Análisis

La injusticia de la justicia. El juicio a los militares argentinos


Nueva Sociedad 83 / Mayo - Junio 1986

El juicio a los nueve comandantes argentinos, acusados por los delitos de homicidio, secuestro y tortura, mantiene conmovida y expectante a la opinión pública argentina y mundial desde comienzos del año pasado. La autora de este trabajo ha estudiado con detención el peculiar ordenamiento con el cual los militares se juzgaban a sí mismos. Ha develado el crítico y virtualmente secreto Código de Justicia Militar, bajo cuyos preceptos está siendo juzgada la cúpula de uniformados que ejerció el terrorismo de Estado contra el pueblo argentino.

La injusticia de la justicia. El juicio a los militares argentinos

Los argentinos vemos por primera vez en el banquillo de los acusados a los militares golpistas que desde hace años venían usurpando los gobiernos democráticos. 

Pero lo que los llevó al proceso no ha sido el ejercicio ilegítimo del poder, sino el genocidio que perpetraron contra su pueblo que arrojó un saldo de casi 30.000 desaparecidos. Ello movilizó la solidaridad internacional, pues muchas denuncias se radicaron en organismos y gobiernos extranjeros, lo que obligó a dar respuesta a la indignación por tantas atrocidades.

El juicio fue posible porque al lanzarse las fuerzas armadas a la aventura de Malvinas a fin de perpetuarse en el poder, perdieron, no solo la guerra, sino también la confianza de Estados Unidos. 

Los organismos de derechos humanos en Argentina, mediante una activa movilización, lograron incorporar a los partidos políticos populares al reclamo de justicia y verdad sobre los desaparecidos. El gobierno electo en 1983 ordenó el procesamiento de los nueve militares que integraron las tres primeras juntas, por los delitos de homicidio, secuestro, tortura y los demás actos ilícitos de los cuales resultaron responsables, iniciando así el cumplimiento de una de sus principales promesas electorales.

El gobierno del presidente Alfonsín creó la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), que inspeccionó los rastros de los centros clandestinos de detención y armó el rompecabezas de la metodología represiva en más de 50.000 fojas que incluían la identificación de asesinos y torturadores.

De ese trabajo se publicitó su resumen que integra el libro Nunca más, cuya lectura es indispensable para cualquier ciudadano del mundo que quiera conocer hasta qué punto puede ser despreciada la persona humana.

Fue esta la primera vez que, aunque con gran temor, pudo contarse la verdad. Tan dolorosa fue la situación que muchos empleados de la comisión desertaron y los que finalmente quedaron tuvieron que tener asistencia psiquiátrica pues no resistían los horrores que escuchaban, pese a ser, muchos de ellos, profesionales y gente ya entrenada para la labor.

El proceso 

En Argentina rige un Código de Justicia Militar que hasta ese momento era desconocido por los civiles, aun los graduados en derecho. No se halla en librerías ni bibliotecas y da cuenta de un crítico régimen penal paralelo que resguarda al personal castrense a su reducido ámbito. Los jueces, defensores y fiscales son militares, sin título de abogado, inhábiles por ello para aplicar la ley. Abarca, no obstante, hasta a los civiles. 

Las fuerzas democráticas se opusieron a que los que habían sido sus subalternos juzgaran a los altos jefes, denunciando, también, la inconstitucionalidad del Código de Justicia Militar. Pero el gobierno del presidente Alfonsín prefirió admitirlo aunque reformándolo a través del Parlamento, estableciendo la revisión por parte de la justicia civil de la sentencia que emitiera el tribunal castrense, dándole también la posibilidad de proseguir la causa si no se emitía fallo en un tiempo prudencial. 

Los jueces uniformados no solo se negaron a imponer condenas, sino que dieron sus conclusiones de la investigación practicada afirmando que no hallaron la comisión de delito alguno, que las órdenes impartidas eran inobjetables y que habría que procesar a los testigos y víctimas que declararon por declarar en falso contra sus pares. 

Resultó una burla al propio presidente, en su condición de jefe de las fuerzas armadas, que ordenó el juzgamiento con sólidos elementos de juicio. Fue indispensable, por ello, que continuara el proceso, la justicia civil en juicio oral y público, como lo prescribe el Código Militar.

En el debate a puertas abiertas recién se informó a la sociedad argentina de una pequeña parte de su historia reciente. Como si se hubiera realizado un corte geológico que mostraba sus vetas, desfilaron funcionarios, políticos, gremialistas, educadores, periodistas, amas de casa, adolescentes, jóvenes y ancianos, traídos por el fiscal Strassera para fundar su acusación. 

