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NUSO Nº 262 / Marzo - Abril 2016

"Frankenfood": ¿la comida del futuro?

¿Huevos sin gallinas, hamburguesas fabricadas a partir de unas pocas células vacunas, plantas de lechuga que jamás vieron la luz del día? La producción computarizada de alimentos pasó de ser una utopía tecnológica a una realidad. Su desarrollo plantea nuevas promesas de acabar con el hambre y dilemas morales acerca de lo que comemos. En este artículo se presenta un mapa de los desarrollos ingenieriles que harían de los alimentos nuevos productos de la alta tecnología.

Nota: la versión original de este artículo en alemán, «Essen: Das jüngste Gericht», se publicó en Die Zeit No 18/2015, disponible en www.zeit.de. Agradecemos a la revista su autorización para reproducirlo en español. Traducción de Alejandra Obermeier.


Josh Tetrick redimió a la gallina. Al menos a la gallina ponedora, que como miles de sus congéneres vive apretujada en una jaulita diminuta, expulsando huevos sin parar hasta que colapsa y perece entre rejas. Tetrick la ha liberado de su martirio: ha inventado el huevo sin gallina.

El inventor está en el hall de entrada de un depósito ubicado en la calle 10, en San Francisco. Tiene una taza de café en la mano y un auricular en el oído. El lugar parece una mezcla de laboratorio escolar y cocina de comedor universitario, hay hornos y ordenadores portátiles MacBook por doquier y en la pared, una foto de Bill Gates, amigo de la casa. Este joven empresario de 34 años y bíceps de jugador de fútbol americano no es, sin embargo, el mesías de las gallinas ponedoras. Es un hombre de negocios que se radicó en los márgenes de Silicon Valley, en el norte de California… allí donde ya muchas otras ideas brillantes se convirtieron en grandes negocios. Para ser más precisos: en realidad, Tetrick no creó el huevo sin gallina. Lo que hizo fue simplemente reemplazar a la gallina por una proteína proveniente de la arveja amarilla canadiense que puede usarse como ingrediente en todas las recetas para las cuales antes se necesitaban huevos. Para hacer mayonesa, por ejemplo, porque la proteína que se extrae de la arveja liga el agua y el aceite tan bien como lo hace el huevo tradicional, y condimentada con vinagre y especias tiene el mismo sabor que la mayonesa, pero con la ventaja de ser más sana porque no tiene nada de colesterol.

Pero mucho más importante que todo eso es que este sustituto vegetal cuesta apenas la mitad de lo que cuesta el huevo proveniente de las jaulas de gallinas ponedoras. «Just Mayo» [Solo Mayo] es el nombre elegido por Hampton Creek, la compañía de Tetrick, para comercializar su novedoso producto, que ya se consigue en las góndolas de todas las grandes cadenas de supermercados estadounidenses. Tan solo el primer año se vendieron más de dos millones de frascos.

No es la bondad humana lo que libera a las gallinas de su infortunio, sino una arveja canadiense. Porque es más barata. «A los grandes productores de alimentos no les importa comprar millones de huevos que las gallinas ponen en lugares repugnantes. Lo único que les importa es hacer sus compañías más rentables», dice Tetrick. Después de haber vivido siete años en África trabajando con niños, este investigador ya no cree que el mundo pueda arreglarse solamente con apelaciones a la moral. Según él, también hay que pensar nuevos estímulos económicos. Y tiene razón: casi todas las grandes cadenas de alimentos quieren hacer negocios con él. En Corea del Sur, McDonald’s ya está reemplazando los huevos de sus sándwiches para el desayuno por el huevo artificial de San Francisco. El huevo en las albóndigas de carne de Ikea próximamente también será el de Tetrick. Además, el joven empresario ya está en plenas negociaciones con Burger King, Subway, Starbucks y Kraft.Con los alimentos está sucediendo lo mismo que antes pasaba con los televisores y los teléfonos y que hoy sucede con los automóviles y las viviendas: se convierten en productos de alta tecnología. Los laboratorios ahora reemplazan a los establecimientos avícolas (con gallinas ponedoras criadas en jaulas en batería) y a los mataderos, y en los campos hace su ingreso la algocracia: el dominio de los algoritmos. Programas de computadora investigan cientos de miles de variedades de plantas en busca de proteínas y enzimas que se extraen con filtros y se combinan de modo tal que a partir de ellas surgen alimentos completamente nuevos. En lugar de cocineros que desarrollan nuevas recetas probando, descartando y perfeccionando, aparecen máquinas. La exposición internacional Expo Milán, que comenzó el 1º de mayo de 2015 en esa ciudad italiana, convirtió la alimentación del planeta por medio de tecnología en el lema de esa edición. El futuro de la comida será financiado por potentes sumas de dinero. Bill Gates, el magnate de Microsoft, y Jerry Yang, creador de Yahoo, invirtieron en los últimos dos años más de 30 millones de dólares solo en Hampton Creek, la compañía de Tetrick. Y eso fue solo el comienzo.

