Tema central
NUSO Nº 213 / Enero - Febrero 2008

Límites y retos a la subordinación militar en Guatemala

La transición de Guatemala a la democracia generó cambios profundos en las instituciones militares. Los Acuerdos de Paz firmados en 1997, que pusieron fin a décadas de enfrentamiento interno, incluyeron un capítulo sobre las reformas de las Fuerzas Armadas. Se produjeron algunos avances, sobre todo en el desmantelamiento del aparato contrainsurgente y la reducción del gasto militar. Sin embargo, la resistencia de sectores del Ejército y la incapacidad de los gobiernos democráticos impidieron una transformación más profunda. La crisis de seguridad ciudadana ha retrasado el avance del proceso de reconversión militar, pero el problema es de mayor alcance: mientras las instituciones democráticas sigan siendo débiles, no será posible implementar una reforma coherente y sostenida, pensada como una política de Estado, para garantizar la subordinación efectiva de los militares al poder civil.

Límites y retos a la subordinación militar en Guatemala

Para entender las relaciones entre sociedad, Estado y Fuerzas Armadas en Guatemala 10 años después de la firma de los Acuerdos de Paz, es necesario remontarse a los orígenes del proceso de democratización y hacer un repaso de las relaciones cívico-militares a lo largo de las etapas de transición y consolidación de la democracia que se han extendido desde 1986 hasta hoy. Las características particulares del momento de «apertura» –es decir, la coyuntura política en la cual una sociedad sometida a regímenes autoritarios inicia su democratización– condicionan la transición y explican muchas de sus potencialidades y limitaciones. Sin embargo, es en el proceso mismo de transformación y redefinición gradual de las relaciones de poder a lo largo de la transición y la consolidación democrática donde se define la textura precisa de las relaciones cívico-militares, especialmente en aquellas sociedades, como la guatemalteca, que han realizado un doble tránsito: del autoritarismo a la democracia y del conflicto armado a la paz.

Este artículo intentará repasar este proceso y analizar los diferentes momentos de la transición para identificar las principales claves y los retos que aún existen para la consolidación de un modelo de relaciones cívico-militares funcional a la democracia.

La caja de Pandora: negociaciones de paz y reconversión militar, 1985-1996

En Guatemala, la apertura democrática no fue, como en otros países del continente, resultado de la incapacidad del régimen autoritario de contener las demandas de democratización por parte de la sociedad civil y de la clase política, sino una decisión de un sector del Ejército. Entre 1960 y 1996, el país vivió un enfrentamiento armado interno caracterizado por una progresiva militarización del Estado y la sociedad y por niveles cada vez más altos de violencia en el combate contra las fuerzas guerrilleras. A mediados de los 80, la violencia había alcanzado una virulencia inédita en el continente, expresada en una serie de masacres cometidas por fuerzas militares en contra de población civil no combatiente, sobre todo en el altiplano, de origen mayoritariamente indígena. Los partidos políticos, que reclamaban una apertura del sistema por vías electorales, y la sociedad civil, que intentaba organizarse frente a la arbitrariedad de un Estado manejado desde los cuarteles, habían sido diezmados: el terror imperaba y todo intento de protesta generaba una reacción desaforada del Estado. La sociedad estaba paralizada. En ese contexto, la apertura democrática fue el resultado de la decisión de un sector militar que, frente el desgaste institucional que generaba el doble esfuerzo de gobernar el país y mantener la campaña contrainsurgente, optó por un repliegue estratégico. El objetivo era concentrarse en esta segunda función y ceder el ejercicio directo del gobierno a la clase política. Tras años de gobiernos militares minados por la incompetencia y la corrupción, y en un entorno internacional cada vez menos tolerante a las violaciones a los derechos humanos, los estrategas militares llegaron a la conclusión de que el éxito de la campaña contrainsurgente dependía de la relegitimación –nacional e internacional– de las instituciones políticas del Estado. Y eso solo sería posible bajo un régimen electoral democrático que sirviera de respaldo al esfuerzo para contener a la guerrilla.

