Honduras y la mala hora de América Latina
Nueva Sociedad 226 / Marzo - Abril 2010
El golpe en Honduras reveló, en primer lugar, la insuficiencia de los mecanismos interamericanos, en particular la Carta Democrática, para revertir este tipo de situaciones. También ratificó la histórica fragilidad de las instituciones republicanas hondureñas y expuso las dificultades o indecisiones del gobierno de Barack Obama. Y por último evidenció las discrepancias entre los países del bloque bolivariano y entre estos y otros gobiernos progresistas de la región. Pero la crisis de Honduras fue, sobre todo, una muestra dramática de una región fragmentada en lo político, polarizada en lo ideológico y que, a pesar de la prosperidad económica de los últimos años, sigue siendo muy desigual. En ese contexto, el colapso de un gobierno democrático por vía de una asonada militar apoyada por elites reaccionarias marca un peligroso precedente para los países de la región.
Nota introductoria
América Latina fue testigo, en las últimas dos décadas, de la caída de jefes de Estado –por medios más o menos institucionales según el caso– en Argentina, Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú, y de la escalofriante intentona de tumbar a otro que se frustró, por la mínima, en Venezuela. Sin embargo, muy pocos previeron un golpe de Estado en la República de Honduras en 2009. ¿Por qué lo impensable tuvo lugar? Más aún, ¿por qué no se pudo revertir semejante esperpento, vívidamente ilustrado por la ignominiosa llegada del presidente Manuel Zelaya a Costa Rica, todavía en pijama, un domingo de madrugada?
Unos y otros se atribuyen las más verosímiles hipótesis para explicar el golpe (porque hay que decir que aquello fue un golpe a toda regla, aunque sus perpetradores traten infructuosamente de revestirlo con una pátina de muy dudosa «legalidad»). No es el propósito de este ensayo alimentar ese debate, sino más bien plantear algunas reflexiones en torno de un problema mucho más acuciante: las enseñanzas que deja la experiencia hondureña y su significado de cara a la que ha revelado ser una frágil institucionalidad hemisférica, cuya aplicación depende de veleidosas voluntades políticas.
No obstante lo anterior, es obligatorio hacer dos anotaciones preambulares. La primera es que los autores intelectuales del golpe vieron en las políticas del presidente Zelaya (tildadas por ellos mismos de populistas pero temidas por reformistas) un germen de transformación social inadmisible bajo los parámetros de su añejo conservadurismo político, caldo de cultivo de algunas de las peores prácticas autoritarias en la historia centroamericana. La segunda es que el mandatario y sus asesores, en especial la entonces canciller Patricia Rodas, fueron víctimas de su propia retórica. Al elevar el tono del diapasón ideológico y llevar al límite la precaria institucionalidad hondureña sin contar con los recursos de poder real (ni la habilidad política) requeridos para dar el salto bolivariano (en este caso, «morazánico») que anunciaban, construyeron el contexto ideal para la fragua del golpe. Todo fue, en suma, un despropósito en el que se conjuraron la reacción oligárquica y la impericia para desgracia del pueblo de Honduras que, como siempre, fue el que pagó los platos rotos.
La comunidad internacional ante los acontecimientos en Honduras
La comunidad internacional actuó de manera airada contra la ruptura del orden constitucional en Honduras. Pocas veces se produjo un repudio interamericano tan unánime a un evento como ese ni se adoptaron medidas tan drásticas –previstas por cierto en la Carta Democrática–, tales como la suspensión del país en la Organización de Estados Americanos (OEA). El aislamiento del régimen golpista presidido por Roberto Micheletti fue inmediato y generalizado, y el depuesto presidente Zelaya fue arropado por todos los gobiernos del continente sin apelaciones.Las decisiones adoptadas eran obligatorias a la luz del derecho interamericano. El Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, hizo lo que tenía que hacer: aplicó las disposiciones normativas expresamente señaladas en la Carta Democrática. Pero también, político sagaz a pocos meses de enfrentar su reelección, intuyó que, sin «oxígeno internacional», el gobierno de facto de uno de los países más pobres del hemisferio occidental no podría sobrevivir los cuatro meses que le restaban para concluir el mandato presidencial de Zelaya.
