpatizaba que usara el término «populismo», porque veía detrás de esa caracterización una descalificación. La derecha y gran parte del periodismo creían que hablábamos de lo mismo, pero mi concepción está lejos de esas visiones simplistas y estigmatizantes. Yo siempre digo que la mía es una propuesta crítica y comprensiva que busca abarcar los populismos en su complejidad y expresiones nacionales, sin demonizarlos, y al mismo tiempo, sin idealizarlos identificándolos únicamente con la democracia. Dentro de las izquierdas, los progresismos latinoamericanos producían un sentimiento encontrado, a raíz de la distancia entre relato y realidad. Hay una frase de un sindicalista argentino que yo cito en uno de mis libros, en Del cambio de época al fin de ciclo, que irónicamente decía: «Todos queríamos vivir en el país del otro»9.

Y el populismo piensa al pueblo como una entidad transparente y homogénea…

Sí, una idea favorecida por el propio papel del líder (o el «significante vacío», en palabras de Laclau). Pero los populismos han dejado de tener el monopolio de lo popular (si es que en algún momento lo tuvieron). Algo que a partir de los años 70 se ve con claridad es la heterogeneidad de los actores. A fin de cuentas, los populismos suelen tener bastante éxito en esta captura de lo popular y sus intentos de monopolizarlo.

Mencionaba que junto con la línea del populismo estaba la del ambientalismo. ¿Cómo fue su tránsito? ¿Qué elementos pusieron esa temática en su radar intelectual?

Fue algo multicausal, aunque hubo un evento clave. Por un lado, yo sentí que mi acompañamiento y mi lectura del movimiento piquetero estaba agotada. En 2005 publiqué La sociedad excluyente10, que de alguna manera sintetiza también mi recorrido académico y mi propuesta de leer las transformaciones políticas de Argentina en los años 90 y 2000. Y siento que ahí cerré una etapa: la de mi lectura sobre Argentina y la de los procesos ligados a las organizaciones piqueteras. Se abría otro periodo y también la escala más latinoamericana. Fue así como en 2006 presenté un proyecto de investigación sobre las demandas ambientales. Porque de manera asistemática percibía que había un aumento de las demandas socioambientales en América Latina. En mi breve pasaje por Clacso, encargué un trabajo a distintos grupos nacionales para que indagaran si efectivamente había habido un incremento de las demandas o luchas socioambientales. Y después ocurrió meses más tarde que, estando yo en Bariloche de vacaciones, a inicios de 2007, un amigo, Pablo Bergel, uno de los pioneros del ecologismo en Argentina, me insistió para que me acercara a Lago Puelo, a 130 kilómetros de distancia, un lugar maravilloso en la Comarca Andina, y asistiera a una reunión de las diferentes asambleas socioambientales de la Patagonia. Yo estaba recluida escribiendo. Pero bueno, insistió tanto que finalmente decidí ir y cuando llegué a Lago Puelo y participé de esa asamblea, sentí que no salía más de ahí, y así como habían sido un camino de ida para mí el 19 y 20 de diciembre de 2001, también lo era haber sido espectadora de esa asamblea en la cual me sorprendió la gran cantidad de demandas que convergían en lo socioambiental, desde las demandas de los pueblos originarios por territorio, la denuncia del acaparamiento de tierras, la lucha contra la megaminería, las luchas contra las megarrepresas, a las cuales se sumarían después las luchas contra el fracking y los monocultivos, etc. En ese caso, en el contexto de la Patagonia, había una multiplicidad y heterogeneidad de demandas. Y recuerdo que salí de ahí comprometiéndome con la gente de la Asamblea de Esquel a organizar un evento en Buenos Aires una semana más tarde, ya que algunos de ellos, que estaban criminalizados en ese momento, tenían que ir a declarar. De ahí en más, me lancé de manera sistemática a estudiar y acompañar esas luchas socioambientales, que inclusive implicaron para mí también una resignificación del rol del intelectual, una vuelta de tuerca a lo que era el intelectual anfibio.

