Tema central
NUSO Nº 207 / Enero - Febrero 2007

La visión desde las entidades de defensa del consumidor

La visión desde las entidades de defensa del consumidor

¿Las privatizaciones fueron positivas para los brasileños? ¿La telefonía privada, por ejemplo, es mejor o peor que los servicios que prestaban empresas como Telesp, CRT y Telerj? ¿Quién ganó y quién perdió con las privatizaciones? ¿Hubo avances para los consumidores? Muchas de estas preguntas salieron a la superficie, en forma de farsa, en las recientes elecciones presidenciales. Acosada por una sucesión de escándalos, la candidatura de Luiz Inácio Lula da Silva recibió una instrucción clara de los profesionales del marketing que lo asesoraban: atacar las privatizaciones y colgarle el rótulo de «privatista» al candidato rival. La historia se repitió en las elecciones para gobernador. Y, más allá de las acusaciones, lo positivo es que esto permitió avivar un debate que podría ser muy ventajoso para los brasileños.

Desde mi punto de vista, no es posible afirmar que las privatizaciones de las cadenas de televisión, de la energía eléctrica, del agua, de la minería de Vale do Rio Doce o de empresas como la Compañía Siderúrgica Nacional (CSN) hayan sido totalmente positivas o negativas. Veamos, por ejemplo, el caso de los teléfonos. Antes, la tarifa era mucho más accesible, pero un teléfono fijo era considerado un activo, un bien que debía ser citado en la declaración del impuesto a la renta. Había que esperar tres, cuatro y hasta cinco años para la instalación, o recurrir al mercado paralelo y pagar el equivalente a mil dólares por una línea. Algunas empresas postergaban sus planes de ampliación por no contar con líneas telefónicas disponibles en determinados polos económicos de Brasil. Las privatizaciones han modificado esta realidad, pero también generan dudas, sospechas y abusos.

La regulación

La idea de crear organismos de regulación para la telefonía, la energía eléctrica o el petróleo no consiguió en la práctica el equilibrio deseado. En muchos casos, las instituciones de fiscalización favorecen los intereses del gran capital internacional que lidera las empresas de interés público privatizadas; en otros, sufren las injerencias del gobierno de turno.

Las entidades de defensa del consumidor, tanto públicas como privadas, han presionado a las empresas de telecomunicaciones y a las concesionarias de energía eléctrica para que mejoren la atención. La batalla ha sido ardua, pues el Poder Judicial no siempre acompaña los planteos. En todo caso, en forma individual o conjunta, estas entidades inician acciones judiciales, participan en las comisiones del Congreso, en las Asambleas Legislativas estaduales, en audiencias y consultas públicas promovidas por las agencias reguladoras y divulgan, a través de los medios, informaciones y recomendaciones para los consumidores. Pero, aun así, hay muchos problemas.

Las empresas de telecomunicaciones lideran anualmente los rankings de reclamos de los consumidores divulgados por entidades como la Fundación de Protección y Defensa del Consumidor (Procon), dependiente del gobierno del estado de Sâo Paulo, y por los medios de comunicación de las grandes ciudades. Pero no se trata solo de los teléfonos. Un ejemplo de abusos por parte de las empresas privatizadas es la tarifa social de energía eléctrica. Hace más de tres años que se intenta establecer criterios más claros, amplios y justos para definir quiénes deben ser los beneficiarios. Organizaciones como Procon, Pro Teste, el Sindicato de Ingenieros de Sâo Paulo y el Instituto Polis han presionado para garantizar a las familias más pobres el acceso a la tarifa social. Pero, aunque la justicia las avaló, hasta el momento las sentencias no fueron cumplidas por las empresas, que obtuvieron el respaldo de la agencia reguladora.

Los ejemplos son muchos. Brasil sufre actualmente un verdadero caos en el transporte aéreo, con largas filas en los aeropuertos, inseguridad, pérdida de contratos, daños a los negocios y al turismo. Frente a esta crisis, la Agencia de Aviación Civil de Brasil (ANAC) ha actuado de forma lamentable y ha demorado mucho más de lo conveniente en reconocer la gravedad de la situación. Tanto, que al gobierno federal le llevó más de dos meses tomar conciencia de que era necesario crear un comité de crisis.

Sin embargo, sería asumir una visión simplista imaginar que las compañías estatales prestarían un servicio mejor ya que, cuando existían, dedicaban sus energías a otorgar beneficios a sus trabajadores y prebendas a sus directores en lugar de mejorar la calidad. Sufrían la injerencia política y se veían obligadas a desviar sus recursos para cubrir el déficit público.