La democracia, entonces, nació como un proyecto militar y contrainsurgente. En 1982, un grupo de oficiales jóvenes llevó a cabo un golpe de Estado y logró establecer un cronograma de traspaso efectivo de las funciones de gobierno a las autoridades civiles democráticamente elegidas. En 1984 se realizaron elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente y en 1985 se concretaron los primeros comicios libres para definir al presidente.

Pero la decisión original de los militares consistía en desmilitarizar el gobierno sin desmilitarizar el poder. Para ello se aseguraron de establecer en la Constitución y otros textos legales una serie de candados y mecanismos burocráticos cuyo propósito era mantener un control efectivo sobre las nuevas autoridades civiles. Se delineó así un modelo de «acomodo asimétrico» que le reservaba al Ejército el poder de veto sobre diversos aspectos de la política nacional y, en especial, el control total del esfuerzo contrainsurgente.

Pronto se hizo evidente la contradicción entre un proceso de democratización que exigía condiciones mínimas de credibilidad y legitimidad y un esfuerzo contrainsurgente aplicado desde la brutalidad de la lógica autoritaria. Ambas tendencias convivieron durante los gobiernos democráticos que se sucedieron entre 1985 y 1995, lo que generó tensiones y fricciones continuas. Sin embargo, ya a comienzos de los 90 el fin de la Guerra Fría transformó el entorno externo, que durante décadas había favorecido el proceso de militarización, y demostró la obsolescencia de las doctrinas anticomunistas de seguridad nacional. En este nuevo contexto, los intereses hegemónicos hacia la región centroamericana cambiaron, al tiempo que la irrupción de nuevos actores internacionales reforzaba las tendencias a la democratización en general y al reacomodo de las relaciones cívico-militares en particular.

El nuevo contexto externo y la apertura interna hicieron que la clase política y la sociedad civil desarrollaran gradualmente espacios democráticos que permitieron negociar con los militares cuotas de poder. Durante los gobiernos de Vinicio Cerezo Arévalo (1986-1991), Jorge Serrano Elías (1991-1993) y Ramiro De León Carpio (1993-1996), las Fuerzas Armadas fueron perdiendo el control del proceso político y los espacios de veto fueron reduciéndose de manera progresiva hasta desaparecer. El punto crítico fue la decisión de Serrano Elías de iniciar un proceso de negociaciones de paz con la guerrilla para procurar una salida política al problema, en contra de la posición oficial del Ejército.

La resistencia militar a esta y otras medidas en el mismo sentido fue reduciéndose paulatinamente por un juego interno entre sectores duros y blandos. Las distintas facciones, aunque no diferían en cuanto al esfuerzo contrainsurgente en sí, tenían opiniones distintas en relación con el avance de la autoridad civil sobre áreas antes percibidas como reserva militar. En 1993, la crisis política suscitada por el fallido intento de autogolpe de Serrano Elías generó un cisma que se resolvió finalmente a favor del sector reformista, que consolidó así su posición dentro de la institución armada. Finalmente, con su margen de maniobra limitado y en un ambiente internacional claramente hostil a la solución militar del enfrentamiento, el Ejército terminó por asumir institucionalmente que la firma de un acuerdo de paz con los grupos insurgentes era inevitable y que, como consecuencia, se impondría una redefinición de sus funciones mediante una reconversión institucional.

Pero este reconocimiento no implicó una renuncia. El Ejército desarrolló en los últimos años de las negociaciones de paz una estrategia que le permitió prepararse para el cambio. Aprovechando la dependencia de los gobiernos civiles, que necesitaban a los militares para garantizar la gobernabilidad del país, el alto mando logró imponer algunas medidas de control sobre el ritmo de la negociación que le permitieron crear el espacio temporal y político para poner en marcha estrategias de adaptación. Esto le permitió preparar previamente –e incluso, en algunos casos, tener ya implementados– una serie de cambios institucionales. La consecuencia fue que, aunque el resultado del proceso de paz estaba fuera del control militar, la redefinición de sus funciones no fue una imposición de la clase política y la sociedad civil. El Ejército pudo negociar los términos de su adaptación desde una posición de fuerza.