Recuerdo que en 2002 íbamos a las asambleas de la Corriente Clasista y Combativa, una de las más grandes expresiones del movimiento piquetero del conurbano bonaerense, en el corazón de La Matanza. Íbamos con dos o tres jóvenes investigadoras y apenas me bajaba del auto, yo les decía: «Recuerden, nosotras no somos piqueteras. Nuestro lugar es otro». En las luchas socioambientales, era difícil decir eso; era difícil porque son luchas más transversales y policlasistas, con una composición social más heterogénea. No estaba frente a un actor claramente tipificado, no desde el punto de vista social. Acá estaba ante un conglomerado de actores sociales, desde un ama de casa, una maestra, una trabajadora social, un representante de pueblos indígenas. Por otro lado, realmente esa heterogeneidad interpelaba de manera diferente el rol de intelectual anfibio. Y de hecho, mi inmersión en las luchas socioambientales se hizo entonces desde un lugar mucho más activo, de acompañamiento y de interpelación, siempre, digamos, tratando de aportar algo más de lo que dicen los actores, estableciendo mapas y conexiones de las luchas socioambientales, contribuyendo al diálogo de saberes, dando visibilidad a las luchas, analizando las narrativas emergentes. Arranqué con las luchas contra la megaminería en Argentina, a lo cual le siguió la frontera petrolera, el modelo sojero, los corredores de exportación que iban diseñando nuevas hidrovías y megarrepresas a través de grandes obras de infraestructura, el creciente acaparamiento de tierras y el urbanismo neoliberal a través de nuevos emprendimientos inmobiliarios. Todas eran problemáticas que cuestionaban los modelos de desarrollo vigentes, trascendían las fronteras nacionales y reconfiguraban la cartografía social del conflicto a una escala decididamente regional y global. Pero esta crítica a los modelos de desarrollo –ya lo planteábamos así en 2007– también me interpeló desde otro lugar. Fue el disparador que me obligó a salir de la mirada más centrada en el conurbano bonaerense. Todo ello hizo que cambiara el modo y el lugar desde donde mirar la realidad argentina, desplazándome del centro a la periferia. Fue un reencuentro con las provincias, y con la apuesta colectiva, algo que no me había ocurrido del todo con el abordaje de las organizaciones piqueteras, a través del encuentro con otros investigadores que estaban en la misma situación que yo y con los cuales nos embarcamos en el análisis de esa realidad, en la construcción de saber contraexperto y en la necesidad de dar visibilidad académica y pública a esos nuevos conflictos. Y encontré que era mucho más rico ese trabajo colectivo que hacíamos con investigadores de Córdoba, Catamarca, Mendoza, no solo la gente que estaba en Buenos Aires. Eso fue muy rico, fue volver a encontrar al país a través de las provincias, salir de esa mirada porteñocéntrica que tienen muchos académicos argentinos.


También fue una vuelta a su origen patagónico, ¿cómo lo vivió?

