Tema central
NUSO Nº 201 / Enero - Febrero 2006

Nueva Orleáns,la permeable margen norte del Caribe

El desastre provocado por el huracán Katrina hizo visibles las múltiples contradicciones políticas y culturales de Nueva Orleáns. Si bien algunos artistas que nacieron y crecieron allí, como Wynton Marsalis, insisten en colocarla, junto con el jazz, en el corazón cultural de Estados Unidos, la historia la revela como una ciudad excepcional. Hasta el Katrina, la latinidad de Nueva Orleáns residía no tanto en las estadísticas demográficas (su población es mayoritariamente afroamericana), como en su ubicación en la cuenca del Caribe y en su historia marcada por las particularidades de la esclavitud en la región y por la colonización francesa y española. Ahora, un nuevo debate se abre en Nueva Orleáns a partir de la llegada de los inmigrantes latinos contratados para reconstruir la ciudad.

Nueva Orleáns,la permeable margen norte del Caribe

Introducción

El lago Pontchartrain yace sobre el costado norte de Nueva Orleáns, contenido por un dique. La noche del 29 de agosto de 2005, los vientos y las lluvias del Katrina alborotaron sus mansas aguas y las llenaron de fuerza hasta que rompieron el frágil muro, y las tierras bajas de la ciudad se convirtieron en un enorme recipiente. El agua entró con tal violencia que, al caminar sobre los escombros húmedos, se siente como si el lago hubiera estado esperando un nuevo huracán para regodearse de su poder y burlarse de las desidias de los humanos. Arrastró viviendas de las que solo quedan bocas de tuberías a la intemperie, dejó barcos anclados donde antes había casas, lanzó pianos contra los techos para que flotaran en un amasijo de cuerdas y astillas por las calles, apagó refrigeradores en los que se pudrieron los famosos crawfish y las sopas de tortuga a medio hacer, y dispersó a sus habitantes (a los que pudieron salir) por las ciudades del sur y el norte del imperio. En un país de ciudadanos itinerantes, Nueva Orleáns tiene la rareza de dejar atrapado entre sus humedales y su música a quien llega allí, o a quien allí creció. No es ésta, sin embargo, la única disonancia que la ciudad más norteña del Caribe tiene con su país.

En los días siguientes al huracán, uno de los hijos de la ciudad, el insigne trompetista Wynton Marsalis, le recordaría a la nación lo que ella representa:

Nueva Orleáns es la más excepcional de las ciudades americanas, porque es la única ciudad del mundo que creó su propia cultura completa: arquitectura, música y ceremonias festivas. Es de singular importancia para los Estados Unidos de América porque fue el melting pot [crisol] original, con una mezcla de españoles, franceses, africanos occidentales y americanos viviendo en la misma ciudad. El choque entre estas culturas creó el jazz, y éste es importante porque es la única forma artística que les da objeto a los principios fundamentales de la democracia americana. Por eso se dispersó por el país y el mundo representando lo mejor de los Estados Unidos. El pueblo de Nueva Orleáns es el pueblo del blues. Tenemos capacidad de resistencia y de respuesta a la adversidad, entonces estamos seguros de que la ciudad regresará. Esta tragedia, sin embargo, provee una oportunidad para que las personas americanas nos demostremos a nosotros mismos y al mundo que somos una nación determinada a sobreponernos a las injusticias de raza y de clase (…) En un país con los recursos más increíbles del mundo, necesitamos la destreza de nuestros mejores ingenieros para volver a rehacer el corazón cultural de nuestra nación. Para rehacerlo con la tecnología y la conciencia del 2005, esto es, sin darle cabida a la ignorancia del racismo y a las deplorables condiciones de pobreza y falta de educación que han dejado crecer como una llaga maloliente en muchas ciudades americanas desde los tiempos de la esclavitud. Somos solo tan civilizados como nuestra hospitalidad. Demostrémosle al mundo que lo que hace que los Estados Unidos sea la nación más poderosa sobre la tierra no son las armas ni la pornografía ni la riqueza material, sino el espíritu trascendente y perdurable, algo que hemos olvidado y que esta catástrofe nos da la oportunidad de recordar. El gesto de Marsalis de presentar a Nueva Orleáns y su abigarrada historia colonial como el corazón cultural del imperio hace eco a las palabras que gritaba ante las cámaras una habitante afroamericana atrapada en la cárcel en que se había convertido el Centro de Convenciones: «Somos americanos». Como si hubiera que recordarles a los gobernantes la condición de estadounidenses de los hijos de esta ciudad donde abunda la pobreza, construida entre manglares que más tienen de mar Caribe que de plantación sureña, cuna de una música que se forjó en los ires y venires de sus habitantes y sus vecinos isleños por las aguas y las islas del Golfo de México, sede de la mansión de quien un día fuera presidente de la United Fruit Company y «la más africana de las ciudades americanas» (Hall 1992a). En esos días de desasosiego, cuando las aguas descubrieron para las cámaras de televisión el histórico abandono de muchos de sus habitantes, se pudo apreciar claramente que, para los gobernantes, Nueva Orleáns parecía ser más un dilema que preferían abandonar a los patios traseros de la historia que un espejo donde mirar las contradicciones y desigualdades sobre las que se construye el imperio americano. Porque si para Marsalis Nueva Orleáns expresa la esencia del mito del melting pot, para los historiadores de la ciudad representa la excepción de la historia americana. Habría que preguntarse, más bien, cómo una ciudad con una historia tan diferente llegó a crear la música que se ha esparcido por el mundo como una de las más americanas de todas las músicas; y que además, según Marsalis, encarna su mítica democracia.