En octubre de 1996 se concluyó el Acuerdo sobre el Fortalecimiento del Poder Civil y Función del Ejército en una Democracia (AFPC), uno de los ocho acuerdos parciales que componen los Acuerdos de Paz, en el que se establecieron los parámetros fundamentales para la redefinición de la función militar. Estos parámetros indicaban claramente que la transformación debía ir más allá de la simple adaptación al cambio generado por el nuevo contexto de paz: la reconversión militar era necesaria para desarrollar una institución acorde a las necesidades de un Estado democrático que sustituyera a aquella construida como corazón del Estado autoritario.

Los pasos perdidos: reconversión militar y consolidación democrática, 1997-2007

A lo largo de la década anterior a la firma de los Acuerdos de Paz, la naturaleza de las relaciones cívico-militares se había transformado: el Ejército se había convertido en un actor político devaluado, aún influyente y con capacidad de adaptación a un entorno político cambiante, pero incapaz de imponer su visión estratégica y de subordinar al resto de los actores políticos. La finalización del enfrentamiento armado terminó de corroer los cimientos del Ejército al acabar con la premisa sobre la que se había construido su función tutelar: sin insurgencia, ¿cuál es el sentido de una institución contrainsurgente?

A partir de 1997, la arena política en la que se jugaría el proceso de redefinición de las relaciones entre sociedad, Estado y militares pasó de la mesa de negociación al proceso de implementación de los Acuerdos de Paz, y en especial del AFPC. El marco político había cambiado. En 1996, el gobierno de Álvaro Arzú logró reducir la dependencia civil de la institución militar. La victoria electoral legítima del nuevo presidente y el respaldo del sector privado –viejo socio de los militares y claro factor de poder político– fortalecieron al gobierno, cuya decisión de firmar la paz contó también con el apoyo de la comunidad internacional y de diferentes sectores de la sociedad civil: movimientos populares, movimientos indígenas y movimientos de derechos humanos. Esto le otorgó al nuevo gobierno un margen de maniobra y autonomía inédito que, junto con la desmovilización de la insurgencia y su incorporación a la vida democrática, confirmó la obsolescencia del modelo político-militar anterior. La transición terminaba.

A esto se sumaron dos factores positivos que consolidaron la transformación de la función militar. El primero fue la existencia de una clara hoja de ruta que establecía los principios, objetivos y metas de una reconversión institucional destinada a garantizar el control democrático del Ejército. En efecto, el AFPC definía las transformaciones necesarias para ajustarse al marco democrático y no solo aquellas derivadas del fin del enfrentamiento armado. De sus ocho secciones, solo una trataba las cuestiones operativas ligadas a la desmovilización, el desarme y la reintegración de fuerzas tras el fin de las hostilidades. Las otras secciones se ocupaban de las transformaciones institucionales en el aparato de seguridad del Estado: reconversión militar, que incluía doctrina, despliegue y presupuesto; carácter civil de las fuerzas policiales; finalización del monopolio militar sobre el aparato de inteligencia; y establecimiento de instituciones civiles de investigación. También se detallaban las medidas necesarias para fortalecer el poder civil, es decir, la capacidad de las instituciones democráticas para ejercer un control efectivo sobre el aparato de seguridad. Más allá de la limitación o ambigüedad de algunas de sus recomendaciones, el Acuerdo planteaba una agenda para la transformación efectiva de la cuestión militar.

El segundo factor positivo para la transformación de las Fuerzas Armadas fue la existencia de una conducción militar comprometida con el proceso de paz, resultado de su participación directa en la Comisión de Paz que negoció con la guerrilla en nombre del Estado. Incluso aceptando que el compromiso de algunos de estos «generales de la paz», como fueron llamados, derivaba más de intereses personales y profesionales que de verdaderas convicciones democráticas, lo cierto es que la sola existencia de una oficialidad que llegó a la cúpula institucional en el marco de un largo proceso de negociación y que entendía la necesidad estratégica de adaptar la institución a una nueva época constituyó un importante apoyo para cualquier esfuerzo de transformación.

Estos tres factores –un poder civil legítimo y sólido, un plan de acción integral y un liderazgo militar comprometido– parecían augurar un avance sostenido del proceso de transformación militar y el rápido establecimiento de un control civil efectivo. Sin embargo, ocho años después, a fines de 2004, el informe final de la Unidad de Fortalecimiento del Poder Civil de la Misión de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), responsable de verificar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, concluyó que el avance fue irregular y con resultados mixtos.

