Fútbol, leonas, rugbiers y patria. El nacionalismo deportivo y las mercancías
Nueva Sociedad 248 / Noviembre - Diciembre 2013
A diez años de la primera edición de su libro Fútbol y patria, el autor discute la relación entre narrativas nacionales y deporte, incorporando los casos del hockey femenino y el rugby en Argentina (lo que le permite debatir la problemática de género), así como las transformaciones registradas en el rol del Estado como productor del relato patriótico en los neopopulismos contemporáneos. Del mismo modo, postulando la centralidad del héroe deportivo en estas narrativas, analiza el pasaje de Diego Maradona a Lionel Messi: del pibe al buen chico.
Introducción
Cuando entre 2002 y 2008 escribí –y revisé– mi libro Fútbol y patria1, las conclusiones afirmaban que el discurso unificador de la nación parecía desvanecerse junto con el gran narrador, el Estado argentino, que a su vez no podía ser reemplazado por una sociedad civil debilitada o limitada a los reclamos sectoriales. El fútbol estaba privado por añadidura del último gran héroe, Diego Maradona, que había significado la continuidad del relato plebeyo, nacional y popular de la patria establecido por el peronismo; la ausencia de Maradona implicaba la imposibilidad para el fútbol de proponer un relato nacional alternativo y lo condenaba a la tribalización, a que el peso desmesurado de sus fragmentos –los clubes, los microterritorios, las hinchadas locales– hiciera imposible la reaparición de cualquier narrativa unificadora. Ese relato quedaba, entonces, a cargo del mercado: las publicidades comerciales de productos directa o indirectamente relacionados con el deporte que proliferaban en la cultura de masas en ocasión de cada evento deportivo internacional: Copa del Mundo –Copa América, Juegos Olímpicos–.
Esas publicidades insistían, por el contrario, en la permanencia del relato nacionalista: no verificaban la existencia de una nación, sino que proponían su deseo. Las publicidades recuperaban el peso de una tradición nacional-popular, su permanencia en el imaginario, y la transformaban en mercancía. Pero los medios no pueden reemplazar la nación ni proponer ningún relato democrático, porque no pueden narrar los desgarramientos y los conflictos que construyen una sociedad realmente democrática; solo postulan la ausencia del conflicto como un horizonte imaginario que encubre la dominación en toda sociedad de clases. Así, el mercado se limitaba a constatar el deseo de nación –la necesidad de un discurso nacional-popular– y a reemplazarlo por mercancías: cervezas o teléfonos celulares que «unieran a la patria» detrás de una épica, al menos una deportiva, ya que no política.
Las chicas y los machos
En Fútbol y patria hice foco en una narrativa masculina de la nación, producida, reproducida, protagonizada y administrada por hombres… como la mayoría de los relatos nacionalistas. En el caso del fútbol argentino, la sobrerrepresentación masculina es tan agobiante que desplaza cualquier otra posibilidad, incluso la mínima existencia del fútbol femenino, que tiene una presencia muy débil en el país; en relación con la extensión del fútbol masculino, parece casi inexistente.
Sin embargo, el análisis no puede obviar que el deporte más exitoso en el plano internacional de la última década en Argentina no es un deporte masculino: es el hockey sobre césped… femenino. Los datos son bastante claros en ese sentido. El fútbol argentino ha obtenido dos medallas doradas olímpicas en 2004 y 2008 pero, como es bien sabido, los Juegos Olímpicos en fútbol son una competencia de segundo nivel, con restricciones de edad (23 años) para los jugadores. A su vez, obtuvo tres copas Sub-20 (2001, 2005 y 2007), lo que nuevamente significa un torneo de segundo nivel restringido a jugadores juveniles. Desde 1993 el equipo de fútbol masculino de mayores no obtiene un título importante (ese año obtuvo la Copa América). Por su parte, el hockey femenino sobre césped obtuvo en esta década la medalla plateada en 2000 y 2012, así como dos medallas de bronce en 2004 y 2008; ganó además dos Copas del Mundo, en 2002 y 2010, y obtuvo el tercer puesto en 2006. Asimismo, ha ganado la medalla dorada en cuatro de los últimos diez Champions Trophy, una suerte de pequeña Copa Mundial que se juega todos los años. Por su parte, otros deportes masculinos a la vez exitosos y populares no alcanzan el mismo nivel de éxito: el rugby –sobre el que volveremos– domina el ámbito americano con holgura, pero solo ha alcanzado un bronce en la Copa del Mundo de 2007, que fue festejado como un triunfo. El básquetbol, de gran tradición local y rivalidades competitivas con otros países latinoamericanos –Brasil, Venezuela, Puerto Rico–, explotó en esta década con un segundo lugar en el Mundial de 2002; la selección argentina fue el primer equipo en vencer al Dream Team estadounidense y luego obtuvo la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Atenas, en 2004, y el bronce en Beijing en 2008. Esos éxitos internacionales son también mayores que los del fútbol: pero, nuevamente, no pueden equipararse a los del hockey femenino, los de las chicas.
