Opinión

La izquierda selectiva frente a Siria

De ataques occidentales, dictadores locales y equivalencias tranquilizadoras


abril 2018

La crisis en Siria ha desnudado las atrocidades de Assad, los delirios de Putin y las actitudes violentas de Trump. Sin embargo, también ha revelado la existencia de una izquierda que acomoda los datos a sus esquemas ideológicos y que niega todo tipo de imperialismo que no sea occidental. Esta izquierda, complaciente con Assad y Putin, es incapaz de explicar el conflicto sin caer en posturas igualmente maniqueas a las de sus adversarios políticos e ideológicos.

<p>La izquierda selectiva frente a Siria</p>  De ataques occidentales, dictadores locales y equivalencias tranquilizadoras

Lo primero que se repitió -como si la guerra fuese una regla de tres simple- fue que el dictador sirio Bashar al-Assad no usaría armas químicas contra sus enemigos porque iba ganando la guerra. La conclusión –que dejaba de lado que a Assad todavía le falta recuperar el 40% de Siria-solo podía ser digna de consideración si la utilización de armas químicas no se hubiera repetido periódicamente desde 2013. Lo cierto es que la dinámica utilizada no es compleja y replica un patrón de comportamiento ya dilucidado un año atrás cuando aconteció el bombardeo químico en Khan Sheikhoun: en esa oportunidad los rebeldes sirios habían rechazado una rendición, exactamente como pasó en Douma (suburbios de Damasco). Y, tanto antes como ahora, la situación se alteró después del ataque: los grupos rebeldes se rindieron luego de años de resistencia. Los ataques químicos siguen un patrón exitoso de acción y respuesta que le ha permitido al gobierno sirio recuperar parte del país y que, debido a la inacción de la comunidad internacional, es utilizado de forma permanente y con mínimo castigo. En una palabra, los ataques químicos acontecen porque funcionan. Los mismos producen que poblaciones díscolas se retiren, que los rebeldes se rindan, y que el gobierno pueda colocar en su lugar a ciudadanos adeptos al régimen. El problema de este curso de acción surge cuando la cantidad de víctimas es numerosa (como en el caso de Ghouta oriental en 2013, de Khan Seikhoun en 2017, o ahora con Duma), y los países occidentales no tienen más remedio que intervenir para tratar de limpiar sus conciencias dentro de un conflicto del que le vienen tratando de escapar desde 2011. Por lo tanto, la pregunta correcta sería: ¿Por qué Assad no utilizaría armas químicas contra su propia gente sabiendo muy bien que nunca ha pasado nada?

La utilización de armas químicas no es solo evidente por las imágenes y los testimonios de los médicos que atendieron a las víctimas. Lo es también por las idas y vueltas de los gobiernos de Siria y Rusia para camuflar el ataque. Primero, Siria afirmó que no había existido ataque alguno y más tarde aseguró que lo habían cometido los rebeldes sirios (como también lo hizo Rusia). Finalmente, los rusos modificaron de relato. Afirmaron ante la opinión pública que el ataque había sido coreografiado por los rescatistas sirios, aportando como prueba un video que contenía imágenes de una película de ficción. Ya como último recurso, el gobierno de Vladímir Putin terminó por apuntar a Gran Bretaña como la culpable de entregarle las armas a los rebeldes para que lo realicen (contra ellos mismos). La explicación, por supuesto, tenía ribetes rocambolescos. Sostiene que los rebeldes se «auto atacaron» al utilizar las armas contra sus propias fuerzas y población donde operan. Pero no es lógico preguntarse cómo es posible que los rebeldes hayan usado más de cincuenta veces armas químicas contra ellos mismos (números suministrados por Human Rigths Watch) y nunca contra su enemigo Assad. Además, el día en el cual los inspectores de las Naciones Unidas llegaron a Duma se les impidió el ingreso. Rusia argumentó «cuestiones de seguridad» a pesar de que son los rusos mismos los que están en control de la ciudad desde hace una semana luego de la rendición de los rebeldes sirios. Claramente, para Rusia todo es cuestión de tiempo y negación. Con tiempo consiguen que sea posible que no queden rastros de agentes químicos y, en caso de que vaya a haber algún informe que señale su uso, repetirán lo que ya hicieron antes en Khan Sheilkoun: desconocer resultado de los inspectores y descalificarlo como una «manipulación». Se sabe que pasarán semanas o meses antes de que surjan pruebas sólidas y, ya en ese momento, la atención mundial estará en otras latitudes. Asimismo, cabe recordar que tanto Rusia como China vetaron dentro de las Naciones Unidas que el órgano que se ocupa de monitorear el uso de armas químicas tenga la capacidad de esgrimir quien es el culpable de un ataque: pueden decir si se emplearon armas químicas pero no están autorizados a apuntar un culpable. Es lo que algunos llaman: «que parezca un accidente».