Tras un avance importante durante el primer año posterior a la firma de la paz, debilidades en la calidad de la conducción política generaron importantes obstáculos para un progreso continuado. Pocos meses después de la firma, los líderes militares comprometidos con la implementación de los Acuerdos fueron defenestrados, por orden presidencial, a favor de un grupo marginal, desprovisto de legitimidad institucional y sin compromiso alguno con la agenda de la reconversión institucional. La decisión de Arzú, resultado de consideraciones personales menores y alejada de todo cálculo político-estratégico, generó dos efectos que incidirían negativamente en el proceso de reconversión militar.

En primer lugar, al romper la línea de mando sin consolidar un nuevo liderazgo institucional, se desató una batalla entre distintas facciones –por motivos ideológicos, intereses personales y, en algunos casos, en asociación con redes criminales– que terminó ventilándose públicamente. El rechazo tajante de la mayoría de los integrantes del Ejército al nuevo liderazgo introdujo tensiones y conflictos en una institución ya de por sí sometida a una crisis existencial. Al mismo tiempo, el nuevo liderazgo militar mostró rápidamente su rechazo a la agenda de la reconversión y tomó algunas decisiones que prácticamente paralizaron el cumplimiento de los compromisos. En ese contexto, el desmontaje del aparato contrainsurgente y la formulación de una nueva doctrina militar quedaron en suspenso. No obstante, aunque el impulso para la transformación integral fue frenado por el mismo gobierno que había firmado el AFPC, se lograron algunos avances importantes, como la desmovilización de ciertas unidades militares, la finalización del servicio militar obligatorio y la reducción del gasto militar.

La situación cambió en 2000, con la llegada a la Presidencia de Alfonso Portillo, quien durante la campaña electoral había declarado su compromiso con los Acuerdos de Paz. En su primer acto gubernamental, sorpresiva y decididamente, Portillo pasó a retiro al conjunto de la oficialidad superior del Ejército. Los compromisos de reconversión militar establecidos en los Acuerdos de Paz fueron retomados y, en acatamiento de instrucciones presidenciales, las Fuerzas Armadas abrieron el diálogo a sectores de la sociedad civil y colaboraron con la Misión de Verificación de Naciones Unidas. Sin embargo, las contradicciones internas del gobierno pronto comenzaron a manifestarse. Su gran heterogeneidad –una improvisada mezcla de políticos de izquierda próximos al presidente, integrantes del partido populista de derecha del general Ríos Montt y gestores cuya motivación principal era el enriquecimiento personal– agudizó las tensiones y conflictos entre distintas facciones militares por el control institucional. Cuatro generales se sucedieron al frente del Ministerio de la Defensa, cada uno de los cuales respondía a distintas orientaciones, representaba a distintos sectores dentro de la institución y contaba con diferentes patrones o aliados civiles en el gobierno.

Aunque la fragmentación interna del gobierno y la crisis política hicieron que algunos sectores militares recalcitrantes desconocieran ciertas decisiones presidenciales e intentaran restablecer la autonomía institucional, una combinación de factores –la presión internacional, los esfuerzos de algunos funcionarios y las divisiones internas en el Ejército– permitieron, sin embargo, establecer un liderazgo militar proclive a las reformas. Al final del periodo presidencial de Portillo, la situación era ambigua: el desmantelamiento del despliegue territorial contrainsurgente había avanzado mediante la desmovilización de varias unidades y el establecimiento de una hipótesis de defensa orientada a las amenazas militares externas. Pero el gasto militar, que había sido reducido durante el gobierno anterior, recuperó los niveles de la época del conflicto gracias a oscuras transferencias extrapresupuestarias que el Ejército –con apoyo tácito de la Presidencia– no aceptó someter al escrutinio del Congreso.En 2004, el gobierno de Oscar Berger reiteró el compromiso con los AFPC y designó una conducción militar que confirmó su voluntad de avanzar en las reformas y la reconversión: el nuevo despliegue militar se consolidó y la doctrina fue modificada tras un proceso de consulta del cual participaron sectores políticos y organizaciones de la sociedad civil. El dato más importante de esa gestión fue la reducción del gasto militar en 50% más de lo pactado en los Acuerdos de Paz y lo que esta medida reveló en cuanto a la relación entre Fuerzas Armadas y sociedad: la decisión de Berger de reducir el presupuesto militar a 0,44% del PIB, como parte de un recorte más general del gasto público, encontró a un Ejército sin capacidad de resistencia.

