Tema central
NUSO Nº 200 / Noviembre - Diciembre 2005

Juventud, desarrollo y democracia en América Latina

Para los gobiernos progresistas y de izquierda, la ausencia histórica de políticas públicas de juventud vigorosas y pertinentes en la región no hace más que reforzar la ilusión vana de respuestas neoestatistas de imposible implantación efectiva. La construcción de alternativas exige repensar y reformular políticas educativas y de salud, con el objeto de procurar acercarlas a la cultura juvenil y apostar decididamente a la formación ciudadana, para brindar alternativas «terminales» más concretas en relación con el mundo del trabajo. Si esto no se logra, nuestras sociedades avanzarán muy poco hacia las nuevas tendencias culturales, más allá de las fuertes presiones corporativas de sectores conservadores que se niegan a reconocer esta realidad.

Juventud, desarrollo y democracia en América Latina

¿Una nueva era progresista?

Aunque se trata de tendencias con desarrollos desiguales en las diferentes regiones de nuestro continente, es un hecho que se va ampliando el acceso al gobierno de partidos políticos progresistas y de izquierda –muy diversos entre sí– que intentan desplegar una gestión pública sustentada en coordenadas diferentes de las que rigieron durante los años 90, al menos en buena parte de América del Sur. Nuevas sensibilidades frente a las desigualdades sociales, mayor firmeza en la búsqueda de respuestas menos dependientes respecto a los grandes centros de poder mundial, e intentos más sistemáticos de «representar» a los más desprotegidos y postergados parecen ser algunas de las claves de esta nueva «era progresista» (Rodríguez, Barret y Chávez 2005; Castro 2005).

Sin embargo, entre los postulados y la práctica efectiva sigue existiendo una gran distancia, explicable en buena medida por la inexperiencia en la gestión pública de muchos de los nuevos elencos gubernamentales, las serias dificultades del entorno (sobre todo en el terreno económico), la enorme dispersión de intereses y situaciones específicas en el campo de los «excluidos» y la ausencia de paradigmas pertinentes para guiar las nuevas prácticas políticas y sociales, tanto desde la gestión pública (nacional, regional y local) como en el campo de la dinámica de la sociedad civil. Definitivamente, no es lo mismo ser oposición que ser gobierno, y el aprendizaje correspondiente es muy doloroso.

A ello se suma la fragilidad de las instituciones democráticas (PNUD 2004), sobre todo en gran parte de los países andinos y algunos de los centroamericanos, donde las irrupciones sociales de los «excluidos» se manifiestan con la fuerza suficiente como para provocar la renuncia del presidente de la República (ya son varios los casos), pero no cuentan con la misma fuerza y convicción al momento de formular alternativas pertinentes y oportunas para guiar la construcción de nuevos modelos de gestión en el dominio de las políticas públicas. Sin dudas, el «que se vayan todos» expresa con sobrada evidencia el estado de ánimo reinante, pero no es capaz de construir casi nada realmente alternativo.

Los intentos de gestión alternativa oscilan entre «más de lo mismo» y la ilusión vana de respuestas neoestatistas de imposible implantación, incluyendo –en algunos casos– una peligrosa combinación con fórmulas autoritarias que guardan muy poca relación con los enfoques democráticos que se postulan como centrales en el campo de los discursos. La participación efectiva de la sociedad civil (que en muchos casos enfrenta ahora más dificultades que en el marco de gobiernos «neoliberales») sigue siendo una importante asignatura pendiente y, probablemente, una de las claves para la búsqueda de respuestas pertinentes a las trampas y los problemas que acechan por todas partes.

Las y los jóvenes latinoamericanos en este nuevo marco político

Las y los jóvenes no son ajenos a estas tendencias. Muy por el contrario, sufren más que cualquier otro sector las consecuencias de los estilos de desarrollo excluyentes vigentes en casi todos nuestros países, miran con gran recelo a las clases dirigentes y están en primera fila en las protestas sociales y políticas, pero al mismo tiempo carecen de espacios propios para la participación ciudadana y no cuentan con enfoques corporativos que permitan impulsar políticas públicas que procuren mejorar su calidad de vida y su protagonismo social y político. En este sentido, los movimientos y las organizaciones juveniles de la región, que se han transformado radicalmente en los últimos 30 años, no logran cumplir funciones de representación efectiva (y reconocida) de las y los jóvenes, y por tanto, no logran actuar como un «movimiento social», en el sentido clásico de la expresión (Rodríguez 2005a).

