Tema central
NUSO Nº 296 / Noviembre - Diciembre 2021

Neblina

Este relato nos lleva a los días más extraños e intensos del confinamiento, a las relaciones interpersonales y al agobio, pero también a los pequeños gestos amorosos y a los «kits de supervivencia», material y emocional, de los que cada quien pudo dotarse.

Neblina

Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj, pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derechao el bip bip de la radio midieran otra cosa.Julio Cortázar, «La autopista del sur»

Empezar por el final sería tristísimo. 
Empezar por el principio sería increíblemente extraño. 
Empecemos por el medio, pues. Ya nos habíamos peleado y reconciliado varias veces. Unas veces uno llamaba al otro desde la cocina donde olía a café recién hecho, el otro tocaba la puerta despacito como tocan los sonámbulos o los arrepentidos. En alguna ocasión bastaba con mirarnos, en otra con hacer alguna cara ridícula y en algunas, las menos, en meternos a la ducha y tener manoseos bestiales sin penetración: no vaya a ser que en estas circunstancias hubiera un embarazo. 
El sexo ya no lo solucionaba todo. 
Intentábamos llevarnos bien. Lo intentábamos desesperadamente.
Él fumaba muchísimo y yo quería ver películas de terror. Ninguno se atrevía a decir no fumes tanto, veamos una comedia. Las palabras se revolcaban en un atolladero de neblina. A veces nos queríamos, a veces nos soportábamos, a veces nos detestábamos, a veces éramos como fantasmas penando en una casa por siempre.
Regábamos las plantas, sobre todo el bonsái, alternándonos. Yo limpiaba la arena de la gata porque era mi gata, aunque muy pronto él se convirtió en su favorito y lo seguía a todos lados como los gatos siguen al humano que aman: desfilando en una pasarela.
A veces yo pensaba que la gata lo quería más a él, entonces me sentía estúpida de celar a una gata, a mi gata. Había días terribles. Días en los que él no salía de la habitación y yo, que había aprendido a temer a sus silencios más que a sus palabras, hacía comida para uno y me sentaba a comer despacito, mirando al frente, rumiando más que masticando.
Más sola que si hubiera estado realmente sola.
Luego él salía como si volviera de unas vacaciones –aunque más delgado, más pálido– y me daba un beso húmedo y profundo o me agarraba el culo con las dos manos. Yo le guardaba rencor: no devolvía los besos ni me giraba a tocarle la entrepierna tiesa.
Cuando el sexo todavía servía para algo era menos doloroso mirar por la ventana. Después buscamos por toda la casa algo con qué entretenernos, algún juego, naipes, cualquier cosa para matar el tiempo para que el tiempo no nos matara.
La neblina. 
Encontramos un ajedrez y, aunque él intentó con todas sus fuerzas que me interesara, eso no salió nada bien y volaron alfiles y torres por los aires.
Muchas noches nos sentábamos en el mismo sofá, bajo la misma manta, a mirar el cielo. Le ponía los pies debajo del culo para calentármelos. Mirábamos las estrellas agradeciendo cada uno en su cabeza no estar solos, tener ventana, tener estrellas, tener manta, tener unos pies fríos que calentar y dónde calentarlos.
Éramos como ancianos esperando la visita de unos nietos muertos y éramos como niños aburridos que hacían guerra de almohadas o se enfadaban con el amiguito, la amiguita. Aprendimos a hacer pan de plátano y galletas de avena. Aprendimos a hacer borsch y shepherd’s pie.
Él hizo los panqueques que hacía su madre y yo el ragú de la mía. El fracaso de los ñoquis fue tal que nos desanimó de la cocina por varias semanas. La comida llegaba en bolsas desinfectadas y se subía por la salida de emergencia. Una vez dentro de casa había que ponerse guantes desechables y mascarilla, desinfectarlas otra vez, sacar cosa por cosa e irla pasando por alcohol, cloro o vinagre.
La desinfección llevaba horas y al final solo quedaban ganas de llorar.