La confusión de razas que Marsalis asimila al mito del melting pot comenzó con una historia que tiene más del violento y desbordado mundo de las Antillas coloniales que de la violencia distanciadora y segregacionista de los colonos puritanos. La historia inicial de Nueva Orleáns, ciudad fundada en 1718, se tejió entre las políticas de asimilación de los franceses en Canadá y Louisiana y las particularidades de la trata de esclavos en esta región. A diferencia de su contraparte anglosajona, que buscaba colonizar segregando a los indígenas a la periferia de sus poblados, la colonización francesa intentó una política de asimilación en Canadá, su primera colonia en América del Norte, donde se estimuló el casamiento de hombres y mujeres franceses con indígenas, e incluso se dejaron niños franceses para que crecieran en naciones indígenas, que luego se convertirían en los famosos correur du bois, traficantes bilingües de pieles y agentes del imperio francés. Fue esta política de asimilación la que descendió en manos de los colonos franceses por las aguas del Mississippi a los manglares de cipreses de su desembocadura, tierras consideradas malsanas para la minoría blanca que en ese entonces comenzó a habitarlas. En medio de las naciones indígenas de los Chickasaw y Natchez, los franceses instalaron su otra colonia, al sur del norte, la Louisiana (Johnson).

El objetivo inicial de los colonizadores era convertir a los indígenas en buenos ciudadanos franceses mediante la asimilación. Pero en las lejanías de las colonias los objetivos rápidamente se trastocaron y las preocupaciones pasaron a ser otras, ya que la gran agilidad con que los ciudadanos franceses acogían las libertades de las nuevas tierras denotaba más una predisposición hacia las malqueridas costumbres americanas que hacia los refinados hábitos franceses. Esta política de asimilación inicial rápidamente fue reemplazada por la estrategia de provocar divisiones entre africanos e indígenas para proteger a la minoría francesa, y de ataque abierto en caso de rebelión, como sucedió con la masacre de los Natchez en 1730. Por otro lado, la gran mayoría de los pobladores franceses de la Louisiana distaban mucho de ser ciudadanos ejemplares. En 1718 y 1719, Nueva Orleáns se convirtió en una colonia penal de deportación. Allí fueron enviados condenados a muerte cuyas vidas eran perdonadas a cambio del exilio, junto con prostitutas, vagabundos, ladrones e incluso parientes indeseables que, se suponía, serían gobernados por un puñado de ciudadanos franceses que encarnaban las leyes del Estado imperial (Hall 1992a). Sin embargo, una vez allí, muchos de los despreciados por Francia desertaban rápidamente de la frágil tutela del gobierno local para irse a vivir con los africanos cimarrones a las aldeas indígenas, en los manglares de cipreses que rodeaban la ciudad, para formar una amalgama de desterrados africanos, franceses e indígenas. Durante el período colonial francés, entonces, no se implementó la política segregacionista que hasta hoy define la relación anglosajona con las naciones indígenas, y tampoco se registró la laboriosidad agrícola y luego industrial del noreste americano (Johnson).