La histórica ausencia en la región de políticas públicas de juventud vigorosas y pertinentes no hace más que reforzar este estado de situación e impide la construcción de alternativas efectivas. Las políticas públicas de juventud se han caracterizado por su elevada fragmentación y su evidente irrelevancia, en un marco en que, además, las instituciones gubernamentales especializadas en estos dominios (salvo honrosas excepciones) no logran cambiar esa situación, en parte por falta de apoyos políticos y de recursos, pero también por el despliegue de estrategias equivocadas, centradas en la ejecución directa de programas y proyectos de muy escaso impacto efectivo y que resultan conflictivos con las diferentes agencias ejecutoras de políticas públicas, especialmente ministerios y alcaldías (Rodríguez 2004a).

Los gobiernos progresistas cuentan con el apoyo de las nuevas generaciones en términos electorales pero, al mismo tiempo, no logran diseñar escenarios alternativos atractivos que conciten la participación efectiva de las y los jóvenes en la construcción de sociedades más prósperas, más democráticas y más equitativas. Por esta razón, enfrentan serios riesgos de perder esos apoyos en el corto y mediano plazo y, con ello, las posibilidades de mantener en el tiempo el control de la gestión pública se acotan significativamente. Tres parecen ser los principales problemas por enfrentar: en primer lugar, la extendida vigencia –aun en la clase dirigente llamada «progresista»– del enfoque de riesgo que identifica a las y los jóvenes como un simple grupo vulnerable al que hay que proteger e integrar (extendiendo el «modelo» de trabajo con niñas y niños, sin percibir el abismo existente entre una etapa y la otra en la vida de cualquier persona); en segundo lugar, el peligroso argumento de las y los jóvenes organizados (sobre todo los más «politizados») que sostiene que las políticas de juventud son un asunto exclusivo de los propios jóvenes, en el que los adultos no tienen que inmiscuirse; y en tercer lugar, la falta de un acuerdo extendido sobre cuál es o cuál debe ser el rol de las y los jóvenes en la «nueva sociedad», que legitime positivamente la existencia de políticas públicas dirigidas a este sector.

La construcción colectiva de enfoques alternativos

Las respuestas alternativas, en construcción colectiva desde comienzos de los años 90, se sustentan en tres pilares centrales: primero, las y los jóvenes son sujetos de derecho (y no un simple grupo de riesgo), por lo cual deben ser objeto de políticas públicas que tiendan a asegurar la vigencia de sus derechos (a la educación, al trabajo, a la participación, etc.); segundo, las políticas públicas de juventud son un asunto y una responsabilidad de todos y todas, por lo cual es tan importante involucrar a los propios jóvenes como a los adultos que trabajan con ellos (docentes, personal de salud, policía, jueces, etc.), desde enfoques incluyentes y no estigmatizadores; y tercero, las y los jóvenes pueden ser –en el marco de la actual construcción de la sociedad del conocimiento– «actores estratégicos del desarrollo», dado que están infinitamente más y mejor preparados que los adultos para lidiar con la permanencia del cambio y con la centralidad del conocimiento, dos de las principales reglas de juego del mundo del siglo XXI.

Si todo esto es así, el «protagonismo» juvenil es clave para el propio desarrollo de nuestras sociedades y no solo una justa «aspiración» de un sector poblacional «crítico» casi por definición, y ello debiera guiar la gestión pública (en todos los niveles) en el futuro. En este marco, los estilos de gestión de las políticas públicas no son «neutros», ni mucho menos. En realidad, las opciones que se tomen en este terreno determinarán los éxitos y los fracasos que se obtengan, y eso justifica la necesidad de identificar «buenas prácticas» y de evitar «enfoques equivocados» que ya han provocado fracasos estrepitosos en varios casos concretos a lo largo de la historia y en muy diversos contextos territoriales.

