Opinión
diciembre 2018

Las asincronías democráticas de Argentina

Argentina celebra 35 años de la recuperación de la democracia. La figura de Raúl Alfonsín vuelve al centro de la escena pública. El hombre que asumió la Presidencia el 10 de diciembre de 1983 fue el vocero de las más desmesuradas promesas democráticas. También fue el rostro abatido de la frustración cuando esas promesas no se cumplieron. El legado democrático gana un renovado valor cuando las tentaciones autoritarias vuelven a asomar en el horizonte como una posibilidad.

Las asincronías democráticas de Argentina

El 31 de marzo de 2009 falleció el ex-presidente argentino Raúl Alfonsín. Recuerdo haber conversado por teléfono con mi padre –quien murió no mucho tiempo después– y sacar el tema a colación, sin más, como si se tratara de una noticia cualquiera, relevante pero sin mayor carga emotiva. La respuesta del otro lado me sorprendió: con la voz entrecortada, claramente afectado, mi papá estalló en llanto. Ante mi sorpresa –creí que era una más de sus bromas–, me respondió lacónico: «Es que el viejo se murió y nosotros nos dimos cuenta de que pasó el tiempo».

¿Qué era lo que la muerte de ese hombre, destinado ya al bronce como «padre de la democracia», representaba? ¿Cuál era ese sentimiento casi indescriptible que emergía a borbotones y lloraba quejumbroso el paso del tiempo? ¿Cuál era la razón que hacía ininteligible ese sentimiento, que no tenía que ver estrictamente con banderas políticas ni con una admiración stricto sensu hacia la figura de ese líder?

La figura Raúl Alfonsín representaba –y aún representa– muchas cosas a la vez, para mi padre y para muchos como él, miembros de una generación que asomó a la política en esos años que parecían luminosos por el mero contraste con el desolador paisaje sombrío que los precedía. Supo dar carnadura mejor que nadie, en esa campaña electoral precipitada por la debacle militar en Malvinas, a las esperanzas políticas de una sociedad que no sabía, e incluso a veces tampoco había querido, vivir en democracia. Alfonsín fue el rostro de un proceso de repolitización que lo excedió, el entusiasmo democrático parecía el sentimiento omnipresente, el júbilo no distinguía signos políticos ni ideologías, la fiesta parecía ser finalmente de todos.

El 10 de diciembre de 1983 se fraguó una foto para la historia; el último gobernante de facto de Argentina, el general Reynaldo Bignone, entregaba la banda presidencial a un civil elegido democráticamente. Esta escena ya no se repetiría, no por el ritual en sí, sino por la presencia de un militar en la postal. Esto, que hoy parece un dato casi insignificante, resulta la conquista más durable de nuestra democracia, la de cambiar de gobierno, al decir de Karl Popper, sin derramamiento de sangre. Esto resulta módico en contraste con la esperanza que se alimentó en aquellos años con respecto a la democracia, pero no debe ser desdeñado. El problema es que, como ha señalado Catalina Smulovitz, «existió la ilusión de que la democracia se creaba en el instante en que ocurría esa primera elección».

La democratización, al contrario de esa ilusión primigenia, implicó un proceso plural y heterogéneo, en que los distintos actores políticos y sociales transitaron en temporalidades diversas. La transición –concepto popularizado en su momento y muy cuestionado después– no fue unívoca ni uniforme. La democracia, con su complemento republicano y liberal, requiere del compromiso y la articulación de una heterogeneidad de grupos, de la reconstrucción de una confianza y, como correlato, del establecimiento de límites muy estrictos con respecto a los modos de acción política, sus alcances y restricciones. El pacto democrático, como lo bautizaron Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, demanda que los actores «asuman la necesidad de proyectarse más allá del horizonte de sus particularismos reivindicativos y acuerden prioridad a la construcción de un orden colectivo vinculante». Allí radicaba el principal desafío.

Ese compromiso democrático, que tenía a Raúl Alfonsín como enunciador principal, implicaba una serie de transformaciones diferentes pero estrechamente vinculadas entre sí. Pero este proceso se dio de forma menos acompasada y armónica de lo que tendemos a creer, estuvo más bien dominado por las discordancias, los vaivenes y las asincronías. Nadie se acuesta autoritario y amanece democrático, podríamos señalar parafraseando a un querido profesor. «Su solución exige nuevas formas de concebir y hacer política», contestaría Norbert Lechner.

En primer lugar, la democratización estaba estrechamente ligada al respeto de los actores políticos por el sistema democrático per se. Es decir, asumir la democracia como el único juego posible y abandonar cualquier alternativa táctica de participación política. En ese sentido, era importante el compromiso de los partidos políticos de comportarse como oficialistas responsables y opositores leales. Este compromiso no era tan fácil de obtener de los actores corporativos, como quedó demostrado durante aquellos años.

En segundo término, las propias organizaciones se vieron conminadas a realizar una revisión interna y reformar las reglas de su funcionamiento. Parecía contradictorio que los garantes de la democratización fueran organizaciones que no reflejaban un funcionamiento afín a esas premisas. Este sería un parámetro que evidenciaría la capacidad de adaptación de los partidos políticos a los nuevos tiempos y representaría el principal desafío frente a los actores corporativos. No casualmente el gobierno de Alfonsín buscó reformar tanto los sindicatos como las Fuerzas Armadas, con un saldo más bien desfavorable. La frontera democrática que quiso forjar Alfonsín sufrió en este terreno su más duro revés.

El tercer punto, más sinuoso por cierto, tenía que ver con la modernización política de los actores y, sobre todo, de las instituciones. La agenda reformista, que contó con un ímpetu desigual durante los años alfonsinistas, tenía como premisa adecuar las estructuras estatales a las exigencias de una sociedad que se pretendía abierta, pluralista y dinámica. La modernización implicaba en términos de la época tanto la incorporación de nuevos derechos como la revisión de instituciones y organismos; como norte, estaba la posibilidad de una reforma constitucional. El proyecto trunco de la modernización alfonsinista, ahogado por las urgencias, fue retomado en el periodo posterior por Carlos Menem, pero con un signo radicalmente diferente: una modernización conservadora y neoliberal.

Raúl Alfonsín, el hombre que asumió la Presidencia hace ya 35 años, fue el vocero de las más desmesuradas promesas de la democracia, partícipe necesario de ese complejo proceso de democratización. También fue el rostro abatido de la frustración cuando esas promesas no se cumplieron y sus espaldas encorvadas sucumbieron bajo el peso de un país que ofreció más obstáculos de los que él fue capaz de sortear. Alfonsín fue la primera víctima del proceso de desilusión democrática, cuando los efímeros alcoholes del frenesí se disiparon y solo quedó la resaca del pasmo y la incertidumbre. Sin embargo, el proceso de democratización logró sembrar algunas semillas que luego serían raíces de un orden que, aún con sus inestabilidades, mostró un vigor inédito para nuestro país. El legado democrático, a veces visto con indiferencia, gana un renovado valor cuando las tentaciones autoritarias vuelven a asomar en el horizonte como una posibilidad. Posibilidad que, por fortuna, hace 35 años no existe en nuestro país. Depende de nosotros que ese tiempo que pasó, por el que algunos lloraron, no haya sido en vano.



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