Opinión

¿Hacia dónde va el Partido Laborista británico?


marzo 2024

Luego de deshacerse del ala izquierda del Partido Laborista, Keir Starmer se propuso virar el rumbo de la organización a través un programa más moderado. Pese a que su liderazgo puede no ser muy convincente, el lamentable estado del país gestionado por los conservadores podría catapultar a los laboristas al poder.

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En las próximas elecciones generales de Reino Unido, que tendrán lugar en el curso de este año, el Partido Laborista está preparado para arrasar y acceder al poder, después de 14 años en la oposición. Sus dos rivales principales, el Partido Conservador y el Partido Nacional Escocés (SNP, por sus siglas en inglés) han implosionado como resultado del escándalo y la división. La debacle económica desatada por los 49 días en el cargo de la anterior primera ministra Liz Truss llevó a los laboristas a una posición de predominio en las encuestas nacionales de opinión, posición en la que el sucesor de Truss, Rishi Sunak, no ha logrado hacer mella hasta el momento de escribir este artículo. Una investigación policial de malversación de donaciones, junto con la renuncia de la primera ministra de Escocia Nicola Sturgeon debilitaron al SNP en un momento en que la pandemia, la guerra y la vulnerabilidad de los conservadores hicieron que la defensa de la independencia pareciera mucho menos apremiante que una década atrás. Los resultados de las elecciones para concejos municipales y elecciones parciales celebradas en sitios que van de los condados rurales de Yorkshire a las ciudades satélite de Glasgow sugieren que el Partido Laborista avanza en todos los frentes.

Después de que en las elecciones nacionales de 2015 y 2019 el laborismo resultara derrotado de manera aplastante en muchos de sus bastiones en Escocia y el norte de Inglaterra, es un alivio ver que las predicciones posteriores al Brexit respecto de un realineamiento electoral permanente al estilo estadounidense en cuestiones de cultura e identidad estuvieran erradas por completo. Desde las elecciones generales de 2017, cuando Jeremy Corbyn fue llevado a las puertas de Downing Street por una oleada de sentimiento antiausteridad, grandes porciones del electorado británico han exigido a viva voz el fin de los recortes incesantes de los servicios públicos –y de los aumentos de los impuestos y el costo de vida– que definieron la gestión conservadora. Aprovechando las divisiones que provocó el Brexit en el laborismo, en 2019 Boris Johnson buscó dar respuesta a esa demanda con su manifiesto para «nivelar hacia arriba», en el que hacía promesas vagas y, en última instancia, mendaces de inversión pública en las regiones posindustriales que más apoyaban el Brexit. La frustración de esa agenda por el covid-19, la guerra en Ucrania y la pura incompetencia del Partido Conservador dejó al electorado tan exhausto como para disponerlo a dar una nueva oportunidad a los laboristas.

El Partido Laborista después de Corbyn

La nueva dirección del partido bajo Keir Starmer, un ex-fiscal que prestó servicios durante los gobiernos de ambos partidos, les ha permitido a los laboristas obtener rápidas ganancias a costa de las dificultades de sus rivales. A poco de ser elegido como líder del partido en 2020, Starmer anunció que el laborismo se encontraba «bajo una nueva dirección». Tras haber procurado –y no logrado– tomar Westminster por asalto como partido populista de izquierda en las elecciones generales de 2017 y 2019, el partido se reformuló como una fuerza en favor de la estabilidad: buscó la anuencia para gobernar de los mismos sectores de la seguridad, los medios y los negocios que el antecesor de Starmer, Jeremy Corbyn, había tratado de desafiar. La versión insoportablemente cursi y mercantilizada de la identidad nacional que se volvió hegemónica en Gran Bretaña durante la última década ocupa ahora un lugar central en la autoimagen laborista: en la convención anual celebrada en octubre del año pasado, la bandera del Reino Unido se constituyó en la imagen central del carnet de afiliado al partido. Hubo gran presencia de auspiciantes corporativos, no solo atraídos por la creciente receptividad de los laboristas frente al lobby empresarial, sino también por su percibida cercanía al poder. En lo que los corresponsales de prensa, ahora deferentes, consideraron la mejor alocución de su trayectoria como líder del partido, Starmer, tras sacudirse la brillantina arrojada por un manifestante aislado, formuló un llamamiento cautamente optimista a «recuperar el futuro de Reino Unido». El mensaje parece haber resonado. Golpeados por deteriorados estándares de vida y servicios del Estado colapsados, muchos votantes británicos se han cansado del tumulto político. Las emociones violentas de los años del Brexit cedieron ante una sensación ubicua de shock, al tiempo que la verdadera dimensión de la decadencia social y económica provocada por el gobierno conservador se volvía definitiva e innegable. La desilusión respecto de los experimentos populistas dio origen, a su vez, a una exigencia de garantías, algo que los laboristas se están ocupando de proporcionar en abundancia.

