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Las relaciones entre las esferas política y económica. ¿Hacia el fin de los particularismos colombianos?


Nueva Sociedad 229 / Septiembre - Octubre 2010

En Colombia, las esferas política y económica se han relacionado según patrones que se alejan bastante de los registrados en otros países de la región. Las reformas de los 90 modificaron esta situación y generaron nuevas dinámicas. Tras revisar su impacto, el artículo analiza dos temas: los peligros de captura del Estado por parte de intereses privados a través de un creciente sector económico intermedio, y el clientelismo, cuyo peso parece cada vez más problemático. En la conclusión se alerta sobre el riesgo de que se borren las fronteras entre lo público y lo privado y, por lo tanto, entre política y economía.

Las relaciones entre las esferas política y económica. ¿Hacia el fin de los particularismos colombianos?

Históricamente, en Colombia las esferas política y económica se han relacionado según patrones complejos y singulares, que se alejan bastante de los modelos vigentes en la región. Al menos esto es lo que se desprende de la manera en que la historiografía de América Latina ha planteado el tema, subrayando las interdependencias entre los dos planos, aunque según modalidades diversas en función de las épocas y las perspectivas.

En este artículo mostraremos que Colombia nunca se ajustó bien al esquema regional, ya que ha seguido una trayectoria muy particular. Para ello, comenzaremos con un breve recorrido histórico a lo largo del siglo XX y argumentaremos que las reformas introducidas al principio de los 90, tanto en el sistema político como en el económico, suscitaron nuevas dinámicas que parecen apuntar en una dirección distinta. Estas nuevas tendencias nos obligan a revisar la perspectiva sobre la relación entre política y economía y centrarnos en problemas que Colombia comparte hoy con la mayoría de los países de América Latina. En este orden de ideas, desarrollaremos dos temas: por una parte, los peligros de captura del Estado por intereses privados a través del desarrollo de un creciente sector económico intermedio, manejado por el sector privado, pero estrechamente dependiente de decisiones políticas; y, por otra, el clientelismo, cuyo peso parece cada vez más problemático.

Los particularismos colombianos

La tradición marxista ha insistido en la subordinación de la política a los procesos económicos, postulando que los intereses económicos dominantes limitaban cualquier alcance reformista desde la política y, más aún, que daban el tono de toda la vida política. Esta idea adquirió una gran popularidad mucho más allá de los círculos marxistas, y sigue teniendo una gran influencia, a menudo implícita. El periodo que va de 1870 a 1930 es, a grandes rasgos, el que ha dado mayor credibilidad a esta perspectiva. El auge del sistema agroexportador en América Latina consolidó, en esta etapa, una elite económica que nucleaba a empresarios del sector agrícola, minero, financiero y de infraestructura de transporte, con una influencia desproporcionada sobre sistemas políticos débiles y con bases electorales muy estrechas. En los casos que Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto llamaron «economías de enclave», este modelo llegó al extremo1.

No obstante, la crisis de 1929 hizo tambalear este sistema y permitió un desborde de expresión de todo tipo de insatisfacciones en la esfera política. De este modo, esta adquirió poco a poco una importancia y una autonomía nuevas a través de los movimientos nacional-populares, que los marxistas tuvieron que explicar mediante analogías con el bonapartismo, como una etapa de equilibrio de fuerzas entre clases todavía en formación, que permitía al Estado asumir temporalmente un papel de árbitro entre intereses económicos mediante políticas intervencionistas y bastante autoritarias2. Pero esta vez fueron los economistas liberales y monetaristas quienes impusieron su interpretación de esta nueva época, invirtiendo el postulado marxista. Según ellos, entre 1930 y 1980 la política subordinó a la esfera económica a través de un Estado tan omnipotente como ineficaz, que dominaba un sistema económico corporatista3. Las luchas de intereses entre distintos grupos económicos transformaron al Estado en un repartidor de rentas, lo que condujo directamente a las crisis de la deuda y la hiperinflación de los 80. De hecho, para esos economistas, las reformas recomendadas a los países latinoamericanos en el marco del famoso Consenso de Washington tenían precisamente entre sus objetivos la separación de las esferas política y económica. La limitación del papel del Estado en materia económica debía permitir un mejor funcionamiento del sistema económico, bajo la brújula única del sistema de incentivos proporcionado por el mercado. Por su parte, el sistema político funcionaría tanto mejor en la medida en que se libraba de la presión de los intereses económicos que tramitaba anteriormente.

De este modo, tanto los marxistas como los monetaristas estarían de acuerdo en que la interpenetración de los sistemas económico y político ha sido un rasgo importante (y nefasto) de la historia latinoamericana. El caso de Colombia evidencia importantes matices.

