Tema central

Feminismo: dudas y contradicciones


Nueva Sociedad 78 / Julio - Agosto 1985

¿Por qué la mayoría de las mujeres no se sienten identificadas con el feminismo? Partiendo de la premisa de que plantear las dificultades es el primer paso para avanzar en su solución, este artículo trata de identificar y analizar algunos de los problemas que encuentra el movimiento feminista. 

Los problemas han sido reunidos en dos grandes rubros: lo que atañe principalmente a la dinámica del movimiento (el lenguaje, la confusión entre la realidad y los objetivos, las prioridades) y lo que se refiere al campo de lo privado (cómo ser madre y feminista, los avatares de la pareja, la seducción y la mujer-objeto).

Feminismo: dudas y contradicciones

¿Tú eres feminista? Estábamos en una radio y fue la primera pregunta que me hizo. Este verano, en Buenos Aires -... porque a mí me cargan las feministas-, prosiguió antes de que pudiera responderle. La miré desconcertada: una periodista joven, buenamoza, con una gran sonrisa alegre. De esas mujeres que en principio tendrían que sentirse interpretadas por el feminismo, «nuestro feminismo», el de los años 70. ¿Por qué te cargan? -¡Me gustan los hombres!-. Ni siquiera vaciló, como si una cosa excluyera la otra y «ser» feminista fuera sinónimo de monja o lesbiana. 

¿Por qué hoy, en 1985, una mujer joven, que trabaja, perteneciente a aquello que llamamos «capas medias», viviendo en una gran ciudad como Buenos Aires, no solo no se siente identificada con el feminismo, sino que se presenta estableciendo una distancia: aquí estoy yo con mi propia historia, y allá ellas, las otras, las «feministas»? Después de la entrevista logramos conversar largo y me contó quién era y lo que hacía. Entonces me di cuenta de que en su vida de todos los días había integrado mucho de eso por lo que vivimos luchando nosotras las feministas, desde hace tantos años. Y esta es la primera de las paradojas que quiero plantear: el movimiento feminista ha surgido y se ha desarrollado de una manera no lineal, pero la naturaleza misma de sus postulados hace que cada militante -y sus amigas, y las amigas de las amigas, en una progresión casi exponencial- vayan incorporando las nuevas ideas en la reflexión y en el quehacer cotidianos, de tal manera que poco a poco esos postulados se transforman en una adquisición para muchas mujeres que no saben (o no pueden, o no quieren saber), por ejemplo, que hay una relación entre la manera como asumen una actividad profesional, la manera como enfocan su propia sexualidad, o como se relacionan con su(s) pareja(s) y el movimiento feminista. Porque igual como nosotras no inventamos la rebelión de las mujeres ni el feminismo, sino que existía mucho antes -con otras características y otras prioridades- y hemos elaborado apoyándonos en las adquisiciones de luchas anteriores, de la misma manera que ahora nuevas generaciones de mujeres construyen -a veces sin saberlo- sobre lo que ya ha sido adquirido gracias al movimiento feminista. 

Hubo un tiempo en que los (las) militantes -de cualquier movimiento de izquierda- considerábamos que, por escrito y en público, era necesario (casi obligatorio) insistir sobre los logros y buenas perspectivas del movimiento, silenciando las dudas y los errores. Nuestros textos se fueron tornando cada vez más triunfalistas y unilaterales, no eran ya reflejo ni interpretación de las situaciones que afrontábamos sino su imagen idealizada. Como no dispongo de mucho espacio y considero que el triunfalismo distorsiona y des-ayuda, no pretendo extenderme sobre los éxitos ni exponer las investigaciones que nos han permitido cuestionar los roles y los estereotipos, sino que quiero reflexionar sobre lo que nos causa problemas. Valga este preámbulo por una explicación, a veces lo que se interpreta por pesimismo es solo un esfuerzo de lucidez.