Acompañaron a la OEA en su determinación restauradora todos los gobiernos de la región, incluido, en lo que en su momento pareció ser una demostración inequívoca del emergente «espíritu de Trinidad y Tobago», el de Obama. Con mayores o menores grados de estridencia, los países comprendieron la urgencia de ponerle fin a un experimento que, de prosperar, podría convertirse en un serio precedente para toda la región. Sí llamó la atención, y con razón, la «ira santa» expresada en este caso y no en otro, anterior y no menos escandaloso: el del fraude cometido por el partido sandinista en las últimas elecciones municipales de Nicaragua, preludio de una crisis de consecuencias insospechadas que ya está por venir. Pero esa es harina de otro costal.
Un golpe que resiste y se consolida
En ese contexto, el gobierno de facto no podía prevalecer. Pero prevaleció. Y lo hizo debido a una combinación de factores que, subestimados por el colectivo hemisférico y por el resto de la comunidad internacional, otorgaron a los golpistas márgenes de acción insospechados para imponer su voluntad y salir airosos.
El primero de ellos fue el apoyo que el golpe recibió en la calle, al menos tan grande como el repudio que este generó en los colectivos sociales hondureños, articulados con rapidez bajo la bandera del Frente Nacional de Resistencia pero sin la suficiente conducción política ni fuerza táctica para amenazar seriamente al nuevo régimen ni a sus Fuerzas Armadas. Respaldados por instituciones judiciales y legislativas sumisas, y con el telón de fondo de una represión selectiva con relativamente «pocos» muertos que lamentar, los golpistas apelaron a un nacionalismo primario que ya para entonces pretendían recubrir de legalidad gracias a los términos de una Constitución Política casi imposible de reformar. Todo esto se expresó en la ingeniosa fórmula: «estamos solos frente al mundo, pero ¿quién necesita al mundo cuando tenemos a Dios?».
El intento legitimador, aun cuando desde el exterior luciera casi ridículo, resultó clave, sin embargo, para iniciar la reversión del aislamiento internacional de Honduras apenas dos semanas después del golpe. Gracias a él y a la creciente polarización del debate interno, el régimen de Micheletti logró conjuntar argumentos que dieron pie a una gradual presencia en Honduras de representantes de partidos y organizaciones conservadoras cobijadas por consignas anti-Chávez. Consignas que, gracias a los millones de dólares que dichas entidades aportaron, se convirtieron en el germen del lobby golpista en dos escenarios claves para garantizar su supervivencia: los pasillos del Congreso de Estados Unidos y los medios de comunicación internacionales.
Fue gracias a ello y al sólido apoyo de la cúpula empresarial hondureña que se produjo la articulación de un conjunto de argumentos dirigidos a relativizar el golpe, presentándolo como una acción de «restitución democrática» que, aunque lamentable por la forma, había resultado inevitable para impedir la entronización de una nueva «dictadura» en el hemisferio. Tal argumentación tuvo como resultado un insólito pero impresionante «empate argumentativo» que minó la posición «principista» de la comunidad internacional y, en última instancia, terminó neutralizándola.
También abrió la puerta para que, sorprendidos por la resistencia del gobierno de facto, algunos países, entre los que se contaron EEUU y los miembros de la Unión Europea, propiciaran la aparición de propuestas «alternativas» que convocaban a salidas «pragmáticas» y «realistas» a la crisis. Surgió así el llamado «Consenso de San José» a cargo del presidente de Costa Rica Oscar Arias, iniciativa que, por default y pese a ser rechazada por los golpistas en medio de dilatadas e infructuosas negociaciones que estos usaron para ganar tiempo, reducían a Zelaya al estatus de figura simbólica, para todos los efectos desprovista de capacidad de mando excepto para fines formales en el proceso de normalización post-elecciones.
