Opinión
diciembre 2018

​¿Por qué el gobierno chileno rechazó el Pacto Mundial de Migraciones?

El presidente Sebastián Piñera dio un golpe de timón y decidió rechazar el Pacto Mundial de Migraciones, lo que coloca a Chile en el campo de las extremas derechas globales sobre este tema. Hoy es claro el acercamiento entre Chile y el nuevo presidente brasileño Jair Bolsonaro. Pero la decisión, que puso al Ministerio del Interior por encima de la Cancillería, dejó en evidencia que se trata de una política de consumo interno, con la vista en unas encuestas que no benefician al presidente chileno.

​¿Por qué el gobierno chileno rechazó el Pacto Mundial de Migraciones?

Desde fines de la Segunda Guerra, el sistema mundial se ha ido aderezando con pactos y acuerdos sobre derechos que constituyen, para decirlo de una manera simple, el lado amable de la mundialización. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 fue sucedida por diversos instrumentos de derechos, algunos vinculantes y otros no, que han constituido plataformas políticas y legales positivas, aunque siempre insuficientes para un planeta cuya modelación neoliberal conlleva altos costos sociales y ambientales.

La idea del Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular –conocido coloquialmente como Pacto Mundial de Migraciones– fue inicialmente concebida por la comunidad internacional en 2016 y plasmada en la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes. Esta fue concebida como un primer paso para conseguir un marco amplio y flexible de coordinación internacional para la gestión de las diferentes variantes de movilidad humana. Sus principales objetivos se dirigen a la obtención de mayor transparencia y a la generación de regímenes de incorporación más auspiciosos para los migrantes. Teniendo en cuenta la magnitud de los éxodos humanos y el sino trágico que revisten, hay que concluir que el Pacto Mundial de Migraciones –acordado en Marrakech el pasado 10 de diciembre– constituye un avance humanitario.

Sus contenidos se sintetizan en ocho principios y 23 objetivos que abarcan temas como la actualización y el intercambio de informaciones, la eliminación de discriminaciones, el combate contra el tráfico de personas, las fronteras seguras, la potenciación de los migrantes como aportes a los países de origen y de destino y la cooperación para facilitar los regresos. Estos principios constituyen metas perfectamente compatibles tanto con el funcionamiento neoliberal del capitalismo contemporáneo como con los ámbitos políticos nacionales. Más aún si tenemos en cuenta que se trata de un acuerdo internacional blando que supedita su aplicación a las condiciones y prioridades nacionales, y en consecuencia no es un tratado vinculante.

Esta compatibilidad sistémica del acuerdo nos permite explicar su amplia aceptación por algo más de 150 países, algunos de los cuales tienen performances detestables en materia migratoria. Pero también nos alerta acerca de quienes han rechazado abiertamente el acuerdo y sobre lo que representa este rechazo.

Si analizamos la lista de los disidentes, encontraremos dos tipos de países, que tienen como rasgo común ser receptores de flujos de migrantes o refugiados. Una parte de ellos ha tenido tradicionalmente políticas hostiles a los inmigrantes –aun cuando fuesen imprescindibles para su funcionamiento económico– como es el caso, en nuestro continente, de República Dominicana, donde el racismo y la xenofobia antihaitianos son política de Estado. Pero otra parte corresponde a los cotos ganados por facciones políticas de ultraderecha iliberal que han sabido prohijar las peores tradiciones culturales y religiosas en cada sociedad nacional. Son los casos de Estados Unidos bajo Donald Trump, Brasil a la sombra de Jair Messias Bolsonaro y algunos regímenes centroeuropeos. Para estas clases políticas, el pacto resulta inaceptable en la misma medida en que la legitimidad de sus actuaciones se apoya en la manipulación xenófoba de la opinión pública. Más que el pacto en sí, se trata de las oportunidades políticas para sus usos internos.

¿Y Chile?

Chile fue el último país en denunciar el pacto: primero votando en contra y finalmente absteniéndose en la votación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Curiosamente, lo hizo con menos vigor que cuando lo apoyó en julio, cuando el presidente Sebastián Piñera argumentó que «el compromiso de mi país, Chile, es claro y categórico: estamos generando una política migratoria que sea segura, ordenada y regular, en perfecta armonía con la Declaración de Nueva York y el Pacto Mundial para la Migración, que plantea, precisamente, la necesidad de establecer políticas migratorias que garanticen migraciones seguras, ordenadas y regulares». Y a su manera tenía razón. Cuando el presidente habló en Nueva York, aún existían expectativas sobre su gobierno iniciado en marzo y se estrenaba una reforma migratoria fijada por decreto que buscaba regularizar la permanencia de los inmigrantes y cortar los flujos existentes, principalmente desde Haití y Venezuela. La reforma era discriminatoria y sometía a los inmigrantes a un suplicio procesual lamentable. Pero distaba de ser un ajuste xenófobo como sucedió en República Dominicana o como se anunciaba desde Brasil. De cualquier manera, la sociedad chilena había sido bombardeada con suficiente información antiinmigrante como para recibir esta «puesta de la casa en orden» como un paso necesario y positivo.