Según estimaciones del blog basado en Nueva York Food+Tech Connect, especializado en el área, cientos de millones fluyen en forma mensual hacia el sector para ser invertidos en nuevas ideas relacionadas con la comida. Solo en 2013 se crearon más de dos docenas de fondos de inversión que se dedican a financiar, entre otras cosas, formas alternativas de producción y procesamiento de alimentos. El año pasado, el número de fondos llegó a duplicarse, y la tendencia sigue en alza. Los millones del creador de Google, Sergey Brin, del inventor de Twitter, Biz Stone, o del multimillonario de Facebook, Peter Thiel, son los ingredientes de la comida del futuro.

De un modo archicapitalista está naciendo una industria completamente nueva, que no solo promete alimentos más sanos, más baratos y éticamente irreprochables, sino que además busca solucionar uno de los grandes problemas globales: la alimentación de más de 7.000 millones de personas. A pesar de todos los progresos realizados, en la actualidad sigue habiendo más de 800 millones de personas subalimentadas en el mundo. ¿Cuántos deberán pasar hambre entonces cuando la población mundial ascienda a 9.000 o 10.000 millones de habitantes?

Por cierto, la solución tampoco pasa por exportar el estilo de vida occidental, que al día de hoy ya está arruinando el planeta. Es cierto que la agricultura se ha vuelto mucho más eficiente: en los últimos años, la superficie dedicada a la agricultura aumentó apenas 12%, mientras que la producción agrícola mundial se duplicó. Pero la sola eficiencia no bastará. Según la Fundación Heinrich Böll, para mantener el estilo de vida de todos los ciudadanos de la Unión Europea se necesitaría una superficie cultivable de una extensión una vez y media más grande que la de todos los países de la ue juntos. Si el mundo viviera como los europeos, haría falta más de un planeta Tierra para abastecer a todos.

Durante mucho tiempo, solo dos grupos se hicieron cargo de tratar de encontrar una solución a este problema. Por un lado, los consorcios agropecuarios, para los que la cura de este mal está en los monocultivos de alto rendimiento y la cría de animales a gran escala. Por el otro, los agricultores orgánicos activistas, que se encargan de propagar estructuras minifundistas sin impacto ambiental. Ahora aparece un tercer grupo: las empresas emergentes que estudian los alimentos en el laboratorio, utilizan computadoras para calcular en detalle sus ideas y transitan nuevos caminos en la producción. De pronto, en todo el mundo se experimenta con el futuro de la comida.

A comienzos de marzo, en Berlín abrió la granja urbana más grande de Europa. En las instalaciones de una antigua fábrica de malta, la compañía ecf Farmsystems pretende criar, en 1.800 metros cuadrados, 25 toneladas de perca (un pez de agua dulce) por año y producir 30 toneladas de pepinos, rabanitos, tomates y pimientos. En Londres, la compañía Growing Underground cultiva perejil, berro de agua y rúcula en túneles y búnkeres abandonados… a 33 metros bajo tierra. Cerca de Tokio se remodeló una antigua fábrica de chips para convertirla en un invernadero de alta tecnología. Allí donde antes pasaban componentes electrónicos por una cinta transportadora ahora crecen acelga y espinaca en un ambiente puro. Como están aisladas de influencias ambientales, ya ni siquiera hace falta lavar las verduras antes de consumirlas. Otras granjas que comienzan a proliferar por todo el mundo son las de algas e insectos. Las más populares: las de saltamontes. Aspire, una empresa texana, ya está enviando los bichitos por correo, pulverizados o por unidad, a degustadores con ganas de experimentar sabores nuevos, a un precio de diez dólares los 100 gramos.