Tan excepcional como el modo de poblamiento europeo fue la manera en que se consolidó la trata africana en la región. Entre 1719 y 1731, arribaron 22 de los 23 barcos negreros que llegarían a la región durante el dominio francés. El patrón de poblamiento de la Louisiana fue muy diferente del realizado por los esclavistas de la porción anglófona del territorio norteamericano (Hall 1992). Según Hall, historiadora de la época colonial de la ciudad:

Los esclavos africanos traídos a la Bahía de Chesapeake durante el siglo XVIII procedían del Estrecho de Biafra y eran principalmente Ibo, Ibibo, Efkin y Mokol, con una minoría Angola. Entre 1735 y 1740, el 70% de los esclavos traídos a Carolina del Sur procedía de Angola. Y entre 1717 y 1767, el 22% venía de Angola y solo el 5% de Gambia (…) En contraste, dos terceras partes de los esclavos que llegaron a Louisiana durante el dominio francés procedían de Senegambia e incluían un contingente fuerte de Bambara. La trata francesa destinada a Louisiana se concentró en Senegambia, y más específicamente en los Bambara, porque en 1720 la Compañía de las Indias obtuvo un monopolio administrativo tanto en Senegambia como en Louisiana (…) Entre 1726 y 1731, casi todos los viajes de la trata de esclavos organizados por la Compañía de las Indias llegaron a Louisiana (…) Los reinos de Senegambia controlaban estrictamente qué pueblos era posible esclavizar para ser vendidos a los europeos (…) y los Bambara no fueron protegidos en la década de 1720 (…) Los Bambara, por tanto, fueron la nación preponderante entre los esclavos enviados a Louisiana (…) las investigaciones lingüísticas han demostrado que el lenguaje créole que hoy existe en Louisiana fue creado por estos primeros esclavos (…) un lenguaje que se ha transformado en una parte fundamental de la identidad no solo de los criollos africanos sino también de los blancos de todas las clases sociales. (Hall 1992, pp. 68-69.)

Con el cimarronaje, estos esclavos prófugos rápidamente comenzaron a poblar el área circundante de la ciudad, acogidos por los nativos. Algo que aún se celebra en las sociedades de los Indios del Mardi Gras cuando cada año, durante el carnaval, sus músicos y bailarines se visten de indios para agradecer, con cantos afroamericanos, el gesto generoso de los indígenas. Además, señala Hall, Nueva Orleáns tenía un número excepcional de negros libres y de esclavos altamente adiestrados –cirujanos, carpinteros, letrados– y mantuvo mercados indígenas durante gran parte del siglo XVIII y hasta muy entrado el siglo XIX, en un comercio continuo entre las poblaciones aledañas y sus habitantes renegados, por una parte, y los pobladores oficiales de la ciudad, por la otra (Hall 1992a). A esto se añade la huella dejada por los españoles durante su dominio, entre 1763 y 1801: quedan como testimonio, además de una abundancia de papeles producto de la obsesión documental de la Corona española, los sabores que se volvieron propios (como la paella convertida en jambalaya), la huella arquitectónica de la ciudad reconstruida por los españoles después de dos incendios, empleando arquitectos criollos que utilizaron la destreza con el hierro que habían importado de los días iniciales de la colonia francesa en Canadá, y el incremento del trato con las Antillas francesas y españolas que colocó a Nueva Orleáns en plena ruta del Caribe colonial (Johnson; Hall 1992a). Los nombres de las calles de la ciudad hacen honor a esta historia de «creolización»: Tchoupitoulas, Aline, Bourbon, Palmer, Congo Square, la Calle Real –hoy anglicizada como Royal Street– y Santa Ana, convertida en Saint Anne.