Era imposible tratar todos los casos probados por la investigación de la CONADEP. De los 8.961 que contaban con abrumadoras evidencias, el fiscal seleccionó 700 como mero «muestreo» que daría cuenta de la metodología ilegal implementada desde el Estado de terror, en mano de los acusados. 

La clandestinidad de los operativos de la represión fue garantizada por la participación de todas las fuerzas del orden, que impidieron fuera posible reclamar ante nadie. Solo la Iglesia recibía denuncias que jamás hizo públicas, los jueces tampoco actuaban y los medios de comunicación se silenciaron cerrando el círculo del hermetismo que impuso el gobierno militar.

Por eso Strassera acusó a los nueve enjuiciados por ser titulares del gobierno que planificó y mandó ejecutar horrendos crímenes a lo largo y a lo ancho del país, durante siete años, en que como un mecanismo de relojería se completaban y cruzaban miembros de las fuerzas armadas, policías, gendarmes, prefectura naval y agentes civiles de inteligencia para exterminar opositores.

Nuestra ley penal prevé el castigo del que manda a matar tanto como del que acata esa orden. Se infiere al mandante del delito por su dominio de los resortes del poder que produce los resultados de que dieran cuenta documentos y testimonios. 

El juicio más voluminoso de la historia judicial argentina se refería a hechos frescos y terribles, muchas huellas hablaban por sí mismas.

La publicidad del proceso 

Diariamente, como si se tratara de una novela de terror en entregas sucesivas, los argentinos se informaron de los detalles de crueles tormentos aplicados a ciudadanos que confiando en mostrar el error a sus captores, terminaron hambrientos y enfermos en los camastros de tortura de los centros ocultos de detención. 

Se conoció así que los jóvenes eran retirados de noche de su domicilio ante la vista de sus padres que jamás sospecharon que los verían por última vez. Adolescentes que reclamaban un pasaje escolar gratuito hallaron la muerte con la complicidad de sacerdotes. Uno de los sobrevivientes expuso que se enamoró de una prisionera que tenía 15 años y estaba harta de que la violaran sus captores. 

Lisiados, mujeres embarazadas, madres con sus pequeños hijos, obreros arrancados de las fábricas en plena labor, religiosas que consolaban a familiares, todos eran llevados a la muerte con el genérico mote de «subversivos».

Se conoció también que los represores cobraban su «botín de guerra» en los bienes de sus víctimas, que la identidad de cualquier persona servía de personalidad supuesta para amparar la impunidad de los genocidas. Tres o cuatro de ellas sirvieron al teniente Astiz para que ganara los galones de maestro de la infiltración en grupos defensores de derechos humanos que desaparecieron en su totalidad. 

Las publicaciones daban cuenta de métodos sofisticados y originales de tortura, de la quema de seres humanos en la ribera del Río de la Plata, donde se asienta la Escuela de Mecánica de la Armada y de que los jóvenes eran arrojados al mar desde unidades de la aviación militar.

Se conoció, también, que la represión no atacaba a los guerrilleros, aunque especialmente los comprendiera, sino a todo el que pudiera ser opositor de su plan político que perpetró la destrucción económica y humana de Argentina.

Algunos militares, en otros procesos, también fueron enjuiciados, sin que sus causas tengan todavía resolución alguna de los tribunales castrenses, miles de genocidas se amparan en la impunidad de la «institución fuerzas armadas» o en las filas policiales. Se les ha dado amplias garantías de que ni siquiera pasarán por un tribunal a dar cuenta de sus actos. 

Actúan como una secta de «juramentados». Nadie habla. Por eso la prueba más importante del fiscal Strassera fueron los testimonios de víctimas y sobrevivientes, que aún atemorizados pero con el valor que les da su luto, confiaron en que se hará justicia. 

Se probó la metodología ilegal implementada desde el Estado, se probó la clandestinidad y la eliminación de detenidos, las crueles torturas, la mentira de que hubo muertos en enfrentamientos por las pericias que mostraban disparos a quemarropa.

El fallo judicial 

Todo el horror genocida que se evidenció en las audiencias, la prueba contundente de la Fiscalía que demostró que los militares -no solo los nueve enjuiciados, sino el centenar que compone el «generalato»- utilizaron al Estado como un gigantesco aparato de terror para eliminar a sus opositores, la mentira a los gobiernos extranjeros a los que se negaba información, el secuestro de niños y el destino de los «desaparecidos», no fue recogido por la sentencia que dictaron los jueces. 