Y esto no es todo: las empresas jóvenes también están animándosele a la carne. Impossible Foods, en pleno corazón de Silicon Valley, logró reunir 75 millones de dólares para desarrollar imitaciones de carne y de queso elaboradas con vegetales. La hamburguesa vegetal no solo tiene una apariencia tan similar a la de una hamburguesa de carne que es casi imposible distinguir una de otra, sino que además ambas se asan del mismo modo. En efecto, parece que la era de las sosas milanesas de tofu y las insípidas hamburguesas de soja ha llegado a su fin. Cuando las ensaladas imitación de tiritas de pollo de la firma sudcaliforniana Beyond Meat fueron mal etiquetadas en algunos supermercados orgánicos y se vendieron como verdaderas ensaladas de pollo, nadie notó la diferencia. El Beast Burger, último producto lanzado por la compañía, tiene más proteína y más hierro y es más nutritivo que una hamburguesa «de verdad».

A todo esto, muchas de estas ideas no son nuevas. Ya en la época de nuestras abuelas había trucos para reemplazar el huevo por ingredientes vegetales. Lo que sí es nuevo es el enfoque tecnológico y sistemático, que permite su aprovechamiento industrial a gran escala. Antes de crear el huevo de arveja, Josh Tetrick analizó la riqueza vegetal de la Tierra: existen 400.000 especies vegetales, cada una alberga entre 40.000 y 50.000 proteínas. Con algoritmos especiales, como si estuviese armando un rompecabezas gigante, Tetrick intentó filtrar distintos componentes y recombinarlos. Hasta hoy, su compañía ha investigado 4.000 plantas. El departamento de análisis está a cargo de Dan Zigmond, quien anteriormente fue líder de data científica en Google Maps. Quienes deciden sobre la comida del futuro ya no son gourmets, sino geeks.

Es cierto que el fin de la gallina ponedora sería un gran triunfo para la protección de los animales, pero esto no salvaría el planeta. Porque mucho más dañina para el medio ambiente es la cría de ganado bovino y porcino. Para engordarlos al ritmo vertiginoso que exige la industria, estos animales necesitan toneladas de trigo, soja y maíz. Y ese alimento tiene que crecer en alguna parte. «La cría de animales para consumo insume alrededor de 30% de la superficie total del planeta», estima la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao, por sus siglas en inglés). Es decir que, en la actualidad, un territorio equivalente al tamaño de Asia se destina exclusivamente a la producción de chuletas, milanesas, queso y leche. La cría de ganado es además responsable de la séptima parte de todas las emisiones de gases de efecto invernadero. La producción de un kilogramo de carne de vaca libera la misma cantidad de dióxido de carbono perjudicial para el medio ambiente que un viaje de 1.600 kilómetros en automóvil.

Sin embargo, la gente no come menos animales. Si bien el consumo de carne en los países industrializados no necesariamente crece, sí es mucho más fuerte allí donde en los últimos años la gente ha llegado a alcanzar cierto bienestar y ahora quiere llevarse al plato algo más que verduras y arroz todos los días. Según la fao, para 2050 la producción mundial anual de carne se habrá duplicado y alcanzará los 455 millones de toneladas, y eso sin contar los productos derivados de animales, como la leche y los huevos.

«Lo mejor sería que todos nos volviésemos vegetarianos», dice Mark Post, «pero no nos engañemos, eso no va a suceder». Post, un hombre de cabello corto cano, anteojos sin marco y muchas arrugas de expresión por sonreír, es médico de la Universidad de Maastricht. En el restaurante, le gusta pedirse un buen churrasco cada tanto. Este científico está convencido de que los seres humanos siempre serán amantes de la carne porque siempre lo fueron. «Sin el poderoso contenido energético de la carne, nuestros antepasados jamás habrían llegado a desarrollar cerebros tan eficientes», dice. Y sin embargo, en la actualidad es muy difícil hincar el diente en un pedazo de carne sin tener cargo de conciencia: «Es difícil de justificar el trato que les damos a los animales en este planeta». Es por eso que Mark Post produce carne sin matar un solo animal.