Las privatizaciones, para vencer una fuerte resistencia interna, fueron presentadas como la panacea frente a la mala calidad de los servicios prestados por las compañías estatales. El efecto, sin embargo, fue el contrario. Como el deterioro en la calidad de los servicios de interés público en Brasil se ha generalizado, más allá de que la empresa sea privada o no, los ciudadanos tienen la impresión de que fueron las políticas de privatización las responsables únicas de esa situación. Pero no es cierto. El Sistema Único de Salud (SUS) es totalmente público, el saneamiento básico en general permaneció bajo control estatal y lo mismo ocurre con muchas rutas. Y en ninguno de estos casos se ha detenido el deterioro.

¿Qué hacer?

Además de recurrir a la justicia, presionar a los políticos y defender los derechos ciudadanos, ¿cuál es el camino a seguir? ¿Qué podemos hacer para cambiar la situación? En primer lugar, defender una pauta mínima de acciones para que los servicios mejoren con tarifas más bajas, para lo cual es necesario, antes que cualquier otra cosa, reorganizar las agencias reguladoras, dotarlas de independencia financiera y de autonomía administrativa y protegerlas de coacciones políticas. Estas agencias, además, deben ser fiscalizadas por la sociedad y sus estatutos deben ser modificados para prever, explícitamente, que podrán ser conducidas por especialistas en las áreas en que actúan.

Los contratos firmados con las empresas de telefonía y de energía eléctrica deben ser revisados y debatidos en todos los sectores interesados y es necesario, en esta discusión, tener en cuenta las metas sociales, como la inclusión digital de la población de bajos recursos. Estas metas deben ser seguidas con rigor, con la fijación (y el cobro) de pesadas multas para los que no las cumplan. Es necesario también transparentar el funcionamiento de las empresas y fortalecer el rol de los usuarios. Las compañías que prestan servicios de interés público deben tener auditorías externas, accesibles a los usuarios, y deben difundir una dirección física y otra virtual, además de la telefónica, para atender quejas y reclamos. Asimismo deben publicar, además del balance financiero, un balance social (acciones de responsabilidad social) y un informe sobre el cumplimiento de las metas establecidas en los contratos. Cada reajuste de tarifas debe ser comunicado al menos 30 días antes, con la publicación de las planillas de precios en los medios de comunicación. Si los servicios son cancelados temporalmente por problemas técnicos (cortes de agua o de luz, por ejemplo), el consumidor debe ser compensado con el doble del tiempo que permaneció sin servicio en forma de descuento en la siguiente factura. Pero esto no alcanza. Es necesaria también una acción más enérgica de los gobiernos, que tendrán que fiscalizar en forma creciente la calidad de los servicios para impedir reajustes de tarifas cuando haya abusos e incumplimiento de los contratos. Las empresas de telefonía celular, por ejemplo, ocupan ocho de los diez lugares en la lista de las compañías más denunciadas por los organismos de defensa del consumidor en Brasil. Del mismo modo, operadores y fabricantes de teléfonos celulares lideran los reclamos del ranking divulgado por el Departamento de Protección y Defensa del Consumidor del Ministerio de Justicia durante el primer semestre de 2006: mala prestación del servicio, cobranzas indebidas y defectos en los aparatos son los principales problemas señalados.

Un ejemplo claro es el uso del teléfono celular con tarjeta, que en Brasil se denomina «prepago». Muchos brasileños adquieren esos teléfonos solo para recibir llamadas y abastecen sus aparatos con poquísimo crédito, apenas el suficiente para evitar la pérdida de la señal. A medida que el nivel de ingreso aumenta, hay opciones de planes más caros, con más servicios, que incluyen el envío de mensajes de texto, cámaras fotográficas, filmadoras y MP3. Frente a esta situación, las empresas están intentando limitar el tiempo de validez de las tarjetas de modo de obligar al consumidor a gastar su crédito.

Una forma de premiar a los servicios más eficientes es matizar los impuestos de acuerdo con indicadores positivos de calidad establecidos bajo control social. Por ejemplo, la empresa que tenga menos reclamos en relación con el año anterior, o que mejore sus servicios según la opinión de los usuarios, podría recibir un bono de reducción de impuestos. Del mismo modo, en caso de regresión o insuficiencia en la calidad se podrían establecer multas progresivas que lleguen, en casos extremos, a la anulación de la concesión.

Macro y micro

El área de telefonía, que encabeza el ranking de abusos, es también uno de los objetivos principales de las organizaciones de defensa del consumidor. Una de las acciones más recientes apunta a la apertura de la «caja negra» de las cuentas de telefonía fija. Se exige que el consumidor reciba en su casa, cada mes, un extracto detallado de sus comunicaciones telefónicas, esencial para que pueda controlar sus gastos y confirmar si realmente realizó las comunicaciones por el valor cobrado en su cuenta. Aunque una medida cautelar de la justicia obligó a proporcionar ese extracto, las operadoras de telefonía consiguieron que se cancelara la orden, sin una justificación razonable.