Sin embargo, al tiempo que se registraban estos avances, el camino de reconversión militar encontraba nuevos obstáculos: la imparable crisis de seguridad pública intensificó las demandas para una militarización de la lucha contra el crimen. El gobierno respondió a estos reclamos de sectores políticos y sociales, y algunos oficiales militares comenzaron a regresar a la Policía Nacional Civil y al Ministerio de Gobernación como asesores y entrenadores. Al final del periodo de gobierno de Berger, una activista de la sociedad civil fue designada al frente del Ministerio de Gobernación y ordenó el despido de los oficiales del Ejército abocados a funciones de asesoría y entrenamiento de las fuerzas policiales. Pese a ello, los patrullajes conjuntos, nominalmente al mando de oficiales de la Policía Nacional Civil, se siguieron realizando.

En suma, a diez años de la firma de los Acuerdos de Paz puede comprobarse un avance significativo en la reducción de efectivos militares en niveles superiores a los pactados, un redespliegue que deja atrás la lógica del control territorial ante el enemigo interno para asumir una hipótesis de defensa ante amenazas externas, y una nueva doctrina militar. El alcance de las transformaciones en el Ejército y su entorno político-institucional ha sido sustantivo: el aparato que permitía un tutelaje militar sobre el Estado y la sociedad fue desmantelado. Sin embargo, el alcance de esta transformación es todavía insuficiente, ya que no se ha consolidado un patrón democrático de relaciones cívico-militares ni se encuentra garantizada la subordinación efectiva de la institución militar a las autoridades políticas.

Resistencia militar y capacidad civil: las dos caras de la subordinación

En todo proceso de democratización el objetivo último de la reconversión militar es la construcción de un marco legal-institucional que garantice la subordinación del aparato militar al poder legítimamente constituido y el abandono de toda pretensión de jugar el papel de tutor o garante de las «instituciones nacionales». No se trata solamente de que los militares no manden; se trata de que obedezcan.

Si no se logra una subordinación efectiva, la reconversión militar se transforma en el «descanso del guerrero», un simple retorno a los cuarteles como puestos de observación para el ejercicio de una función tutelar –manifiesta o latente– que afianza el carácter autónomo. La subordinación militar requiere esfuerzos en dos dimensiones: en el desarrollo de una institución militar profesional y apolítica, que acate las orientaciones estratégicas dictadas por las autoridades políticas, y en la creación de la capacidad civil adecuada para proveer orientación estratégica, supervisión técnica y control político a la institución militar. En Guatemala han surgido obstáculos en ambas dimensiones.

A pesar de que la resistencia a la autoridad civil ha ido moderándose, no ha desaparecido totalmente. El rechazo a someter el gasto militar al escrutinio de las comisiones parlamentarias y los intentos de sancionar en el Congreso un Código Militar que sigue sustrayendo a los integrantes del Ejército de la jurisdicción civil demuestran que todavía existen sectores que se niegan ajustarse a criterios democráticos. Se trata en realidad de una interpretación particular del control democrático, que acepta la necesidad de adaptarse institucionalmente al nuevo entorno de seguridad –lo cual se expresa en los cambios de despliegue y doctrina y el sometimiento a la autoridad presidencial– pero rechaza la subordinación a otras formas de control institucional, tales como la supervisión parlamentaria y la jurisdicción judicial civil. El problema es que sin ellas no hay control democrático posible y, sin este, la subordinación efectiva es imposible y la autonomía militar sigue vigente.

El proceso de avance y retroceso institucional demuestra que el cambio en las actitudes y mentalidades también es gradual e incierto, tanto en los militares como en la sociedad en general. Como ya señalamos, la resistencia militar explica solo parcialmente las idas y vueltas para implementar la reconversión establecida en el AFPC. El otro elemento de la ecuación se encuentra en la parte civil, en la calidad de la orientación, la supervisión y el control que los gobiernos han ejercido sobre la institución militar. En ese sentido, es necesario observar tres factores: el grado de voluntad política para promover las transformaciones; el grado de comprensión conceptual y técnica de los distintos aspectos de la transformación; y la capacidad para operativizar las decisiones.