El estilo implacable de Starmer en lo referente a la gestión del partido fue decisivo para lograr allanar el camino hacia un gobierno laborista. Si la izquierda laborista fue marginada en los años de Tony Blair, ahora ha sido totalmente eliminada. Una vez que Corbyn renunció, los parlamentarios de izquierda que sobrevivieron al baño de sangre electoral de 2019 se demostraron incapaces de retener el control de la maquinaria partidaria. En la previa de las próximas elecciones partidarias, la jefatura del Partido Laborista viene trabajando con diligencia para evitar la selección de candidatos parlamentarios que pudieran revitalizar el menguante grupo de veteranos representantes de la izquierda. El Comité Ejecutivo nacional, el órgano de gobierno del partido, le impidió al propio Corbyn presentarse para su reelección en la boleta partidaria, decisión que se justificó en términos de las «perspectivas electorales» primordiales del laborismo antes que de la controversia tóxica respecto del antisemitismo dentro del partido cuando Corbyn era su líder. Se advirtió a los miembros del Parlamento que firmaron una declaración acusando al Reino Unido de desempeñar un «papel provocador» en la invasión rusa de Ucrania que debían retirar sus rúbricas o se enfrentarían a la expulsión. Mientras que a Joe Biden le pareció apropiado participar de un piquete junto a trabajadores en huelga, Starmer amenazó con despedir de su equipo a los parlamentarios laboristas que hicieran lo mismo. Se le prohibió a Jamie Driscoll, alcalde de la región del norte de Tyne y partidario de Corbyn, presentarse a elecciones por el Partido Laborista bajo el poco sólido pretexto de que había hecho una aparición pública en un teatro de Newcastle junto al director de cine Ken Loach, crítico obsesivo y a veces ofensivo de Israel, que fue expulsado del laborismo en 2021. Siguiendo ese criterio, como señaló Aditya Chakrabortty, de The Guardian, Starmer mismo debería también ser removido de su cargo por haber compartido una plataforma pública con Loach en episodios del programa Question Time, de la BBC.

Fortaleza y fragilidad

Dado que decisiones como rechazar la reelección de Driscoll son procesadas por una maquinaria partidaria férreamente controlada por el liderazgo, los opositores de Starmer provenientes de la izquierda partidaria no tienen adónde recurrir. Las divisiones respecto de políticas, sin embargo, son una cuestión muy diferente. En un sistema parlamentario, pueden ser fatales para la pretensión de gobernar de un partido, si se extienden a un número suficiente de miembros del Parlamento. La incomprensible decisión de Starmer, a más de un mes de iniciada la guerra de Gaza, de requerir a sus parlamentarios que votaran en contra de una moción para exigir el cese del fuego llevó a casi un tercio del Partido Laborista en el Parlamento –incluidas figuras prominentes del centro y la derecha del partido– a rebelarse. Resulta que no son solo los seguidores acérrimos de Corbyn quienes se conmueven ante las bajas palestinas, se preocupan por las repercusiones negativas entre los numerosos votantes musulmanes del laborismo o dudan de las probabilidades de que una guerra librada en estos términos y por este gobierno israelí redunde en beneficio del Estado. En relación con esta cuestión, al igual que en el caso de Jamie Driscoll, la impresión es la de una operación rígida y paranoica, que no solo echó por tierra la plataforma política de izquierda, sino también el estilo político inclusivo en el cual Starmer basó inicialmente su campaña como candidato al liderazgo del partido. La disciplina implacable y la rigidez también son una forma de fragilidad, pasible de hacerse añicos al entrar en contacto con desafíos más complejos y espinosos que la expulsión de seguidores de Corbyn desacreditados y desmoralizados.

