Opinión
agosto 2018

Caminos posibles para Nicaragua

El ciclo de movilización y protesta social que se inició en Nicaragua hace tres meses ha configurado un escenario caracterizado por una grave crisis política y humanitaria. Las rutas que se han propuesto para su solución pasan mayoritariamente por el camino del diálogo y la negociación. Sin embargo, el gobierno de Daniel Ortega no parece tener interés en ese diálogo, reduciendo críticamente las posibilidades de un desenlace en el corto plazo y aumentando su complejidad. ¿Qué se puede esperar en el futuro inmediato?

<p>Caminos posibles para Nicaragua</p>

Una crisis política y humanitaria

Hasta abril, Nicaragua aparecía frente al mundo como un país con un gobierno que guardaba las formalidades democráticas y mantenía márgenes bastante favorables de gobernabilidad y seguridad, al menos respecto a sus vecinos centroamericanos. Sin embargo, las protestas desatadas en ese mes y que continúan hasta hoy, han revelado el colapso del Estado y del sistema político, así como la baja capacidad del presidente Daniel Ortega para gobernar. Son síntomas inequívocos de una crisis política.

Los orígenes de la crisis descansan en la falta de independencia entre los poderes del Estado y un fuerte sometimiento a los designios de la presidencia. Tal es el caso de la Asamblea Nacional, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo Supremo Electoral, el aparato gubernamental en su conjunto, pero particularmente la policía y el Ejército. Los gobiernos locales, elegidos por voto popular, también se agregaron a la lista de instituciones controladas por el Ejecutivo. El cuadro se completó con una estrategia de comunicación gubernamental, una política clientelista y populista, restricciones a libertades ciudadanas fundamentales y graves irregularidades en los procesos electorales de la última década.

Las manifestaciones y protestas iniciadas en abril pueden interpretarse como un nuevo momento en el ciclo de conflictos y acciones sociales abierto desde el año 2013. Hasta inicios de 2018 existían más de veinte focos de conflicto y movilización, localizados principalmente en zonas rurales y vinculados a demandas de carácter más bien reivindicativas: rechazo a la Ley 840 que otorga la concesión a una compañía china para construir un canal interoceánico, rechazo a las explotaciones mineras, titulación y saneamiento de tierras pertenecientes a las comunidades indígenas, acceso al agua y la preservación de los bosques, entre otras.

El descontento creció gradualmente de manera larvada hasta que estalló repentinamente en abril, trasladando el escenario de las acciones de las zonas rurales a los centros urbanos y haciéndolo visible para todo el país y el mundo. Además de estrenar un nuevo repertorio de acciones, el movimiento ciudadano autoconvocado elevó las demandas de la contienda política al plano de la disputa por el poder, dejando al descubierto un generalizado y profundo descontento con el gobierno Ortega, agravando la crisis política ya existente y colocándolo en posición de extrema debilidad y baja legitimidad.

Los altos niveles de violencia estatal y las formas de represión empleadas por el gobierno para sofocar el levantamiento popular han provocado que la crisis adquiera ribetes humanitarios por las graves y continuadas violaciones a los derechos humanos y sus dolorosas consecuencias. De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a inicios de agosto el número de personas muertas ascendía a casi 300. Asimismo, los organismos nicaragüenses de derechos humanos contabilizan más de 2.000 heridos, 1.200 personas arbitrariamente detenidas y más de un centenar de desaparecidos. A su vez, otras organizaciones humanitarias contabilizaban la salida de más de 20.000 nicaragüenses huyendo de la violencia y la represión.

En la medida en que los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales han revelado esta crisis humanitaria, el precario apoyo del gobierno se ha debilitado más todavía, reduciéndolo fundamentalmente a sus simpatizantes más cercanos, las diezmadas fuerzas policiales y los grupos paramilitares que ejecutan las acciones de represión utilizando armas de guerra y capuchas para no ser reconocidos.