Mi uso de la palabra «chicas» no es despectivo, sino nativo: porque la palabra no designa, en el castellano argentino, a las pequeñas sino que remite ampliamente a las mujeres jóvenes, y fue utilizado hasta la saciedad por el entrenador de los exitosos equipos argentinos, Sergio «Cachito» Vigil, quien no encontraba otra forma de referirse a sus jugadoras que «las chicas». En 2000, durante los Juegos de Sidney, las jugadoras decidieron autobautizarse, encontrar un sobrenombre que las identificara popularmente, o mejor, mediáticamente. Escogieron el apelativo «Las Leonas», que se impuso pronto, e incorporaron en sus camisetas una imagen del animal –aunque, claro, sin indicación icónica del género–. La elección, aunque sus inventoras insistan en las características de garra y coraje del animal, hacía eco a la denominación del seleccionado masculino de rugby, «Los Pumas», así conocidos desde una memorable confusión en 1965. La camiseta del equipo tenía la figura de un yaguareté, un felino argentino; sin embargo, un periodista sudafricano la confundió con la de un puma, y tanto la prensa como los jugadores encontraron el nombre más simpático –y de mayor eficacia mediática– que el original.
Sin embargo, no hay ningún tipo de narrativa nacional que pueda construirse –o que, al menos, haya sido construida hasta hoy– sobre las chicas del hockey argentino. Las Leonas, a pesar de ser el equipo deportivo argentino de mayor éxito internacional, no han sido soporte de argumentos nacionalistas. Más allá de ciertas operaciones de futbolización –por ejemplo, en los cánticos de sus seguidoras o en la presencia mediática de sus jugadoras–, no han sido objeto de la metonimia fundamental: la relación con la patria. Su presencia publicitaria es significativa: es especialmente gráfica antes que televisiva, lo que habla de públicos más segmentados –femeninos y de clases medias y altas–. Aunque comparte sponsors con el fútbol, el básquetbol y el rugby –la empresa Adidas–, no hay spots televisivos; mucho menos, alguno que proponga el relato nacionalista típico del fútbol. Hay una excepción, significativa pero a la vez limitada, y que se concentra en la mejor jugadora de la historia, Luciana Aymar, que ha sido elegida mejor jugadora del mundo durante siete de los últimos diez años por la Federación Internacional de Hockey (FIH), una continuidad y unanimidad que solo Lionel Messi podría emular, y apenas en el futuro. En un spot de la bebida Gatorade, un magnífico gol de Aymar es narrado… por el relato en off con que el periodista Víctor Hugo Morales narró el segundo gol de Maradona en el partido contra Inglaterra en el Mundial de Fútbol de 1986. La leyenda final se limita a afirmar: «Gracias, Lucha [familiarmente, Luciana], por hacernos sentir así». Es decir: es apenas una manifestación de orgullo, y no una proclama que coloque a Aymar en el lugar del héroe deportivo patrio, constructor de significados nacionales. Aunque entre sus rivales pueda estar Inglaterra2.
La única razón para que un equipo femenino tan exitoso no sea objeto y soporte de la narrativa nacional es el género. En la cultura deportiva, las mujeres no pueden cargar esos significados; pero esa imposibilidad es dependiente de una ley más amplia, según la cual la patria no puede narrarse en femenino. O las mujeres no pueden narrar la patria.
Porque la imposibilidad no parece depender de la clase. El hockey femenino argentino es un deporte básicamente de clases medias y altas; sin embargo, en una cultura de masas en la que el deporte se ha vuelto una mercancía transclasista, eso no sería una objeción. Y esta afirmación se comprueba con el ejemplo comparativo de otro deporte argentino duramente restringido a las clases medias y altas, como es el rugby. A pesar de esta restricción de clase, y de que los éxitos internacionales se limitan a un dominio continental francamente tedioso –los Pumas juegan las competencias americanas con equipos de suplentes, y aun así vencen con facilidad insoportable–, el rugby sí ha sido objeto de operaciones nacionalistas. Más aún: justamente por su colocación de clase, en tanto permitía la construcción de un relato nacional radicalmente antiplebeyo. Esos relatos circulan en dos zonas: la cobertura periodística y, nuevamente, las publicidades.
Las primeras fueron especialmente abundantes durante la Copa del Mundo de 2007, desarrollada en Francia. Allí los Pumas, sorprendentemente, derrotaron al equipo local en la inauguración, para luego proseguir una campaña brillante que chocó contra los Springboks sudafricanos –finalmente campeones– en semifinales, para luego vencer de nuevo a Francia por la medalla de bronce. Esta campaña, sorpresiva e inédita –cuatro años antes los Pumas habían alcanzado con esfuerzo los cuartos de final como máximo éxito y habían sido eliminados en primera ronda en las copas anteriores–, llevó a la multiplicación de textos que proponían a los Pumas como un ejemplo nacional: esforzado pero respetuoso del fair play, rudo pero caballeroso, exitoso pero especialmente ejemplar en la derrota. Remarco la condición de caballeros: doblemente, eso significa masculino y antiplebeyo. Las publicidades, a su vez, insistían en esos significados, con dos ejes argumentales claramente nacionalistas: por un lado, la construcción de un todos nacional –los Pumas eran nuestros, de todos, por lo que podían funcionar como metonimia de la patria–; por otro, una de las imágenes más reiteradas era la de los miembros del equipo cantando el himno nacional antes de los partidos, entrelazados y emocionados, imagen claramente nacionalista y que fue replicada por las chicas del hockey. Una de las mejores publicidades es la de Adidas: distintas situaciones cotidianas, de trabajo o incluso de un parto próximo –es decir, masculinas y femeninas– que exigen coraje son acompañadas por la expresión «Soy un puma»; la última imagen, de un jugador extranjero a punto de marcar un try mientras la voz en off afirma «I am a puma», concluye en el tackle cerca del ingoal, mientras que la voz dice «No, I’m not». La condición puma, entonces, no solo se vuelve nacional en términos de género, sino que se radicaliza en la oposición con el adversario: nosotros –todos– somos pumas, ellos no lo son3.Sin embargo, como ya dijimos, la dependencia del relato nacionalista respecto de la victoria deportiva, especialmente en países con historiales exitosos, es rotunda. De ese modo, el rugby no puede construir un relato con tanta pregnancia como el futbolístico, a pesar de sus posibilidades. No es la clase aquí el obstáculo, sino el éxito. La clase funciona, por el contrario, como posibilidad: la de construir una narrativa nacional con eje en las clases medias. Y la otra posibilidad, claro, es el género: los Pumas son, ante todo, machos, viriles, valientes, irreductibles al dolor e incluso a la derrota. Las chicas no podían ni pueden, al menos aún, articular esos significados. Deben ganar, deben seguir siendo mujeres –seguir siendo las chicas–, deben seguir imitando a los hombres y limitarse a ello. Y jamás soñar, siquiera, con ser las heroínas de la patria.
La excepcionalidad del héroe
Por su parte, la centralidad de la figura del héroe deportivo es, en el fútbol, decisiva, aunque encontremos hoy algunas tensiones de transformación. En Fútbol y patria dediqué muchas páginas a analizar la épica de Maradona, figura excluyente del relato patriótico del fútbol argentino durante dos décadas. Allí señalé, de manera esquemática, dos rasgos decisivos: su condición de articulador del viejo relato nacional-popular y plebeyo del peronismo, contemporáneamente con el declive político de esa narrativa, por un lado; y también, por el otro, que su salida de la escena deportiva cambiaba radicalmente la posibilidad misma del relato del héroe deportivo nacional-popular, por la imposibilidad de recrearlo, tanto deportivamente, en tanto jugador excepcional, como significativamente, por el contexto político-cultural en que se había producido. Maradona, concluí, era un índice del pasado, limitado solo a la memoria del mito y a la búsqueda del –imposible– heredero.
Ya la Copa de 2006 mostraba algunas tensiones novedosas, en torno de dos nuevas figuras. Una de ellas era, obviamente, Lionel Messi: pero además de que no jugó en el equipo titular, sino solo como suplente ocasional, Messi presentaba varios rasgos anómalos, básicamente su origen de clase –las clases medias– y su formación como jugador europeo, ya que se había radicado en Barcelona a los 14 años. La otra figura era Carlos Tévez, de una extracción de clase cercana a la de Maradona –las clases populares del Conurbano bonaerense– sobremarcada por rasgos físicos (sus cicatrices producto de un accidente doméstico) y su apodo, «el Apache», en referencia a su nacimiento en el barrio Fuerte Apache, señalado como uno de los más peligrosos y violentos del Gran Buenos Aires. Cualquier disputa por la herencia del héroe fue, no obstante, rápidamente clausurada por la eliminación argentina en cuartos de final y porque ambos jugadores no eran las figuras en torno de las que se organizaba el juego, a diferencia de la excepcionalidad maradoniana entre 1982 y 1994 y, especialmente, en 1986.
Pero en 2010 las cosas cambiaron. No solo por la presencia de Messi y Tévez en el equipo titular; no solo por su condición de grandes figuras internacionales; no solo por las expectativas en torno de su rendimiento –a pesar de que el equipo había tenido una campaña deplorable en la clasificación a la Copa y había alcanzado el último lugar clasificatorio en el último partido–. El cambio central fue la reaparición de Maradona, ahora como director técnico, a partir de 2009. Eso implicó una nueva puesta en escena de la concentración maravillosa de significados que permitía «el Diez», aunque ya no se tratara de un héroe deportivo, sino básicamente discursivo. Quiero decir: la actuación de Maradona era puramente lingüística, como entrenador o a través de sus declaraciones periodísticas. Lo que permanecía absolutamente clausurado era la posibilidad de la perfomance corporal, y la épica maradoniana se había construido centralmente en su actuación deportiva. Esa es la excepcionalidad del héroe deportivo: que no consiste meramente en discursos, sino también en una perfomance sostenida por el cuerpo, imposible de ser fingida; deudora del relato, claro que sí, pero imposible de ser creada como pura ficción. Sobre Maradona se había articulado una constelación de discursos –básicamente, como dijimos, la narrativa nacional-popular y plebeya–, pero esa articulación era posible por el hecho incontrastable, duramente corporal, de su gol a Inglaterra en 1986 –entre otros–. Lo que ahora se volvía imposible.
Pero la actuación discursiva fue muy productiva. Maradona inundó el espacio mediático con palabras e imágenes, muchas veces contradictorias, como siempre; fundamentalmente, tendientes a desplazar la narrativa del héroe o los héroes en presente por la centralidad del héroe del pasado. Por otro lado, sus carencias tácticas como entrenador –nunca se supo a qué jugaban sus equipos y las marchas y contramarchas fueron infinitas, incluso durante un mismo partido– eran suplantadas por su condición incomparable de gran charlatán: las conversaciones técnicas eran reemplazadas por las invocaciones a la memoria, a la tradición, a la gloria o al compromiso social de los jugadores. (Se supo que proyectaba, antes de los partidos, dramáticos videos en los que la exhibición de la pobreza argentina, por ejemplo, debía motivar a los jugadores a redoblar sus esfuerzos). Los resultados parecen indicar que sus intentos fueron vanos. Maradona era el técnico perfecto para la etapa pasional del fútbol argentino: su cultura futbolística parecía –parece aún– reducirse a la exhibición del desgarramiento y el esfuerzo de los jugadores y el aguante de sus hinchas.