Comenzando por estos últimos, no tiene sentido apostar todo a la aprobación de leyes de dudosa relevancia o a la construcción de espacios específicos para la participación juvenil (casas de la juventud, clubes juveniles, etc.). Las leyes, cuando no van acompañadas de procesos sociales y políticos que las respalden y legitimen, no logran pasar el umbral de su aprobación formal, mientras que los espacios específicos para la participación juvenil, aun sin proponérselo, terminan reforzando el aislamiento social de las y los jóvenes, en lugar de promover su integración.

Una perspectiva generacional para las políticas públicas

Alternativamente, habría que trabajar para que –junto con la aprobación de leyes de juventud que sean el resultado de consensos sociales y políticos previamente construidos– se avance en el diseño de planes integrales de juventud, en el marco de los planes nacionales de desarrollo, sustentados en acuerdos sobre el rol de los jóvenes como actores estratégicos en la construcción de la sociedad del conocimiento. En este sentido, emulando el trabajo de las mujeres en relación con la perspectiva de género, habría que trabajar para dotar todas las políticas públicas de una perspectiva generacional, que atraviese las esferas de la gestión pública, en el Estado y en la sociedad civil.

Hay que repensar –por ejemplo– la enseñanza media o secundaria y concebirla como un espacio privilegiado de socialización juvenil, procurando acercar cultura juvenil y cultura escolar (y así superar el abismo que hoy existe entre ambas) y apostando decididamente a la formación ciudadana y no solo a la transmisión de saberes en función del acceso a la educación superior (para brindar así, por tanto, alternativas «terminales» más concretas en relación con el mundo del trabajo).

En la misma línea, es imprescindible reformular las políticas de salud para adolescentes y jóvenes desde un enfoque de derechos, haciendo especial hincapié en los derechos sexuales y reproductivos. Si no se logra que el personal de salud cambie radicalmente los enfoques predominantes en estas materias, nuestras sociedades avanzarán muy poco en el terreno de las nuevas tendencias culturales (en términos de constitución de familias, por ejemplo) crecientemente dominantes en el mundo, más allá de las fuertes presiones corporativas de sectores conservadores que se niegan a reconocer esta realidad (Rodríguez, Morlachetti y Alessandro 2005). Y, en consonancia con estas prioridades, hace falta repensar completamente las políticas públicas relacionadas con el perverso vínculo existente entre jóvenes y violencia, trabajando intensamente con jueces, militares y policías, atendiendo a la vez la reformulación a fondo del rol (absolutamente estigmatizador) de los medios masivos de comunicación en estos dominios desde la perspectiva de los derechos humanos (Rodríguez 2005b).

Frente a la construcción de espacios específicos para la participación juvenil, sería fundamental trabajar para aumentar y fortalecer la presencia de jóvenes en los espacios de participación ciudadana existentes, sobre todo en la asignación de recursos («presupuesto participativo») y en relación con el control social de políticas públicas («auditorías ciudadanas»). Esto implica trabajar intensamente en la legitimación y el fortalecimiento de los movimientos juveniles, asumiendo que hay muchos y muy diversos (y que todos son importantes) y evitando celosamente su manipulación estatal o partidaria. El desarrollo de prácticas de voluntariado juvenil, asociadas a la gestión de grandes políticas públicas prioritarias (combate a la pobreza, campañas de alfabetización, etc.), puede ser una fórmula pertinente, siempre y cuando se trabaje con pluralismo y un gran respeto por la autonomía de las y los jóvenes participantes. Los «ejércitos» juveniles «oficialistas» son malos en el marco de cualquier concepción ideológica, en la medida en que arrasan con la libertad de pensar y de elegir que debe regir en el marco de la construcción de sociedades auténticamente democráticas.

La inserción laboral como clave de éxito

Ahora bien, como se sabe, una de las claves de éxito en todas estas dinámicas radica en la posibilidad cierta de lograr que las y los jóvenes puedan procesar adecuadamente su inserción laboral. Quien tiene empleo (dependiente o independiente) tiene ingresos propios, y quien tiene ingresos propios puede construir identidad y autonomía en mejores condiciones. Pero en estas materias, en el marco de esta «nueva era progresista» tendremos que enfrentar resueltamente algunas trampas que suelen paralizarnos eternamente. Me refiero en particular a los argumentos que plantean que solo es posible mejorar la empleabilidad de las y los jóvenes generando nuevos puestos de trabajo, pues la redistribución de los existentes terminará siendo perjudicial en todos los sentidos.

Por un lado, resulta evidente que hay que generar más y mejores puestos de trabajo (aunque ello sea cada vez más difícil, dadas las dinámicas de los mercados en el marco de la creciente internacionalización de nuestras economías) y, en ese sentido, las propuestas de la Organización Internacional del Trabajo centradas en el denominado «trabajo decente» son sumamente relevantes. Pero, por otro lado, también es cierto que la evidencia empírica disponible (más allá de los discursos) muestra irrefutablemente que las y los jóvenes son los primeros en ser expulsados del mercado de empleo en tiempos de crisis y los últimos en ser incorporados en contextos de expansión económica y laboral. El problema de fondo es que los principales actores del mercado de trabajo, probablemente sin proponérselo, discriminan notoriamente a las nuevas generaciones. En el caso de los empresarios, en general predominan las posturas relacionadas con la contratación de adultos con más experiencia y hábitos laborales ya desarrollados, mientras que, en paralelo, los sindicatos dan prioridad –lógicamente– a las reivindicaciones de sus miembros, por definición, trabajadores ya empleados o transitoriamente desempleados. Los ministerios de trabajo, por su parte, priorizan la contratación de adultos jefes de hogar, pues éstos tienen –se sostiene– mayores responsabilidades familiares que atender (Rodríguez 2004b).

El resultado global, evidentemente, es la exclusión de las y los jóvenes, ya sea porque no tienen experiencia ni hábitos de trabajo, porque no están sindicalizados o porque no tienen responsabilidades familiares. Pero ¿quién puede demostrar que nuestras sociedades funcionan mejor sobre estas bases que, por ejemplo, sobre la base de una distribución diferente de responsabilidades entre generaciones, del mismo modo en que se ha planteado entre los miembros de la pareja, en el marco de la creciente incorporación laboral de las mujeres? Hay que discutir estas «reglas de juego», aunque no les agrade a algunas corporaciones.

En lo personal, creo que nuestras sociedades han ganado y mucho –en términos de igualdad– con la incorporación de las mujeres (al mercado de trabajo y a la dinámica de nuestras sociedades en muy diversas esferas), y creo que otro tanto podría ocurrir con una incorporación más igualitaria de las nuevas generaciones, lo cual –otra vez– implica cuestionar el adultismo vigente en todos nuestros países. Sin embargo, los debates siguen entrampados en lógicas corporativas que cuesta enfrentar. Esto se reflejó claramente en los intercambios procesados en el marco de la Conferencia Internacional del Trabajo realizada en junio en Ginebra (OIT 2005), de la cual no han surgido orientaciones claramente alternativas en estas materias. La propia Iniciativa de Empleo para los Jóvenes que han lanzado la Secretaría General de las Naciones Unidas, el Banco Mundial y la Organización Internacional del Trabajo (la más importante de la historia) se limita en este sentido, por este tipo de dinámicas.

Mecanismos institucionales y asignación de recursos

Para que las opciones estratégicas descriptas se puedan plasmar en la práctica, hace falta contar con mecanismos institucionales pertinentes y con una asignación de recursos que acompase estos esfuerzos conceptuales y metodológicos.

En términos institucionales, resulta imperioso contar con instituciones especializadas que cumplan roles de animación y articulación, pero que no ejecuten nada (ubicadas en la Presidencia de la República o en oficinas de planificación de primer nivel), al tiempo que hace falta contar con instancias ejecutoras especializadas en todos los ministerios, en todos los gobiernos regionales y locales, y en las principales organizaciones no gubernamentales. Asimismo, hace falta que las universidades se comprometan más y mejor en el acompañamiento decidido a estos esfuerzos renovados, sobre todo cumpliendo funciones de monitoreo y evaluación y apoyando –lógicamente– la formación de recursos humanos. También es necesario contar con herramientas idóneas y con esfuerzos sistemáticos en varios planos fundamentales, haciendo particular hincapié en la generación de conocimiento, la difusión de información, la capacitación de recursos humanos y la articulación de esfuerzos en todos los niveles.