Ya en diciembre, el presidente afirmó que «el texto discutido en Naciones Unidas choca con las normas de Chile», por lo que este «no va adherir a nada que pueda ser utilizado en su contra en cortes internacionales y que atente contra la soberanía del Estado de Chile». Su planteamiento fue secundado por su primo, el ministro del Interior, y por un subsecretario que en un arrebato de entusiasmo aclaró a la opinión pública que la migración no es un derecho humano.

El cambio de parecer en el discreto lapso de cuatro meses se vincula a cambios en las instancias que tomaron las decisiones. Si la aceptación radicó en los fueros de la Cancillería (pronto relegada a un segundo plano), el rechazo se cocinó en el Ministerio del Interior. La primera sencillamente seguía la tradición chilena de una política exterior pragmática que aprovechara los espacios políticos para ampliar los accesos económicos y garantizara adhesiones a los pactos internacionales. El rechazo habla de un uso interno en función de las maniobras políticas de un gobierno que busca apoyos imprescindibles en lo peor del conservadurismo nacional.

Las semanas previas a la cumbre de Marrakech fueron insoportables para el conocido narcisismo político de Piñera. Para un gobierno que había conseguido un triunfo rotundo ofreciendo una mejoría inmediata, era inaceptable que en un sondeo 79% de la población considerara la situación económica negativa o mediocre («ni buena ni mala») y 72% creyera que no iba a mejorar. Por ello el índice de popularidad del presidente se colocó en 37%, mientras que 40% lo desaprobaba y 50% no confiaba en él. Todo un récord histórico negativo a menos de un año del comienzo de su gestión. Era un gobierno sin luna de miel.

La guerra comercial entre Washington y Beijing clavó un cuchillo en la espalda de la economía chilena, cuya bonanza sigue dependiendo del precio del cobre en el mercado mundial. Pero no era solo este factor en contra. El gobierno se ha mostrado errático, con ministros impresentables, descoordinados y abusivamente locuaces.

Aparecieron también varios casos de corrupción –un tema de alta sensibilidad para la cultura política chilena– que afectaron a instituciones claves, como las Fuerzas Armadas y la policía (Carabineros). Y los ajustes del gasto público motivaron conflictos sociales en varios lugares.

Finalmente, a mediados de diciembre un hecho particular sensible estalló en la cara del presidente: el asesinato de un joven activista mapuche por un comando antiterrorista entrenado en Colombia, que en algún momento fue mostrado como un paradigma institucional. Un hecho dramático, aún en evolución, que ha sacado a la luz pública el fracaso de los aprestos represivos del gobierno, embarcado en una política contrainsurgente en la Araucanía y, en general, de mano dura contra lo que define como inseguridad pública.

Obviamente, esto le ha granjeado una situación poco envidiable de asedio de la izquierda –con fuerte presencia en el Parlamento– y de los movimientos sociales. Pero sobre todo –más importante para lo que aquí analizamos–, ha sido el asedio desde la ultraderecha, tanto dentro como fuera de la coalición política que lo llevó a La Moneda. Esto se ha evidenciado en exabruptos, críticas públicas desde sus propias filas, invocaciones a la figura del ex-dictador Augusto Pinochet, a la sombra de la imagen creciente de Bolsonaro, cuyo hijo hizo una larga visita y merodeó a los mismos integrantes del cuartel general presidencial.

En ese contexto se entiende el rechazo al pacto solo unos meses después de haber sido aceptado. Difícilmente el presidente Piñera pueda considerarse un hombre de capacidades intelectuales apreciables, pero es astuto como un jugador de bolsa. Siempre apunta al corto plazo, porque este le ha sonreído en una carrera salpicada de alegatos de fraudes y trampas políticas. Agobiado por todos y todo, no encontró mejor solución que entregar el pacto migratorio a las fauces de una ultraderecha glotona en busca de mejorar su posición. Es una acción calculada como redituable en el país –algo así como 43% de la población chilena muestra cautela o rechazo a la inmigración– y que solo sacrifica aspectos de política exterior que no tributan a los comportamientos mundanos de la política.

Al decir de un inteligente diputado de la nueva izquierda: «El gobierno está hipotecando el prestigio internacional de nuestro país para poder administrar las encuestas». Lo curioso es que, a pesar de esta jugada, la imagen del presidente ha continuado bajando... Habrá que esperar, ahora, a ver si se profundiza el «eje» Santiago-Brasilia.



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