A menudo, en países que emergen de pasados autoritarios la clase política carece de la voluntad suficiente para embarcarse en las tareas necesarias para la redefinición del rol de los militares en la sociedad. Distintas razones pueden explicar esta actitud: la identificación de sectores políticos civiles con los militares, usualmente como resultado de lealtades ideológicas o alianzas políticas gestadas durante el periodo autoritario; la falta de comprensión del alcance de las transformaciones necesarias y la confusión entre el simple retorno a los cuarteles y el fin de la intervención militar en la política; la falta de voluntad para asumir el costo político o personal de las reformas; o, simplemente, la falta de interés en el tema. Aun cuando la voluntad política exista, las limitaciones en el manejo conceptual y técnico pueden neutralizar las mejores intenciones, especialmente en aquellos países en los que la dominación militar sobre el sistema político ha sido profunda. En estos casos, la disponibilidad de civiles –expertos, políticos y funcionarios– capacitados en los distintos aspectos de esta problemática suele ser limitada, lo que dificulta la formulación de políticas y puede hacer fracasar incluso los mejores planes.

En la última década, desde la firma de los Acuerdos de Paz, esta situación se modificó de año en año. La voluntad política variaba no solo con el cambio de gobierno, sino incluso dentro de un mismo periodo, dependiendo de los realineamientos de poder. El avance o no en la reconversión –por ejemplo, en lo relativo al nuevo despliegue territorial– se explicaba en gran medida por la naturaleza «recalcitrante» o «reformista» del ministro de turno y su capacidad de movilizar apoyo político civil para sus planes. Los momentos en que los factores de cambio se alineaban positivamente –políticos civiles que impulsaban la agenda del cambio y oficiales militares reformistas– se alternaban con periodos negativos, marcados por la falta de dirección política civil y el fortalecimiento de los sectores militares duros.

En ese sentido, el análisis de la capacidad del poder civil es esencial. Cuando las autoridades civiles adoptaron decisiones de manera resuelta, aun si afectaban intereses militares fundamentales, el Ejército nunca pudo resistirlas: Arzú y Portillo destituyeron parcial o totalmente a la cúpula militar sin que la institución pudiera oponerse. Arzú y Berger introdujeron recortes drásticos en el gasto, sin que los militares lograran evitarlo. Y los tres presidentes reformularon el despliegue militar y decidieron una notable reducción del personal que incluyó el pase a retiro masivo de oficiales y soldados. En todos los casos, cuando la voluntad política fue claramente expresada en una decisión presidencial pública, los militares no tuvieron otra opción que obedecer, aun a regañadientes.

El factor central que explica las limitaciones en el proceso de afirmación del control civil sobre las Fuerzas Armadas es, entonces, la ausencia de una política de Estado coherente. Aun cuando el AFPC proporcionó una hoja de ruta, nunca llegó a ser traducido en una política negociada y pactada entre los distintos actores políticos, de manera que reflejara un compromiso más allá del gobierno de turno para asumir el carácter de un pacto nacional para el futuro. Aunque las organizaciones de la sociedad civil realizaron importantes esfuerzos para colocar al tema en la agenda política, todavía no se ha logrado superar la falta de comprensión y el desinterés de la mayoría de la clase política. Mas allá del sector de seguridad, el Estado guatemalteco exhibe en general una seria debilidad para la formulación de políticas públicas. Las instituciones operan más como resultado de reacciones ad hoc a estímulos inmediatos que en base a objetivos de largo plazo y estrategias sostenidas.

Evidentemente, el Ejército de Guatemala ya no tiene capacidad de ejercer un control sobre el sistema político ni goza de la penetración social del pasado. Pero tampoco se encuentra completamente subordinado: el carácter inconcluso de la transformación institucional derivada de los Acuerdos de Paz, la ausencia de una política de Estado coherente y la debilidad de las instituciones democráticas les otorgan a los militares un espacio de maniobra que estos aprovechan para mantener importantes grados de autonomía relativa.