El análisis de las luchas ambientales y la crítica a los modelos de desarrollo descentraron mis estudios, que ya no pasaban por Buenos Aires y por el conurbano bonaerense y podían pasar por el norte neuquino, Catamarca, Intag (en Ecuador) o Tolima (en Colombia). En todo caso, era una geografía latinoamericana itinerante, de pequeñas y medianas localidades en las cuales se habían constituido colectivos campesinos, pueblos originarios, colectivos ciudadanos policlasistas, que cuestionaban alguna forma de extractivismo, a través de la defensa de sus territorios. Y sí, volviendo a la pregunta, la Patagonia entraba con claridad ahí; y de hecho había sido el gran disparador. Pero la Patagonia no era para mí un foco de estudio. En realidad, siempre traté de que no lo fuera de manera directa. Yo escribí tres novelas que tienen como territorio la Patagonia11. Entonces, para mí la Patagonia era mi territorio literario, no el territorio de las luchas ambientales o sociales. Esto cambió en 2011, cuando me involucré personalmente en la lucha contra la expansión del fracking, no solo en Vaca Muerta, sino también en mi propio lugar de origen, en Allen, Río Negro, donde el fracking actualmente está desplazando la producción de peras y manzanas. Escribí un libro en clave personal, yendo de la experiencia familiar al análisis de la expansión de la frontera petrolera y la crisis socioecológica en tiempos del Antropoceno. Ese ha sido mi libro más personal, un libro que se instala entre el ensayo y la literatura12. En todo caso, a partir de 2007, las luchas socioambientales me llevaron, por un lado, a recorrer las provincias, algo maravilloso, y por otro lado, a conocer desde otro lugar también América Latina, más allá de las grandes ciudades. En 2009, publicamos con Mirta Antonelli y colegas como Horacio Machado y Norma Giarraca Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales13, que fue el primer libro que sistematizó la cuestión de la resistencia a la minería en Argentina. En ese momento, hablábamos de modelo extractivo exportador, pero luego se impuso la categoría de «neoextractivismo», que resultó ser más productiva e interpeladora. En 2010 armamos una alianza muy duradera con Enrique Viale, que viene de otro palo, es abogado ambientalista. Empezamos con la lucha parlamentaria por lograr la Ley Nacional de Glaciares y seguimos hasta ahora recorriendo territorios, interviniendo en los debates públicamente, promoviendo leyes ambientales y escribiendo libros. También a partir de 2011 empecé a formar parte de un espacio muy interesante a escala latinoamericana para debatir sobre la expansión del neoextractivismo, las nuevas luchas socioambientales o lo que yo llamo el «giro ecoterritorial», y los horizontes alternativos, en el Grupo de Trabajo Permanente en Alternativas al Desarrollo, impulsado por la Fundación Rosa Luxemburgo de la región andina. Fue el lugar donde comenzamos a discutir los límites de los procesos progresistas latinoamericanos, con énfasis en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Un espacio maravilloso, que todavía sigue siendo para mí muy enriquecedor, junto con intelectuales como Edgardo Lander, Alberto Acosta, Esperanza Martínez, Miriam Lang, entre muchos otros, a los cuales se ha agregado gente joven, investigadores jóvenes como Breno Bringel, Emiliano Terán y muchos otros. Entonces este fue y sigue siendo un espacio privilegiado para reflexionar sobre América Latina. Creo, y lo digo sin ser rimbombante, que somos quienes han puesto en la agenda regional el tema del extractivismo y la discusión sobre los modelos de desarrollo, cuestionando los límites y las derivas de los gobiernos progresistas. Entre 2015 y 2018, lanzamos varias declaraciones, suscriptas por numerosos intelectuales de izquierda del continente, cuestionando el gobierno de [Nicolás] Maduro en Venezuela y el régimen nicaragüense de [Daniel] Ortega-[Rosario] Murillo. Todo eso nos trajo mucho enfrentamiento con intelectuales que siguen una línea de solidaridad automática para con los gobiernos progresistas. El Grupo Permanente ha sido para mí una referencia en la construcción de una posición de izquierda crítica, asociada al respeto de los derechos humanos, la democracia y, más que nunca, a las luchas ecoterritoriales, indígenas/campesinas y feministas.

Hablemos de la articulación entre la cuestión ambiental y el feminismo. ¿Cómo llegó a eso? ¿Fue algo que surgió de manera evidente de esas luchas o de elaboraciones más teóricas?

Es una buena pregunta, creo que surgió de la necesidad de explicar el protagonismo de las mujeres al calor de las luchas sociales. Lo había visto en las mujeres piqueteras, con quienes tuve diálogos extraordinarios; mujeres humildes, para quienes la autolimitación es un rasgo de clase, no solo de género, que apenas se atrevían a hablar en público y que al calor de las luchas fueron encontrando una voz propia. Y esa apertura había significado conflictos enormes en el interior de su familia, con sus compañeros. Así que entré por el lado de los feminismos populares, el de los márgenes. Y cuando empecé a avanzar en la agenda ambiental, la cuestión de los protagonismos femeninos fue tomando cada vez más fuerza. Veía ese vaivén que va de lo público a lo privado, que permite desencubrir los vínculos patriarcales en el espacio de lo privado para después volver a lo público con una voz propia, una voz que se reconoce no solo en la lucha socioambiental sino también en la lucha feminista, aunque al principio haya mirado con desconfianza al feminismo. En ese vaivén que nunca se termina, las mujeres rompen con la autolimitación de género y de clase y generan una voz propia. Lo vi en las mujeres de Famatina, en las lideresas mapuches, en las mujeres chilenas que denuncian las zonas de sacrificio, en las Madres del Barrio Ituzaingó que denuncian los agrotóxicos, en las mujeres campesinas-indígenas de Bolivia que defienden la agroecología, en las mujeres colombianas que luchan contra la expansión de la frontera petrolera o en las mujeres brasileñas que en la isla de Maré denuncian la contaminación petrolera. Por otro lado, en las luchas ecoterritoriales me encontré con un feminismo que colocaba otros temas en la agenda: la defensa del agua y la vida, el cuerpo, el territorio, la demanda de tierra y de soberanía alimentaria, la relación con la naturaleza, la preocupación por el cuidado y la sostenibilidad de la vida. Todo lo cual me llevó indefectiblemente a reflexionar sobre el ecofeminismo y sus diferentes variantes, o lo que llamo los «feminismos ecoterritoriales» latinoamericanos. Yendo más al fondo, percibía que en América Latina las grandes luchas antineoliberales que abrieron el ciclo progresista se caracterizaron por un gran protagonismo de los pueblos originarios, que generaron esa potente narrativa emancipatoria en torno del buen vivir, de los derechos de la naturaleza, bienes comunes, autonomía, plurinacionalidad. Quince años más tarde, hacia el final del ciclo progresista, más allá de la suerte política que tuvieron algunas de esas categorías, vemos emerger una nueva narrativa emancipatoria asociada a los feminismos ecoterritoriales. Categorías como la sostenibilidad de la vida, la importancia de la interdependencia y el cuidado recrean el vínculo sociedad-naturaleza, humano-no humano. Encontramos una nueva epistemología feminista, un ecofeminismo que es diferente del ecofeminismo constructivista que podemos encontrar por ejemplo en España, donde tiene teóricas potentes como Yayo Herrero, Alicia Puleo y Marta Pascual. El ecofeminismo territorial latinoamericano es praxis, una praxis que va configurando una epistemología de los afectos y las emociones, en el contacto espiritual y material con otros seres sintientes, no humanos, en contacto con el agua, los cerros y montañas, las semillas y las plantas. Esta interconexión y espiritualidad es la que aparece reflejada en la breve y concisa frase de la gran activista hondureña asesinada hace unos años, Berta Cáceres, cuando le preguntaron por qué creía que la lucha contra la megarrepresa iba a triunfar, y ella respondió: «Me lo dijo el río». En esa narrativa aparecen la espiritualidad y la interdependencia. Es algo que hemos comenzado a comprender, sobre todo al calor de los impactos del covid-19, algo elemental: pensarnos desde la interdependencia no solo entre seres humanos, sino entre lo humano y lo no humano. 