Vestido con su delantal blanco, el investigador nos guía por su laboratorio. Sobre las mesas hay placas de Petri, bandejas de plástico, microscopios y solución nutritiva en recipientes de vidrio. Huele a refrigeradores y a aire viciado. Luego Post abre un refrigerador y saca de adentro dos docenas de tubitos que contienen una sustancia amarillenta congelada. Son células musculares de una vaca que se usarán para hacer una albóndiga de carne.

Mark Post cría carne picada de ternera sin ternera. Para ello, en una intervención inofensiva, extrae un poco de musculatura de la nuca de la vaca; a partir de ese tejido obtiene células madre, que a continuación se multiplican a razón de miles de millones en una solución nutritiva, a una temperatura de 37 ºC y aire húmedo, en una incubadora del tamaño de un escobero. En el lapso de unas semanas, las células madre crecen hasta convertirse en fibras musculares de milímetros de grosor y dos centímetros y medio de largo. Los cordones en el interior de esos tubitos, que ahora Post presenta sobre la tabla de plástico, finalmente se comprimen: se necesitan 20.000 cordones para hacer una hamburguesa.

El proceso lleva apenas tres meses. Es decir que la hamburguesa crece más rápido en el laboratorio de lo que crece la vaca, que incluso en el establecimiento de engorde demora dos años para estar lista para el matadero. «A partir de una única célula», dice Post, «en teoría pueden producirse 10.000 kilos de carne».Holanda es el Silicon Valley de la industria de la carne clonada. Allí los científicos intentaban criar carne fuera de los animales ya a fines de los años 90. Sin embargo, hasta el día de hoy están aún muy lejos de una producción a gran escala. Ni siquiera Post, que es uno de los pioneros, puede alcanzar más que unas cantidades muy pequeñas. Y es que antes de poder producir carne artificial en masa es necesario perfeccionar el sabor, explica el científico, y agrega que además, en este momento, están experimentando con una solución nutritiva vegetal en la que las células se reproducen. Hasta ahora venían haciéndolo en un suero que obtenían de terneros. «Queremos llegar a producir carne artificial prescindiendo por completo de productos animales», dice el investigador. Eso sí, probar está estrictamente prohibido. «De ninguna manera», dice, «es demasiado peligroso». Y explica que justamente en el inicio del proceso llenan esas células de antibióticos para que en la incubadora no las ataquen las bacterias. Post asegura que más tarde, al momento del consumo, ya no hay peligro.

De hecho, los dos voluntarios que probaron las primeras hamburguesas clonadas de laboratorio ante la vista del público en el verano boreal de 2013 aún siguen con vida. Pero las hamburguesas no les parecieron muy ricas. Si bien la bola de carne artificial enriquecida con sal, pan rallado, huevo en polvo y un toque de jugo de remolacha tenía sabor a carne de verdad, les pareció poco jugosa y bastante insípida. Le faltaba la grasa. Ahora Post está intentando producirla en algunos cultivos celulares para mezclarla después con la carne. Comparada con las correosas hamburguesas clonadas, la hamburguesa de ternera de Kobe es una ganga: por la hamburguesa acaso más costosa del mundo se pagó un precio de 250.000 euros. Un cuarto de millón por 125 gramos. Los pagó el fundador de Google, Sergey Brin, quien hasta ahora ha sido el principal patrocinador de Post. La idea original del investigador era recrear un chorizo de cerdo, pero el multimillonario de internet insistió en que fuera una hamburguesa, con el argumento de que es más «estadounidense» que el chorizo.

«Dentro de cinco o siete años podríamos producir un kilo a 65 dólares»: así proyecta Post la caída en el costo que puede llegar a lograr cuando empiece a producir en grandes cantidades. Otros son aún más optimistas y calculan que en 10 o 15 años lograrán un precio de ocho dólares el kilo, perfectamente apto para comerciarlo en las cadenas de supermercados. Y aseguran que las hamburguesas son apenas el principio. Post ya sueña con milanesas y churrascos clonados. «En teoría, todo eso ya es posible».