Por ahora, no obstante, no hay señales de que el descontento incipiente frente a esta única (aunque vasta) cuestión vaya a transformarse en una oposición organizada al liderazgo. El movimiento sindical, todavía pieza central e indispensable de la coalición partidaria, se ha mantenido en gran medida amigable con el laborismo, en parte a causa de la impresionante serie de reformas laborales legislativas prometidas por la carismática número dos del Partido Laborista, Angela Rayner. Sus aportes monetarios han seguido fluyendo a las arcas del partido, mientras los grandes contribuyentes privados y corporativos de la era del Nuevo Laborismo vuelven al redil. Según el último recuento, las cifras de afiliación se encontraban significativamente por debajo del pico alcanzado en la era Corbyn, aunque todavía en un nivel saludable en términos relativos de 400.000 afiliados. (Este número, para contextualizar, es más del doble que el registrado hace una década). Dada la ahora abrumadora fortaleza de la derecha partidaria en elecciones vitales para controlar el Comité Ejecutivo Nacional, parece probable que la composición ideológica de los afiliados haya revertido a algo similar a la media en la era anterior a Corbyn: espasmódicamente receptiva a apelaciones de la izquierda partidaria, pero motivada en última instancia por la esperanza del triunfo sobre los odiados tories. Anecdóticamente, algunos antiguos partidarios de Corbyn dejaron el partido y se dedicaron al activismo extraparlamentario en cuestiones vinculadas al clima o la justicia racial. Otros abandonaron la política por completo. Los líderes del partido celebran verlos partir. Según la vocera de temas financieros del laborismo, Rachel Reeves, muchos «jamás deberían haber ingresado al partido».

Bidenomics y malestar británico

Todo lo dicho podría llevarnos a concluir que el «proyecto Starmer» –como lo denomina el autor socialista Oliver Eagleton– no consiste en mucho más que un «viaje a la derecha». Esa conclusión, sin embargo, significaría olvidar que la política puede tener más de dos dimensiones. La clase de democracia social productivista y corporativista expresada por Starmer y Reeves difiere casi tanto del liberalismo mesiánico de Tony Blair como del populismo de izquierda de Corbyn. Los líderes actuales del laborismo son entusiastas respecto de la política industrial, defienden una línea dura en lo relativo a China y están cautivados por la narrativa progresista estadounidense de que las políticas del gobierno de Biden representan una ruptura con las ortodoxias económicas de los últimos 40 años. Mucho más que los conservadores, que se encuentran irremediablemente divididos entre visiones nacionalistas y libertarias de la política económica, el partido se siente muy cómodo usando el lenguaje del «nuevo consenso de Washington». Su naciente plataforma de políticas representa el intento británico de adaptarse a una serie de nuevos paradigmas que están surgiendo en materia de formas de gobierno del capitalismo, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea: el de-risking de las inversiones del sector privado en proyectos de infraestructura y descarbonización, el onshoring de la capacidad productiva y el rebalancing de las economías hacia los trabajadores de más bajos ingresos y las regiones postindustriales.