Por lo que concierne al siglo XIX y el principio del XX, el historiador inglés Malcolm Deas, agudo observador de la sociedad colombiana, hizo notar en muchos de sus escritos que las elites económicas y políticas del país se diferenciaban claramente, y que además tenían relaciones limitadas, en las cuales afloraba fácilmente la desconfianza recíproca4. Esto se debe a que Colombia, contrariamente a muchos de sus vecinos, no logró insertarse con éxito en el sistema agroexportador característico del periodo 1870-1930. Su principal producto de exportación, el café, solo alcanzará a cumplir realmente este papel en la década de 1920. Antes de eso, la economía colombiana no experimentó los booms característicos de la región y registró un desarrollo lento, con un mercado muy estrecho y afectado por las dificultades de comunicación entre las regiones.En resumen, Colombia era un país muy pobre, incluso dentro del contexto regional. Esto no solo dificultó la aparición de una elite económica nacional potente, sino que además limitó drásticamente el desarrollo del Estado. Aunque durante la época conocida como la Regeneración (1886-1899) se pretendió crear un Estado centralista y fuerte bajo la dirección del Partido Conservador, los recursos públicos siguieron siendo demasiado escasos para que esta ambición se tradujera en un papel muy activo en el desarrollo del país.

En consecuencia, las elites políticas y económicas se desempeñaron en esferas relativamente separadas. Las primeras estaban constituidas por intelectuales, literatos, abogados, periodistas y, ocasionalmente, militares improvisados durante las múltiples fases de guerra civil. Aunque solían tener intereses económicos en tanto terratenientes y comerciantes, en su mayoría no podían ser considerados hombres ricos. Los pocos que sí se enriquecían en las escasas actividades que lo permitían solían ser hombres de provincia, con un nivel de educación muy inferior. El principal contacto con la política para estos últimos se daba a través de los conflictos civiles, que se traducían en empréstitos forzados, reclutamiento de trabajadores rurales, dificultades en el comercio, saqueos y robos, etc. Por ello, no resulta nada extraño que miraran la política con cierta hostilidad e hicieran todo lo posible para mantenerla a distancia.

Esta situación cambió durante la época de los movimientos nacional-populares. Pero tampoco se conformó una situación igual a la de los esquemas generales latinoamericanos, básicamente porque Colombia no conoció una experiencia nacional-popular muy clara5. El débil desarrollo económico no permitió la emergencia de un movimiento sindical potente, como aquellos que fueron protagonistas centrales de las experiencias nacional-populares en Argentina, Brasil o México. Por otra parte, si el Estado no pudo asumir un papel protagónico, los partidos políticos sí lo hicieron. Los partidos liberal y conservador habían logrado echar raíces profundas en todas las regiones y en todas las capas de la población. De esta manera, lograron canalizar la mayor parte de las expresiones políticas, sin dejar muchos espacios que pudiera aprovechar un movimiento alternativo, aunque las tentativas en ese sentido fueron varias.

En este contexto, la intervención estatal en la esfera económica siguió siendo modesta a pesar de los discursos que la promovieron en diversas oportunidades. El sistema económico, por su parte, incluyó potentes gremios, con la Federación Nacional de Cafeteros a la cabeza, que comenzaron a asumir la representación de los intereses empresariales6. No cabe duda de que ellos lograron defender con éxito los intereses de sus sectores de cara al sistema político. En el caso de la Federación de Cafeteros, el gremio llegó incluso a sustituir al Estado en algunas regiones productoras de café para desarrollar infraestructura de transporte o construir puestos de salud y escuelas a través del Fondo Nacional del Café. Otros gremios asumieron también la gestión de programas en asociación con el Estado.

Los años que van de 1930 a 1950 constituyeron la edad de oro de los gremios colombianos. No obstante, su influencia encontró rápidamente un límite, que tuvo que ver con la creciente polarización entre los dos grandes partidos políticos generada a partir de 1930, que desencadenaría la etapa de desorden civil conocida como «La Violencia», entre 1948 y 1953. Para prevenir los obvios inconvenientes de la polarización política sobre la actividad económica, los gremios adoptaron en general una actitud prudente a la hora de vincularse con el sistema político. Una muestra de ello es la intención de respetar el equilibrio entre conservatismo y liberalismo en el seno de sus organizaciones. Esto explica que las ambiciones corporatistas que se manifestaron durante los gobiernos de Laureano Gómez (1950-1953) o Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) no prosperaran.