Aquello que a la carne artificial le falta en materia de sabor, lo compensa con su balance ecológico: comparada con la producción de carne tradicional, demanda 45% menos de energía, 96% menos de agua y 99% menos de superficie, según cálculos realizados por investigadores de la Universidad de Oxford. Un ganado de 35.000 vacas a las que cada tanto se les extraería un poquito de tejido muscular bastaría para abastecer la demanda de carne de la población mundial. La cría de animales a escala industrial se volvería entonces historia antigua, al igual que ciertas enfermedades cardiovasculares. Porque la carne de laboratorio podría enriquecerse a posteriori con vitaminas y ácidos grasos sanos.

Pero Mark Post está convencido de que, en última instancia, lo que decidirá si comemos o no carne artificial será algo completamente distinto: la moral. Si en el futuro llegase a haber en los supermercados dos tipos de carne para elegir, la común y la artificial, seguramente la primera vendría acompañada de una etiqueta de advertencia que diría: «Para elaborar este producto hubo que matar a un animal». Y entonces la carne de producción tradicional podría experimentar un destierro similar al que sufren hoy los cigarrillos.

Pero ¿realmente alguien estará dispuesto a consumir las excéntricas hamburguesas clonadas de Post, esa comida Frankenfood incubada en un laboratorio? A las botas de símil cuero y a las pieles sintéticas finalmente nos acostumbramos, aunque es cierto que uno no se las lleva a la boca… No hay nada más emocional que comer. En una encuesta representativa, más de la mitad de los holandeses dijo que podría imaginarse comprando carne artificial. Pero hay que ver si efectivamente lo haría. Comer con otros crea proximidad, cultiva amistades, pacifica conflictos. La mesa es el último reducto de reunión para las familias. Celebramos los casamientos con un banquete y en los entierros comemos canapés. ¿Comeríamos en esas ocasiones carne criada en placas de Petri, que no tiene nada en común con un animal de verdad, más allá de una única célula madre?

Si los investigadores ya están en condiciones de producir miles de toneladas de carne de vaca a partir de una única célula madre, ¿de qué más son capaces? Numerosas novelas distópicas han elaborado hasta el cansancio estas visiones horrorosas. Un ejemplo es Oryx y Crake, de Margaret Atwood. Esta autora canadiense describió en su novela de 2003 cómo en un futuro cercano la humanidad investiga la manera de combatir su perdición… sin amilanarse ante ninguna perversión. Al final, los neoagrónomos desarrollan una suerte de gallina que consiste únicamente de pechuga y de la que ya nadie puede afirmar a ciencia cierta si se trata de un ser vivo. Es una suerte de bulto que late con un agujero en el lugar donde debería estar la cabeza: «Es la abertura de la boca, allí le ponemos los nutrientes», explica una científica en la novela.

Pero hay un clásico del cine de la década de 1970 protagonizado por Charlton Heston, Soylent Green (Cuando el destino nos alcance), que va aún más allá: la película muestra la Nueva York del año 2022 como un Moloch con 40 millones de habitantes hambrientos. El cambio climático y el efecto invernadero han vuelto casi imposible la agricultura clásica. En el mercado negro, un puñado de frutillas cuesta 150 dólares, y los viejos, que aún pueden recordar cómo era todo antes, rompen a llorar al ver un trozo de carne de vaca.

La gran masa de la población es alimentada con el alimento artificial Soylent Green, que al parecer se hace con plancton. Hasta que el honrado protagonista de la película descubre que los océanos hace rato han sido vaciados de peces por la pesca abusiva y que el consorcio de alimentos Soylent, que domina todo el mercado, procesa a cada neoyorkino muerto hasta convertirlo en unas galletitas verdes: «¡Soylent Green es carne humana!». Los temas centrales de la película no son en absoluto absurdos, y en la actualidad están más vigentes que nunca: ¿tenemos lo suficiente para comer?, ¿por cuánto tiempo más?, ¿podremos darnos el lujo de comer comida «de verdad» en el futuro o estamos muy cerca de tener que tragar a la fuerza lo que haya?, ¿por dónde pasa el límite entre el placer y la supervivencia?, ¿y entre el arte y la artificialidad?