Él salía a comprar cigarrillos a una tienda clandestina. Varias veces lo pararon por burlar el toque de queda, pero se conseguía librar con unos billetes en las manos de los policías.
Siempre volvía con un chocolate, con un bote de leche condensada, con unas galletas de las rellenas.
Para mí.
Así quería él: con el peligro de que se lo llevaran preso por estar en la calle para traerme un dulce.
Yo, en cambio, quería que lo dijera en alto para que lo escuchara la casa, la gata, las estrellas, las papas desinfectadas, la plancha de las galletas y las piezas de ajedrez que nunca recogimos del suelo.
Te amo, quería que dijera.
I love you, lo que sea.
Era bueno en la cama. Me hacía olvidar, a veces por varios minutos, lo de fuera, la neblina. Tenía los dedos larguísimos y con el tiempo había aprendido cómo y dónde tocar para que las cosas funcionaran de maravilla. Cada vez. Siempre.
Yo chapoteaba feliz por un rato en el orgasmo y él se sentía orgulloso de darle a una mujer una tranquilidad pequeñita, pero tranquilidad al fin y al cabo.
Una mujer, no su mujer.
La gata venía a la cama a curiosear qué eran esos movimientos y esos ruidos extraños y le mordía los pies. Él decía fuck off, Bruja y nos reíamos. Era lo más gracioso del mundo que la gata le mordiera los pies a un hombre que había hecho gritar de placer a su dueña. En el instante después del sexo éramos dos personas que más o menos se atraían y que quizás volverían a quedar para follar o quizás no.
Después del sexo se pensaba en posibilidades, en gente normal que tiene sexo los sábados y el lunes tiene que trabajar.
Había dos habitaciones. Nada más unas tres veces dormimos juntos.
Algunos días no me levantaba. Él metía la cabeza por la puerta semiabierta y me miraba por un rato, tal vez para cerciorarse de que no estuviera enferma, de que no tosiera. Yo me cubría con las sábanas y me quedaba todo el día con el cerebro entumecido, herido, doliendo.
No había opción de escapar, pero las analizaba igual hasta la extenuación. Después me dormía, después me despertaba a pensar opciones, después me volvía a dormir.
Le dije que necesitaba ansiolíticos y antidepresivos.
Hubo que buscar psiquiatras por zoom y farmacéuticos que en los horarios en que la policía paseaba menos hacían las entregas mirando a todos lados como los delincuentes.
Costaba una fortuna.
Él tenía dinero. Le seguían pagando el sueldo con una pequeña reducción cada mes. Era un buen sueldo, el dinero era lo de menos porque no había en qué gastarlo.
Algunas veces intentamos juegos de rol. Me maquillé con labial rojo y sombra de brillos, me puse un vestido ceñidísimo, tacones, pero no ropa interior. Fingí que lo conocía en un bar, que le preguntaba su nombre y a qué se dedicaba. Nos masturbamos cada uno en una silla mirándonos a los ojos, nos atamos, nos paseamos con collares de perro por toda la casa, nos atamos a la cama, nos vendamos los ojos, nos untamos aceite de masajes, crema batida, chocolate.
Nos lamimos, nos tocamos, nos olimos, nos exploramos, nos lavamos el uno al otro, nos afeitamos los sexos, nos tiramos de los pelos, nos vestimos y desvestimos, nos abrazamos como si fuéramos las dos últimas personas del planeta.
No lo éramos, pero tal vez sí. Intentamos con el yoga, el crossfit, los aeróbicos. Para mi cumpleaños, él escribió en una tarta de plátano un poco quemada: «felicidades, María». La letra era patuleca y el colorante natural probablemente había expirado hacía quinientos años, pero igual lloré y soplé la vela y pedí un deseo que era el único deseo de todos. El mismo deseo para un planeta entero.
Me regaló un kit de supervivencia que contenía:
- Una bolsita de arroz.
- Fósforos.
- Pastillas para potabilizar el agua.
- Una navaja.
- Un par de mascarillas.