Autonomía militar y debilidad estatal

Una situación de autonomía militar relativa, en el marco de un Estado débil, constituye una amenaza a la sostenibilidad del proceso de democratización. En efecto, las dificultades del Estado para cumplir con sus funciones básicas de proveer bienestar y seguridad y satisfacer mínimamente las expectativas de la población generan una legitimidad precaria, que se debilita por la disfuncionalidad de los mecanismos de representación y la persistencia de una cultura política autoritaria. En ese contexto, las crisis severas de gobernabilidad suelen producir, tanto desde el gobierno como desde la oposición, demandas de intervención militar con el propósito de restablecer el orden público.

En Guatemala, la puerta de entrada es la crisis de seguridad pública. Desde 1997, una combinación de factores convirtió al país en uno de los más violentos del continente. De hecho, Guatemala aparece dentro de los 10 países más violentos del mundo en diferentes mediciones. Su ubicación geográfica lo condena a ser utilizado como puente para el tráfico internacional de estupefacientes, personas y vehículos. En ese contexto, personas especializadas en el uso de la violencia, con conocimientos técnicos adquiridos durante el enfrentamiento armado, han sido cooptadas por las redes del crimen organizado dedicadas al narcotráfico y al asalto de bancos y residencias privadas. Renació la industria del secuestro, que afecta tanto a sectores pudientes como a las clases medias y populares. Y emergió un fenómeno social, las pandillas de jóvenes conocidas como «maras», que implica una rutinización de la violencia y se explica por fenómenos como la desintegración familiar y la migración, ha adquirido una enorme visibilidad pública y genera una sensación de zozobra en la mayoría de la población.

Desde los inicios de esta crisis, las autoridades políticas han recurrido a las fuerzas militares como apoyo a la Policía Nacional Civil (PNC). Desde 1997, todos los gobiernos apelaron a los militares, a través de comandos especializados u operativos conjuntos destinados a «mostrar presencia» en las calles, como bastón para una institución policial cada vez más ineficiente. La PNC nació en 1996, como resultado de la decisión de desmovilizar la vieja Policía Nacional subordinada al Ejército y enrolada en el esfuerzo contrainsurgente. La idea era convertirla en una institución modelo, responsable de la seguridad interior y sujeta a una serie de normas y principios que aseguraban un funcionamiento compatible con un estado democrático de derecho. Aunque su desempeño inicial generó cierto optimismo, ya durante el gobierno de Portillo el proceso de profesionalización institucional fue interrumpido por la injerencia política y la corrupción. A fines del periodo, aunque el presupuesto policial había aumentado significativamente, el deterioro institucional era evidente: los índices de criminalidad aumentaban y la percepción pública ubicaba a la PNC como una fuente de amenaza más que de protección. Finalmente, durante el gobierno de Berger se demostró que el problema no era solo de incompetencia, sino de complicidad: las fuerzas policiales aparecieron directamente implicadas en hechos criminales, ya sea como sicarios del crimen organizado o como cabeza de sus propias redes criminales.

Pero, como era de prever, la participación militar en la seguridad interior ha sido totalmente inútil en términos de la solución buscada: los indicadores de criminalidad siguieron aumentando y los índices de violencia no disminuyeron. Como si fuera poco, los medios de prensa y algunos informes especializados han documentado en los últimos años la existencia de prácticas de «limpieza social» –asesinatos extrajudiciales cometidos por las fuerzas de seguridad y criminales asociados a ellas– que recuerdan las peores tácticas contrainsurgentes de los 80.

Es importante volver sobre la responsabilidad civil. La participación militar en tareas de seguridad interna no ha sido resultado solo de una campaña militar destinada a recuperar espacios. De hecho, en algunos de los debates generados en el gobierno de Portillo el alto mando se manifestó en contra del involucramiento de los militares en la seguridad interior y, en especial, rechazó la participación en patrullas combinadas con la PNC. Fueron los civiles, la clase política condicionada por una opinión pública atemorizada, quienes convocaron a los militares para esta tarea.El problema también es cultural. La cultura política de los guatemaltecos atraviesa un proceso de cambio, pero aún está permeada por percepciones y nociones forjadas en una sociedad sometida desde sus orígenes prehispánicos a formas de gobierno autoritarias. En este marco, aún hoy prevalece una noción autoritaria de la seguridad, que concibe la solución al problema exclusivamente desde el ángulo de la represión. Desde este enfoque, a mayor capacidad de fuego, mayor capacidad represiva: la presencia militar en las calles contribuye a dar una mayor sensación de seguridad y permite a las autoridades políticas generar la impresión de que están enfrentando el problema. Un ejemplo claro de la popularidad de este imaginario autoritario es el éxito relativo de la campaña de «mano dura» con la que el general retirado Otto Pérez Molina logró llegar hasta la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de noviembre de 2007.