Con el crecimiento de las megalópolis, estas preguntas se tornan más actuales que nunca. Solo el área de Tokio cuenta hoy con 36 millones de habitantes. En Mumbai, Manila o Ciudad de México son más de 20 millones. Y la humanidad continúa migrando: mientras que en 1950 70% de la población mundial vivía en zonas rurales, en 2050 se calcula que 70% residirá en ciudades. No solo cada metro cuadrado sellado deja de estar disponible para el cultivo de alimentos: la cuestión es además cómo llegará la comida a la gente en el futuro si el camino del campo a la mesa es cada vez más largo. Martin McPherson halló una respuesta a este interrogante justamente en un lugar que no podría tener menos que ver con una megametrópolis global. Un viento helado sopla por los campos cerca de Cawood, no muy lejos de York, en el noreste de Inglaterra. McPherson se sube el cierre de su chaqueta negra outdoor y se lanza a caminar por la nieve. El camino pasa por el predio del Stockbridge Technology Center, donde investiga el cultivo de fruta y verdura del futuro. Treinta personas trabajan en el lugar para poder abastecer con hierbas a los desiertos de cemento urbanos del porvenir.

«Este es el camino hacia la agricultura urbana», dice McPherson, y conduce hacia un pabellón sin ventanas, monitoreado por una cámara de video, apenas más grande que una vivienda unifamiliar. Estas instalaciones costaron 250.000 libras, de ahí las medidas de seguridad. La primera puerta se abre con una llave, la segunda con un código de números. Detrás: aire húmedo y cálido y una oscuridad apenas interrumpida por filas de puntos luminosos rojos y azules. Unas piletas de acero llenan el espacio, dispuestas de a cinco, una sobre la otra, como en un depósito con estanterías altas. Dentro de las piletas crecen albahaca, frutillas, lechuga y hasta algunas flores. «Algo tendremos que inventar algún día, cuando queramos alimentar a 10.000 millones de personas», dice McPherson. «Si comparamos esto con el rinde tradicional en el campo, aquí podemos multiplicar las cosechas».

McPherson está experimentando con los cultivos apilables. En lugar de poner la lechuga una junto a la otra, él las planta una encima de la otra. En la cantidad de pisos que sean. Así, hace entrar la cantidad de lechuga que se planta en un campo entero en un sótano. O en un piso de un rascacielos, en una metrópolis habitada por millones de personas. Allí, la lechuga puede plantarse en el mismo lugar donde más tarde se comerá.

La falta de sol ya no es un problema. Porque en la parte inferior de cada una de las piletas de metal hay ledes que iluminan las plantas que están un piso más abajo. La mayoría irradia una luz roja, otras son azules, hay algunas blancas aisladas. En el rincón del salón hay colgado un póster con publicidad de Philips. El consorcio tecnológico holandés vio que la utilización de ledes en la agricultura podía ser un área de negocios.

Las ledes brindan luz en forma eficaz, lo cual permite que la lechuga crezca las 24 horas del día y esté lista para ser cosechada en el día justo. La cosecha a cielo abierto, en cambio, siempre está sujeta a factores climáticos. Según McPherson, la mezcla de colores de la luz permite controlar totalmente la planta. «Podemos acelerar o desacelerar el crecimiento de las verduras, hacer que las plantas sean más grandes o más pequeñas, influir en su coloración y modificar el contenido de nutrientes».