Los impases del diálogo

El diálogo nacional y la mediación de la Iglesia Católica representada por la Conferencia Episcopal fueron propuestas del propio Daniel Ortega. El presidente planteó esa necesidad de diálogo a fines de abril, forzado por la enorme presión de las manifestaciones y protestas. El diálogo se inició el 16 de mayo con la participación de una delegación del gobierno encabezada por el propio Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta. Del otro lado estaba un grupo amplio de líderes sociales y económicos escogidos por la Conferencia Episcopal que representaban a diversos sectores: estudiantes, mujeres, trabajadores de la maquila, academia, comunidades indígenas y etnias, campesinos y sector privado. Las primeras sesiones del diálogo produjeron avances importantes al facilitar la llegada de la CIDH y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y asumir como acuerdos el cumplimiento de las recomendaciones realizadas por la CIDH en su informe preliminar de observación.

En junio se conformaron tres mesas de trabajo sobre los temas torales de la agenda: justicia, seguridad y verificación, y reformas electorales. Sin embargo, el diálogo entró en un fuerte impase por la negativa del gobierno de abordar los puntos relacionados con la democratización y, más específicamente, con la posibilidad de realizar reformas electorales y adelantar las elecciones presidenciales. El argumento de Ortega es que las propuestas formuladas tanto por la Conferencia Episcopal como por la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, coalición conformada por los diferentes sectores sociales participantes, constituyen un «golpe de estado» y rompen el orden constitucional del país.

De manera que mientras las fuerzas policiales y los grupos paramilitares reprimen en las calles a quienes participan en las acciones promovidas por el movimiento ciudadano autoconvocado; en el diálogo, el gobierno ha optado por confrontar duramente el papel de mediación de la Iglesia Católica y a los integrantes de la Alianza Cívica. Ortega ha acusado a la Iglesia de ser cómplice de apoyar a los grupos «terroristas» que quieren desestabilizar su gobierno; ha promovido una campaña de estigmatización y ataques a varios de los obispos a través de medios de comunicación afines al gobierno y en las redes sociales; y permitió que grupos de encapuchados y simpatizantes del gobierno agredieran físicamente a un grupo de obispos y sacerdotes en la ciudad de Diriamba, solamente para citar algunos ejemplos.

Los integrantes de la Alianza Cívica también han sido víctimas de los ataques gubernamentales. Casi todos ellos han recibido amenazas, son objeto de vigilancia y persecución, sus casas han sido violentadas, sus propiedades han sufrido invasiones y han sido ocupadas por precaristas simpatizantes del gobierno. Además, se han girado órdenes de captura contra varios de ellos, principalmente los jóvenes representantes estudiantiles que se atrevieron a interpelar públicamente a Ortega en la primera sesión del diálogo. Los casos más graves son los de Medardo Mairena y Pedro Mena, líderes del movimiento campesino que fueron detenidos en el aeropuerto y posteriormente acusados y enjuiciados por terrorismo. A ambos líderes, igual que a muchos otros prisioneros, no se les han permitido visitas de familiares y defensores. Además, les han nombrado defensores públicos, las audiencias se han realizado a puerta cerradas y tampoco se ha permitido que funcionarios de la CIDH y de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos los visiten o puedan presenciar las audiencias judiciales. Aunque Ortega no parece mostrar voluntad política para volver al diálogo, la Conferencia Episcopal y la Alianza Cívica han expresado su disponibilidad para reiniciarlo. Igual que ellos, numerosos actores sociales dentro del país consideran que el diálogo es la mejor oportunidad para encontrar una solución negociada y pacífica a la grave crisis política y humanitaria.