Si bien la situación del orden público mejoró durante la etapa del Frente Nacional (1958-1974), durante la cual se acordó finalmente ejercer el poder político en forma bipartidista en todas las instituciones del Estado para cerrar definitivamente el capítulo de las guerras civiles, la influencia de los gremios se vio limitada por otra razón. El dispositivo del Frente Nacional incluía un estricto sistema de amarres, como las supramayorías, que obligaba al gobierno a buscar amplios consensos en el Congreso para implementar sus políticas, no solamente entre los dos partidos, sino dentro de cada uno de ellos. El efecto perverso del Frente Nacional no fue tanto la siempre criticada «exclusión» de las fuerzas políticas que no fueran liberales o conservadoras, que tenía un carácter meramente formal7, sino las limitaciones que encontraron los gobernantes para asumir en forma correcta las funciones ejecutivas, en el marco de un consociacionismo perverso.

Una vez más, esto limitó considerablemente los esfuerzos para ampliar la intervención del Estado en la esfera económica. Aunque la reforma de 1968 suavizó los dispositivos de amarre del Ejecutivo, estos sobrevivieron como normas informales hasta mucho tiempo después del Frente Nacional. Como consecuencia, cada gremio obtenía fácilmente poder de veto sobre cualquier disposición que afectara a su sector productivo, y también podía lograr prebendas de todo tipo: cuotas de importación, licencias, impuestos, etc. No obstante, la necesidad de componer con una multitud de otros intereses no permitía ir mucho más allá, en particular presionar a favor de políticas generales más activas y favorables al sector. De hecho, la multiplicación de los gremios durante esta etapa se tradujo en una dispersión de intereses, a veces antagónicos, que comenzó a menguar el poder que habían obtenido en la fase anterior.

Por otra parte, a partir de los 70 el poder de los gremios empezó a decaer por el movimiento de concentración económica que propició la aparición de un puñado de grandes conglomerados empresariales. Estos grupos se caracterizaron, en primer lugar, por su enorme peso en la economía nacional, tanto en términos de producción como de empleo y de contribución al erario público, y en segundo lugar por sus estructuras multisectoriales, que impedían que fueran adecuadamente representados por un gremio particular. Como es obvio, estos grupos lograron obtener un enorme poder de influencia política que desplazó en buena medida a los gremios. El caso más emblemático es el grupo Bavaria, propiedad de Julio Mario Santo Domingo, quien todavía hoy es considerado como el hombre más rico del país. Además de manejar la cervecería Bavaria, la más importante de Colombia, el grupo tenía participación en los sectores más diversos, en particular en el transporte aéreo (Avianca) y los medios de comunicación (Caracol). Adicionalmente, el grupo Bavaria era reconocido por su generosidad en la financiación de campañas políticas y por su capacidad de cabildeo, lo que le permitió oponerse con éxito a varias tentativas de reformas fiscales. Resumiendo este recorrido histórico, durante esta etapa la relación entre las esferas política y económica, aunque por supuesto existía, aparecía como limitada y esencialmente «negativa», en el sentido de que los actores económicos intervenían en el sistema político sobre todo para evitar que los dirigentes adoptaran medidas desfavorables para ellos, y no podían esperar mucho más dadas las limitadas capacidades de acción del gobierno. Todo esto conformó lo que Daniel Pécaut caracterizó como un «corporativismo liberal»8, en el cual la capacidad de intervención de los intereses económicos sobre la política se tradujo paradójicamente en una consolidación del liberalismo económico, a pesar de que el mercado nacional permaneciera relativamente cerrado y, en la última etapa, bastante concentrado. Las relaciones entre las dos esferas, aunque intensas en algunos periodos, no implicaban de ninguna manera una subordinación de una a la otra, sino un complejo juego de transacciones que buscaba siempre preservar la autonomía de los jugadores.

Esta configuración tiene implicaciones que se hacen sentir hasta hoy. Por ejemplo, en Colombia no existen casos de grandes empresarios que se lancen a la política, como lo han hecho en otros varios países, incluso llegando a la Presidencia, como sucedió en Chile con Sebastián Piñera o en Panamá con Ricardo Martinelli.

Las reformas de los 90

Las reformas económicas e institucionales promovidas a partir de fines de los 80 en el marco del Consenso de Washington se aplicaron en Colombia como en el resto de la región. No obstante, tuvieron resultados muy distintos, tanto por el contexto en el cual fueron implementadas como por la particular situación del país9.

En cuanto al contexto, Colombia comenzó los 90 con un proceso de paz con la guerrilla del M-19, que desembocó en la elección de una Asamblea Constituyente. Las preocupaciones del gobierno liberal de César Gaviria (1990-1994), que promovía la apertura económica y la modernización del Estado en consonancia con las tendencias latinoamericanas de la época, encontraron ecos en el proceso constituyente. A ello se añadieron los objetivos de integración social y apertura política promovidos, entre otros, por el partido Alianza Democrática M-19 (AD-M19), creado por los desmovilizados de la guerrilla, que logró obtener un peso considerable en la Constituyente.