Esa narrativa ecofeminista también nos abre otras puertas, en términos de pensamiento y de identificación, volviendo al plano de las categorías intermedias contrahegemónicas que se han gestado en América Latina. Gran parte de ellas reconoce un origen en los pueblos originarios, ¿y qué pasa con quienes no somos indígenas? Para mí, esta nueva epistemología feminista abre las puertas a repensar en estos tiempos de Antropoceno la relación sociedad-naturaleza, humano-no humano desde otro lugar, que es el lugar de la sostenibilidad de la vida; abre la posibilidad de generar un discurso emancipatorio diferente que guarda fuertes afinidades con el de los pueblos originarios.

En su libro más reciente14 habla del colapso. Por un lado, es un término muy poderoso que pone sobre la mesa los riesgos que penden sobre el planeta; pero por otro, ¿no puede resultar funcional a la actual cancelación de la idea de futuro y el auge de las distopías?

En primer lugar, si bien el libro que escribimos con Enrique Viale se titula El colapso ecológico ya llegó, la nuestra es una apuesta por la resiliencia, es una apuesta por otros horizontes societales, por la transición ecosocial justa, por la necesidad de discutir también qué es transición. En segundo lugar, dicho esto, lo que hay que reconocer es que estamos en colapso. No necesitamos esperar que el permafrost se derrita y libere el gas metano que está enterrado hace siglos. No tenemos más que ver la cara visible de ese colapso expresado en los eventos extremos, las sequías, los grandes incendios forestales. Por ejemplo, recientemente en Argentina los incendios arrasaron con 40% de los Esteros del Iberá, que está entre los diez humedales más grandes del planeta. Pero no hay que confundir colapso con distopía. En ese sentido, tenemos que reconocer la realidad del colapso. Tenemos que reconocer también la variabilidad y la complejidad de ese colapso. El colapso no implica el hundimiento de una sociedad de un día para otro. Implica que se dan cambios en un sentido negativo, en una sociedad que va hacia el caos, que va hacia la descomposición social y el descalabro de los ecosistemas. Hay mucha reflexión sobre todo en España y Francia, existe una teoría de la colapsología.