El lenguaje

El feminismo se ha ido elaborando colectivamente, sobre todo a través de un trabajo en pequeños grupos donde hemos aprendido a conocernos y a estimarnos. En estas discusiones hemos comprendido que, como género históricamente dominado, carecemos (mejor dicho, hemos sido desposeídas) de los instrumentos y las estructuras conceptuales que debieran permitirnos entender nuestra situación. Dicho en otros términos, nos hemos dado cuenta de que incluso el lenguaje -vehículo de las ideas- ha sido elaborado por otros, para expresar una visión de la realidad que no es la nuestra, sus estructuras no nos convienen y para la mayoría de nosotras son incluso incomprensibles. 

De ahí resulta un verdadero desafío, porque, ¿cómo expresarnos?, ¿cómo, en el marco mismo de este artículo, poder

«decir» nuestros problemas con seriedad incluyendo a la vez otras dimensiones?, ¿cómo lograr que lo escrito esté al alcance de todas aquellas que constituyen, que «son» nuestro movimiento, pero que las circunstancias de dominación han excluido del lenguaje que expresa abstracciones? Es necesario reconocer que hay algunos aportes, muchas tentativas, pero que no estamos aún en el nivel de las respuestas. Este artículo se inscribe en la línea de búsquedas y balbuceos, en que me esfuerzo por usar las estructuras y las palabras del lenguaje cotidiano, pero al releerlo me asusto (todos somos inseguros) porque me parece banal o «de poco nivel» y trato de refugiarme en lo prestigioso del lenguaje de la investigación científica y/o del discurso político. Lo que acabo de decir no es un recurso de estilo, si tratamos de ser consecuentes con los postulados del feminismo, tenemos que inventar nuevos instrumentos de expresión. Aún no lo hemos hecho y es un problema vital y urgente.

Una última digresión con respecto al lenguaje: cuando se analiza un problema, la «objetividad» exige que se lo mire desde afuera, lo que hace que el sujeto de la frase aparezca siempre en tercera persona. Pero en este caso soy juez y parte y me parece absurdo (por qué no decirlo, francamente hipócrita) tratar de disimular lo implicada que me siento en los problemas del feminismo hablando de «las mujeres», como si yo no fuera una de ellas. Me parece que hay que invertir la perspectiva, trataré de ser objetiva, justamente porque me siento intensamente comprometida con el feminismo.

Separar la realidad de los deseos

Como en todo movimiento que se encuentra en sus primeras etapas de desarrollo entusiasta, manejamos un conjunto de ideas donde se mezcla un aporte teórico importante con lo que podríamos llamar, a la manera de Cohn-Bendit, una utopía. Es así como los trabajos de Sheila Robotham, Phyllis Chessler y Kate Millet, entre otros, nos han ayudado a descubrir que el orden existente ha hecho una división entre el ámbito de lo público y lo privado, presentando lo privado como un terreno «por encima» o «fuera» de lo político. Ahora sabemos que esa división es engañosa, que debemos conducir nuestra lucha hacia el campo de lo privado, porque ese es el terreno donde nos han relegado, y que, cualquiera sea su apariencia, en el fondo será una lucha política. Sabemos también que en tanto mujeres compartimos una desvalorización específica y reivindicaciones comunes. 

Pero sin darnos cuenta hacemos a veces una especie de amalgama entre el análisis teórico y nuestros deseos, y porque nos encontramos todas en el campo de las dominadas, nos suponemos iguales y dejamos de ver lo que nos diferencia. Es cierto que en momentos puntuales de una lucha específica, como es el caso, por ejemplo, del movimiento por la legalización del aborto en Francia, una gran masa de mujeres participó activamente, unidas en torno de ese objetivo común. Pero más tarde se separaron aglutinándose en torno de situaciones o intereses distintos. Es cierto también que, para avanzar y crecer, un movimiento tiene que buscar el consenso más amplio, los objetivos que puedan representar las reivindicaciones del mayor número de mujeres. Pero las necesidades estratégicas no pueden borrar las diferencias de clase y sus intereses específicos, ni el modelaje cultural, ni las distancias generacionales, ni las urgencias de algunas situaciones particulares. En una reunión de mujeres que se efectuó en Caracas hace algunos años, Domitila Chungara nos dijo que no entendía de qué nos quejábamos, a ella le parecía que una mujer tenía que quedarse en su lugar, porque, finalmente, ¡venía de la costilla del hombre! Tal vez porque nos sentíamos culpables de nuestros diplomas, de pagarle (¿explotar?) a una mujer para que nos limpie la casa o simplemente venir de la peluquería, ninguna de nosotras se atrevió a iniciar una discusión y en vez de explicitar y analizar nuestras diferencias, las escamoteamos en un silencio púdico. En la medida en que tratamos de construir un movimiento amplio, es inevitable que encontremos contradicciones de este tipo. Pero nos cuesta. No sabemos aún articular la reflexión y la acción simultáneamente. 