La Constitución de 1991 fue el resultado de esta coyuntura. Creó una nueva institucionalidad que recogió la preocupación de los economistas monetaristas, lo que se tradujo por ejemplo en la independencia del Banco Central. Pero la nueva Constitución pretende también crear un «Estado social de derecho» que garantice un amplio conjunto de derechos de tercera generación a toda la población, como los derechos a la educación, la salud, la vivienda, el trabajo, etc. Estos nuevos derechos no son mera retórica, ya que la flamante Corte Constitucional se fundamentó en ellos para tomar muchas decisiones, en particular a través del novedoso mecanismo de la «acción de tutela», que permite a un particular entablar una demanda contra el Estado cuando considera que una decisión pública vulnera sus derechos fundamentales, incluidos los citados anteriormente.

Con esta nueva arquitectura institucional, el Estado colombiano comenzó a recibir una serie de presiones que lo obligaron progresivamente a dejar atrás la timidez con la cual había actuado hasta entonces en el ámbito económico y social. De ese modo, las reformas de los años 90 no significaron para Colombia un achicamiento del Estado sino todo lo contrario. El gráfico de la página siguiente así lo demuestra.

En 1990, los ingresos tributarios en Colombia alcanzaban apenas 8% del PIB, un nivel comparable a países más chicos y poco desarrollados como Bolivia y Ecuador. En 2005 se acercaba a 16% del PIB, en una posición intermedia en el contexto regional, con un recaudo tributario mayor al de Costa Rica o México. En 15 años, el peso de los impuestos se duplicó, con un ritmo de crecimiento solo comparable al de Argentina y Bolivia.

Colombia venía de una situación de rezago evidente, por lo cual está todavía muy lejos del leviatán fiscal que algunos economistas comenzaron a criticar. No obstante, también está lejos del Estado «neoliberal» que, según otros, desde la apertura de 1990 habría dejado de asumir sus tradicionales funciones en lo social y lo económico para dejar todo librado a la implacable lógica del mercado10. Las cifras sugieren, por el contrario, que el Estado colombiano comenzó a cumplir muchas funciones que anteriormente solo desempeñaba de manera imperfecta o sencillamente no desempeñaba. Obviamente, parte del esfuerzo fiscal consentido por Colombia en los últimos años tiene que ver con la financiación del presupuesto militar para enfrentar el desafío que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) siguen planteando al país. Pero esto solo es parte del asunto.

En la nueva era «neoliberal», se suponía que el Estado dejaba de intervenir en la esfera económica como productor y se abstenía de cualquier acción que estorbara el libre funcionamiento del mercado. Pero esto no significaba necesariamente volver al «Estado gendarme» del siglo XIX. En las versiones más pragmáticas y realistas, el Estado conservaba un papel de regulador, y si dejaba de construir directamente obras públicas o de proporcionar servicios públicos, seguía financiándolos o subvencionándolos mediante un sistema de concesiones y contratos.

En Colombia, como hemos visto, el Estado nunca se había ajustado del todo al modelo de Estado productor y planificador que las reformas económicas de los 90 pretendían transformar. No obstante, logró adaptarse bien al modelo de Estado regulador. Así, paradójicamente, estas reformas terminaron otorgándole al Estado un peso en la esfera económica que nunca había tenido en la historia del país, al menos si se lo mide desde el punto de vista del presupuesto.

De este modo, las relaciones entre las esferas política y económica han experimentado varios cambios, que no se pueden percibir con una mirada macro centrada en las elites. Siguiendo con esta última perspectiva, la evolución de los últimos años parece haberse dado conforme a las previsiones de los reformadores del Consenso de Washington. El poder de los grandes grupos que constituyeron la última amenaza seria de confusión entre la esfera económica y política parece haber menguado por la apertura económica. Retomando el caso del grupo Bavaria, este ha tenido que adaptarse a la nueva situación cediendo espacio a empresas extranjeras, en particular con la venta de Avianca; la joya de la corona, la cervecería Bavaria, también fue vendida a la sudafricana SAB-Miller. Las inversiones extranjeras que comenzaron a jugar en el mercado colombiano en la última década parecen haber disminuido la presión de los grandes intereses privados sobre el Estado, sea porque no manejan las sutilezas del mundo político colombiano o porque sus prácticas en materia de cabildeo y financiamiento de campañas electorales están sometidas a estándares internacionales más estrictos que los que regían tradicionalmente en el país. Por otra parte, la Superintendencia de Industria y Comercio ha mostrado recientemente cierto activismo a la hora de promover la competencia en el mercado interno, limitando así el alcance de los grandes conglomerados.