Con un conjunto de anuncios en materia de medidas cuidadosamente coreografiados, presentados como «misiones nacionales», el Partido Laborista se comprometió a llevar adelante un Plan de Prosperidad Ecológica, que incluye una inversión pública anual de 34.000 millones de dólares, una suma significativamente mayor, en términos del PIB británico, que el gasto anual de 37.000 millones anticipado en la Ley para la Reducción de la Inflación de Estados Unidos. El destino del dinero no será Londres ni sus afluentes inmediaciones, y se canalizará a través de una empresa de generación de electricidad estatal (Gran Energía Británica), un nuevo Fondo Nacional de Riqueza y una serie de créditos fiscales todavía no especificados para alentar la creación de cadenas de suministro nacionales en la fabricación de turbinas eólicas, «acero ecológico» y baterías para vehículos eléctricos. Al igual que en la Unión Europea y en Estados Unidos, el propósito de estas inversiones es «eliminar el riesgo» (de-risk) en la transición energética y atraer capital privado: Reeves anunció hace poco la meta de que, por cada libra de inversión pública efectuada por el Fondo Nacional de la Riqueza, tres libras deban ser aportadas por el sector privado. El partido también está interesado, sin embargo, en atar las promesas de nueva inversión a una mejora del poder de negociación de los trabajadores. El partido se comprometió a derogar las leyes antihuelga aprobadas por los conservadores y a fortalecer las protecciones para los trabajadores de plataformas y los empleados nuevos. Quiere facilitarles a los sindicatos la organización laboral, así como la sustanciación de votaciones para decidir huelgas, y apunta a fijar pisos salariales más altos (superiores al salario mínimo británico vigente, comparativamente robusto) mediante acuerdos de negociación colectiva por sectores. Más allá de esto, tiene planes ambiciosos, si bien menos definidos, en lo concerniente a revitalizar los gobiernos locales y fortalecer la planificación económica regional, y convertir así al Estado nacional y el local en «socios» en la atracción de nuevas inversiones dirigidas a aquellas partes del país excluidas del modelo de crecimiento «Londres céntrico» del Reino Unido.

Este paquete de políticas tiene como objetivos simultáneos descarbonizar la generación británica de electricidad para 2030, revertir la situación de regiones posindustriales deprimidas y generar el «crecimiento sostenido más elevado del G-7». Esta última ambición es reveladora porque sugiere la angustia laborista respecto del problema que ha estado acechando el debate político y económico británico durante los dos últimos años: la evaporación del crecimiento significativo de los salarios reales, la inversión y la productividad laboral desde la crisis financiera de 2008. La dimensión del malestar de la economía británica, evidente ya antes del Brexit pero profundizado por ese proceso, es particularmente aguda entre las economías desarrolladas. Solo Italia, paralizada por su relación tortuosa con la eurozona, ha tenido peores resultados en la década pasada. Las esperanzas del laborismo respecto de lo que Starmer –anticipando no una, sino dos victorias electorales– ha denominado una «década de renovación nacional» descansan en la creencia de que la combinación de una política industrial ecológica con una reforma del lado de la oferta puede revertir rápidamente esta situación. Tal declaración cuenta como relato político convincente, que le permite a Starmer incluirse en una línea de líderes laboristas (que se remonta a Clement Attlee) que prometieron modernizar la economía británica sobre una base equitativa. Sin embargo, también parece ser una enorme hipoteca para el futuro.

La austeridad pintada de rojo

El desafío del crecimiento que se le presenta al laborismo sería más fácil de enfrentar si ese partido no hubiera dejado de lado preventivamente las herramientas más obvias de las que dispone para generar crecimientos del PIB en el corto plazo: impuestos y gasto. El partido se comprometió con «reglas fiscales» inspiradas en las adoptadas por Gordon Brown en los soleados años 1990: reducir la deuda pública como porcentaje del PIB, mantener gastos «corrientes» (es decir, la provisión de servicios públicos y beneficios) equilibrados y tomar préstamos solo para invertir en proyectos de capital. La línea dura que el liderazgo del partido ha mantenido contra la actual ola de huelgas del sector público estuvo motivada por un firme rechazo a pronunciarse respecto de los acuerdos salariales de personal médico, de enfermería o docentes, que salen de la caja de fondos que el Tesoro denomina «corrientes». El mismo rigor ostensible impidió que el partido se comprometiera con la reforma de un sistema dickensoniano de asistencia social que castiga a las familias británicas más pobres por tener demasiados hijos o tener una habitación extra. Su aparente apertura al gasto de capital –potencialmente ilimitado, dependiendo de cuál sea exactamente la definición de inversión adoptada– está constreñida por normas tendientes a una disciplina fiscal de hierro. Incluso las generosas sumas de inversión pública inicialmente prometidas en el marco del Plan de Prosperidad Verde se achican mes a mes.