Las organizaciones de defensa del consumidor insistirán para que se revierta esa decisión, un ejemplo del trabajo de hormiga que se ven obligadas a realizar para romper una suerte de tradición no escrita que indica que las grandes empresas y los gobiernos usualmente ganan sus demandas judiciales. El trabajo de estas entidades se realiza en dos niveles, macro y micro. En el primero, relacionado con las cuestiones mayores, las entidades de defensa del consumidor dialogan con políticos de todos los niveles y con la sociedad en general para impulsar leyes que protejan efectivamente a los usuarios. En el nivel micro, se ven obligadas a lidiar cotidianamente con viejos y nuevos problemas, como el de la cuenta telefónica que no discrimina las llamadas.

Este último aspecto del trabajo es particularmente difícil, ya que consume mucho tiempo y dinero: es necesario contratar abogados, presionar a las grandes compañías, presentar recursos. Es un juego de gato y ratón en el que las empresas intentan cansar a las entidades de defensa del consumidor o agotarlas financieramente. Este tipo de demandas se realiza, además, sin el apoyo de los gobiernos o con su abierta oposición, como ocurrió en la lucha para que los bancos y otras instituciones financieras respetaran el Código de Defensa del Consumidor (CDC). Después de varios años de votaciones en el Supremo Tribunal Federal, éste finalmente se aprobó; aunque hubo dudas sobre su aplicación, algunas comenzaron a ser despejadas y hoy existe un ligero optimismo. De acuerdo con esta norma, los bancos deberán respetar el código y tratar a sus clientes ocasionales como consumidores. Esto abona la esperanza de que, algún día, todos aquellos que comercializan productos y servicios tengan que atenerse al CDC, una de las legislaciones más avanzadas del mundo y un ejemplo de las acciones a escala macro de los organismos de defensa del consumidor.

Públicos, pero no tanto

Hay servicios que, si bien no son públicos, dado que son prestados por empresas privadas desde siempre, también son objeto de atención por parte de las entidades de defensa del consumidor. En el área de educación, por ejemplo, es necesario estar atentos a las relaciones entre las instituciones de enseñanza, como las universidades y escuelas privadas, y los alumnos, ya que en muchos casos se olvida que no se está negociando con productos superfluos sino con conocimiento. A menudo, alegando razones absurdas, se elevan las cuotas. De la misma forma, también es necesario considerar los planes y seguros de salud privados como paralelos a la atención pública.

Se trata de dos áreas –educación y salud– abandonadas por los gobiernos, lo cual implica prácticamente forzar a las familias de clase media, y en algunos casos también a las más pobres, a recurrir a los servicios privados. Constituye, por lo demás, una forma perversa de privatización, puesto que la iniciativa privada ocupa el espacio dejado por la incompetencia del poder público. Otra área que parece una «tierra de nadie» es la intersección entre lo que se cobra por medio de tarifas, impuestos y contribuciones sin que se preste a cambio un buen servicio. Un ejemplo son las cobranzas vinculadas a la posesión de un automóvil, que involucra impuestos por circular en calles y rutas inseguras y en mal estado, además de seguros y otras cargas. Últimamente, se ha comenzado a discutir el gigantesco reajuste del seguro obligatorio de los automóviles, conocido como Dpvat, que se produjo sin que al mismo tiempo se haya corregido el valor de las indemnizaciones pagadas. En este caso, se trata de una cuestión decidida por el Estado, no por empresarios privados, lo que demuestra que el debate en Brasil no tiene que ver tanto con el hecho de que un servicio sea público, privado o concesionado, sino con la calidad de éste.

En los últimos años, la discusión sobre los beneficios y las falencias de las privatizaciones evolucionó relativamente poco pues ha sido utilizada de forma electoralista y pasional, como un juguete político. El debate debería refinarse con números e indicadores, con la opinión de los interesados y la comparación de los servicios prestados. Sin embargo, los episodios de corrupción registrados últimamente demuestran que mantener las empresas en manos del Estado no es una garantía, ya que sus estructuras y recursos suelen ser objetivo de un uso electoral. Para evitarlo, es necesario apartar a los políticos de esos cargos y de esos presupuestos.

Si no hay recursos suficientes para construir rutas, modernizar puertos, contratar controladores de tráfico aéreo, construir usinas hidroeléctricas y puentes, que lo haga la iniciativa privada. Pero respetando la ley y con control del Estado. Es con esa visión con la que los organismos de defensa del consumidor trabajan día a día, para perfeccionar los mecanismos de control y fortalecer la competencia en los segmentos oligopólicos. Ése es uno de los factores que ayudará a cambiar el triste panorama de los servicios públicos. El otro será la movilización. Solo así habrá servicios públicos del nivel adecuado y con precios accesibles. Sin discutir si la empresa es pública o privada.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 207, Enero - Febrero 2007, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter