Opinión
febrero 2017

Israel iliberal

Netanyahu conduce a Israel hacia posiciones retrógradas. Su gobierno ha abandonado la concepción liberal y globalizada para sumarse a las aventuras de Trump.

<p>Israel iliberal</p>

Después de medio siglo de ocupación del territorio palestino, Israel está sucumbiendo a sus más profundos impulsos de etnocentrismo y rechaza cada vez más las fronteras reconocidas. El país está ahora en camino a unirse al creciente club de las democracias iliberales y hay que agradecer por esto al primer ministro Benjamín Netanyahu.

Durante los 11 años en los que ha desempeñado el cargo de primer ministro de Israel, Netanyahu ha reformado la psique colectiva del país. Ha elevado al «judío» aislado y traumatizado –que aún no se reconcilia con los «gentiles», sin llegar a mencionar a los «árabes»– por encima del «israelí» laico, liberal y globalizado, conceptualizado en la visión de los padres fundadores del país.

El propio Netanyahu es una persona laica y es un cínico hedonista que se enfrenta a una investigación en curso sobre su supuesta aceptación de lujosos regalos ilícitos de un magnate de Hollywood. Sin embargo, es experto en jugar la «ficha judía» en su propio beneficio. En el año 1996, su promesa de ser «bueno para los judíos» hizo que ganara el poder. En 2015, logró el mismo cometido con su advertencia de que los judíos debían correr a votar por él o su destino iba a ser decidido por «manadas» de árabes que supuestamente se dirigían a las mesas de votación.

Así como apelar a la identidad judía de las personas logra que se ganen elecciones, también logra que se bloqueen las negociaciones de una solución al conflicto palestino-israelí. La insistencia de Netanyahu en que los palestinos reconozcan a Israel como un Estado judío en el año 2014 se convirtió en el último clavo en el ataúd de un proceso de paz ya moribundo.

En muchos sentidos, el perfil político de Netanyahu coincide con el de los republicanos estadounidenses de la línea más intransigente. Su esposa dijo una vez, jactándose, que si Netanyahu hubiese nacido en Estados Unidos podría haber sido presidente de esa nación. Probablemente habría preferido esa vida, en gran medida por el inmenso poder que eso le hubiese otorgado. También le habría permitido evitar ocho años frustrantes de desacuerdos con el presidente Barack Obama.

Ahora, sin embargo, Netanyahu está aliviado con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, un republicano con ideas afines a las suyas y que es prácticamente en todos los sentidos el polo opuesto de Obama. El último presidente estadounidense mostró empatía por las minorías y los inmigrantes; defendió los derechos humanos y civiles; logró un avance diplomático con Irán; buscó la paz en Palestina; y, lo más problemático de todo, intentó que el líder israelí se responsabilizara por sus actos. Uno de los últimos actos de Obama como presidente fue hacer que Estados Unidos se abstuviera de votar en una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas contra la construcción de asentamientos israelíes en los territorios ocupados, en lugar de vetarla.

Netanyahu prefiere, de lejos, la cruda charlatanería de Trump al liberalismo profesoral de Obama. De hecho, Trump y Netanyahu tienen mucho en común, y también con otros líderes iliberales, como el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan. Los tres consideran la hostilidad abierta hacia los medios de comunicación como una forma de asegurar y consolidar el poder.

Trump ha lanzado, inequívocamente, una «guerra contra los medios de comunicación». Erdoğan, por su parte, ha reprimido la libertad de prensa y arrestado a periodistas por acusaciones de participación en el fracasado golpe militar de julio pasado. Netanyahu se ha desempeñado como ministro de Comunicaciones en ejercicio de Israel desde finales del año 2014.