Pese a todo lo anterior, si afinamos la perspectiva es fácil constatar que la nueva configuración acentuó y transformó ciertos fenómenos de interpenetración entre las dos esferas, que de hecho ya se presentaban desde hace tiempo en un nivel medio y micro. Se trata, en el primer caso, de los conflictos de intereses que genera el creciente desdibujamiento entre el sector público y el sector privado; y, en el nivel micro, del clientelismo.

La porosa frontera entre sector público y privado

Como en muchos otros países de América Latina, la reforma del Estado en los 90 se tradujo en privatizaciones de diversas actividades anteriormente asumidas por las administraciones o empresas públicas. Mediante ellas se desarrolló un importante y creciente sector intermedio de la economía regulado por el Estado. Los actores que intervienen en este campo son, entre otros, las Empresas Promotoras de Salud (EPS), Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) y Aseguradoras de Riesgos Profesionales (ARP); las empresas prestadoras de servicios públicos tales como energía, telefonía, agua y gas domiciliario, que antes eran compañías públicas de nivel regional, que fueron total o parcialmente privatizadas; y finalmente, todas las empresas que manejan algún tipo de concesión del Estado para la construcción y administración de obras de infraestructura, como las carreteras o aeropuertos, o de servicios, como los canales de televisión. Estas modalidades crecieron de manera exponencial desde los 90 hasta abarcar incluso parte del sector educativo, con el sistema de colegios por concesión, o la seguridad, con las compañías de vigilancia privada que cuidan las instalaciones de las administraciones públicas.

Todos estos actores operan bajo una gran variedad de estatutos jurídicos, pero comparten la característica de ser estrechamente dependientes de decisiones políticas en cuanto a sus tarifas, prestaciones y procesos de contratación. Así, de la mano del crecimiento de estas actividades surgió un nuevo tipo de empresario, cuyos vínculos con el mundo político son necesariamente mucho más estrechos y controvertidos que los que tenía el empresariado tradicional. Un ejemplo es el caso de William Vélez, a quien los medios destacaron como símbolo de esta nueva clase empresarial. Este ingeniero ha logrado en poco tiempo acumular una de las mayores fortunas del país a base de licitaciones en los sectores de energía, construcción y aseo. La cercanía de Vélez con el presidente Álvaro Uribe es un elemento central de las polémicas que suscita el personaje: se sospecha que sus relaciones políticas pesan mucho en sus negocios y que su fortuna puede influir en procesos políticos. Entre otras cosas, William Vélez fue uno de los donantes a la campaña que buscó recolectar firmas para promover un referendo que permitiera una nueva reelección de Uribe11.

El caso no tiene nada de excepcional. Aunque las informaciones al respecto son todavía limitadas, los contratistas y concesionarios del Estado sustituyeron en parte a los grandes grupos como los principales donantes para las campañas electorales de este año. Recientemente, los medios también encendieron la alarma sobre posibles casos de corrupción que generarían los procesos de contratación del Distrito Capital de Bogotá, cuya administración está en manos de la oposición. Se habla de la existencia de un verdadero «carrusel de contratistas» que funciona sobre la base de colusiones entre empresarios y políticos.

En realidad, estos conflictos de interés constituyen un riesgo inherente a la nueva arquitectura institucional que hemos analizado y que exige una importante tarea de vigilancia para detectar y resolver estos problemas y, si es el caso, la independencia y el protagonismo del sistema judicial. Sin embargo, ocurre muy a menudo que los funcionarios encargados de los entes de control son elegidos precisamente por las instituciones que deben vigilar, como en el caso de los contralores y personeros de los municipios, elegidos por los consejos municipales. Esto genera dudas sobre el alcance real de su fiscalización.

El tema se agrava a medida que nos alejamos de Bogotá y de la vigilancia ejercida por las instituciones centrales y los grandes medios de comunicación nacionales, más aún en un país donde actúan diversas bandas criminales vinculadas al tráfico de droga o herederas de las milicias de «paramilitares», cuyas relaciones con políticos y empresarios locales datan de hace mucho tiempo.

En ciertas regiones, el evidente peso de estas alianzas llevó al analista Luis Jorge Garay a abrir un debate acerca de los alcances de la «captura del Estado»12. Acuñado por el Banco Mundial (BM) para los países del ex-bloque soviético, este concepto alude a la influencia de agentes privados sobre distintas instituciones del Estado para lograr manipular el marco legal o las políticas públicas en función de sus intereses. Resulta llamativo que este tipo de debate aparezca hoy en Colombia, después de reformas que supuestamente deberían haber permitido una separación más clara entre los intereses públicos y privados.