La diletante actitud del gobierno de Obama
No puede desmerecerse, por cierto, el complejo papel jugado por el gobierno de Obama en este entuerto. Claramente favorable a la restitución de Zelaya en las primeras semanas después del golpe, el Ejecutivo estadounidense pareció dispuesto –por primera vez en tres lustros– a seguir el ritmo que imponía el consenso interamericano. Sin embargo, esa determinación se debilitó, hasta casi desdibujarse, tan pronto el insignificante affaire de Honduras se magnificó y quedó atrapado en las turbulentas aguas de la política interna estadounidense, para entonces ya envenenadas por un agrio debate en torno de los efectos de las políticas impulsadas por Obama para paliar la crisis financiera, la aprobación del nuevo modelo de seguridad social y la ampliación de la presencia de tropas norteamericanas en Afganistán.
El vengativo bloqueo a la confirmación legislativa de Thomas Shannon y Arturo Valenzuela, dos de las más prominentes figuras de la política latinoamericana de Obama, demostró, ya a principios del verano boreal, que la Casa Blanca no estaba dispuesta a sacrificar su valioso pero limitado capital político en un asunto marginal para la agenda del presidente. En especial cuando tanto en el Departamento de Estado como en las declaraciones de su titular, Hillary Clinton, el rechazo inicial al golpe dio paso a un marcado escepticismo sobre la restitución de Zelaya. A ello se sumaría más tarde un evidente repudio a las acciones del depuesto presidente y sus favorecedores latinoamericanos más recalcitrantes, todos ellos opuestos a cualquier propuesta que no tuviera como piedra de toque el obligatorio regreso del mandatario al poder –según lo establecido por la OEA y la Carta Democrática– y el retorno de Honduras a un statu quo ante que ya para entonces lucía inviable.
Un sainete que se convierte en tragedia
Habrá que admitir que en la búsqueda de tal objetivo no faltaron anécdotas. El malhadado sobrevuelo del avión presidencial argentino que no pudo aterrizar en Tegucigalpa pese a los ilustres personajes que transportaba; la patética «marcha» de Zelaya hacia el puesto fronterizo de Las Manos entre Honduras y Nicaragua y el anuncio in situ de la constitución de «brigadas de paz» que supuestamente prepararían y resguardarían el regreso del líder al poder; o incluso la subrepticia llegada del depuesto jefe de Estado a, y su infructuosa estadía en, la Embajada de Brasil en Tegucigalpa como «huésped» del presidente Luiz Inácio Lula da Silva; todos capítulos de una telenovela que demostró la escasa capacidad política de Zelaya y de sus seguidores en la calle, la determinación del régimen golpista de no ceder ante las presiones externas y la imposibilidad manifiesta de los países latinoamericanos más comprometidos con Mel de ofrecer algo más que declaraciones altisonantes e inconsistentes. Tal fue el caso, por ejemplo, de la demanda a EEUU para que impusiera un «bloqueo» a Honduras (habiendo criticado durante décadas, por ilegal e ineficaz, el bloqueo contra Cuba) o el rechazo a las elecciones presidenciales del mes de noviembre como posible salida a la crisis (habiendo sido esos mismos países beneficiarios de comicios pactados entre regímenes tanto o más espurios que el hondureño, con las emergentes fuerzas democráticas en la sangrienta América Latina de los años 80).
En ese marco, resulta especialmente notorio el faux pas brasileño, cuya principal víctima fue su prestigio de potencia regional como factor geopolítico solvente en el área. En realidad, Brasil nunca tuvo un ascendiente en Centroamérica que pudiese justificar su protagonismo en Honduras. Precisamente por ello debió haber jugado sus fichas en clave de prudencia y haberse abstenido de predicar un evangelio que el Palacio de Planalto (¿concordaría con este el siempre receloso Itamaraty?) supuso fácil de anclar en Tegucigalpa, pero que era más propio de sus arremetidas en Haití o el África subsahariana.
Ni siquiera México, que pecó por omisión en Honduras cuando debió haber asumido un papel mucho más preponderante en una zona muy estrechamente ligada a sus intereses históricos, se vio tan sobrepasado por la crisis como Brasil, sobre todo una vez que Zelaya se atrincheró en su legación en Tegucigalpa, colocando al canciller, Celso Amorim, en la incómoda situación de anfitrión renuente, imposibilitado de negociar con los arrogantes golpistas por razones de dignidad nacional e imagen internacional, pero al mismo tiempo incapaz de fortalecer realmente al presidente derrocado, cada vez más aislado y vulnerable a medida que se acercaban las elecciones de noviembre de 2009.