El fallo tiene consideraciones previas que reconocen que: 

1) hubo una metodología ilegal implementada desde el poder. Esto es, ni más ni menos que decir que hubo terrorismo de Estado;

2) los acusados utilizaron el aparato represivo como si fuera una maquinaria cuya palanca accionaron y dejaron de accionar a discreción, resultando los subalternos (ejecutores materiales de los delitos) como engranajes de cambiables: si alguno desistía, otro lo reemplazaba, lo que garantizaba que siempre se cumpliera el «objetivo» de secuestro, tortura o muerte. De allí la culpabilidad mediata, de quien manda a matar, la responsabilidad por las órdenes impartidas; 

3) los testimonios son válidos y que se trataba de hechos notorios, que en la prueba penal, equivale a los que no es necesario demostrar. 

Pero al momento de imponer las penas a las conductas de los militares procesados, los jueces hacen cuenta que se trata de personas desconocidas, que eventualmente tuvieron el mando de tropas, descartando la consideración de que actuaron desde el poder político para mandar a cometer los crímenes. Por eso, pese a mencionar la metodología ilegal, la maquinaria represiva y los contundentes testimonios y hechos notorios, los magistrados proceden como si esto no lo hubieran dicho en los fundamentos.

Los asesinatos se imputan a partir de los escasísimos cadáveres a la vista, que por su abrumador número se les escaparon a Videla y Massera. Los niños recuperados, vivos de casualidad, no habrían sido secuestrados por la bárbara acción represiva, sino porque algún inconsciente desistió de eliminarlos. En consecuencia, ninguna responsabilidad por acción ni por omisión se le atribuye a los ex-comandantes.

Los secuestros, que fueron la base y punto de partida de la puesta en acción de la máquina de matar, eran innegables, públicos y fueron denunciados en más de 15.000 expedientes judiciales, amén de las formuladas en el extranjero. Los dueños del poder responderán solo por 496 evidencias sobre el «muestreo», meramente ejemplificador, que probó el fiscal, y que fundaba el método, el uso del aparato ilegal genocida, no una acción aislada. 

Solo fueron considerados cuatro tormentos seguidos de muerte, también con cadáver a la vista, entre ellos el del diputado peronista Anaya quien, con el embajador Solari Irigoyen, cayó en las mazmorras del gobierno militar. 

El último delito que recogió parcialmente el fallo de los jueces fue el de robo, ante expresa denuncia de los propios integrantes de las fuerzas armadas, un par de «no juramentados» que parecían una mosca blanca en el proceso. 

Surge a las claras que para la justicia argentina, en resumidas cuentas, no puede enjuiciarse el autoritarismo en el poder, por la simple razón de que no se consideran sus actos criminales como acciones desde el Estado. 

Tampoco habría para los jueces metodología ilegal represiva, pues el castigo se impone a las pocas «desprolijidades» que hicieron que subsistan casos individuales que fundan las condenas. 

Los informes judiciales que tuvieron una mentirosa negativa y los reclamos de gobiernos extranjeros rechazados porque «aquí no pasaba nada» quedan en la impunidad, porque los respondió la «Junta Militar» y aquí se juzga a personas y no al gobierno de las juntas, aunque sean los procesados quienes la integraron. 

El sector más numeroso, el de los mayores, con el conservadurismo de avizorar la muerte en un cercano horizonte, no quiere sobresaltos. Las mujeres cuidan la cría, siguiendo el razonable impulso natural de un país con bajísima tasa de natalidad. 

La indiferencia es la expresión del miedo que pervive, anula los afectos, empantana el recuerdo, repudia el reconocimiento del todo social como lo que es, un sujeto colectivo que construye su propia historia. Así las cosas, muchos argentinos se alegran de que, por lo menos, algún militar sea castigado.

La tradicional delegación de la responsabilidad política del ciudadano argentino hace que espere del gobierno las decisiones prometidas y mira a la cúspide de uno de sus poderes, la Corte Suprema de Justicia, para que revise las penas y expida la sentencia inapelable.

Entretanto, evita identificarse. Las encuestas afirman que el hombre medio sostiene que «las ideas no se matan, pero los hombres sí», y entonces se recluye en lo único seguro, su individualidad, apostando a que el gobierno cumpla alguna de sus promesas, conformándose, por hoy, con la reducida aspiración de la supervivencia.

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