En el fondo, el problema remite, una vez más, a la ausencia de una política de seguridad coherente e integral: si existiera, quedaría más clara la incompatibilidad de la formación profesional de los militares con las tareas de seguridad pública. En casos de crisis, se plantearía esta participación como una opción transitoria destinada a establecer –o restablecer– la capacidad de las instituciones civiles responsables. Al no existir un marco de esta naturaleza, la participación militar en la seguridad interior, concebida como temporaria, se mantiene vigente e impide desarrollar las capacidades institucionales civiles suficientes para dejar de depender de los militares. Lo transitorio deviene permanente.

La crisis de criminalidad ha puesto en evidencia las debilidades de la PNC, el Ministerio Público y el sistema de administración de justicia en su conjunto. Pero el alcance es tal que evidencia, más allá de la incompetencia de sus instituciones de seguridad, la debilidad general del Estado. Las redes criminales lo han penetrado, han cooptado funcionarios y colocado operadores en lugares claves gracias al uso combinado del soborno y el amedrentamiento. En el periodo legislativo anterior, la decisión de algunos legisladores de votar en contra de las directivas partidarias en temas de seguridad reveló la influencia de las redes criminales en el sistema político. Del mismo modo, durante las últimas elecciones flujos millonarios de dinero provenientes del crimen organizado han alimentado campañas políticas en el nivel nacional y local. La crisis es tal, que el gobierno ha acudido a la comunidad internacional para solicitar un mecanismo extraordinario de investigación –la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, aprobada por el Congreso en agosto de 2007– que buscará apoyar al sistema de justicia a través de un mecanismo de investigación libre de influencias criminales.En el marco de esta debilidad estatal, la falta de subordinación efectiva del Ejército no es sorprendente. No es solo la reforma de las relaciones entre sociedad, Estado y Fuerzas Armadas la que avanza de manera incierta: el conjunto de las transformaciones políticas, sociales y culturales del país avanza, en el mejor de los casos, lenta y tortuosamente. El problema es que la autonomía militar no es solo un rezago, sino también un factor de riesgo. No sería absurdo pensar que, presionados por una crisis de gobernabilidad, sean sectores políticos civiles, en el gobierno o en la oposición, los que podrían buscar una intervención militar que restablezca coercitivamente el orden público aun a costa del régimen constitucional. Ciertamente, no sería la primera vez.

La historia demuestra que, más allá de características de la institución militar o de las condiciones de determinada coyuntura política, las causas fundamentales de la intervención militar son de naturaleza estructural: la debilidad del Estado y la dependencia del poder coercitivo como recurso para la gobernabilidad. Mientras estos problemas no se resuelvan, y por lo tanto no se avance en la reconversión militar y su subordinación efectiva al poder político, el riesgo de una restauración autoritaria seguirá vigente. Afortunadamente, no es ese el escenario inmediato: Guatemala tiene en 2008 una nueva oportunidad para reencauzar el proceso de cambio de la institución militar y consolidar el marco democrático general. Un nuevo gobierno, que en la recta final de la campaña electoral enfatizó su vocación civilista y democrática, desmarcándose de las posiciones de «mano dura», ha asumido la conducción del país. Habrá que ver si, más allá de las promesas electorales y de las buenas intenciones, las nuevas autoridades logran implementar las políticas necesarias, tanto en materia de seguridad como de reconversión de los militares, para continuar avanzando en el camino, tortuoso y difícil, que lleva al fortalecimiento del Estado y, desde allí, a su efectiva subordinación al poder civil.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 213, Enero - Febrero 2008, ISSN: 0251-3552


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