- Un cazo diminuto.
- Un par de cigarrillos.
- Un trozo de chocolate.
- Una linterna en miniatura.
Me imaginé sobreviviendo con eso y me dio risa, pero también una ternura inenarrable, la más grande de mi vida. Quise comérmelo a besos. Quise decirle que lo amaba. Quise meterme dentro de su cuerpo y abrazar cada costilla, el páncreas, los intestinos, la tráquea y el corazón, sobre todo el corazón.
En lugar de eso me puse a llorar y él me abrazó.
Happy birthday, mi amor.
No había nada de happy en ese birthday, pero fue la primera vez que lo escuché decir mi amor.
Por zoom me cantaron el cumpleaños feliz desde casa y me aguanté las lágrimas y sonreí y dije el próximo año nos desquitamos hasta que cerré el teléfono y entonces sí lloré y lloré y lloré hasta quedarme dormida en el sofá.
Él me tapó y se quedó ahí sentado, horas de horas, con el pastel que tenía escrito con letra infantil mi nombre.
A la mañana siguiente me avisaron de la muerte del papá de Ana.
Y dos días después la del papá de Nagib. 
Y tres días después la del papá de Alfredo.
La mamá y el hermano de Silvana están malísimos, la mamá de Gaby estuvo a punto de morirse. Llegaban las noticias sin parar. La neblina.
Miles de personas están muriendo. Tantas que las familias dejan los cadáveres en las calles y los perros y los gatos y las ratas muerden a esas personas que fueron queridas por alguien, que amaron y que rieron y que estaban vivas hasta el día anterior.
Alguien dejó a un señor muerto en un parterre y lo tapó con un parasol de colores.
Empezaron a repartir ataúdes de cartón.
La gente veía irse a sus mamás y papás en cartones.
Las funerarias cerraron por miedo a los contagios.
A los muertos los metían en camiones refrigerados y los llevaban quién sabe a dónde quién sabe cómo. La gente se agolpaba afuera de los hospitales pidiendo el cadáver de un ser amado.
En el absurdamente loco festín de muertos nadie podía despedirse de nadie. Los padres y madres se despedían por llamada de whatsapp de sus hijos y sus nietos. Luego morían, morían uno tras otro y quién sabe dónde ni qué hacían con esos cuerpos.
Las puertas de los vivos se cerraron.
Él y yo fumábamos mirando por la ventana caer la neblina desde las montañas. Una neblina espesa como lana que lo cubría todo convirtiendo la ciudad en una cosa fantasmal por la que cada cierto tiempo pasaba un carro de policía.
Se recuerda a los ciudadanos que estamos en estado de excepción y que deben permanecer en sus casas. Cualquier persona que circule por la calle será arrestada.
La gente que vivía al día, los que no tenían nuestros privilegios, empezaron a bajar de los barrios periféricos. Pasaban por las calles gritando que se morían de hambre, que se morían de frío, que se morían los niños.
La gente desde las ventanas les tiraba bolsas de leche en polvo, mantas, abrigos, paquetes de galletas. Él se ponía la mascarilla y bajaba a darles en la mano pan, atún, tomates, fruta para los niños y dinero. Después era un problema porque el edificio tenía guardias que impedían la entrada y salida de las personas. Con él hacían la vista gorda porque ellos también venían de los barrios periféricos y probablemente los que pedían les recordaban a su gente. 
Era hermoso y peligroso que no les tirara la comida por la ventana. Yo después lo desinfectaba y lo duchaba. Acariciaba dulcemente su piel con el jabón porque en ese momento lo quería más que en ningún otro.
Era un buen hombre.
Nosotros podíamos pagar los ingredientes de las galletas de avena y de los ñoquis que tiramos por asquerosos. Ellos se estaban muriendo de la enfermedad y del hambre.
Ya no se sabía qué era peor.
Ambulancias se pararon varias veces fuera del edificio y desde la ventana vimos a unos hombres vestidos como astronautas sacar a vecinos o vecinas en bolsas negras y gruesas.
Yo me persignaba y él pegaba la cabeza a la ventana hasta que el vapor de su respiración empañaba todo el vidrio. La neblina caía todas las tardes a las cinco y lo hacía todo fantasmagórico: el carro de policía, la ciudad, las estrellas, a él y a mí sentados bajo una misma manta pensando en cuánto tiempo más, cuánto tiempo más, cuánto tiempo más.
Cuando hacía sol nos tirábamos en el suelo y fantaseábamos con la playa, con las vacaciones, con otros países y otras ciudades, con hamacas y mar, con pescado fresco y cervezas aún más frescas.
Fantaseábamos mucho ya no con nosotros, sino con la vida.
El bonsái se iba muriendo a pesar de nuestros cuidados. Era un ceibo que me regalaron y que siempre que me dio pena porque lo empequeñecieron y nunca llegó a ser el gran ceibo que pudo haber sido. Después, cuando moría sin importar si lo regáramos mucho o poco, si le cambiábamos la tierra y lo pusiéramos más al sol o a la sombra, el corazón se me empezó a morir con él. Ya amaba al pequeño ceibo, al ceibito, un árbol gigantesco destinado a ser una maqueta para poderlo tener dentro de casa.
Un árbol encerrado en una casa.
Se nos murió. Se nos fueron muriendo todas las plantas como si se alimentaran de nuestra tristeza y nuestra desesperación.
Yo me ponía unos audífonos y bailaba como loca y cuando me daba la vuelta lo encontraba mirándome y sonriendo. Al menos estaba yo. Al menos estaba él.
Al menos. Al menos.
La noche que decretaron el toque de queda nacional fue nuestra primera cita. Se hablaba de la enfermedad en lugares distantes, que llegaba, decían, que era grave, decían. Ninguno de los dos imaginó que mientras teníamos sexo por primera vez, que mientras conocíamos nuestros cuerpos y nos besábamos las bocas desconocidas, la mortandad se estaba expandiendo como la niebla, en silencio y de forma total: nos estaba encerrando mientras yo me corría y él se corría y después de gemir y gemir nos preguntamos los apellidos.
Cuando miramos nuestros celulares nos quedamos pálidos.
No me puedo ir a mi casa, dijo.
Quédate a dormir esta noche, dije.
La noche duró siete meses.
Un amigo suyo sobornó a la policía para poder traerle una maleta en la que metió lo que pudo lo más rápido posible. En su barrio alguien hizo una fiesta clandestina y murieron decenas. Lo cerraron. Nadie podía salir ni entrar.
Con una maleta llegó a mi vida un hombre al que había conocido el día anterior, con el que había intercambiado quince minutos de conversación estúpida antes de irnos a la cama.
Un hombre y una mujer encerrados por la neblina.
Un día me caí por hacer el ridículo con una bola de pilates.
Me rompí el brazo derecho y él tuvo que improvisar un yeso y un cabestrillo, no se podía ir a las clínicas. El dolor me hacía dar alaridos y otra vez hubo que sobornar al farmacéutico para pedirle inyecciones y pastillas contra el dolor.
Después de eso él se encargó de casi todo: la comida, la ropa, la gata, la limpieza.
Yo andaba con mi cabestrillo de juguete mientras él me hacía el desayuno y a veces me lo daba en la boca.
Pobre mi amor idiota, me decía.
El brazo nunca sanó del todo.
Un día él amaneció con fiebre.
Me acerqué a su frente y era como tocar el sol. Despedía calor desde muy lejos. La neblina había entrado a la casa.
Empezó a toser y a tener dificultades para respirar. Sobornando a todo el mundo conseguí oxígeno y un orinal. Me quedé al lado de su cama, a pesar de que sabía que si él moría moriría yo también. Le daba cucharaditas de caldo y agua, mucha agua. Le daba analgésicos y le daba amor, todo mi amor. Le leía poemas en inglés. Le cantaba canciones para niñitos, le ponía paños frescos en la frente ardiendo. Le decía que se iba a recuperar y que iríamos a la playa y a acostarnos en una hamaca mientras nos traían el pescado.