La lógica no es difícil de discernir. Se supone que los medios de comunicación tienen que cuidar que quienes están en el poder se responsabilicen de sus actos. Por lo tanto, aquellos que están en el poder tratan de sofocar a los medios de comunicación. Una forma de hacerlo es amplificar las voces de alternativas que están más de acuerdo con las ideas que ellos tienen, como por ejemplo el Israel Hayom, un periódico gratuito en idioma hebreo que se publica diariamente y se dedica a vocear alabanzas a Netanyahu.

La meta de este folleto de estilo norcoreano no es obtener ganancias. En 2014, Sheldon Adelson, un magnate de los casinos estadounidenses que apoya desde hace tiempo a Netanyahu y que también ha ayudado a financiar la campaña de Trump, invirtió unos 50 millones de dólares en el Israel Hayom, que ha perdido más de 250 millones de dólares desde su lanzamiento en 2007. Netanyahu celebró elecciones anticipadas en 2014, con el objetivo de proteger a su periódico portavoz –el mismo que ahora tiene la mayor circulación entre todos los periódicos israelíes– de los proyectos de ley presentados en el Parlamento que amenazaban con imponerle restricciones.

Netanyahu siempre ha negado tener algo que ver con el Israel Hayom, aunque la verdad es que prácticamente es su redactor en jefe. ¿En qué otra capacidad pudo haber discutido con el propietario de su principal competidor, Yedioth Ahronot, la posibilidad de restringir la distribución de Israel Hayom, a cambio de una cobertura más favorable?

Por supuesto, Netanyahu no está haciendo todo el trabajo pesado en cuanto a empujar a Israel hacia el iliberalismo, y la censura y el acoso no están reservados exclusivamente a los medios de comunicación. El ministro de Educación, Naftali Bennett –presidente del partido Casa Judía, un aliado clave en la coalición de extrema derecha de Netanyahu y un destacado defensor de la anexión de tierras palestinas– está impartiendo instrucciones a las escuelas sobre que «estudiar el judaísmo es más importante que estudiar matemáticas y ciencia». Una novela que describe un romance entre un muchacho palestino y una muchacha judía ha sido prohibida en los programas escolares.

La ministra de Justicia, Ayelet Shaked, también miembro del partido Casa Judía, es la segunda persona tras Bennett que muestra su ardor ultrasionista. Actualmente encabeza un ataque contra la última frontera de la democracia israelí, la Corte Suprema, condenándola por acciones como la decisión del pasado mes de abril en la que se sostuvo que las políticas sobre el gas natural de Israel eran inconstitucionales.

Más recientemente, Shaked aprobó la «Ley de Lealtad Cultural», que haría que el financiamiento cultural del gobierno dependiera de la «lealtad» que tiene el receptor hacia el Estado judío. Los grupos derechistas que apoyan la anexión, mientras tanto, reciben un apoyo abundante del gobierno, así como de donantes judíos del extranjero.

Las nociones de lealtad se utilizan como armas no solo contra los artistas. Un recién aprobado proyecto de ley –claramente dirigido a los representantes de los árabes israelíes en el Knéset (Parlamento)– permitiría que los miembros del Knéset sean retirados por deslealtad al Estado. Las ONG que se centran en los derechos humanos y la búsqueda de la paz son escrudiñadas como agentes extranjeros.

Para Israel, la democracia siempre ha sido un activo estratégico, porque un Israel democrático encaja de manera natural en la Alianza Occidental. Al tiempo que Occidente impuso rápidamente sanciones a la Rusia del presidente Vladímir Putin después de su anexión de Crimea, no ha castigado la ocupación israelí de tierras palestinas. Sin embargo, a medida que Israel adopta prácticas inspiradas en Putin, su conexión con su retaguardia estratégica en Occidente se torna cada vez más débil.

Queda por ver si el impredecible Trump cumplirá las expectativas de Israel. Lo que está claro es que, al debilitar sus credenciales democráticas, Israel pone en peligro la cuerda salvavidas que lo conecta con Occidente, incluyendo al Estados Unidos post-Trump.


Traducción: Rocío L. Barrientos

Fuente: Project Syndicate



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