Una oportunidad perdida
Pero si algo hay que deplorar en esta historia de dislates (como los llamó ácidamente Jorge Castañeda en El País el pasado mes de diciembre) es el papel jugado por las fuerzas políticas hondureñas, y en particular por el candidato después elegido presidente, Porfirio «Pepe» Lobo, y su Partido Nacional.
Habiendo enarbolado la bandera de la unidad nacional en el diálogo sostenido por los candidatos presidenciales mientras Zelaya permanecía en la Embajada de Brasil, Lobo fue acusado por sus adversarios liberales de ser «cómplice» del presidente defenestrado. Aun así, insistió en esa tesis y ganó cómodamente las elecciones, algo que se suponía le daría el espacio necesario para acometer con todavía más determinación que la mostrada durante la campaña electoral el proceso de reconciliación nacional de cara a la transmisión del mando el 27 de enero de 2010. Pero, contra todos los pronósticos, lejos de asumir el liderazgo pleno en la resolución de la crisis política que tenía al alcance de la mano, Lobo adoptó una posición de sorprendente timidez frente al golpe y sus perpetradores, y con ello desaprovechó la mejor oportunidad de que disponía para restituir la legitimidad del sistema político. La raquítica presencia de jefes de Estado en el traspaso de poderes fue el mejor indicador de las dudas que todavía prevalecen en la comunidad internacional sobre el desenlace de la crisis golpista, aunque evidentemente y por distintas razones ningún país quiere seguir atrapado en las arenas movedizas de Honduras.
Piensan algunos que más temprano que tarde –lo ha dicho el propio presidente Lobo– las relaciones externas del país se irán normalizando y que, con Zelaya afincado en República Dominicana o México, es probable que las aguas vuelvan a su nivel y Honduras recupere su lugar en la OEA, el Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) y demás instancias internacionales. ¿O no?
Un horizonte incierto y potencialmente peligroso
La normalización gradual que augura el nuevo gobierno dependerá de lo que ocurra, no tanto fuera de las fronteras de Honduras, como en el interior del propio país, cuyo sistema político –hasta la hora uno de los más bipartidistas de América Latina, tradicionalmente dominado por fuerzas poco propensas al radicalismo– se encuentra peligrosamente escindido y crispado. Así lo revelan las belicosas declaraciones tanto del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (Cohep) como del Frente Nacional de Resistencia. El primero, desafiante y orgulloso tras un golpe del cual todos sus propiciadores salieron indemnes, ha hecho proclamar a Micheletti «Héroe Nacional», y propuso su designación como «senador vitalicio», aunque el sistema político hondureño es unicameral. El segundo, cuyo coordinador ya ha declarado «ilegítima» la presidencia de Porfirio Lobo, ha convocado a una «reforma constitucional verdaderamente revolucionaria» que cambie las relaciones de poder en el país. Semejantes expresiones de polarización, aunque luzcan como meras bravuconadas, no pueden tomarse a la ligera en un país donde 80% de los ciudadanos viven en la pobreza.
En cualquier caso, el entuerto hondureño ha dejado claro que, en América Latina, «la Verónica no está para tafetanes».
La mala hora de América Latina
Por una parte, la crisis en Honduras demostró que la Carta Democrática ha sido absolutamente insuficiente para meter en cintura a un régimen golpista capaz de sostenerse en el poder más allá de las fases iniciales de la reacción internacional en su contra. Es un «tigre de papel» que carece de recursos para un enforcement eficaz, incluso en países tan débiles como Honduras. Habrá que actualizar este mecanismo a la luz de las nuevas circunstancias pues, si bien logró evitar la caída de Chávez en 2002, hoy se muestra excesivamente vulnerable en una región cuyos regímenes «democráticos» hacen agua y cuyos presidentes –ya sean de derechas o de izquierdas, que en esto se parecen mucho– se muestran demasiado propensos a irrespetar los principios y prácticas republicanos que, como la alternancia en el mando, la separación de poderes, el desarme o el respeto a las libertades de expresión y prensa, caracterizaron las transiciones de los años 80 y 90.