De la misma manera confundimos muchas veces la meta con el camino y suponemos que, porque participamos en un movimiento, nos hemos liberado ya de las limitaciones con las que nos han modelado, igual como, a fines de los años 60, cuando en la izquierda construíamos «el hombre nuevo», algunos militantes afirmaban, creían, que ya estábamos en el umbral de la utopía. Como si automáticamente pudiéramos transformarnos en personas autónomas, comprensivas y solidarias, despojándonos de la competitividad, los celos, la cobardía, el miedo, las susceptibilidades e inseguridades con que nos han condicionado durante milenios. Dicho así parece una simpleza, pero son confusiones que aún cometemos y que nos hacen caer en evaluaciones erróneas, desgastándonos inútilmente.

Las prioridades

Muchas de nosotras hemos llegado al feminismo a partir de una militancia en los partidos políticos de la izquierda latinoamericana. Habíamos aprendido un estilo de militar, de organizar reuniones y participar en ellas, de definir objetivos políticos. Nuestra propia historia personal implica un cuestionamiento que empieza en el interior de los partidos, con un esfuerzo para justificarnos con nuestros camaradas, que nos tildaban -por supuesto- de pequeño-burguesas, desviacionistas, europeizadas, despolitizadas, etc. La experiencia del movimiento feminista nos ha enseñado que hay otras maneras de militar y concebir la acción política, que el modo como se milita es tan formativo como las lecturas y los discursos y que la gente participa y crea espontáneamente cuando percibe la relación entre su vida de todos los días y la acción del movimiento. 

Sin embargo, caemos fácilmente en el juego de la «vieja izquierda», esa que usa estructuras autoritarias para construir la democracia y palabras rituales para apabullar al contrincante y convencerse a sí misma. Nos decimos a veces que ser tolerantes y estimular la expresión individual tiene un costo en términos de resultados: se pierde eficacia. Pero ¿cuáles son nuestros objetivos? Sacar un volante o una revista, organizar una reunión pública... ¿o aprender, cambiar y construir a más largo plazo? Los objetivos inmediatos y puntuales son solo los elementos que nos permitirán avanzar hacia la meta, pero al mismo tiempo, las revistas y los volantes también son necesarios, y todavía no sabemos cómo abordar estos problemas que no son, por lo demás, exclusivos del feminismo, sino que aparecen en los nuevos movimientos llamados «alternativas». 

«El objetivo fundamental es combatir la dictadura», afirma una compañera, y es cierto que la dictadura multiplica la represión y las ideas retrógradas. «No veo por qué estoy en un grupo feminista», contesta otra, «la lucha contra la dictadura la organizan los partidos». «Pero hay mujeres presas, tenemos que apoyarlas». El problema de las prioridades invade la mayoría de nuestras reuniones y grosso modo podríamos decir que siempre se afrontan dos líneas: el grupo que viene de los partidos y trae su línea política: implica nuestra participación en tanto movimiento autónomo (pero bajo las formas tradicionales de participación: mítines, desfiles, cartas protesta, etc.) en un proceso político. Y el grupo «feminista» privilegiando el trabajo en pequeños grupos y el análisis de los problemas a partir de lo cotidiano inmediato. La discusión de las prioridades rebalsa el inicio de las reuniones y a veces las invade enteras, provocando una sensación de pérdida de objetivos, de aburrimiento «¿Qué estoy haciendo aquí?», explota alguna compañera, «¡si esta discusión ya la tuvimos la semana pasada!». Porque es efectivo que los problemas políticos son urgentes, pero es cierto también que muchas mujeres no perciben ninguna relación entre su propia vida y la política, de tal modo que la acción partidaria tradicional les parece exterior a ellas mismas y a menudo ajena; si encuentran solo reuniones de tipo partidario-tradicional, abandonan el grupo feminista. 

Sabemos que, a mediano plazo, el trabajo de reflexión a partir de lo privado y cotidiano politiza de una manera no-tradicional. Sin embargo, no logramos resolver el problema de las prioridades. Tengo la impresión de que de alguna manera nos dejamos manipular y que el mecanismo utilizado es la culpabilización. Como si el único modelo de acción política fuera el de los partidos y no estuviéramos aún completamente convencidas del potencial de rebelión de nuestro propio estilo, como si no estuviéramos seguras de que discutir sobre lo privado e incidir inmediatamente sobre nuestras vidas «es» política, como si hubiéramos interiorizado tanto la desvalorización que interesarnos por la manera como vivimos nos pareciera, a nosotras también, egoísta o frívolo. La psicología nos enseña que superar los sentimientos de culpabilidad es extremadamente difícil no solo porque sus raíces -incrustadas en otros «pecados»- se esconden en el inconsciente, sino también porque las estructuras culturales en que hemos sido formadas son, ellas también, culpabilizadoras. Creo que mientras no analicemos colectivamente este problema estamos perdiendo (nos dejamos despojar) los aspectos más creativos y fuertes del movimiento.

Un camino difícil: politizar lo privado

La toma de conciencia que conlleva la militancia feminista hace que cada una reflexione en la dimensión de su propia vida, descubra que puede cambiar aquí y ahora, y trate, consecuentemente, de asumir su destino. Dicho de esta manera parece simple y casi evidente, pero la puesta en práctica está plagada de desconcierto y de dudas. Es como si el camino de la libertad no fuera ancho y llano, sino zigzagueante y lleno de emboscadas. Tratar de ser mujer y a la vez persona es tan nuevo que no hay modelos. Es una búsqueda.

El rol de madre

Más que las investigaciones y los discursos, es nuestro comportamiento el que formará a nuestros hijos. Si queremos hijos libres, tenemos que empezar siéndolo nosotras. Y aquí surge otra contradicción y de nuevo nos acosan las culpas, porque nuestra autonomía y libertad exige que dejemos de ser madres sobreprotectoras y, ante cualquier enfermedad, fracaso escolar o un pequeñísimo problema, nos sentimos infinitamente culpables, como si fuéramos responsable ad eternum de lo que pudiera sucederles. Para que un niño crezca hay que cortar el cordón umbilical, pero ¿cómo hacerlo sin que sufra?, nos preguntamos, vacilando, temiendo (¿o queriendo?) volver al rol de madre tradicional. Prácticamente conocemos los elementos teóricos para emprender esta búsqueda, sin embargo, sabemos que es esencial y urgente. Por ahora solo podemos apoyarnos en nuestra propia experiencia.

Los avatares de la pareja

«La mujer es algo así como el explotado que ama a su explotador», hemos dicho en reuniones. Nos hemos decidido a no aceptar más un conjunto de limitaciones que están implícitas en la relación hombre/mujer; no más mujer sumisa, no más mujer-cocinera, ni planchadora, no más mujer-muda ni en segundo plano, no más mujer-que-no-toma iniciativas. En la medida en que descubrimos las limitaciones en que hemos vivido, tratamos de cambiar... si no la pareja, por lo menos la relación. No me voy a extender acá sobre los innumerables malentendidos ni sobre el duro camino de la re-educación de nosotras mismas y de nuestra pareja, porque son las experiencias más difundidas. Quisiera simplemente señalar que el proceso de reconstrucción de una pareja de otro estilo o según nuevas normas es difícil, pero no por eso menos necesario. Y que, porque ya han transcurrido algunos años, es posible comenzar a hacer una síntesis de estos procesos. 