Hablando con gente de Europa del Este, ellos dicen «Nosotros conocimos el colapso», evocando la caída de la Unión Soviética; Argentina conoció en 2001 el colapso; Venezuela conoció el colapso. De hecho, recuerdo haber estado en Venezuela a fines de 2017, cuando en el aeropuerto casi no había vuelos, como anticipando la pandemia, en medio de la hiperinflación y el desabastecimiento. Pero esto es más sistémico. Más allá de la crisis climática, de la frecuencia y aceleración de los eventos extremos, de aquellos que se ven y los que no se ven, imaginemos el colapso ecológico que puede comenzar con una severa crisis energética, y el efecto en cascada que esto conllevaría. En esa línea, la crisis socioecológica es de tal gravedad que no podemos escapar a esta realidad del colapso: está sucediendo y tenemos que tomar decisiones ya. Tenemos que tomar una actitud proactiva y no seguir instalados en nuestra zona de confort diciendo que no se puede hacer nada o quedarnos paralizados esperando el fin del mundo. Entonces, una cosa es afirmar la realidad del colapso en sus diferentes niveles, algo que no es de un día para el otro, pero que es un tránsito que puede llevar mucho tiempo o poco según las coyunturas, y otra es afirmar la distopía, el «mal lugar», o «el peor de los mundos», como horizonte. 

Es cierto que hay mucha gente y a veces muchos jóvenes que caen en la inacción porque consideran que no hay posibilidad de intervenir y modificar el presente para poder tener otro futuro. Pero también hay muchos jóvenes que se están movilizando, el llamado de Greta Thunberg los ha interpelado y han tomado la iniciativa para activar, no solo para dar una batalla en relación con una agenda de defensa de los bienes comunes, sino también para una agenda de transición ecosocial. Hay que luchar contra el lenguaje y el discurso distópico que insisten en que está todo perdido. Ahí vuelvo a la metáfora de la liberación cognitiva. Necesitamos salir de la zona de confort en la cual las ciencias sociales y las ciencias humanas han estado instaladas en los últimos tiempos y recuperar la imaginación política. Mientras que el arte contemporáneo busca tematizar la crisis socioecológica dialogando con esas otras epistemologías, rompiendo barreras y mezclando lenguajes, mientras que desde las ciencias naturales tenemos científicos e investigadores involucrados en estudios del cambio climático que están muy preocupados y que alientan la necesidad de reformas estructurales, una parte importante de las ciencias sociales y humanas siguen empantanadas en una gran crisis. En ellas existe una izquierda entrampada en sus lealtades políticas o en miradas irónicas sobre las posibilidades de otras salidas, una izquierda que es analfabeta desde el punto de vista ambiental o que padece de ceguera epistémica y que todavía piensa que habitamos un planeta infinito. Necesitamos más imaginación política y menos cobardía epistémica, volver a pensar en clave utópica para alentar la posibilidad de otra realidad, de otra sociedad posible.

Para concluir, ¿hasta qué punto la pandemia funciona como una suerte de colapso, o lo más parecido que vimos en estos tiempos, y a escala global?

Efectivamente, más allá de las diferencias en cada país, la pandemia mostró la limitación de la globalización neoliberal. Por un lado, la profundización de las desigualdades; por otro lado, aunque no aparece en los discursos de muchos, la relación entre pandemia y crisis socioecológica. El covid-19 es una enfermedad zoonótica y su expansión está ligada a la destrucción de ecosistemas silvestres. La crisis extraordinaria que abrió el covid-19 también nos alentó a colocarnos en otro lugar para mirar la realidad. Nos puso en una suerte de umbral y posibilitó una apertura, una apertura que siempre implica una desnaturalización de la situación y nos obliga a mirarla desde otro lugar. Entonces, la pandemia activó estas posibilidades de resignificar o de desnaturalizar la realidad y habilitó también la discusión de la transición ecosocial. Propuestas que antes parecían reservadas a los especialistas se instalaron en la agenda global. Hoy en día, la transición ecosocial, pero sobre todo la transición energética, está ya en las agendas de muchos países. En la agenda de Joe Biden, en la agenda de la Unión Europea, y en América Latina, si bien no fueron nuestros gobiernos los que la han tomado, sí desde ciertos sectores sociales se ha buscado debatir y promover una agenda de transición ecosocial. Así, por ejemplo, desde un grupo de activistas, organizaciones e intelectuales venimos promoviendo el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur. Vemos en los países del Norte una agenda sobre la necesidad de la transición energética con sus idas y vueltas, materializada en el Green New Deal (Nuevo Pacto Verde). Y nos preguntamos entonces: ¿qué se considera energía limpia?, ¿la reforma alcanzará el modelo de consumo? Lamentablemente, América Latina sigue siendo hablada por los países del Norte porque no tiene una definición de transición energética propia. Con algunas excepciones, se prosigue con la idea de reactivar la economía con más extractivismo, profundizando la matriz fosilista para obtener divisas y supuestamente resolver los problemas económicos que se agudizaron al calor de la pandemia. Todo esto es parte del problema, no de la solución.