De este modo, si la separación entre políticos y empresarios parece mantenerse en el nivel más alto, en el orden medio sucede lo contrario. Para dedicarse a la política en los niveles municipal o regional, se ha impuesto el modelo de la «llave» entre un político y un empresario. El primero asegura contratos al segundo, que financia las campañas del primero. En algunas situaciones, este nuevo modelo puede cobijar o favorecer fenómenos que caen en el ámbito de la corrupción llana y simple. Pero aun cuando no sea el caso, resulta un modelo poco transparente desde el punto de vista político y francamente ineficiente en el plano económico-administrativo. Los casos de obras o servicios entregados en concesión que no se terminan o se realizan con graves deficiencias se han multiplicado de manera alarmante debido a estas prácticas.

Las dinámicas del clientelismo

El clientelismo, vinculado al tema anterior pero en un nivel micro, es otro de los elementos estructurales que han pasado a caracterizar las relaciones entre la esfera política y la económica en Colombia, con dinámicas parecidas a las de otros países de la región. No es que el clientelismo sea algo nuevo en Colombia, pero sus alcances y modalidades parecen haber cambiado en varios aspectos.

Aunque las denuncias y críticas al clientelismo abundan, el conocimiento al respecto sigue siendo insuficiente. Lo que sí está claro es que el clientelismo implica por definición confusión entre las esferas económica y política. Supone a la vez un intercambio económico de bienes escasos (votos contra algún tipo de bien material o ventaja económica) y una relación política implícita pero crucial detrás de este intercambio (confianza, lealtad, agradecimiento). Se trata, por lo tanto, de cómo la confusión entre ambas esferas se insinúa en la mente misma de los actores sociales.

En América Latina, varios analistas describieron tempranamente cómo las reformas económicas de los 90 habían otorgado una nueva dimensión al clientelismo. Por el lado de los clientes, la desregulación del mercado del trabajo ha constituido un elemento clave. En efecto, el auge de la informalidad en las relaciones laborales generó un importante sector afectado por la inseguridad económica, lo cual lo lleva a valorar cualquier dádiva a cambio de su voto con una lógica de muy corto plazo. Como observaba acertadamente Romeo Grompone, «entre el sector informal de la economía y de la política se registran coincidencias que no parecen ser casuales»13.Por el lado de los políticos, este sector informal clientelizado sirve de fundamento a un nuevo tipo de caudillismo vía política social. Las reformas en este ámbito implicaron dejar de lado los tradicionales programas de vocación universal para concentrar los escasos recursos en las poblaciones más vulnerables, con un enfoque netamente asistencialista: programas pioneros de este tipo fueron el Pronasol de México durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el Foncodes en Perú durante la gestión de Alberto Fujimori. Directamente adscritos a la Presidencia, permitían hacer proselitismo presentando las prestaciones como «regalos» obtenidos gracias a la generosidad del presidente. Para sorpresa de los tecnócratas que defendían el modelo de reforma modernizadora del Estado, el nuevo enfoque se adaptó perfectamente a las prácticas clientelistas tradicionales, con la diferencia de que permitía su centralización en el primer mandatario. Estos programas fueron piezas claves de los debates sobre el «neopopulismo» que se generó en aquellos años14.

Colombia llegó tarde a esta mutación del clientelismo, pero llegó. Antes, Francisco Gutiérrez Sanín había demostrado cómo el clientelismo fue de la mano de la fragmentación del sistema partidario desde el Frente Nacional hasta los 9015. Los operadores políticos, que en las regiones servían de intermediarios entre la elite política que ocupaba los escaños del Congreso y la población, terminaron adquiriendo autonomía gracias al clientelismo: primero dentro de los dos partidos tradicionales y a partir de los 90 gracias a la proliferación de pequeños movimientos, que eran en realidad redes personalizadas al servicio de un cacique regional. Para agravar el panorama, los dineros sucios producto del narcotráfico encontraron en este sistema una buena puerta de entrada para capturar instituciones del Estado o movimientos políticos. La descentralización iniciada en los 80 también consolidó la tendencia, ya que abrió nuevos espacios de control político local para estos caciques. El resultado es una fragilización de los partidos políticos y una hiperfragmentación de la representación, que a principios de 2000 llegó al extremo de amenazar la gobernabilidad y legitimidad del sistema.

Los dos gobiernos de Álvaro Uribe pueden ser considerados a la vez como el punto de llegada de esta lenta evolución hacia la informalización de la política, en la medida en que Uribe arrebató finalmente la Presidencia a los partidos liberal y conservador, y como el esbozo de un nuevo ciclo. Uribe fue, en efecto, quien desarrolló decididamente una política social a través de los enfoques anteriormente descritos, particularmente con el programa Familias en Acción, que estuvo en el centro de grandes polémicas durante las últimas elecciones. Se trata de un programa manejado por la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional, que entrega subsidios de nutrición y educación a madres de familias de los estratos pobres. Dichas familias reciben una suma de dinero bimensual a cambio del compromiso de mandar a sus niños a la escuela y al control médico. Según el último documento de evaluación del programa publicado por Acción Social, que corresponde al segundo semestre de 2009, las familias beneficiarias serían más de 2,7 millones en un país de 45 millones de habitantes16.