Además, superpuestos a la actuación maradoniana, aparecieron los discursos que reivindicaban su condición de mito nacional-popular. Si en 2002 habíamos hablado de Maradona como una suerte de Juan Perón posmoderno –la continuación del peronismo por otros medios–, su reaparición en tiempos nuevamente peronistas debía de manera necesaria evocar esa condición. El kirchnerismo gobernante desde 2003 había reinstalado en el debate público los viejos tópicos del peronismo tradicional, una vez superada su etapa conservadora de la presidencia de Carlos Menem en los años 904. En un movimiento que volvía hegemónicos y estatales esos discursos, la figura clásicamente plebeya y nacional-popular de Maradona venía como anillo al dedo para volver a articularlos en la escena deportiva. Así, se sucedieron los textos de columnistas oficialistas que glorificaban la continuidad plebeya de Maradona, destinada a conducir a los muchachos a la victoria popular en la Copa del Mundo. Pero, consecuentemente, en un momento en extremo binario del debate político, esa sucesión de textos laudatorios implicó la aparición de contradiscursos que, desprovistos de adulación por el viejo héroe, lo condenaban precisamente por su neooficialismo. Por supuesto, el debate no tenía mayor envergadura teórica. En algún momento, cuando la primera ronda de la Copa transcurría entre éxitos argentinos y a la vez brasileños, chilenos, paraguayos y uruguayos, un programa periodístico radicalmente oficialista llegó a proponer la peregrina hipótesis de que esos resultados deportivos eran la consecuencia de la prosperidad latinoamericana frente a la decadencia económica de Europa –donde ya se sufrían los efectos de la recesión–. Como todos sabemos, las semifinales de la Copa las jugaron tres equipos europeos y uno latinoamericano, luego de la derrota de todos los demás, a lo sumo, en cuartos de final. Y no había causalidad socio-político-económica detrás del hecho; apenas, haber convertido más goles unos que otros.
Lo que ninguno de los actores de ese minidebate podía leer eran las transformaciones que habían experimentado tanto la sociedad argentina como el mismo Maradona; faltaba una buena reflexión teórica que las explicara, en tanto que el debate se limitaba a la superficialidad de un discurso periodístico que interpreta los hechos de la cultura futbolística como «reflejos» de lo social y lo cultural. Argentina ya no era la del primer Maradona, ni él podía ser el mismo: no solo por su condición de ex-jugador pasado de kilos, sino porque su plebeyismo nacional-popular había perdido toda la irreverencia que podía cargar en épocas neoconservadoras, para volverse parte de los discursos hegemónicos en los nuevos tiempos neopopulistas. Un incidente previo a la Copa prueba este cambio. La noche en que Argentina consiguió su clasificación al Mundial, el 14 de octubre de 2009, luego de una agónica victoria contra Uruguay en Montevideo, un Maradona descontrolado comenzó a proferir insultos en el campo de juego contra los periodistas que lo habían criticado. Un rato más tarde, ya sereno en la conferencia de prensa, respondió así la pregunta de uno de ellos:
—Diego, ¿a quién dedicás esta clasificación? (…) ¿A los que no creímos en vos en su momento… a la familia, a los amigos?—Estás entre los aludidos… Yo tengo memoria, hermano. A los que no creyeron, a los que no creían… con perdón de las damas, que la chupen. Que la sigan chupando.5
Las referencias homofóbicas y groseras de Maradona generaron un pequeño escándalo e, incluso, una sanción leve de la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA). Las condenas, provenientes de los periodistas y políticos conservadores y opositores, hicieron eje en la «mala imagen argentina» en el plano internacional y en la intolerancia con la crítica, que igualaban a un registro similar por parte del kirchnerismo gobernante. Maradona insultaba porque era oficialista, concluían, y porque volvía a mostrar su tradicional incultura, agregaban, con lo que exhibían de paso su racismo de clase6. Los apoyos, en cambio, recalaron en todos los lugares comunes del populismo: Maradona volvía a ser la reencarnación de las masas sublevadas del 17 de octubre de 1945, cuando naciera el peronismo, y sus insultos eran, apenas, prueba de su irreverencia frente al poder –aunque los destinatarios de las groserías no fueran esta vez el papa o los militares argentinos, sino modestos e irrelevantes periodistas deportivos–.
Lo que ninguno podía leer es que el plebeyismo de Maradona se había vuelto una mueca desprovista de toda irreverencia. Que su lenguaje se limitaba a tributar a los códigos machistas del aguante, la lógica dominante de la cultura futbolística según la cual la condición de macho se comprueba en el enfrentamiento violento, y la superioridad se expresa en la metáfora de la penetración anal o el sexo oral. Que Maradona no cuestionaba más el poder; que simplemente lo reproducía, reproduciendo los lenguajes dominantes del macho. Cuando luego de la Copa fue despedido por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), Maradona amenazó con implacables denuncias contra los poderosos responsables de su salida: pero estas se limitaron a señalar la traición de su viejo amigo, el ex-técnico Carlos Bilardo, quien lo había acompañado en la aventura sudafricana para luego avalar su despido. Su posibilidad transgresora estaba definitivamente cancelada: apenas le quedaba la queja o el exilio. Hoy vive en los Emiratos Árabes Unidos.
El regreso de la máquina estatal
Pero la mayor transformación había ocurrido lejos del fútbol, o al menos antes de él. En mayo de 2010, apenas un mes antes del comienzo de la Copa del Mundo, la Argentina celebraba el bicentenario de su independencia –en realidad, del comienzo del largo proceso de su independencia de España, que demoraría todavía una década de guerras–. El gobierno nacional, presidido por Cristina Fernández de Kirchner, lo festejó con importantes celebraciones callejeras que duraron varios días, incluyeron conciertos de música popular con la asistencia de millones de personas y remataron en un desfile de carrozas alegóricas que proponía una versión de la historia argentina en clave nacional-popular y progresista, ante una concurrencia masiva y fascinada por el espectáculo. El éxito de las celebraciones fue descomunal –incluso los críticos más acérrimos del gobierno se llamaron a silencio, ante los millones de espectadores y participantes de los actos–; y muchos analistas coinciden en que el suceso marcó el comienzo de un crecimiento de la imagen positiva del gobierno que remató, poco más de un año después, en la reelección de la presidenta con 54% de los votos.
No nos interesa aquí el análisis político del evento; tampoco su análisis estético –aunque habría bastante para hacer en este sentido–. Lo que nos resulta decisivo es que el acontecimiento marcó la reaparición del Estado como gran narrador de la patria. Si en Fútbol y patria insistí en que la relación del fútbol con las narrativas nacionales a comienzos del siglo XXI estaba marcada por el retiro del gran narrador de la mayor parte del siglo XX –y que, entonces, la figura de Maradona había agigantado su representación patriótica en su ausencia–, esta nueva presencia del Estado como productor de discursos de nacionalidad cambiaba todo el panorama. Creo que algo de esto afectó la posibilidad de que Maradona volviera a funcionar como centro patriótico en 2010; si su figura había crecido hasta la desmesura en tiempos conservadores, quedaba desplazada –¿por redundante?– ante la reaparición del relato populista.
Porque los festejos del Bicentenario significaban una suerte de coronación, de puesta en escena de masas, de una tendencia que venía de los siete años anteriores. El kirchnerismo, si aceptamos denominar así a los gobiernos de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández desde 2003, había propuesto una nueva validez para los discursos tradicionales del peronismo: el viejo relato nacional-popular, con cierta adecuación a los nuevos tiempos que incluía la condena de la década neoconservadora –aunque esta también hubiera sido peronista–. Esa nueva validez implicaba la afirmación explícita del retorno del Estado como actor central de la vida social y económica. Aunque esto no se verificara por completo –la organización económica siguió estando centralmente en manos de las corporaciones privadas–, la afirmación fue estentórea: el Estado había regresado para cumplir las funciones que nunca debió haber perdido. Entre ellas, aun cuando esto no se dijera explícitamente, sus funciones narrativas.
Nuevamente: el rol central del Estado como narrador patriótico en la sociedad argentina había retornado con fuerza, con una puesta en escena de masas sin precedentes. Ante eso, el fútbol no podía proponer discursos alternativos, porque jamás lo había hecho, ni siquiera en tiempos conservadores. Cuando la figura de Maradona había permitido algún relato al menos autónomo, este había consistido en exhibir la continuidad del viejo relato nacional-popular del peronismo. Al retornar este a escena, y nuevamente propuesto por el Estado, como en los viejos y añorados tiempos del primer peronismo –que continúa funcionando como una suerte de Edad Dorada de la Argentina moderna–, el fútbol no podía volver a encarnar ningún relato nacional eficaz. Apenas proponer su supervivencia como mercancía, a cargo, una vez más, del mercado, con la publicidad comercial como gran soporte de sus textos. En tanto los sentidos de la patria habían vuelto a discutirse en los espacios políticos, al fútbol solo le quedaban las retóricas vacuas pero altisonantes de los sponsors, que continuaron plagadas de los lugares comunes de las prédicas patrioteras. Un ejemplo máximo lo volvió a constituir un spot de la cerveza Quilmes, sponsor que analizáramos largamente en ambas ediciones de mi libro. El spot de 2010 mostraba imágenes cotidianas de público argentino en las calles, deteniendo su marcha y sus actividades para escuchar la voz en off de… Dios, que se proclamaba hincha argentino y auguraba buenos tiempos para la Copa del Mundo que se aproximaba. El fanatismo narcisista argentino se había profundizado hasta volverse psicótico7.
Una conclusión falsa, o una redundancia
A diferencia de Maradona –o de Pelé, o de Eusebio, o de Garrincha, o incluso de Johan Cruyff, los titanes futbolísticos de la modernidad–, los héroes futbolísticos contemporáneos pueden ser héroes, pero no pueden ser nacionales. Desprovistos de toda épica, son magníficas figuras del espectáculo, por lo que necesariamente se vuelven actores globales, desterritorializados o con una reterritorialización marcada por su club local, inevitablemente europeo, aunque en un futuro no muy lejano puedan ser también chinos.
En consecuencia, los héroes futbolísticos contemporáneos, figuras claves del relato nacionalista, no pueden ser hoy patrimonializados por un Estado nacional, porque están sujetos a la lógica mercantil del espectáculo global y de la industria cultural, que el Estado nacional no puede, ni desea, transformar. Así como las transmisiones televisivas del deporte solo pueden ser capturadas por el Estado como mercancía aunque estatizada, y no como patrimonio democrático de la ciudadanía, los nuevos héroes son inclusive inmunes a esa estatización: no hay Estado que pueda pagarla, ni club que pueda usufructuarla.
La figura de Messi debe ser analizada en ese marco. Porque juega simultáneamente en dos relatos: el patriótico –la posibilidad renovada de un héroe nacional– y el global –la estrella espectacular–. La revista Time, en su número de enero de 2012, presentó esa simultaneidad como tensión en su tapa: «Rey Leo: Lionel Messi es el mejor jugador de fútbol del mundo, posiblemente de todos los tiempos. ¿Por qué sus compatriotas no logran quererlo?»8. Cualquier respuesta implicaría asumir la afirmación como válida, validez que debe ser discutida. Por el género: no sabemos si las mujeres argentinas no lo aman ya… Y porque las presentaciones recientes de Messi en juegos disputados en el interior de Argentina revelan que su figura está creciendo en estima entre los hinchas provincianos. En Rosario, por ejemplo, los hinchas decidieron privilegiar su condición de nativo de la ciudad por sobre cualquier otra consideración moral o futbolística. Lo que Messi no puede ser, sin embargo, es una repetición de Maradona, y ese es el marco inmediato de interpretación. Porque lo que el relato heroico del deporte argentino espera de él es esa repetición: el héroe plebeyo nacional-popular que lleva la patria a la victoria.
Como ya hemos señalado, esa repetición es imposible por varias razones: en primer lugar, de clase, porque Messi no es un plebeyo ni puede fingir serlo; no hay hambre ni pobreza en su historia. En segundo lugar, históricas: porque aunque jugara contra Inglaterra y convirtiera 43 goles, eso ya no ocurrirá cuatro años después de una guerra. En tercer lugar, políticas: porque una presunta construcción nacional-popular (que Messi vuelve imposible fuera de cualquier ficción fabricada) no ocurriría en contraste con un relato ausente, sino justo en su apogeo –como señalamos, el ciclo kirchnerista es precisamente nacional-popular–. En cuarto lugar, deportivas: si bien su calidad futbolística es igualmente excepcional (si no más), su formación está organizada en torno del famoso tratamiento para el crecimiento corporal que recibiera en Barcelona desde los 14 años, lo que lo sustrae de la épica del potrero y la escuelita –los lugares clásicos de la formación del futbolista argentino, el pibe– para impregnarlo de la lógica de la fábrica europea –la Masía, la escuela catalana–, puro control y disciplina, lo que redunda en la clausura de ese relato. Y por fin, razones ampliamente morales: Messi no es carismático, limita su exhibición al guion que el espectáculo global le reclame –un guion abundante, por cierto, pero minuciosamente previsible y previsto–, casi no habla, es mudo: cuando habla, lo hace con el cuerpo, estrictamente en el juego.
En resumen: de todas las condiciones de mito que Maradona presentaba, Messi tiene solo una. Nada menos que la condición excepcional de su juego: pero eso es ampliamente suficiente para hablar de fútbol y bastante insuficiente para hablar de mitos nacionalistas y narrativas patrióticas. Messi, entonces, desprovisto de los desgarramientos y los conflictos –y de la condición plebeya, radicalmente popular– de un Maradona, no puede articular ese relato deportivo de la patria. Aunque gane una Copa del Mundo, nunca será otra cosa que un buen chico. Pero nunca un pibe.
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1.
Pablo Alabarces: doctor en Sociología por la Universidad de Brighton, Inglaterra. Es profesor titular de Cultura Popular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (uba), en la que dirigió el Doctorado entre 2004 y 2010, e investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Es considerado uno de los fundadores de la sociología del deporte en América Latina, y entre sus libros se cuentan Fútbol y patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina (Prometeo, Buenos Aires, 2002) y Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular (con María Graciela Rodríguez, Paidós, Buenos Aires, 2008). En 2012 publicó Peronistas, populistas y plebeyos. Crónicas de cultura y política (Prometeo, Buenos Aires).Palabras claves: fútbol, género, patria, Bicentenario, Leonas, Pumas, Diego Maradona, Lionel Messi, Argentina.. 4ª edición corregida y aumentada, Prometeo, Buenos Aires, 2008.
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2.
El spot puede verse en www.youtube.com/watch?v=RwPthQ2G_a0, fecha de consulta: 7/7/2012.
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3.
Debo este análisis a Juan Branz y José Garriga Zucal, que leyeron con perspicacia estos avatares mucho antes de que se me ocurrieran. El spot puede verse en www.youtube.com/watch?v=50xuXBOP1cs, fecha de consulta: 7/7/2012.
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4.
El peronismo puede producir esa contradicción permanente: ser su propia derecha y su propia izquierda. Ser un populismo democrático en los años 40 y 50, ser la promesa de la revolución socialista en los 70, reprimir a sangre y fuego a su izquierda antes de la dictadura, convertirse en el mayor proceso conservador del siglo xx en los 90 y luego desmontarlo para reconvertirse en populismo democrático y progresista en el siglo xxi. Debato largamente estos procesos, incluida la figura de Maradona, en Peronistas, populistas y plebeyos, Prometeo, Buenos Aires, 2012.
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5.
El video puede verse en www.youtube.com/watch?v=BZky5flA8BI, fecha de consulta: 8/7/2012.
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6.
Recordemos que Maradona siempre fue, para los grupos conservadores, apenas un «negrito».
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7.
El spot puede verse en www.youtube.com/watch?v=72TO8fIAePw, fecha de consulta: 8/7/2012.
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8.
«King Leo: Lionel Messi is the best football player in the world, possibly of all time. So why won’t his countrymen love him?».