En el terreno de la asignación de recursos, es preciso cuestionar la distribución actualmente existente entre generaciones, del mismo modo en que se cuestiona en el plano de la estratificación social, en términos de género, entre territorios o entre grupos étnicos. Todos los estudios disponibles muestran que niños, adolescentes y jóvenes llevan siempre la peor parte, y es tiempo de preguntarse –en función del propio desarrollo de nuestros países– hasta dónde esto es lógico y hasta dónde es una simple construcción adulta que es necesario modificar, pues atenta contra la modernización efectiva de nuestras sociedades. Es tan perjudicial la vigencia de enfoques neoliberales (que han demostrado que la teoría del «goteo» no ha funcionado en América Latina) como la de los enfoques que postulan la necesidad de «acumular» esfuerzos en torno de las denominadas «contradicciones principales» (en general, centradas en la relación entre capital y trabajo). Estas últimas terminan desconociendo la presencia en nuestras sociedades de otras contradicciones en términos de género, de raza-etnia y de edad (entre otras no menos relevantes) que muestran con sobrada elocuencia las limitaciones de los enfoques clásicos.

Jóvenes: algunas particularidades para tener en cuenta

¿Cómo se explica este estado de cosas? Un ejercicio que puede resultar útil es el de compararlo con la dinámica de otros sectores poblacionales, a los efectos de evaluar avances y limitaciones en cada caso particular, identificando las posibles explicaciones al respecto. En concreto, podría sostenerse que la condición social de niños y niñas por un lado y la de las mujeres por otro, por ejemplo, han mejorado notoriamente en los últimos treinta o cuarenta años, algo que no puede sostenerse en relación con las y los jóvenes, cuya condición social es igual o peor que la que se registraba en el pasado (en el mismo periodo).

Las explicaciones pueden ser muchas y muy variadas pero, en todo caso, el eje central debiera girar en torno de la pertinencia y la relevancia de las respectivas políticas públicas. Es un hecho que prácticamente todos los países de la región han invertido durante los últimos cincuenta años (al menos) en el diseño y la implementación de políticas públicas relacionadas con la niñez (lo cual ha redundado en menores niveles de mortalidad y morbilidad infantil, mayores tasas de escolaridad, etc.), al tiempo que los movimientos de mujeres han logrado (en los últimos veinte o treinta años, al menos) que las políticas públicas incorporaran más claramente la perspectiva de género. Esto no ha ocurrido en el caso de las políticas públicas de juventud, terreno en el cual se comienza constantemente de cero, se enfrentan numerosas dificultades para «acumular» experiencias y se logran algunos pocos impactos positivos en términos de mejoramiento del acceso a la educación, sin que estos avances puedan verificarse en otros terrenos similares.

¿Por qué ocurren las cosas de este modo? Lo primero por despejar es la recurrencia a respuestas coyunturales, pues esto no tiene que ver con crisis económicas específicas ni con estilos particulares de gestión pública en términos de orientaciones gubernamentales. En realidad, esto ocurre desde hace mucho tiempo y se verifica en muy diversos contextos territoriales e institucionales, por lo que debemos concluir que estamos ante problemas netamente estructurales, difíciles de abordar desde perspectivas «voluntaristas». Todo parece indicar que la principal explicación se relaciona con la transitoriedad de la condición juvenil, ya que la juventud es una de las pocas (si no la única) condición social que se pierde con el paso de los años. Irremediablemente, todos y todas dejamos de ser jóvenes con el paso del tiempo, y si bien de hecho ocurre también con la condición de niños y niñas, lo cierto es que en la etapa juvenil esto tiene connotaciones mucho más relevantes, en la medida en que estamos ante dos desafíos centrales en la vida de cualquier ser humano –la construcción de identidad y de autonomía– y el resultado obtenido marcará decisivamente el resto de nuestra existencia.

Esta transitoriedad, además, lleva a que las y los jóvenes estén más preocupados por el mundo al que les va a tocar integrarse (una vez procesada la construcción de autonomía y de identidad) que por su propia condición (transitoria por definición). Por ello, cuando las y los jóvenes se organizan y luchan por algún tipo de reivindicación, no lo hacen –como los trabajadores o las mujeres, por ejemplo– en relación con temas asociados directamente a su vida cotidiana (empleo para los jóvenes, servicios de salud diferenciados, etc.), sino en relación con temas más amplios (la libertad, los derechos humanos, la paz, la ecología, la democracia, etc.). Dicho de otro modo, no actúan desde enfoques «corporativos» sino «universales».