Como es obvio, este tipo de programa se prestó a críticas acerca de su utilización político-electoral, muy parecidas a las que recibieron programas similares en otros países de América Latina. Durante la reciente campaña presidencial circularon rumores en varias regiones que aseguraban que, en caso de que ganara el candidato opositor Antanas Mockus, el programa sería desactivado. Llama la atención que el interesado se haya sentido obligado a firmar un documento notariado en presencia de los medios de comunicación para comprometerse a no terminar con Familias en Acción.

Un informe de la ONG Global Exchange pretendió demostrar estadísticamente que el programa había introducido una desviación de los resultados electorales a favor de los candidatos oficialistas, tanto en el Congreso como en la primera vuelta de las elecciones presidenciales17. El ejercicio es técnicamente difícil, y de todos modos cabe mencionar que el candidato Mockus se encargó involuntariamente de dar credibilidad a los rumores, en la medida en que su discurso de campaña se enfocaba en el rechazo al clientelismo sobre la base de las virtudes de los valores republicanos. Este discurso suscitó el entusiasmo de la clase media, pero obtuvo bajísimos niveles de aprobación en los estratos más pobres de la población. El episodio sugiere que, para los beneficiarios, Familias en Acción no es una política de Estado sino un programa del partido oficialista o del presidente. Varias investigaciones de prensa encontraron claras evidencias al respecto.Cabe añadir que la población más pobre no es la única afectada por el clientelismo. Antes de Familias en Acción, otro programa había sido blanco de las críticas en este sentido: Agro Ingreso Seguro. Se trataba, en este caso, de un programa del Ministerio de Agricultura, cuyos objetivos eran mitigar los efectos del Tratado de Libre Comercio firmado con Estados Unidos (aunque todavía no había sido ratificado por el Congreso de ese país) en los sectores agrícolas que podrían resultar perjudicados. Se entregaban subsidios para proyectos productivos orientados a modernizar o reconvertir unidades de producción agrícola. El escándalo se destapó cuando se denunció la poca transparencia con la cual se entregaban los subsidios; se destacaban varios casos en los cuales no existía ningún proyecto productivo serio y los beneficios parecían haber sido entregados como favores políticos.

Tanto en el caso de Familias en Acción como de Agro Ingreso Seguro, resulta interesante notar las diferencias respecto a las prácticas clientelistas anteriores. Todo indica que el gobierno ha retomado la iniciativa perdida en el asunto, y que la utilización política de estos programas apunta a un proceso de recentralización del clientelismo. En esta perspectiva, Familias en Acción asocia a los políticos regionales en la medida en que ellos pueden utilizar sus influencias en las oficinas locales de Acción Social para afiliar a sus propios clientes. De esta forma, vuelven a jugar el papel de intermediarios que desempeñaron durante la etapa del Frente Nacional y son incitados a afiliar a su maquinaria electoral personal a alguno de los partidos oficialistas.

Pero obviamente todo eso no deja de ser problemático en el plano político por la falta de transparencia que implica y los sesgos a favor del oficialismo que introduce. En otras palabras, aunque permita atenuar los problemas de gobernabilidad que se presentaban con la hiperfragmentación de la representación, no contribuye a mejorar la legitimidad del sistema político. Pero además, y sobre todo, esta gobernabilidad se obtiene al precio de una desinstitucionalización que rebaja las prestaciones sociales al rango de un mero intercambio de favores. Con ello se alimenta nuevamente la confusión entre lo público y lo privado; es decir, entre la esfera política y la esfera económica.

Conclusión

El Estado colombiano ha incrementado el alcance de sus actividades y su control. Esto ha tenido efectos positivos innegables si consideramos que una de las causas de los múltiples problemas que enfrentaba el país a fines del siglo pasado era la subadministración. No obstante, las formas en que estas actividades se realizan han creado nuevos problemas o ha hecho que antiguos problemas adquieran dimensiones nuevas e inquietantes. Todos apuntan a un desdibujamiento de la frontera entre lo público y lo privado; y, detrás de ello, de la política y la economía.