La comunidad internacional también se ha sumado a los llamados para reiniciar el diálogo y encontrar una salida negociada a la crisis. Numerosos gobiernos e instancias internacionales como el Parlamento Europeo se han pronunciado al respecto. Particularmente importante es el proceso de seguimiento por parte de la Organización de Estados Americanos (OEA). Tanto su Asamblea General como su Consejo Permanente han emitido una declaración y una resolución, respectivamente. Además, en una sesión reciente del Consejo Permanente se aprobó la conformación de un grupo de trabajo para dar seguimiento y coadyuvar a la resolución de la crisis.

El gobierno de Estados Unidos ha sido uno de los que ha reaccionado más fuertemente aplicando sanciones como la inclusión de cuatro funcionarios del gobierno en la Global Magnitsky Act: Roberto Rivas, presidente del Consejo Supremo Electoral; Francisco Díaz, subdirector de la Policía; Francisco López, tesorero del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y gerente de Albanisa; y Fidel Moreno, secretario de la Alcaldía de Managua y señalado como principal organizador de los grupos paramilitares. Además, le retiró las visas a más de cincuenta funcionarios públicos y pidió a la policía devolver varios vehículos donados. Además, ha promovido junto a otros ocho países la declaración y resoluciones aprobadas en la OEA.

Las numerosas declaraciones de respaldo al movimiento ciudadano, al diálogo nacional y la salida negociada de la crisis, han colocado al gobierno Ortega en una posición de soledad, pues incluso viejos aliados de la izquierda latinoamericana como José «Pepe» Mujica, Leonardo Boff y numerosos intelectuales como Boaventura de Sousa Santos, Noam Chomsky y diversas organizaciones sociales, se ha pronunciado al respecto. El aislamiento internacional ha obligado a Ortega a brindar una serie de entrevistas a televisoras internacionales en Estados Unidos y Europa tratando de recomponer su imagen. Sin embargo, los resultados han sido más bien exiguos.

Todos los caminos llevan al diálogo

Luego de la intensa represión desatada en los últimos meses, Daniel Ortega intenta hacer creer que el país ha vuelto a la normalidad. Pretende mostrar que el descontento y la protesta social han sido sofocadas. En sus comparecencias públicas anuncia su permanencia en la presidencia hasta el 2021, insiste en descalificar a la Conferencia Episcopal como mediadora y a la Alianza Cívica como interlocutora en el diálogo; insiste en rechazar a la comunidad internacional e intenta recomponer sus diezmados apoyos amenazando a los empleados públicos para que participen en las marchas que organiza y promoviendo la invasión de propiedades privadas para entregar títulos de propiedad a los precaristas.

En sus cálculos, el apresamiento de los liderazgos más visibles del movimiento, la reorganización de las fuerzas policiales y paramilitares; y un poco más de clientelismo político serán suficientes para proveer la estabilidad que necesita. El FSLN, el partido que lo llevó al poder, ha quedado en el olvido. Su militancia histórica ha quedado al margen y su capital político está en bancarrota.

Sin embargo, Ortega está obligado a buscar una salida negociada pues la estrategia de represión para frenar el descontento social ha terminado de arrastrar la endeble institucionalidad estatal, especialmente a la policía y al sistema de administración de justicia. Los efectos de la crisis política ya se han trasladado al ámbito económico y comenzarán a sentirse de lleno en los próximos meses. De hecho, el gobierno ya experimenta una sensible disminución en la recaudación tributaria, la estrepitosa caída de la industria turística, la caída de los depósitos en el sistema financiero y en la inversión privada.

A pesar de la fuerte represión, el movimiento ciudadano y la Alianza Cívica se han fortalecido en estos meses. Demostraron que tienen fuerza suficiente para presionar y han logrado construir un consenso sobre la urgencia de un cambio en la presidencia y la necesidad de una reforma democrática. Un nuevo repunte de acciones y movilización social es nada más una cuestión de tiempo. La gran interrogante es si Ortega escuchará las voces que desde dentro y fuera del país insisten en el diálogo como la mejor ruta para resolver la crisis o se empecinará en pagar el más alto costo por mantenerse en el poder.


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