Las secuelas regionales de la crisis de Honduras
Nueva Sociedad 226 / Marzo - Abril 2010
La crisis de Honduras ha abierto profundas grietas en el debate político regional, no porque se haya convertido en un laboratorio de ideas sino porque es una especie de morgue metafísica, en la que yacen los restos de procesos, normas e ideas que no lograron responder con eficacia a la situación. Quedó claro que la injerencia de la comunidad internacional en los asuntos internos de los pueblos tiene sus límites –así sea para defender el sistema democrático– y que eeuu tiene un interés nacional que trasciende las supuestas buenas intenciones del presidente Obama. En este contexto, el artículo sostiene que Honduras puede ser un punto de partida para pensar críticamente nuestra configuración como región y nuestra inserción en la estructura internacional.
Que descansen en paz…
La crítica situación que se ha presentado en Honduras debe ser objeto de atención y de una reflexión detallada. Una crisis local terminó fracturando un conjunto de nobles ideales, que de algún modo no pudieron ocultar el sol con un dedo. Las sombras de lo tradicional aparecieron nuevamente, a partir de ese episodio, y rompieron falsas ilusiones. En este artículo se explora, más que las causas, la proyección regional de la crisis de Honduras.Honduras no se ha convertido en un laboratorio, como han dicho las agencias internacionales y algunos analistas de renombre, sino más bien, utilizando un término forense, en una morgue, donde yacen los restos de personas, procesos, normas e ideas que no pudieron responder a un rosario de acontecimientos duros, olvidados por el paso del tiempo o ignorados por la ausencia de una visión amplia y flexible de la situación actual de la región. Vamos a entendernos: un laboratorio es un sitio donde se analizan datos y se experimenta científicamente. Lo otro es un depósito de cadáveres.
Y es que, de alguna forma, en Honduras se ha dado la convergencia de al menos tres procesos que han modificado, para bien o para mal, la situación regional. En primer término, el golpe y porrazo que significó para muchas almas piadosas la conducta de las Fuerzas Armadas hondureñas al sacar de su residencia al presidente Zelaya. Si él se lo buscó o si fue sorprendido por tal acontecimiento, no importa. Lo cierto es que ese movimiento castrense fue una puñalada certera al Estado de derecho. Desde luego, ese «madrugadazo» no es el único ejemplo reciente de las violaciones flagrantes del orden constitucional en la región. El presidente de Venezuela dicta cátedra sobre «la dama ciega» y se encarga de «sugerir» al Poder Judicial lo que tiene que hacer. En esta parte del mundo sobran los ejemplos de violaciones a los derechos humanos, la libertad de expresión y los procedimientos democráticos. Piénsese si no en los casos recientes de Argentina, Ecuador y Nicaragua.
En verdad, la acción militar contra el presidente de Honduras recordó lo frágil que es la democracia y cómo sus fines se pueden desvirtuar fácilmente. Los golpes de Estado, en principio, son condenables. No obstante, sería inútil utilizar un tapaojos con cadenas de acero alrededor de nuestra frente y seguir juzgando los acontecimientos de Honduras con viejos esquemas, con criterios de un tiempo ya pasado, más acordes con la Guerra Fría o con una visión liberal ortodoxa. La asonada militar reúne una serie de características sui géneris que la distinguen de los cuartelazos típicos de nuestra región.
Las conductas retóricas y desordenadas de la Organización de Estados Americanos (OEA), Estados Unidos, Brasil, Venezuela y otros actores regionales de importancia no contribuyeron a solucionar el problema. Al principio, la acción de los militares determinó un débil consenso en la comunidad internacional acerca de la ilegalidad de la destitución de Zelaya. Rápidamente, sin embargo, se pasó a dos conductas que dividieron a los actores involucrados. La primera se centró en la idea de que no se debía reconocer al gobierno interino y que el depuesto presidente debía regresar al poder. La segunda, más pragmática, sugería darle tiempo al tiempo y reconocer al candidato ganador de las elecciones presidenciales previstas para fines de 2009. Todo esto se dio en medio de una fuerte presencia mediática y de una ausencia significativa de los sectores populares.