También ha quedado claro que el gobierno de Obama no dispone, habida cuenta de los problemas que enfrenta en sus agendas doméstica e internacional, de márgenes suficientes para atender con sutileza y paciencia las crisis que puedan surgir en el «patio trasero». Quizá el mejor ejemplo de ello no sea Honduras sino la (¿exagerada?) operación militar unilateral puesta en marcha en Haití tras el pavoroso terremoto de enero de 2010. En ese escenario, quedó claro que Washington prefiere «disparar primero y preguntar después», en vez de buscar entendimientos con socios demasiado propensos a hablar mucho y hacer poco o, peor todavía –como en el caso de Brasil–, a asumir liderazgos regionales de dudoso valor práctico.
Para los países del bloque ALBA, por su parte, la crisis hondureña también marcó un hito esclarecedor. Por un lado, el golpe les hizo perder a uno de sus miembros, hecho simbólico importante que abrió la posibilidad a sus enemigos de iniciar el ansiado roll back del «Socialismo del Siglo XXI», ya anunciado por el presidente de Panamá, Ricardo Martinelli, en su toma de posesión en mayo de 2009. Por otro lado, evidenció, una vez más, las discrepancias que existen tanto en el interior del ALBA como entre esta alianza y otros gobiernos progresistas que se resisten a adoptar la ineficaz aunque altamente provocadora retórica bolivariana, hoy desprovista por cierto de los contundentes aportes financieros que en otro momento los petrodólares venezolanos hicieron posibles.
En última instancia, el golpe en Honduras se ha convertido en un recordatorio de los nuevos aires que soplan en América Latina: una región fragmentada en lo político, polarizada en lo ideológico, confrontada en lo social y paradójicamente próspera en lo económico, pero que muestra los peores índices de desigualdad del mundo. En ese contexto regional, el colapso de un gobierno democrático por vía de una asonada militar apoyada por elites económicas y políticas reaccionarias y poco dispuestas a respetar el derecho internacional marca un peligroso precedente y denota la debilidad de una institucionalidad democrática efectiva, que garantice la preservación del Estado de derecho y la paz interior en la región. Habiendo ocurrido esto en la más «bananera» de las repúblicas centroamericanas, podría haber sido, una vez más, el caso testigo de una involución política cuya repetición no puede descartarse.
No resulta alentador, en ese sentido, que el golpe haya triunfado y que los golpistas se hayan salido con la suya. Por mucho que la llegada de Porfirio Lobo a la Presidencia recomponga las formas constitucionales y abra la posibilidad de un proceso gradual de reconciliación nacional, lo cierto es que la comunidad internacional –indignada sí, pero inútil y humillada también– ha tenido que apechugar con el golpe, reconocer al nuevo régimen y preparar el levantamiento de sanciones. O bien, en el caso de aquellos países que se resisten tercamente a admitir su derrota alegando que las elecciones estuvieron viciadas de nulidad, tendrán que disponerse a realizar un sitio prolongado, sin consecuencias prácticas para el Estado hondureño.
En suma, Honduras ha sido el eslabón más débil, en el que se han conjurado –en una suerte de tormenta perfecta– las condiciones necesarias para una debacle democrática. Una debacle cuyos elementos constitutivos no son monopolio exclusivo de ese país sino que aparecen con toda claridad en el horizonte de corto y mediano plazo de otros Estados latinoamericanos, cuyos gobiernos están siendo puestos a prueba por los fenómenos de la corrupción, la violencia del crimen organizado transnacional, el clientelismo institucional o la permanente confrontación interior, tanto política como territorial.
Es demasiado pronto para saber si otra crisis como la hondureña tendrá lugar. Más allá de ello, sin embargo, lo cierto es que las condiciones están dadas para que se produzcan –ya se están produciendo– los contextos adecuados para el estallido de conflagraciones políticas cuyas víctimas podrían ser no solo presidentes constitucionales, sino regímenes democráticos completos, socavados ya no por golpes de Estado tan burdos como el hondureño (que no se pueden descartar, por supuesto) sino por otros, los llamados por Teodoro Petkoff «golpes desde el Estado», que parecieran ser los más populares y factibles hoy, en la mala hora de nuestra muy desorientada América Latina.
Volando sobre el Caribe, enero de 2010