La creciente cautela fiscal del laborismo, incluso en áreas supuestamente claves para su programa de gobierno, se explica por su sesgada interpretación de los fracasos catastróficos del gobierno liderado por Truss. La primera ministra británica con menor tiempo en el cargo generó pánico en los mercados al anunciar en forma simultánea un programa masivo de subsidios a los costos de energía de los hogares, junto con recortes significativos de los impuestos a las empresas y a los altos ingresos. Los efectos secundarios de la crisis afectaron especialmente a la base de apoyo fundamental de los conservadores: jubilados y propietarios de vivienda económicamente activos, de edad mediana. Tales efectos fueron la suba de los costos de las hipotecas, atadas a la tasa de interés básica del Banco de Inglaterra, y el riesgo de quiebra de varios fondos importantes de pensión. Si bien el Partido Laborista no perdió tiempo y aprovechó las oportunidades electorales creadas por esta extraordinaria serie de errores no forzados de los conservadores, parece haber sacado lecciones económicas equivocadas del fracaso de esas políticas. Truss y su ministro de economía Kwasi Kwarteng basaron sus políticas en una serie de estimaciones extremadamente poco plausibles respecto de las inversiones que sus recortes fiscales impulsarían. El Banco de Inglaterra, por su parte, no anticipó las repercusiones de sus propias subas de tasas. Ninguna de estas condiciones debe necesariamente cumplirse en el caso de un programa más cuidadoso de expansión fiscal orientado a la reparación social y la inversión estratégica, en especial si se lo financiara, por completo o en parte, mediante impuestos a la contaminación, los altos ingresos y la renta no salarial.

Argumentar en favor de ese tipo de gasto, no obstante, es prácticamente imposible en el marco de los asfixiantes límites de la cultura política de Reino Unido. En cada una de las campañas recientes en las que el laborismo resultó derrotado, los conservadores lograron adjudicarle supuestas subas impositivas poco populares vinculadas al punto neurálgico de la política británica: la riqueza inmobiliaria. En 2010 y 2015, el Partido Laborista fue acusado de planear un «impuesto a la muerte» [sucesiones] y un «impuesto a las mansiones» cuando puso el foco en la inflación del mercado inmobiliario como una forma de incrementar los ingresos públicos. De manera similar, cuando los conservadores propusieron gravar las viviendas de beneficiarios de ayuda asistencial para personas mayores durante su desafortunada campaña en 2017, el Partido Laborista, liderado por Corbyn, no tardó en aprovechar la oportunidad de etiquetar sus planes como «impuesto a la demencia senil». El sesgo del rentista de Reino Unido, delineado recientemente en un incisivo libro escrito por el especialista en economía política Brett Christophers, se apoya tanto en el consentimiento de una cohorte envejecida de propietarios como en las arteras maquinaciones de una elite londinense de abogados y contadores. Se trata del mayor obstáculo para una economía británica más dinámica y equitativa, que constituye, además, el más difícil de abordar electoralmente. El mayor esfuerzo llevado adelante por los laboristas a la fecha consiste en autodenominarse un partido «YIMBY»1 y prometer «voltear con una topadora» los obstáculos a la construcción de nuevas viviendas (lo cual ya ha suscitado la preocupación de grupos ambientalistas). No es sorprendente, quizás, que sus actuales políticas fiscales sean de naturaleza casi simbólica: no generarían una gran recaudación pero permiten mostrar la desaprobación moral del partido por las escuelas privadas, el capital de inversión y los contribuyentes con residencia fiscal fuera del país.

Reducir el riesgo

Cuando se lo interroga respecto de cómo espera el Partido Laborista reparar el maltrecho reino de lo público sin buscar un mandato electoral que habilite nuevos impuestos o toma de deuda, Starmer responde que «el crecimiento es la respuesta» a los problemas del país. El audaz argumento parece afirmar que la sola elección de un gobierno laborista liberará el espíritu animal de la innovación y la iniciativa empresarial, y estimulará un crecimiento suficiente para colmar las arcas públicas. Los líderes del mundo de los negocios con los cuales se reúne Starmer solo aguardarían la emergencia de un gobierno laborista fuerte para comprometerse a gastar incalculables sumas en proyectos que, casualmente, se alinean con la agenda partidaria en materia de inversión: proyectos con bajas emisiones de carbono y regionalmente equilibrados, y que, además, generarán incontables beneficios imponibles. La razón por la que no lo han hecho hasta ahora no tiene que ver con intereses materiales, dependencias de trayectorias históricas o relaciones de poder: la única razón, asegura Starmer, es sencillamente que quienes estuvieron en el poder fueron los incompetentes conservadores.