No faltaron algunos episodios pintorescos que empobrecieron el proceso. Cabe resaltar, por ejemplo, el vuelo rasante del presidente Zelaya sobre Tegucigalpa en un avión de matrícula venezolana, quizás esperando que el pueblo tomara «el cielo por asalto», la fábula sobre su entrada a la Embajada de Brasil, los pasos resbaladizos del Secretario General de la OEA, las contradicciones surgidas dentro del gobierno de Barack Obama y la conducta peculiar del presidente hondureño de facto, Roberto Micheletti.
Al final, las cortinas se fueron cayendo y fueron pasando, uno tras otro, los actos de esta obra teatral. Pero quedaron dos cosas por estudiar, dos datos empíricamente demostrables: que la injerencia de la comunidad internacional en los asuntos internos de los pueblos tiene sus límites –así sea para defender el sistema democrático– y que EEUU tiene un interés nacional que transciende las supuestas buenas intenciones del presidente Obama, lo que afectó a aquellos que creyeron que se había abierto una nueva etapa, más gloriosa, en las relaciones entre EEUU y América Latina. En verdad, la crudeza del poder no necesitó de las lecciones de Maquiavelo para develarse en Honduras.
En cuanto a las secuelas que deja la crisis, ¿cómo queda ahora el escenario regional? No queremos decir con esto que América Latina y el Caribe están divididas desde la caída de Zelaya. Eso venía de antes, a pesar de los esfuerzos de algunos jefes de Estado por ocultarlo, tales como el presidente dominicano, Leonel Fernández Reyna, y el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, consagrados artífices del equilibrio político, empeñados en estar con Dios y con el Diablo. Las pugnas personales e ideológicas entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez, entre la saliente presidente chilena, Michelle Bachelet, y el mandatario peruano, Alan García, y entre este y el presidente boliviano, Evo Morales, no son algo nuevo ni se originaron a partir de la crisis hondureña.
Sin embargo, es cierto que, luego del golpe en Honduras, las grietas regionales se hicieron más profundas y que, de paso, pusieron en una situación de debilidad a las estructuras de consulta, mediación, negociación, resolución y prevención de conflictos, que en años recientes evitaron muchos contratiempos en América Latina y cuyo máximo símbolo es la Carta Democrática de la OEA aprobada en 2001.
La hora de la verdad
Por más de 20 años, la Escuela de Copenhague, promotora de los conceptos de paz perpetua, seguridad humana y derechos humanos y propagadora del discurso supraestatal, dominó las investigaciones académicas realizadas luego de la superación de la crisis centroamericana de la década del 80 y la caída del Muro de Berlín. Incluso el conflicto colombiano fue analizado bajo estos supuestos, exagerando con la idea de que Colombia era un Estado fallido y que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) debían ser reconocidas como interlocutor –de tú a tú– por el gobierno de Bogotá. No podía faltar en este discurso la creencia de que EEUU, bajo un gobierno demócrata, se aproximaría a los sentimientos regionales con una política de «zanahoria» y no de «garrote». Tampoco faltó quien dijera que la promoción de la integración y del comercio justos podía reducir las tensiones políticas externas y evitar el proteccionismo y la competencia entre Estados. ¡A fin de cuentas se estaba participando en la globalización!