¿Qué importancia tiene esto para nuestro análisis? En realidad, es central, pues si esto es así, podemos concluir que las políticas públicas de juventud carecen de un «actor» que las impulse, algo que no ocurre en casi ningún otro caso. Dicho de otro modo, mientras que los trabajadores cuentan con los sindicatos y las mujeres con sus movimientos específicos, esto no ocurre con los movimientos juveniles, pues aunque en varios casos existen y son muy fuertes, sus acciones no están dirigidas a consolidar políticas y programas que permitan mejorar la inserción social de las y los jóvenes (en tanto tales), sino que se orientan a tratar de mejorar el mundo al que les va a tocar integrarse (cuando sean adultos), algo totalmente lógico si se asume la «transitoriedad» como una regla básica.

¿Qué podemos aprender de las mujeres?

Si damos un paso más en este sentido, podremos corroborar cómo, en el caso de las mujeres, se avanzó decididamente en la reflexión estratégica, superando resueltamente los enfoques originalmente planteados (centrados en la promoción de la mujer) y avanzando dinámicamente en la construcción de enfoques más integrados, centrados en la incorporación de la perspectiva de género en todas las políticas públicas. No es ése el camino que se ha recorrido en el dominio de la juventud. ¿Cómo se pueden explicar esas diferencias tan notorias? Varios son los argumentos que permiten fundamentar que las principales explicaciones son estratégicas y metodológicas, y poco tienen que ver con la falta de voluntad política o la carencia de recursos económicos.

Un primer argumento tiene relación con el enfoque predominante en cada una de las esferas de acción. Así, como ya hemos señalado, mientras en el caso de los jóvenes los trabajos se han orientado siempre a la apertura de espacios específicos propios (casas de la juventud, programas de participación juvenil, ministerios de la juventud, etc.), en el caso de las mujeres se ha trabajado con la lógica de la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres, y promoviendo la incorporación de la perspectiva de género en todas las políticas públicas relevantes.

Un segundo argumento tiene que ver con los actores que han impulsado las políticas referidas a la mujer y los que han impulsado las políticas referidas a la juventud. Así, mientras que en este último caso se ha tratado de generar apoyos en las propias estructuras administrativas del Estado, en los partidos políticos y en algunas pocas estructuras corporativas en el campo privado (solo excepcionalmente, por cierto), en el caso de las mujeres los programas se han apoyado decididamente en los movimientos de mujeres (que trabajan con una clara orientación corporativa) y en las organizaciones no gubernamentales de apoyo a esos movimientos (que comparten totalmente sus orientaciones fundamentales), incluyendo una amplia concertación interpartidaria (a partir de mujeres dirigentes de muy diversos partidos políticos). Los dirigentes juveniles, en cambio, han priorizado siempre la competencia (muchas veces salvaje) por espacios reducidos que todos quieren ocupar.

Un tercer argumento se refiere al estilo de gestión desplegado en términos del trabajo cotidiano en cada caso. Así, mientras en el caso de los jóvenes generalmente se han estructurado «programas» que, en realidad, son solo conjuntos de actividades puntuales e iniciativas inconexas, en el caso de las mujeres se han desarrollado planes de largo plazo y que articulan sus diversos componentes a partir de diagnósticos rigurosos de los problemas que se pretende encarar. En el mismo sentido, las mujeres han sabido articular dimensiones de la vida cotidiana (violencia doméstica, por ejemplo) con dimensiones más visibles socialmente (incorporación laboral, por ejemplo), mientras que en el caso de los jóvenes los esfuerzos se han quedado generalmente en los temas más «públicos» y no han sabido incorporar dimensiones más específicas de la vida cotidiana de los «beneficiarios» (culturas juveniles, por ejemplo), con lo cual se han descuidado esferas sumamente relevantes y prioritarias desde la propia lógica juvenil.