A pesar de que la excusa esgrimida por Putin era la erradicar al Estado Islámico (paradójicamente lo mismo que afirma Estados Unidos, que desde hace cuatro años bombardea exclusivamente a yihadistas y civiles en el país levantino), Rusia ingresó al conflicto sirio con la clara intención de sostener a Assad. Pero Moscú tiene también un objetivo más amplio: enviar el mensaje de que las revueltas populares destinadas a derrocar a los aliados rusos no tendrán éxito mientras mantenga al régimen de la familia Assad (que gobierna Siria desde hace 47 años) como su punto de apoyo en un siempre estratégico Medio Oriente. Si bien las intenciones rusas no sorprenden en lo más mínimo, lo que produce indignación es que analistas, pensadores y ciudadanos que han vivido la propaganda de guerra estadounidense durante décadas, no puedan despertarse ante el uso equivalente de una propaganda rusa supuestamente «antiimperialista». Así, un buen número de personas autodenominadas «de izquierda» refutan la descripción de Rusia en Siria como una suerte de imperialismo (allí los rusos poseen su única base con salida al Mediterráneo y han logrado jugosos contratos de petróleo y gas dentro de las zonas que ayudan a «liberar») con la excusa de que los rusos han sido invitados a intervenir en la guerra por el mismísimo presidente Assad. Sin entrar en detalle sobre el tipo de elecciones que se producen en Siria, conviene recordar que la misma justificación fue esgrimida por los estadounidenses durante su participación en la Guerra de Vietnam. Allí también habían sido invitados por un gobierno reconocido internacionalmente, que no controlaba todo el país y que había llegado al poder por medio no tan santos.

Al presidente estadounidense Donald Trump no le interesan los sirios: que solo 11 refugiados sirios hayan entrado a su país en lo que va de 2018 es una muestra clara de la nueva política estadounidense. A Trump tampoco le interesa que caiga Assad: ya dijo en reiteradas ocasiones que la única intención de su país en Siria era luchar contra el Estado Islámico, y está más que claro que Trump prefiere un carnicero con educación occidental (Assad) frente a yihadistas que amenazan EEUU. De esta manera, cuando EEUU atacó las tres instalaciones sirias que presuntamente albergaban material químico el 13 de abril pasado, quedó claro que el mensaje estadounidense era una alerta por el uso de armas químicas pero también una luz verde para que Assad continúe aniquilando a su pueblo con cualquier otro armamento “convencional”. La actitud no es diferente a la que adoptó su predecesor Obama, luego de que Assad desentrañara el tabú global contra las armas químicas, dando una clara demostración que el orden liberal internacional es una imagen traslucida si se tiene fuertes patrocinadores internacionales como Rusia o China.

Hay un dicho árabe que resume los bombardeos estadounidenses del viernes en Siria: «La montaña empezó a hacer trabajos de parto y cuando dio a luz, nació un ratón». Los ataques no hicieron nada para frenar la carnicería de civiles cometida por la tríada Assad-Putin-Khamenei. Los golpes no afectaron a Assad y no detendrán el curso de la guerra. Sin embargo, previo al ataque, los medios de comunicación se colmaron de alarmistas que pronosticaban una tercera guerra mundial entre Rusia y EEUU. Sin considerar que Putin será un matón pero carece de la imbecilidad necesaria para arriesgar su gobierno en un enfrentamiento con EEUU (y todo eso por los sirios), la voz «anti-guerra» pareció solo escucharse cuando los misiles estadounidenses se preparaban para partir. Nada se dijo sobre los casi 2.000 civiles masacrados por Rusia y el gobierno sirio en Guta oriental desde febrero. Nadie comentó que quedan hospitales o escuelas operando allí porque los ataques gubernamentales se han concentrado en esas instalaciones(como antes se hizo en Alepo) y nada se dijo de los más de 70.000 desaparecidos (denunciados por Amnistía Internacional) a manos de las milicias pro-Assad desde el inicio del conflicto. Solo se escuchó una perversa aritmética: la que indicó que los bombardeos de Trump a tres sitios vacíos eran un crimen aún más atroz que matar a miles de sirios inocentes con bombas de barril y gas venenoso o torturarlos hasta la muerte en cárceles u hospitales.

Si los intervencionistas se han visto obligados a tener que asumir todo lo que salió mal en Irak, los no intervencionistas deben hacerse cargo de los horrores de Siria. Cualquier política sobre Siria debe centrarse en la protección de los civiles. Esta preocupación prácticamente no existe entre los halcones de la guerra de derecha pero tampoco entre los antiimperialistas de izquierda que solo reconocen atrocidades por parte del imperialismo occidental mientras les dan carta blanca a Rusia e Irán. Como bien lo explica el egipcio Amro Ali a partir de un escrito de la escritora siria Leila Al-Shami: esa izquierda denominada antiimperialista (pero pro autoritaria en la práctica) parece ciega ante cualquier forma de imperialismo que no sea occidental. Combina una política de identidad, egoísmo y miopía intelectual. Todo lo que sucede es analizado a través de un prisma fundamentado únicamente en lo que esto implica para los occidentales. Así, solo ellos tienen el poder de hacer historia si la misma es terrible y sangrienta. Se trata de una mezcla de incredulidad histórica –que piensa que nada puede suceder sin el consentimiento de Occidente- y superioridad moral invertida que cree que los locales no son capaces de crear sus propios demonios.

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