Para superar esas ideas y en la intención de buscar una plataforma de análisis diferente y más acorde con nuestros tiempos, cuatro problemáticas deben debatirse con rigor. En primer lugar, es necesario retomar el tema de las relaciones cívico-militares. La crisis de Honduras, la militarización de EEUU, Colombia y Venezuela y el auge de la delincuencia supraestatal promovida por el crimen organizado obligan a repensar el tema militar y sus derivados –seguridad, armamentismo e instituciones militares– desde perspectivas diferentes. Ya no es posible seguir creyendo que se han superado las madrugadas de bayonetas y que han dejado de sonar las tonadas belicistas. La tensión entre civiles y militares es un hecho, resultado de la pretensión castrense de influir en la política, la carrera armamentista, la idea de «sacar los trapos sucios del pasado» y la tentación de «securitizar» la política exterior de algunos gobiernos. Y esto es así incluso en aquellos países en que se exclama a los cuatro vientos que se ha dado una simbiosis perfecta entre uniformados y no uniformados.Un segundo tema por discutir es el de la democracia. Es ya un lugar común plantear que la democracia y el resguardo de los derechos humanos van más allá de lo meramente electoral. Pero es que en América Latina chocan dos perspectivas. Una que se aferra al canon tradicional de la democracia representativa y otra que defiende la tesis de la democracia participativa (con todos sus bemoles, desde aquella que la inserta en un planteamiento radical-comunal hasta la que define la relación del líder con la masa de una manera transitiva y sin pasar por las instituciones intermedias). Existen, además, otras dos versiones de democracia, más mediáticas y menos radicales: la primera, concebida por algunos en un tono pomposo como «populista de derecha»; la segunda, de raíz liberal.
Un tercer aspecto por discutir es el del desarrollo. Para nadie es un secreto que prevalecen dos tesis antagónicas: una de carácter capitalista, a favor de la empresa privada, y otra, socialista, que prefiere una alta participación del sector público en la economía. De ello se originan otras tantas consideraciones sobre el carácter de la riqueza, su distribución e incluso sobre el rol de las empresas privadas en la construcción de modelos alternativos. Todos estos temas jugaron un papel importante en la crisis hondureña, al tiempo que Zelaya suscribía con entusiasmo los acuerdos de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y en Honduras crecían las reservas sobre el contenido de esos compromisos, incluidos los de naturaleza energética.
Finalmente, pero no menos importante, hay que mencionar la cuestión de las relaciones internacionales. Los vínculos con EEUU, la integración económica y el intercambio comercial se han convertido en un tema crucial para América Latina. La expansión de las ideologías, la crisis económica mundial y los propios programas de comercio exterior de algunos países con vocación bilateral han golpeado las iniciativas integracionistas. El Mercosur, la Comunidad Andina, la Secretaría de Integración Económica Centroamericana (Sieca), la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), la Comunidad del Caribe (Caricom), el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y el mismo ALBA, ahora sin Honduras, no son más que «piras funerarias» ajenas a la realidad de los tratados de libre comercio (TLC), la competencia, el creciente proteccionismo, las salvaguardas, la dualidad de mercados, el contrabando, el pillaje, la corrupción y la manipulación financiera. Basta con asomarse a la reciente crisis bancaria y bursátil venezolana, en donde muchos empresarios progobierno dejaron atrás sus ropajes y su confesa fe revolucionaria cuando se vieron descubiertos in fraganti en unos juegos financieros extraños y peligrosos. En el caso hondureño, el poder de las remesas y la posibilidad de perder ese importante flujo monetario sirvieron como una de las excusas para desplazar del poder al presidente Zelaya.
Es necesario prestar especial atención a las relaciones de la región con EEUU. El gobierno de Obama trata de configurar una agenda que dé cuenta de la esperanza multilateral y las buenas intenciones acerca de un nuevo diálogo hemisférico. Pero esto no se puede construir solo de manera parcial, dada la metamorfosis de algunos elementos: la crisis económica internacional, el hecho de que el gobierno estadounidense esté girando hacia un enfoque proteccionista y la regulación económica, algo que se encuentra muy lejos de las intenciones aperturistas del Consenso de Washington. Por otra parte, la agenda de seguridad hemisférica se ha redoblado en sus intenciones y recursos. De hecho, el combate contra el terrorismo y el crimen organizado, la guerra contra el narcotráfico, los temas migratorios, los aspectos referidos a la seguridad energética, el propio rearme latinoamericano, junto con las alianzas extracontinentales de algunos gobiernos de la región con países considerados por Washington como radicales, colocan los temas estratégicos de EEUU como una prioridad. En este marco, el comentario general, tanto en los medios de prensa como en los círculos académicos, es que el gobierno de Obama decretó una nueva «ocupación militar» en Haití a raíz del terremoto que azotó ese país. Si bien es cierto que la cooperación estadounidense está aprobada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la presencia unilateral, militar y cooperante de EEUU es muy superior a la del resto de los países.
El hecho que el gobierno del Obama le preste un mayor interés a la situación interna de su país y priorice otras regiones del mundo no significa en absoluto que la Casa Blanca se haya olvidado de América Latina. El comercio intrahemisférico, la iniciativa del ALCA, la promoción de los TLC, el combate contra el terrorismo y el narcotráfico, el apoyo militar a Colombia, junto con los temas migratorios y el envío de remesas, estuvieron presentes en la mesa de negociaciones durante las dos últimas gestiones republicanas. En realidad, no hubo un desdén de Washington hacia América Latina en tiempos del presidente George W. Bush, sino más bien una manera de ver las cosas que no obtuvo el apoyo mayoritario de los gobiernos de la región.
Es en este marco donde se están redefiniendo las nuevas relaciones entre EEUU y América Latina y el Caribe. No hay que hacerse falsas ilusiones sobre la posibilidad de que los «temas blandos» dominen la agenda y de que el nuevo gobierno sea «más sensible» a la problemática regional. Las fallas democráticas, el rearme regional, la radicalización política en algunos países con la presencia de gobiernos de izquierda, las tensiones fronterizas entre algunos Estados latinoamericanos, la cuestión de las bases colombianas y su utilización por las Fuerzas Armadas estadounidenses, la amenaza de una internacionalización de la región, la presencia de potencias extrahemisféricas, las ofertas para asentar bases e instalaciones militares de terceros países, el desarreglo mexicano y la incertidumbre sobre un cambio general en Cuba, son apenas algunos de los temas relacionados con la seguridad y la defensa que ocupan a EEUU y que de alguna forma se explicitaron a través de la salida pragmática que el gobierno de Obama planteó a la crisis hondureña.
Venezuela y el panorama regional
En cuanto a la política exterior de Chávez, su radicalización, tanto en sus contenidos como en sus instrumentos, y las características singulares de sus aliados han producido un deterioro de las relaciones de Venezuela con EEUU, a pesar de la llegada de Obama a la Casa Blanca. La situación de Irán, la crisis de Honduras y el manejo de la disputa por las bases militares colombianas se han convertido en un gran obstáculo para que las relaciones entre Washington y Caracas salgan del estado de inmovilidad en que se encuentran. A esto hay que añadir las reiteradas alusiones de Chávez al «imperio» y sus declaraciones de que Obama no se diferencia de Bush. Esto se ha extendido, además, al resto de los países del ALBA.
Es cierto que el clima internacional no ha permitido que Obama rompa con el legado de Bush. Como se señaló, los intereses nacionales de EEUU impiden un giro fuerte de su diplomacia. Sin embargo, había esperanzas de un acercamiento entre Washington y Caracas. Pese a que estas no se cumplieron, el gobierno de Chávez no ha querido suspender las relaciones diplomáticas ni ha cortado el suministro de petróleo a EEUU, el embajador venezolano en Washington, Bernardo Álvarez, regresó a su puesto de trabajo, y lo mismo hizo el embajador estadounidense en Caracas, Patrick Duddy. Todo esto, eso sí, dentro de un ambiente bastante frágil. Ambos diplomáticos han asumido un bajo perfil y no se estima que en estos meses vaya a haber un cambio significativo en unas relaciones que se mantienen en el mínimo nivel.
En este contexto, el gobierno de Chávez trata de influir en el desarrollo de la política exterior de EEUU hacia América Latina (y hacia Venezuela) sobre la base de dos objetivos: que el gobierno de Obama no le dé un apoyo especial a la oposición venezolana y que no prospere la alianza con Colombia. Sobre este último aspecto, el gobierno de Chávez ha denunciado la extensión del Plan Colombia y la presencia estadounidense a través de la puesta en práctica de la tesis del Comando Sur de «Acción Estratégica Integrada», con un mayor énfasis en las labores sociales de contrainsurgencia y no en las militares.
A este cuadro complejo cabría agregar la campaña sistemática que está llevando a cabo EEUU para perfeccionar sus alianzas militares con Colombia y Panamá y sus vínculos políticos con Brasil, Chile y Perú, junto con el acercamiento a Argentina y México. Todo esto proyecta un escenario menos amistoso con el gobierno de Chávez. A ello se suma la mayor distancia de Chávez con Francia (a raíz de sus declaraciones a favor del terrorista Carlos «El Chacal»), con los Países Bajos (a raíz de las declaraciones de Chávez a favor de la independencia de las Antillas Neerlandesas y de Aruba, tras la «denuncia» sobre la supuesta alianza entre EEUU y los Países Bajos para invadir Venezuela) y España (a raíz del reclamo del gobierno de Chávez por la crítica española a la conducta venezolana en la pasada Cumbre Mundial del Ambiente).
En este contexto, las iniciativas venezolanas se desarrollan en varios frentes. En primer lugar, apuntan a proteger a los países del ALBA a fin de evitar que se repita una situación como la de Honduras. Prueba de esto es la decisión de redoblar la cooperación con Ecuador, de modo de lograr que este país no disminuya sus compromisos con el ALBA. Como se sabe, Ecuador ha normalizado sus relaciones con Colombia, fue certificado por EEUU para seguir en el programa de preferencias comerciales para los países que combaten el narcotráfico (Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y de Erradicación de Drogas, Atpdea por sus siglas en inglés) y ha llegado a un acuerdo en la Organización Mundial del Comercio (OMC) con la Unión Europea en relación con la comercialización del banano. Con Bolivia, Caracas ha reiterado que asumirá, junto con Argentina y Brasil, el costo que significa la decisión de EEUU de excluir al país de la Atpdea. Y, por último, Venezuela ha reforzado su colaboración económica con Cuba a fin de presionar al gobierno de Raúl Castro para que no ceda frente a EEUU en materia comercial y migratoria.
Recuérdese que, en los comienzos del siglo XXI, Cuba supo relacionar su propia experiencia con las de las izquierdas que asomaban nuevamente en la vida política latinoamericana, que comenzaron a florecer en Venezuela y más tarde llegaron a Brasil, Bolivia y Ecuador, entre otros países. Esto, de algún modo, reflotó el debate sobre cómo tratar a Cuba: ¿como un problema de seguridad regional o como un modelo a seguir? El tema ha generado un debate sobre la revolución, la supuesta injerencia de esos países en los asuntos internos de terceros y la posibilidad de que el modelo político venezolano siga la senda de Cuba.
Bajo una plataforma de cooperación, comercio e inversión económica conjunta, las relaciones entre Cuba y Venezuela se han fortalecido de manera singular, al punto de que ya se puede hablar de una complementación económica entre los dos países. Cabe destacar el inmenso volumen financiero así como también el tipo de cooperación asimétrica, con Venezuela aportando lo sustancial. La verdad es que desde 1999 Cuba cuenta con un socio confiable, lo que se expresa en el acercamiento entre los dos países, su participación conjunta en el ALBA, el desarrollo de un intercambio socioeconómico importante y la proyección del socialismo en la región.
En cuanto a las relaciones entre Venezuela y Colombia, la incursión colombiana en territorio ecuatoriano sirvió de «válvula de escape» a una serie de tensiones acumuladas entre dos países que han pasado de una agenda tradicional fronteriza a una agenda más compleja, en la que prevalecen temas relacionados con la singularidad política de ambos gobiernos, sus relaciones con EEUU, sus diferentes posiciones en la política latinoamericana y la violencia en Colombia. En medio de todas estas tensiones se ha generado un debate sobre los alcances del Plan Colombia, el tránsito fronterizo de guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares, la salida definitiva de Venezuela de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), la crítica del gobierno de Chávez al TLC entre Colombia y EEUU y las declaraciones acerca del rol de este país como la «Israel de América del Sur», además de la ausencia de una estrategia de seguridad común en la frontera y la falta de confianza mutua en materia de inteligencia. A su vez, el gobierno de Colombia insiste en acusar al de Venezuela por su debilidad en el combate contra el narcotráfico y el terrorismo. Todo esto afecta las relaciones entre los dos países, que se encuentran en su peor momento desde 2002. El gobierno colombiano, por su parte, trata de profundizar sus vínculos con EEUU, se niega a renunciar a su política de «Seguridad Democrática» y se opone a otorgarles una zona de distensión a las FARC.
En círculos diplomáticos se comenta la posibilidad de que Venezuela y Colombia puedan llegar a romper relaciones diplomáticas. A pesar del esfuerzo de algunos colombianos, como el ex-presidente Ernesto Samper, y de algunos venezolanos, la acusación de Bogotá sobre la violación del espacio aéreo por un helicóptero venezolano ha profundizado el clima de hostilidad. Recordemos que se trata del ciclo negativo más significativo entre las dos naciones desde 1987, cuando las corbetas colombianas Caldas e Independencia se ubicaron en áreas territoriales venezolanas. El actual conflicto se produce en el marco de la alianza entre Colombia y EEUU y con el telón de fondo del choque entre dos proyectos ideológicos antagónicos, lo que ha generado una reducción paulatina del comercio binacional, un aumento del contrabando, más inseguridad fronteriza y un deterioro de los mecanismos de prevención de conflictos.
Solo un movimiento nacional en ambos países, con amplio apoyo internacional, puede frenar un conflicto que a todas luces resultaría muy peligroso para la paz regional y que podría originar un vacío político que diera lugar a una internacionalización de esos espacios.
El qué dirán…
Por encima de las huellas de un pasado mejor que desaparece –¡o que a lo mejor nunca existió!– las ciencias sociales –y, sobre todo, las relaciones internacionales– deben ser diseñadas y organizadas de manera creativa y diferente, antes de que sea tarde. Se trata de impulsar una nueva agenda de docencia e investigación que no descanse en el discurso idealista que tanto daño ha hecho al análisis eficiente de nuestros problemas. No me estoy refiriendo a una cuestión de carácter ético. Nadie en su sano juicio se opone a la paz y los derechos humanos. Me refiero a darles una vuelta a los aspectos ontológicos, epistemológicos y metodológicos que están en juego, para ampliar el campo de investigación en el marco de una visión de conjunto que tome en cuenta el hecho de que la política es una ciencia blanda. Tampoco se trata de pensar que estamos en una situación en la que la resistencia al cambio y la permanencia de la tradición no permiten avanzar. Pero es interesante desarrollar un enfoque más realista, que posibilite retomar el problema del poder como una variable independiente a tomar en cuenta a la hora del análisis y que permita abordar la región como objeto de estudio, lo que no implica descartar, pero tampoco privilegiar, conceptos provenientes del liberalismo, como el de la interdependencia económica.
El argumento principal que se propone en este artículo es que el debate intelectual en la región experimentó un cambio de paradigma desde fines del siglo XX y, sobre todo, desde los primeros años del siglo XXI. En algunos casos, como en Colombia y Perú, se desmontó un discurso radical de izquierda promovido desde la sociedad. Algunos gobiernos centrales retomaron la idea de un Estado fuerte –en contra de la idea de Estado fallido– y aportaron las tesis de la política de seguridad, de forma contraria a las tesis de la violencia estructural y de la necesidad de una paz negociada en que se reconociera el poder de la guerrilla y de otros grupos insurreccionales. En otros países, como Bolivia y Venezuela, se desmontó el discurso centrista promovido por los gobiernos anteriores y se impulsó como discurso oficial lo que antes había sido una visión opositora crítica: el discurso radical de izquierda.
El debate acerca del desplazamiento de las tradiciones intelectuales y la discusión sobre la manera de estudiar la política se ha enriquecido con el caso de Honduras, al tiempo que abre un espacio de reflexión para algunas cuestiones controversiales: por ejemplo, si en Bolivia y Venezuela se está dando una revolución, el carácter democrático o autoritario de esas experiencias, el tipo de relación entre Estado y sociedad, el tema de la propiedad privada y la regulación estatal, las diferencias entre un gasto público orientado al crecimiento de la demanda agregada y uno destinado a sectores pobres de la población y el llamado «retorno» del conservadurismo al poder. A esto hay que agregar las interesantes tesis sobre el desarrollo sustentable y la transformación, en el marco de los cambios globales, de los conceptos de soberanía y frontera (la creciente presencia de los medios de comunicación y de las redes sociales cuestionan las definiciones más tradicionales de la violación de la soberanía y el control de las fronteras, ya que la «frontera virtual» es hoy un concepto que ayuda a comprender las complejas vinculaciones de un país con el exterior y la desaparición de la división entre lo nacional y lo internacional). En 2010 los gobiernos de América Latina y el Caribe tendrán la difícil tarea de enfrentar una situación de evidente fragilidad política y gran incertidumbre económica. ¿Será este año el principio del fin de la era de la cooperación? Quién sabe. Lo que está claro es que la situación de Honduras rompió el consenso y la confraternidad regional y produjo un cambio casi irreversible en un sentido de fragmentación política, en el cual las ideas liberales y marxistas ortodoxas quedarán como un objeto de culto en el marco de una sociedad llena de nostálgicos de la pertinencia del multilateralismo, del diálogo político o de la revolución, con una población desinformada por la acción de los propios medios, atontada por el consumo, asustada por la pobreza e indiferente ante las ideologías.
Para evitar llegar a la anarquía, es necesario hacer un gran esfuerzo para repotenciar las relaciones bilaterales y los compromisos de corto alcance entre los gobiernos, más que esperar resultados instantáneos derivados de formulaciones abstractas sobre la cooperación política y la integración económica. Esto contribuiría a evitar las «tentaciones geopolíticas en América Latina», entre las cuales sobresalen cuatro: a) que la clasificación, por otra parte controvertida, de «Estados fallidos» vaya más allá del caso de Haití y se aplique a países como Nicaragua; b) que se internacionalice el conflicto colombo-venezolano y que la región sea objeto de una controversia que pueda incluir la cuestión de la guerra; c) que EEUU enfatice el carácter militar de su política exterior y trate por todos los medios de reducir el impacto de los gobiernos de izquierda en la región; y d) que los gobiernos con un orientación radical profundicen la socialización de sus economías y la política de alianzas con «países problema» y con algunos grupos insurgentes.