La excepcionalidad de Nueva Orleáns

En esta historia de «creolización» hay muy poco de melting pot americano, un mito cultural que tiene más de multiculturalismo de convivencia lado a lado, que intencionalmente genera identidades diferenciadas, marcadas sobre la página por un guion entre naciones –italianos-americanos, africanos-americanos, latinos (también americanos), chinos-americanos– y que tiene tanto o más de barrera que de identidad diluida en el mito de la democracia americana. Louisiana, entonces, es excepcional y no típicamente estadounidense. De hecho, después de que EEUU comprara Louisiana en 1803, se generó una lucha permanente entre el afianzamiento de las políticas segregacionistas desarrolladas desde mediados del siglo XIX hasta los ardorosos días de la lucha por los derechos civiles a mediados de los 60, y esta historia excepcional de «creolización» que no terminó nunca de acomodarse al patrón americano de segregación.

El jazz, entonces, no es tanto el reflejo del gran mito de la democracia estadounidense, como el reflejo de su paradoja, donde la prosperidad utópica de una porción considerable de ciudadanos, manifestada en su gran clase media, se da a partir de la exclusión de otros ciudadanos considerados indeseables por motivos de raza o de clase. Esta paradoja, además, se constituye en una imagen sonora de lo que se ha convertido en el sello imperial estadounidense: una distancia cada vez más abismal entre la palabra y los hechos, entre el discurso y la práctica política, entre lo que culturalmente encarna el jazz y lo que oficialmente practica el gobierno. Para varios críticos estadounidenses, el jazz es una estética donde la improvisación funciona como la marca de invitación a un modo de participación que permite que muchos tipos de sonidos se incorporen a una plataforma creativa, cuya estructura básica es una apertura para negociar diferentes formas de ser en, y a través de, la música (O’Meally 1998). Es lo que O’Meally ha llamado la «cadencia jazzística» de la cultura estadounidense, que identifica el blues con la capacidad de sobresalir a pesar de las adversidades, y a lo que Marsalis se refiere cuando dice que Nueva Orleáns saldrá adelante porque está hecha de gente del blues, gente con capacidad para reaccionar frente a los contratiempos, una capacidad encarnada en la improvisación como condición cultural de adaptación permanente (Marsalis y O’Meally 1998; O’ Meally 1998).

En la práctica política, la retórica de la participación y la inclusión como el gran mito estadounidense se vacía ante la realidad de sus propias exclusiones internas y el histórico y repetido uso de la fuerza cuando se hace necesaria, especialmente fuera de casa, donde hay menos exigencias de sostener la máscara democrática. En nombre de la democracia, la libertad y los derechos humanos y por medio de la fuerza, la tortura y el peso avasallador de sus armas, EEUU impone su poder global. Y tampoco duda en hacerlo en casa cuando se hace necesario. Las aguas del Katrina desnudaron brevemente esta brecha entre la retórica de la democracia y la práctica de la exclusión que se ha ido constituyendo cada vez más en el sello político del país, hasta el punto que nadie que veía las imágenes televisadas creía que semejantes escenas pudieran suceder en el «corazón cultural del imperio americano», como diría Marsalis. Se dijo que Nueva Orleáns parecía un país del Tercer Mundo, abandonado por su propio gobierno, y que sus habitantes tenían más de refugiados, como fueron llamados, que de desplazados internos, como si pertenecieran a otro país y a otra realidad. En las palabras de Michael Ignatieff:

No es –como han reiterado algunos comentaristas– que la catástrofe haya desnudado las profundas desigualdades de la sociedad americana. Estas desigualdades podrían haber sido noticia para algunos, pero no eran novedad para los desplazados en el Centro de Convenciones y en otros lugares. Lo que sí fue una novedad amarga para ellos fue que sus reclamos como ciudadanos les importaran tan poco a las instituciones encargadas de protegerlos.

Y es entonces cuando la ubicación de Nueva Orleáns como ciudad orilla entre las tierras del norte y las mareas del Caribe, a la vez la ciudad más caribeña de EEUU y más al norte del sur, se constituye en un ingrediente esencial de esta historia excepcional.

Nueva Orleáns bananera

Hasta la llegada del Katrina, Nueva Orleáns era la ciudad con mayor número de hondureños después de Tegucigalpa. La United Fruit Company nació en 1899, producto de la fusión monopólica de varias compañías bananeras establecidas por los estadounidenses en Panamá, Costa Rica y Honduras. Al año siguiente, se importaron las primeras 8.000 matas de banano de Honduras a Nueva Orleáns; para la década siguiente, las fábricas de hielo de la ciudad se utilizaban para congelar el banano traído del sur. El joven Samuel Zemurray, un inmigrante ruso llegado a EEUU a fines del siglo XIX, a los catorce años, se convirtió hacia 1929 en el accionista más poderoso de la compañía y en su presidente en 1942. En la gran mansión donde vivió en Audubon Street, en el Uptown Nueva Orleáns, vive hoy el presidente de la Universidad de Tulane; la casona fue cedida a la institución por la viuda de Zemurray en 1965, junto con numerosas donaciones de dinero, que convirtieron esta universidad en un importante centro de estudios mesoamericanos, producto de la magnanimidad paternalista de Zemurray, quien financió varias empresas de recuperación arqueológica de las ciudades mayas al mismo tiempo que explotaba a los indígenas en sus plantaciones. En 1944, la United Fruit contrató al caricaturista Dike Browne para crear una tira cómica basada en la imagen de la mujer con el sombrero tutti frutti, la mujer mejor pagada de Hollywood en los años 40, la cantante y actriz brasileña Carmen Miranda. Así nació Chiquita Banana, personaje que, junto con la hollywoodización de Carmen Miranda, formó parte de la política del buen vecino de EEUU hacia América Latina (Clarke), propiciada por la pérdida de los mercados europeos durante la Segunda Guerra Mundial y estimulada por el vaivén de invasiones de EEUU y por las huelgas bananeras en todos los países donde la United Fruit Company tuvo sus sedes. Nueva Orleáns fue entonces una protagonista central durante la era de las «repúblicas bananeras», una ciudad del banano en medio del imperio americano.

Su historia colonial y su lugar en la transformación de EEUU en el poder imperial del siglo XX hacen de Nueva Orleáns una ciudad latina, y no su población, mayoritariamente afroamericana. Fue y es una ciudad ubicada cultural y económicamente en la encrucijada, primero de la relación entre la colonización y la trata africana de los franceses –de mayor similitud con las violentas políticas de mestizaje del Caribe que con las prácticas segregacionistas anglosajonas–, y luego, como ciudad bisagra de la política imperial de EEUU sobre el Caribe y América Latina. Tal vez por eso, la identificación de Nueva Orleáns y sus habitantes con el Tercer Mundo no comenzó con las imágenes de abandono que dejó el Katrina, sino que viene de tiempo atrás. El pequeño centro postal desde donde yo despachaba mis cartas y paquetes vendía camisetas que decían: «Nueva Orleáns, Tercer Mundo y orgullosa de serlo», enfatizando su distancia con EEUU y su cercanía al Caribe. Pero, además, los días del Katrina destaparon muchos otros sentidos del paradigma que invoca la metáfora del tercermundismo.

Una historia de irresponsabilidad

Los frágiles muros que contienen las aguas del Pontchartrain tenían más de tragedia en espera que de muralla protectora, en esta región de huracanes donde el espejo de las aguas mansas y profundas es frágil presa de vientos embravecidos. Entre el 23 y el 27 de junio de 2002, el diario local The Times-Picayune publicó una serie periodística que describía en detalle qué pasaría en caso de que llegara un huracán mayor al límite tolerable de categoría 3. Los titulares de la serie se leen hoy como la crónica de una muerte anunciada.