Mi niño, mi niño, mi niño.
Cuando el oxígeno estaba por acabarse me pidió avena en leche, después se incorporó un poquito, después me dijo que lo ayudara a llegar al baño. Estaba tan débil. Limpié su trasero sucio y lo metí en la bañera llena de agua fresca. Le froté el cuerpo con una toalla y le dije viviste.
Vivió.
Vivió.
Vivió.
Yo no hubiese soportado que muriera.
Pasaron decenas de panes de banano, cientos de galletas de avena, sopas, tostadas, mandarinas, ensaladas, arroces con pollo, pastas con tomate, carnes, batidos de frutas, cereales con leche. Pasaron noches en vela, cientos de horas viendo series, pasaron libros y más libros, pasaron conversaciones y silencios, pasaron neblinas y neblinas. Pasó el brazo roto y el oxígeno en nuestra casa. Pasó la gata encariñándose con él cada día más. Pasó el ajedrez, juego tonto.
Pasaron horas mirando por la ventana, juegos de cartas. Pasó la muerte del bonsái y una pepa de tomate que creció en una tierrita en la ventana. Pasaron duchas y baños en la bañera. Pasaron miles de cigarrillos. Pasaron tazas de café y de té a cada rato. Pasaron besos de pasada y otros más profundos. Pasó mi cumpleaños y el suyo y el de mi madre y el de mis hermanos y el de sus hermanas y el de sus padres.
Pasó el amarse, sea lo que sea eso.
El necesitarse como un matrimonio viejo. Vida inimaginable uno sin otro.
Pasó el sol y pensarnos en la playa. Pasaron tantas, tantísimas muertes. Pasó el cierre de todo, del mundo y de sus criaturas.
Pasó la manta bajo la que nos acurrucábamos los dos viendo caer la neblina.
Pasaron las noches y los días y los días y las noches.
Pasaron las pesadillas y los sueños buenos. Pasaron las fantasías. Pasó el juego de rol y la correa de perro con la que nos paseábamos por la casa mientras la gata le mordía los pies. Pasó el cortarnos el pelo y las uñas. Pasó el vernos sonreír y estar tristes. Pasó el sentirnos derrotados, devastados.
Pasó el miedo, pasaron cientos de veces las patrullas anunciando el toque de queda nacional. Pasaron las noticias espantosas por internet. Pasaron las crisis de ansiedad, los días en la cama mirando la pared, las ganas de matarnos uno a otra, otra a uno.
Pasó el tiempo como suele hacer.
No esperábamos que fuera tan pronto. No estábamos preparados. Yo no estaba preparada para que lo dejaran irse, para que agarrara la maleta y metiera en ella todo lo que había sido su vida y comprara un billete de avión y me dejara a mí con mi gata y mi silencio.
Yo no pude despedirme. Le dije que se fuera y me quedé encerrada en la habitación llorándolo, llorándonos. Me imagino que caminó hasta encontrar un taxi, me imagino que fue rompiendo la neblina con su cuerpo flaco y alto.
Me imagino que no miró atrás a ver si lo estaba mirando por la ventana: no era de esas personas. No lo estaba mirando por la ventana, lo estaba mirando dentro de mí, mi compañero de fin del mundo.
Nunca me dijo que me quería.
Yo se lo dije muchas veces.
A veces recuerdo con nostalgia los días de encierro. Los buenos. Los días en los que éramos un hombre, una mujer y una gata y nadie más, nada más.
A veces cierro los ojos y lo veo mirándome bailar, lo veo con su cigarrillo y su café. Lo veo. De vez en cuando, cada vez menos, me escribe a preguntar cómo estoy.
Yo le digo que lo extraño y él me manda una cara amarilla que da un beso de corazón. Nada más. Y luego dejamos de hablarnos por meses.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 296, Noviembre - Diciembre 2021, ISSN: 0251-3552


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