No todo ha terminado
Hoy, en momentos en que la región se prepara para conmemorar 200 años de su emancipación, se profundiza la discusión sobre el devenir de América Latina y el Caribe, no solo por la distancia entre los logros de la modernización y los problemas recurrentes en la política y la economía, sino también por el cuestionamiento a algunas «verdades» que, de una u otra forma, están siendo puestas en dudas.En ese sentido, la llamada «crisis hondureña» no es más que el reflejo de esas contradicciones. Constituye un punto de partida interesante para iniciar un debate público sobre nuestra configuración como región y nuestra participación en la estructura internacional. Si bien es cierto que muchos de los temas regionales se relacionan y se nutren de los temas globales (democracia, derechos humanos, integración, cooperación, ambiente, medios de comunicación, combate contra el narcotráfico y el terrorismo), es posible también identificar unos cuantos temas propios, tales como el futuro de la Revolución Cubana y el de las relaciones hemisféricas, el papel mundial de Brasil, la cuestión migratoria, el impacto del Socialismo del Siglo XXI, la relación entre desigualdad social e instabilidad política, el paquete ideológico venezolano, los acuerdos del ALBA, el rol de la OEA y el retorno de los temas duros a la agenda regional (la seguridad estatal, los conflictos fronterizos, el armamentismo, la cuestión nuclear, las alianzas militares).
Desde un punto de vista hemisférico, ya está claro, como se señaló más arriba, que han desaparecido las ilusiones de un Obama muy distinto del anterior presidente estadounidense, menos imperial. La verdad es que la política militar y antiterrorista sigue siendo la prioridad de Washington, seguida por el combate contra el narcotráfico y, en tercer lugar, por la cuestión de la democracia. De hecho, EEUU está impulsando en la región los temas «duros», promociona ofertas electorales de centro y centroderecha y estimula los TLC bilaterales. Todo esto tendrá como consecuencia una reducción del papel de los países del ALBA y de la proyección de Brasil, que ha querido estar, ciertamente sin éxito, en una posición equidistante.
En este contexto, cabe destacar la potenciación del pensamiento radical de izquierda y del pensamiento conservador, desplazando las posiciones centristas, tal como se está viendo en el caso de Chile. Cabe destacar también el crecimiento de las tensiones políticas regionales, en la medida en que se hace más difícil promover consensos, generar confianza y resolver conflictos entre gobiernos.
Los conceptos de cooperación e integración contrastan con la historia de desencuentros y diversidades, que reflejan un panorama regional más complejo y difícil de analizar. En el fondo de todo esto están las tradicionales dicotomías ente orden y revolución, tradición y cambio, democracia y dictadura, desarrollo y subdesarrollo, gobernantes y gobernados, Estado y sociedad civil, crecimiento y atraso. Estas dicotomías no dejan de estar presentes a la hora de discutir la crisis de Honduras y sus efectos en el futuro de la región.Bibliografía Amin, Samir: Los desafíos de la globalización, Siglo Veintiuno Editores, México, DF, 1997.Blasier, Cole: Constructive Change in Latin America, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1968.Elliott, John H.: Spain, Europe and the Wider World, Yale University Press, New Haven, 2009. Etzioni, Amitai: Security First. For a Muscular, Moral Foreign Policy, Yale University Press, New Haven, 2007. García Sayán, Diego: «Crisis económica global: impactos económicos y políticos en América Latina» en Nueva Sociedad No 223, 9-10/2009, pp. 15-28, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3629_1.pdf.O’Donnell, Guillermo: Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism: Studies in South American Politics, University of California Press, Berkeley, 1973.Orozco Restrepo, Gabriel Antonio: «El aporte de la Escuela de Copenhague a los estudios de seguridad» en Fuerzas Armadas y Sociedad año 20 No 1, 2006, pp. 141-162.Ottaway, Marina: Democracy Challenged. The Rise of Semi-Authoritarianism, Carnegie Endowment for Internacional Peace, Washington, DC, 2003. Reina, José Luis (comp.): América Latina a fines de siglo, CNCA / FCE, México, DF, 1995.Rojas Aravena, Francisco: «Siete efectos políticos de la crisis internacional en América Latina» en Nueva Sociedad No 224, 11-12/2009, pp. 128-143, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3656_1.pdf.Schmitter, Phillippe: «Las sendas del desarrollo político de América Latina» en Estudios Andinos vol. III No 8, 1973, pp. 49-70.