Día 1, en el camino del peligro: los diques, nuestra mayor protección contra las inundaciones, se pueden volver contra nosotros. Día 2: un gran huracán podría arrasar la región, pero incluso las inundaciones de una tormenta moderada podrían matar a miles. Es solo una cuestión de tiempo. Día 3, el precio. Después del 11 de septiembre, las aseguradoras tienen una mirada agresiva sobre las áreas de riesgo y cobran fuertes sumas.

Y así sucesivamente. Se siente el sabor a burocracia:

El Cuerpo de Ingenieros de la Armada dice que la posibilidad de que los diques de Nueva Orleáns se derrumben es muy remota, pero admite que dicha conclusión está basada en estimaciones de hace cuarenta años. Un análisis independiente sugiere que el riesgo en algunas áreas, incluidas las parroquias de Saint Bernard, Saint Charles y el este de Nueva Orleáns, es mayor de lo que el Cuerpo calcula (McQuaid y Schleifstein).

Es útil volver a estas crónicas para reiterar que lo que borró del mapa a la mitad de Nueva Orleáns, lo que dispersó a sus habitantes, lo que silenció temporalmente las noches del Snug Harbor o de Tipitinas y mandó a los Indios del Mardi Gras a vivir lejos del amparo de sus disfraces y a los músicos a pedir, a través de internet, donaciones de trompetas y clarinetes para reemplazar los que se llevaron las aguas, no fueron los fuertes vientos del Katrina, sino la desidia del gobierno de la ciudad, que se robó el dinero destinado a reforzar los diques, y del gobierno federal, que hizo recortes presupuestarios para alimentar sus guerras en tierras ajenas. Y esta historia no es nueva. Los afectados por la gran inundación del Mississippi en 1927 también fueron víctimas, en buena medida, de los recelos y las envidias entre diferentes cuerpos políticos y hombres poderosos que, por hacer carrera propia, no resolvieron adecuadamente el problema de cómo proteger la región y a su gente si las aguas se embravecían (Barry). En realidad, lo que estas historias demuestran es que la nación estadounidense tiene más capacidad de enmascarar sus malabares políticos internos que otras, de hacer pensar a sus ciudadanos que funciona según la ley, cuando en realidad hay mucho de hurto escondido y de «república bananera» en sus manejos y mucha hipocresía en su retórica de inclusión y libertad.

La latinización de Nueva Orleáns

Hoy, a escasos tres meses del Katrina, la ciudad se recupera lentamente. Y cada vez se afianza más la certeza de que su rostro cambió para siempre, aunque no se sabe aún cómo ni cuánto. Están los debates sobre quién se va a quedar con la ciudad, si las grandes corporaciones a las cuales se cede la recuperación para inversión privada, que hacen alarde de reinventarla como una París africanizada o un parque Disney del jazz, o los habitantes desplazados que esperan ayuda para reconstruir sus casas. Y está la realidad de la quiebra de la ciudad que generó el descuido político que precedió y sucedió al Katrina, y que hoy agrava la pobreza de Louisiana. Y está el peso del tiempo desfasado de la recuperación. Hay, por ejemplo, compañías de explotación de camarones que han reconstruido su infraestructura pero no tienen a quién vender su producto en una ciudad a medio camino entre la sombra de lo que fue y el deseo de lo que será. En medio de esta realidad cambiante, donde los planes magnificentes ceden a la evidencia de las tuberías de gas que no acaban de llegar, de casas y objetos irrecuperables, de personas que perdieron todo y están tratando de encontrar los hilos de sus vidas y de otras que aún buscan a sus familiares desaparecidos, ha surgido otro debate inesperado: la latinización de la ciudad.

A recoger los escombros de Nueva Orleáns han llegado cientos de trabajadores, hombres y mujeres latinos. Se dice que ya la ciudad no se llamará oficialmente New Orleáns sino Nueva Orleáns y que se comenzará a parecer más a Los Ángeles que a los estados del sur que la rodean (Rodríguez). La llegada de latinos –nacidos en suelo estadounidense o inmigrantes legales e ilegales– parece haber sido anticipada por el gobierno republicano, que el 8 de septiembre revocó la Davis-Bacon Act, una ley que requería que todo contrato respetara el salario mínimo establecido por los sindicatos, y además autorizó contrataciones haciendo ojos ciegos al estatus legal de los empleados. La controvertida presencia de los nuevos inmigrantes latinos en la ciudad, llamados «mexicanos» sin importar su procedencia, se construye entonces sobre la derogación de las leyes que garantizan el respeto a una mínima base laboral y salarial.