Estos problemas estuvieron en el centro de la campaña presidencial de este año. Con su discurso de rechazo a la corrupción y al clientelismo y de celebración de los valores cívicos, Mockus logró poner en la agenda el malestar que generan estos temas en amplios sectores de la población. Sin embargo, no alcanzó a proponer soluciones más allá de llamar a un cambio cultural y se limitó a resaltar su reconocida trayectoria durante su gestión en la alcaldía de Bogotá. Este es uno de los elementos que hizo que su discurso se desgastara antes de llegar a la primera vuelta. En realidad, el problema no es solo de valores y de personas, y tiene que ser enfrentado mediante reformas imaginativas que permitan reforzar las instituciones judiciales y de control, incluso en el nivel local, y sanear las relaciones entre los intereses privados y la esfera pública, por ejemplo reforzando la carrera administrativa.

Por su parte, el candidato que finalmente resultó elegido, Juan Manuel Santos, aseguró haber registrado el problema planteado por su adversario; su llamado a la «unidad nacional», en general bien recibido, podría constituir un buen escenario para suscitar debates al respecto. Como hemos dicho, estos problemas son en buena medida compartidos con otros países de América Latina, y no cabe duda de que sería provechoso observar la experiencia de los vecinos.

Para terminar, hay que destacar el papel asumido por los medios de comunicación. Tanto en la prensa escrita como en internet se ha hecho un trabajo digno de elogio, en particular durante las elecciones, para analizar, vigilar y eventualmente denunciar casos de clientelismo o de relaciones dudosas entre políticos y empresarios. Esto incita al optimismo, aunque, como siempre, si no hay una respuesta oportuna desde el sistema político, y eventualmente desde los círculos empresariales, el riesgo podría ser la aparición de discursos anticorrupción demagógicos, sin la credibilidad del que planteó Mockus. Desafortunadamente, la experiencia de muchos países de la región nos enseña que esto no suele traer buenos resultados.

  • 1. Dependencia y desarrollo en América Latina, Siglo xxi, Madrid, 1969.
  • 2. V., por ejemplo, Francisco Weffort: «El populismo en la política brasileña» [1967] en María Moira Mackinnon y Alberto Petrone: Populismo y neopopulismo en América Latina, Eudeba, Buenos Aires, 1998, pp. 135-152.
  • 3. Estas ideas son desarrolladas en Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards: Macroeconomía del populismo en la América Latina [1991], fce, México, df, 1992.
  • 4. Del poder y la gramática, Taurus, Bogotá, 2006.
  • 5. Sobre la ausencia de una experiencia nacional-popular en Colombia, v. Miguel Urrutia: «Acerca de la ausencia de populismo económico en Colombia» en R. Dornbusch y S. Edwards: ob. cit.
  • 6. Sobre el papel de los gremios y los grandes grupos económicos en Colombia, se puede consultar Angelika Rettberg: «Tras la tormenta viene… otra tormenta: empresarios, reestructuración y conflicto armado en Colombia» en Francisco Leal Buitrago: En la encrucijada. Colombia en el siglo xxi, Norma, Bogotá, 2006, pp. 207-232.
  • 7. En realidad, cualquiera podía competir en una elección mientras se presentara como liberal o conservador, lo que no suponía ningún tipo de compromiso real con estos partidos. Los comunistas, por ejemplo, presentaban candidatos «liberales» en elecciones a distintas corporaciones y lograron tener representación por este medio.
  • 8. Orden y violencia. Evolución socio-política de Colombia entre 1930 y 1953, Norma, Bogotá, 2001.
  • 9. Al respecto, consultar F. Leal Buitrago: ob. cit., que hace un balance de las reformas en distintos ámbitos 15 años después de la promulgación de la Constitución de 1991.
  • 10. Hay que insistir en el hecho de que las reformas de los 90 solo excepcionalmente significaron un retroceso del peso del Estado. Entre los países mencionados en el gráfico, solo México sigue este patrón.
  • 11. Esta tentativa falló cuando la Corte Constitucional terminó declarando el referendo inexequible.
  • 12. La captura y reconfiguración cooptada del Estado en Colombia, Método, Bogotá, 2008.
  • 13. «El reemplazo de las elites políticas en el Perú» en Nueva Sociedad No 144, 7-8/1996, p. 123, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/2519_1.pdf.
  • 14. Ver Kenneth Roberts: «Neoliberalism and the Transformation of Populism in Latin America. The Peruvian Case» en World Politics vol. 48 No 1, 1995, pp. 82-116, y Kurt Weyland: «Clarifying a Contested Concept. ‘Populism’ in Latin American Studies», American Political Science Association, Atlanta, 1999.
  • 15. ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia, 1958-2002, Norma, Bogotá, 2007.
  • 16. Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional: Familias en Acción. Informe de Estado y Avance. Segundo semestre de 2009, Bogotá, 2010, disponible en www.accionsocial.gov.co.
  • 17. Global Exchange: «Análisis del programa Familias en Acción en el marco de los procesos electorales en Colombia. Informe final», disponible en www.globalexchange.org/countries/americas/colombia/ColomInformeFinalESP.pdf.
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