Pero lo principal es que las ledes –a diferencia de las lámparas tradicionales para invernaderos– casi no producen calor. Por eso pueden colocarse muy cerca de las plantas, y gracias a ello es posible apilar las verduras y mudar campos enteros a la estrechez de la gran ciudad. «En realidad, la tecnología ya se conocía», dice McPherson, «pero a veces hay que combinar las cosas de un modo distinto». El investigador admite que aún hacen falta algunos años más de investigación. Por ejemplo, para descubrir el modo de mantener los parásitos lejos de las estanterías donde crecen las plantas o de controlar las pestes, que también florecen bajo el influjo de las lámparas led. Todo dependerá de si las ledes algún día llegan a ser lo suficientemente baratas como para que este modo de cultivo valga la pena en términos de costos. En las fábricas de verduras automatizadas, que ya existen en Finlandia, Holanda, Estados Unidos, Japón y Singapur, el ser humano ya casi no desempeña ningún papel. En el futuro, prácticamente ya no aparecerá como productor, sino únicamente en calidad de consumidor, aunque el jardinero aficionado con el rastrillo en la mano y las uñas negras de tierra seguirá vigente para las portadas de revistas de jardinería.

¿Cuál de estas ideas sobre el futuro de la comida acabará por imponerse? Quién sabe. Porque a pesar de la lógica tentadora, a pesar de los montones de dinero y a pesar de la indiscutible necesidad de mejorar la producción de alimentos, ya ha habido muchos planes para alimentar a la creciente población mundial. Y la inmensa mayoría fracasó. Tal es el caso del Deltapark en Holanda.

Hace 15 años, unos visionarios agrónomos holandeses comenzaron a diseñar un edificio para cerdos, gallinas, peces y verduras. Entre las refinerías y las terminales de carga del puerto de Rotterdam, intentaron levantar un parque industrial de 400 metros de ancho, un kilómetro de largo y seis pisos de altura destinado a alimentar a más de 100.000 personas. En cada uno de esos pisos, el Deltapark albergaría 300.000 cerdos, 250.000 gallinas ponedoras y un millón de pollos de engorde. El piso de arriba se destinaría al cultivo de champiñones, y en el más alto de todos cultivarían plantas de lechuga, pimientos y rabanitos. En el sótano habría piletones para la cría de salmones; gusanos y saltamontes servirían como alimento proteico para el ganado de engorde. El matadero integrado aseguraba que cada animal dejara la fábrica de alimentos de una sola forma: cortado en trozos sellados y congelados, aptos para comercializarse en supermercados. Los diseñadores del parque querían crear un «Futurama alimenticio». Tenían todo perfectamente calculado. Pero el Deltapark jamás llegó a construirse.

«Fracasó ante la resistencia de la población», dice Jan de Wilt, uno de los ingenieros agrónomos que integraron el proyecto, y cuenta que los medios describían el parque como un «edificio de Frankenstein» y que la gente preguntaba: «¿Qué harán si se desata una epidemia? ¿Sacrificarán 300.000 cerdos?». La gripe porcina, que a fines de la década de 1990 acabó con la vida de ocho millones de animales (dos tercios del ganado porcino del país), estaba aún fresca en la memoria de los holandeses.

De Wilt sigue describiendo aún hoy en forma muy convincente las ventajas del Deltapark: los establos estaban planeados de tal manera que cada animal habría tenido más espacio del que tiene hoy en la cría industrial a gran escala. Iban a tener juguetes para los chanchos e incluso balcones para que pudieran salir a tomar aire de vez en cuando. Además, todo el establecimiento industrial estaba diseñado como un ecosistema cerrado: los excrementos de las gallinas se usarían como abono para la lechuga, con el calor corporal de los chanchos iban a dar calor a los tomates. «Las instalaciones estaban diseñadas para ser simultáneamente un centro de reciclado», cuenta De Wilt.

El ingeniero admite que el Deltapark acaso estaba demasiado adelantado a su tiempo y que la concepción de la fábrica quizá fuera demasiado monumental. Sin embargo, está persuadido de que la tecnología es el único modo de evitar la gran catástrofe alimentaria en el futuro. Lo único que está por verse es cuál de esas tecnologías se usará. ¿Cómo se alimentará entonces la humanidad en el futuro? ¿Consumirá acaso mayonesa sin huevo, carne vacuna sin vaca o plantas de lechuga que jamás vieron la luz del día? La cuestión no pasa tanto por lo que es técnicamente posible, sino que lo decisivo será más bien qué estará dispuesta a comer la humanidad en el año 2050. Y si le quedará otra alternativa.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 262, Marzo - Abril 2016, ISSN: 0251-3552


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