¿Se trata de un cuento de hadas para consumo público o es una descripción honesta de cómo creen los laboristas que evolucionarán las cosas una vez que accedan al poder? Es sin duda verdad que el espacio político a la izquierda del Partido Conservador actual es casi infinito y abarca a muchos propietarios del capital. Al mismo tiempo, es fundamental entender en qué medida Reino Unido, a diferencia de Estados Unidos, carece de una clase capitalista de raigambre nacional en un sentido fundamental. En general, las personas que agasajan a los líderes del laborismo son, probablemente, caras visibles de inmensas corporaciones multinacionales y empresas de gestión de activos con un interés solo marginal en Reino Unido. Volver a ingresar al mercado único europeo –el mayor incentivo que el laborismo podría ofrecer para invertir en el país– está fuera de la discusión desde el punto de vista político, dada la enorme proporción de votantes en favor de abandonar la Unión Europea (Leave) en las circunscripciones que definen la elección [swing constituencies]. El resultado es una peligrosa asimetría. Dado que el Partido Laborista ha aceptado el Brexit y la austeridad como rasgos inamovibles de la vida británica, requiere de una inverosímil buena voluntad de parte de los inversores privados para alcanzar sus objetivos no solo directamente en cuanto a política industrial ecológica, sino también indirectamente en lo relativo a crecimiento y, por tanto, a los ingresos fiscales para solventar los servicios públicos. Bien podríamos preguntarnos qué querrán esos inversores a cambio. ¿Cuántas menos viviendas sociales en edificios recién construidos? ¿Qué modificación de las políticas laboristas en materia de derechos sindicales? ¿Qué participación en los ingresos generados por proyectos de energía financiada públicamente o de infraestructura?

Este es el punto en el cual podemos empezar a comprender que las estrategias política y económica del laborismo funcionan en tándem. Con una disciplina implacable, el equipo de Starmer estableció un control férreo sobre el Partido Laborista y se rehusó a ofrecer a los conservadores toda posibilidad de llevar adelante su habitual campaña contra la izquierda que se dedica a «gastar y cobrar impuestos». Esperan, de ese modo, obtener una mayoría en la Cámara de los Comunes suficientemente amplia y dócil como para hacer lo que se requiera para promover la inversión en la economía británica, tratar de reparar el tejido social y ganar la reelección. El Partido Laborista, en otras palabras, diagnosticó el malestar británico como una crisis de «invertibilidad» [investability] provocada por un riesgo político en aumento, y se posicionó como el agente más efectivo para eliminar ese riesgo. Al hacerlo, confundió máximas políticas autoimpuestas con limitaciones económicas objetivas, lo cual entraña consecuencias difíciles de eludir una vez que el partido haya terminado con la campaña y empiece a gobernar. El peligro de este abordaje reside en que predispone al laborismo al fracaso. El tumulto político británico es una consecuencia, además de una causa, de una década de estancamiento económico. El deplorable estado del país podría hacer que la próxima elección sea una victoria fácil, pero si el Partido Laborista llega al poder, los problemas del país se convertirán en su responsabilidad de la noche a la mañana. Si el partido no puede apuntar a mejoras rápidas y tangibles en los estándares de vida y los servicios públicos, entonces se convertirá en un nuevo objeto de desprecio de los votantes. En medio de su jubilosa anticipación de la victoria, el Partido Laborista haría bien en recordar ese viejo dicho: What’s sauce for the goose is sauce for the gander [Lo que vale para uno vale para todos].

La versión original de este artículo, en inglés, se publicó en la revista Dissent con el título «Labour Under New Management». Puede leerse la versión original en inglés aquí. Traducción: Elena Odriozola





  • 1.

    YIMBY es la sigla correspondiente a la frase «Yes, in my backyard» que identifica a movimientos orientados al desarrollo local y a la búsqueda de soluciones habitacionales en ciudades con precios de la vivienda elevados, en contraposición a NIMBY, «Not in my backyard» [N. de la T.].

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