Sumando esfuerzos estratégicos sustantivos

Por todo lo dicho, las dinámicas existentes en el dominio de las políticas de infancia y adolescencia –donde un amplio abanico de movimientos y grupos, sobre todo de la sociedad civil, tratan de suplir la «ausencia de actor» comentada construyendo redes interinstitucionales tan heterogéneas como dinámicas y desplegando acciones de apoyo, defensoría, promoción y desarrollo muy variadas– son una referencia central. En el caso de las y los jóvenes, trabajar de este modo implicaría la presencia más activa y decidida de los movimientos de mujeres y de las organizaciones de derechos humanos. En ambos casos, los aportes de unos y otras a la dinámica de nuestras sociedades han sido clave en muy diversos sentidos pero, al mismo tiempo, resulta evidente que también han tenido sus limitaciones.

Entre los aportes, habría que destacar la apertura de las luchas reivindicativas más allá de los estrechos espacios de contradicción entre capital y trabajo (tanto en el medio urbano como en el ámbito rural) y la inclusión de otras importantes «contradicciones» (entre hombres y mujeres, entre la ciudad y el campo, entre blancos y negros, entre grupos con conductas sexuales diferentes, etc.). Entre sus limitaciones, habría que destacar algunos de sus propios reduccionismos: las tensiones entre hombres y mujeres han eclipsado las diferencias de edades, por ejemplo, y la atención a las violaciones de los derechos humanos más elementales (desapariciones en el marco de las dictaduras militares, por ejemplo) ha soslayado la atención de otros derechos humanos igualmente relevantes (derechos sexuales y reproductivos, por ejemplo).

Si estos movimientos sociales fueran capaces de superar esas limitaciones se podrían lograr avances sustanciales en el terreno de la promoción juvenil, pero para ello sería elemental cuestionar a fondo algunas de esas limitaciones. En el caso de los movimientos de mujeres, en la mayor parte de los casos agrupan a adultas, y si bien en el discurso se alude a todas las mujeres, las niñas, las jóvenes y las adultas mayores tienen espacios muy reducidos y hasta simbólicos de atención efectiva. En el caso de las mujeres jóvenes, en general no tienen presencia activa en los movimientos juveniles (manejados abrumadoramente por hombres jóvenes) ni en los movimientos de mujeres («mamá ya tengo», declaran cuando son consultadas, en alusión al enfoque maternalista con que suelen ser tratadas por las dirigentes adultas).

Sería muy provechoso contar con esfuerzos más sistemáticos y deliberados en estos contextos, centrados por ejemplo en el perverso vínculo existente entre jóvenes y violencia, incorporando el tema de las pandillas juveniles a sus propias dinámicas de trabajo. Asimismo, sería importante contar con apoyos más decididos por parte de estas organizaciones en lo que atañe a la formación en derechos humanos de las nuevas generaciones de niños, niñas, adolescentes y jóvenes, en todos los niveles.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero lo más relevante es el enfoque que debería desplegarse; en este sentido, lo realmente importante es que –junto con la legitimación de las luchas centradas en desigualdades de género, raza-etnia, clase social, etc.– se puedan desarrollar acciones sustentadas en un cuestionamiento central del adultismo de nuestras sociedades, asumiendo que el funcionamiento de éstas incluye también conflictos generacionales que hay que reconocer y procesar de la mejor manera posible, un tema en el que las y los jóvenes organizados casi nunca incursionan decididamente (en general, prefieren priorizar la sucesión y no el enfrentamiento con los viejos).

Apoyo a redes, respetando autonomías y procesos particulares

En este marco, el fortalecimiento de las redes juveniles debiera constituirse en una prioridad muy clara de los esfuerzos que se desplieguen en el futuro. Para ello, habría que priorizar tanto el desarrollo de redes que tiendan al protagonismo de las y los jóvenes en las dinámicas sociales y políticas en los ámbitos local, regional y nacional, como las redes que operan más específicamente en el terreno de la dinámica cultural y comunicacional de los jóvenes, y aun el desarrollo de aquellas que procuran desplegar acciones en terrenos específicos de la dinámica juvenil (como las redes relacionadas con la prevención del VIH/sida o el fomento de los derechos sexuales y reproductivos de adolescentes y jóvenes).