¿Quedó algo en el tintero?

Tres cuestiones telegráficas para el final. Una es que acabo de publicar con Pablo Bertinat y el equipo de investigadores que coordinamos ambos un libro que lleva el título de La transición energética en Argentina. Es también el primer libro de la colección que comienzo a dirigir para la editorial Siglo Veintiuno, «Otros futuros posibles», en la cual habrá una serie de libros de divulgación y además una serie de libros académicos sobre la crisis socioecológica. Nos interesa socializar y acercar al público los conocimientos acerca de la crisis climática y ecológica en un lenguaje accesible, al tiempo que queremos poner en agenda la necesidad de debatir una hoja de ruta para una transición ecosocial justa.

Segundo, quiero volver sobre el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur15 y decir que este nos abrió las puertas para debatir sobre la transición con otros colectivos del Norte, partidarios del Green New Deal, o partidarios del decrecimiento (España y Francia). Es una plataforma abierta y dinámica, que nos permite construir una idea de transición justa vista desde el Sur global, en momentos en que nuestros territorios enfrentan una nueva embestida del extractivismo, parte de la cual se hace en nombre de la transición energética: litio, cobre, minerales raros. Si no debatimos una agenda de transición justa, vamos camino a la aceptación sin más de una nueva fase de depredación que afectará muy particularmente a las poblaciones y territorios de América del Sur.

Y por último, quiero decir que estamos viviendo un periodo de gran tensión entre quienes siguen en su apuesta por los modelos hegemónicos de desarrollo y buscan oponer lo social a lo ambiental, y quienes creemos que hay que cambiar las reglas de juego y el modo de pensar las relaciones economía/naturaleza, para apuntar a una articulación entre lo social y lo ambiental. Gran parte de esta disputa pasa por entender que no podemos pedirle más a la naturaleza, al ambiente, a los ecosistemas, en fin, a la crisis climática, que ya han sido impactados severamente por determinadas actividades económicas, que se adapten a la economía. Es el sistema económico el que tiene que adaptarse a la crisis climática, si realmente queremos evitar un colapso mayor. Es una verdad de perogrullo, pero esto implica un cambio de paradigma. Tenemos que repensar la economía para que esta se adapte a los límites naturales y ecológicos del planeta. Y no seguir pensando que es el planeta el que tiene que adaptarse a las llamadas «actividades productivas», que hoy están destruyendo los ecosistemas estratégicos y amenazan el tejido de la vida.

  • 1.

    Los que ganaron. La vida en los countries y los barrios privados, Biblos, Buenos Aires, 2001 (reedición en 2009).

  • 2.

    Sudamericana, Buenos Aires, 2005.

  • 3.

    M. Svampa y S. Pereyra: Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras, Biblos, Buenos Aires, 2003. 

  • 4.

    Biblos, Buenos Aires, 2000.

  • 5.

    Compromiso y distanciamiento. Ensayos de sociología del conocimiento, Edicións 62, Barcelona, 1990.

  • 6.

    Dilema argentino: civilización o barbarie [1994], Taurus, Buenos Aires, 2006.

  • 7.

    «Lo nacional popular y los populismos realmente existentes» en Nueva Sociedad No 54, 5-6/1981, disponible en <nuso.org>

  • 8.

    M. Svampa y Danilo Martuccelli: La plaza vacía. Las transformaciones del peronismo, Losada, Buenos Aires, 1997.

  • 9.

    Del cambio de época al fin de ciclo. Gobiernos progresistas, extractivismo y movimientos sociales en América Latina, Edhasa, Buenos Aires, 2017

  • 10.

     La sociedad excluyente. La Argentina bajo el signo del neoliberalismo, Taurus, Buenos Aires, 2005

  • 11.

    Además de Los reinos perdidos, cit., Dónde están enterrados nuestros muertos (2012) y El muro (2013), ambas editadas por Edhasa, Buenos Aires.

  • 12.

    Chacra 51. Regreso a la Patagonia en los tiempos del fracking, Sudamericana, Buenos Aires, 2018.

  • 13.

    Biblos, Buenos Aires, 2009.

  • 14.

    M. Svampa y E. Viale: El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo, Siglo Veintiuno, 2020.

  • 15.

    Página web: https://pactoecosocialdelsur.c...



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