Esto ha generado una enorme tensión entre los que llegan a trabajar, no obstante las malas condiciones de vivienda y alimentación, y los desplazados, que reclaman las condiciones laborales mínimas para regresar a sus trabajos o que se han incorporado a la trama de irregulares y parciales beneficios en otros lugares (Varney). Existe entonces una gran preocupación por la «mexicanización» de la ciudad, como si el histórico juego de colocar una historia de excluidos contra otra volviera a repetirse. Todo ello se da en medio de una polémica propuesta del gobernador de Colorado, Bill Owens, y del representante republicano de California, Duncan Hunter, de construir un muro doble con alta tecnología a lo largo de las 2.000 millas de la frontera entre EEUU y México para poner freno a la inmigración, en contraposición con aquellos que favorecen una legislación migratoria de trabajadores temporales (Cornelius). En ambos casos, el latino aparece como el inmigrante indeseable, a quien hay que excluir del todo o adoptar únicamente como trabajador de paso, como mano de obra barata. Así, mientras se convoca a la firma de tratados de libre comercio y a la flexibilización de las fronteras en nombre de la neoliberalización del mercado, se refuerzan los debates para afianzarlas, ya sea con costosos muros de alta tecnología o con leyes laborales de explotación, para mantener lejos o bajo control el color y lugar de los indeseables (Grimson). En Nueva Orleáns, cuando muere un gran músico se celebra un funeral de jazz, una procesión que marcha al compás de un lamento instrumental lento interpretado por las bandas de metales características de la ciudad, como testimonio de un mundo que desaparece al tiempo que se hacen sonar las primeras notas del renacimiento que le sigue. En todos los conciertos que se han realizado en solidaridad con la ciudad, se han interpretado funerales de jazz para recordar no solo a los aproximadamente 1.300 muertos que dejó el desastre sino también la desaparición misma de lo que Nueva Orleáns fue hasta ese día. Desde el Lincoln Center y el Radio City Hall en Nueva York hasta los bares que les han dado trabajo a los músicos en Chicago y en San Francisco, en Atlanta y en Durham, han sonado las notas pesadas y húmedas de las trompetas y los trombones.

Pero hay otras músicas que han comenzado a regresar. Poco a poco, la ciudad comienza a recuperarse y ya se hace alarde de fiesta. The Big Easy, la «Gran Fácil», no deja de lado su mito parrandero, ni siquiera en tiempos de ruina. Algunos bares han abierto a pesar de que muchos músicos no pueden volver porque se quedaron sin vivienda y ya no hay trabajo para tantos. Se ha anunciado que el Mardi Gras será más corto que de costumbre, pero los organizadores del Festival de Patrimonio y Jazz se proponen llevar a cabo un gran evento en las fechas usuales (fines de abril y comienzos de mayo) que devuelva el turismo a la ciudad, lo que implica encontrar una manera de atraer a los músicos cuyas casas, ubicadas cerca del lugar donde se celebra el festival, han desaparecido (Spera). Ojalá sea cierto, porque si bien hay costumbres que fácilmente se transportan, los Indios del Mardi Gras, que también hacen su aparición en el Jazz Fest con sus grandes adornos de plumas, solo lo son en su tierra nativa. El Katrina se convirtió, brevemente, en una campana que dio resonancia a las notas discordes del suelo estadounidense, al volver visible la «miseria del imperio» (Bergareche), siempre escondida en sus relegados márgenes. Tenía que ser la paradójica Nueva Orleáns, esa margen permeable de la orilla americana, que encarna una cultura del deseo como posibilidad en medio de la pobreza, la que en su abandono le recordara al mundo el desfase entre la música que tanto amamos y una realidad política que a tantos agobia.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 201, Enero - Febrero 2006, ISSN: 0251-3552


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