Pero el apoyo a estas redes debería realizarse sobre la base de ciertos criterios básicos, empezando por el respeto pleno y absoluto a la autonomía de las propias redes, esto es, la capacidad que sus miembros deben tener asegurada de tomar sus propias decisiones sin interferencias ni influencias de ninguna índole. Esto es particularmente importante en lo que atañe al nombramiento de autoridades, el diseño de planes y programas y el uso de recursos, pero debe extenderse a toda la gama de esferas de acción de dichas redes, asegurando la más absoluta libertad de éstas para opinar, formular propuestas e involucrarse en aquellas campañas o iniciativas que les resulten de interés. Esto implica erradicar las prácticas que en el pasado intentaron «regular» el funcionamiento de las redes desde la órbita estatal, en una línea de acción en que la aprobación de leyes de juventud legitimaba derechos pero a la vez limitaba los espacios de acción de estas redes, al reglamentar exageradamente su funcionamiento, con vistas a su reconocimiento legal y el despliegue de las acciones correspondientes en términos de apoyo efectivo.

En el mismo sentido, habría que ser más realistas en relación con las exigencias que muchas veces se ponen para definir líneas de respaldo a tales o cuales redes. Un criterio tan subjetivo como complejo de aplicar es aquel que reclama «representatividad» a las redes juveniles que pretendan contar con respaldos institucionales, técnicos o financieros. Resulta evidente que no existen redes representativas (en el sentido tradicional) y difícilmente pueda haberlas en el futuro, en la medida en que estas redes aparecen y desaparecen (en función de objetivos específicos muy concretos) y se transforman muy dinámicamente, con lo cual su «representatividad» está siempre en tela de juicio. En realidad, lo que habría que proponerse es que las redes y las organizaciones juveniles cumplan roles –informales pero efectivos– de representación de intereses (parciales y siempre cambiantes) sin exigir, vanamente, representatividad.

Algunas reflexiones finales

Los retos que tenemos por delante son tan complejos como relevantes, y resulta muy difícil pronosticar qué pueda ocurrir. Si tratamos de imaginarnos la dinámica de la próxima década, contamos con varios datos que muestran, por ejemplo, que solo unos pocos países latinoamericanos y caribeños podrán alcanzar, en el año 2015, los denominados Objetivos de Desarrollo del Milenio, en caso de mantenerse las actuales tendencias (Naciones Unidas 2005). Las posibilidades de avanzar de un modo significativo en el combate contra la pobreza y las desigualdades sociales están atadas a la incorporación de cambios sustanciales en las actuales dinámicas del desarrollo, y entre las muchas alternativas existentes al respecto, algunas de las más pertinentes y oportunas podrían ligarse directamente con una mayor y mejor incorporación de las y los jóvenes a las dinámicas de nuestras sociedades.

Por ejemplo, es necesario encarar con más pertinencia y decisión el desafío que plantean las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), terreno en el cual se está avanzando significativamente y en el que las y los jóvenes están siendo (y lo pueden ser todavía más) protagonistas centrales, en su calidad de actores estratégicos del desarrollo (Villatoro y Silva 2005). Esto es así debido a que las nuevas generaciones tienen una relación mucho más natural y fluida con las nuevas tecnologías, pues han crecido y se han socializado en dinámicas totalmente distintas de las que tuvieron las generaciones adultas al respecto, y resulta imperioso tomar nota de estas «ventajas comparativas», desplegando políticas públicas renovadas que las potencien al máximo. En la misma línea, las y los jóvenes están siendo protagonistas centrales en programas de voluntariado (participando en programas de combate a la pobreza, campañas de alfabetización y muchas otras iniciativas por el estilo) y hasta están ensayando nuevas experiencias en el terreno empresarial y demostrando que pueden hacer aportes sustanciales al desarrollo de nuestras sociedades.

El desafío está planteado. Hace falta encararlo resueltamente, y esta nueva «era progresista» puede llegar a transformarse en una excelente oportunidad para intentarlo. El futuro nos dirá si los dirigentes políticos y los técnicos de izquierda que están asumiendo responsabilidades crecientes en la gestión pública están a la altura de las circunstancias. Será fundamental no fracasar otra vez, porque las consecuencias pueden llegar a ser terribles.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 200, Noviembre - Diciembre 2005, ISSN: 0251-3552


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