Durante un largo tiempo nos centramos principalmente en la distribución de roles en el ámbito doméstico; después nos dimos cuenta de que compartir la administración y el trabajo de la casa era importante pero no lo era todo.

Tal vez, uno de los errores más frecuentes que hemos cometido ha sido ver en el hombre concreto con quien hacemos pareja una especie de símbolo del hombre en general, como si representara todo el género masculino y fuera, él solo, responsable de nuestra situación de dominadas. El resultado ha sido que le hemos criticado comportamientos y posiciones «machistas» que no siempre eran las suyas, le hemos echado en cara las actitudes retrógradas de sus amigos y parientes. A veces, por qué no decirlo, hemos sido injustas, porque no todos son iguales y los que viven con nosotras (precisamente porque viven con nosotras) no son ya tan reaccionariamente machistas. Nos ha costado comprender que cualquier pareja, y con más razón una pareja con nuevo estilo, se construye de a dos, buscando progresivamente un consenso. No se trata solo de «educar al enemigo», sino de reeducarnos ambos. 

Otro error ha sido imaginar que, para ser más libres e independientes, teníamos que copiar las actitudes de los hombres en la pareja. Pero no se trata de invertir la relación dominador-dominada y transformarnos nosotras en dominadoras, sino de inventar una nueva forma de relación que se apoye en valores distintos. 

Finalmente, en algunos grupos feministas hemos cometido errores frente a las lesbianas, segregando esa «otra» pareja del movimiento. Probablemente el peso de nuestros tabúes es aún muy grande, o tenemos mucho miedo de ser consideradas todas como lesbianas (recordemos la frase de la periodista con que se inicia este artículo). El hecho es que en algunos lugares el movimiento trata de diferenciarse de las lesbianas o simplemente tiende a excluirlas. Hemos sabido de algunos casos en que, sin decirlo explícitamente, se ha hecho todo lo posible para que algunas compañeras abandonen organizaciones feministas que habían contribuido a formar, solamente porque eran lesbianas. Creo que discriminar entre nosotras es una inconsecuencia: es posible que no compartamos posiciones, actitudes ni formas de vida, pero eso no nos autoriza a no respetarlas y no aceptarlas entre nosotras.

La seducción y la mujer-objeto 

Retomando la frase de la periodista a la que no le gustan las «feministas», creo que también se explica por una confusión entre algunas de nuestras banderas de lucha y el concepto de seducción. En varios países de América Latina, hemos combatido los concursos de belleza y la utilización del cuerpo femenino en la propaganda comercial. Rechazamos un modelo de belleza y seducción difundido masivamente (cine, telenovelas, revistas llamadas «femeninas» y prensa en general) como degradante y entontecedor.

El tema de la seducción nos produce problema porque, en lo que concierne a las mujeres, está restringido a sus aspectos más estereotipados, superficiales y frívolos, de tal modo que discutirlo nos parece una pérdida de tiempo. Los historiadores y etnólogos han demostrado, sin embargo, que en las sociedades humanas ha habido siempre comportamientos de seducción que no son en ningún caso privativos de las mujeres. En algunas tribus los trajes y adornos están directamente ligados al poder, con prescindencia del sexo, en otras hay formas de seducción codificadas donde la capacidad de bailar de cierta manera es más importante que la apariencia física. 

Seducir es una necesidad compartida por todos los seres humanos, sin distinción de sexo. Seducir es singularizarse, hacerse apreciar, existir para los demás; es un proceso indispensable en la construcción del yo. Lo que sucede es que históricamente las mujeres han sido tan desvalorizadas que hemos aprendido que solo importaba seducir a los dominadores (en otros términos, que no valía la pena tratar de ser valorizadas por las otras mujeres), y que lo único que valía en nosotras era nuestro cuerpo... mientras que los hombres han dispuesto siempre de una amplia gama de recursos para hacerse estimar (seducir): los aprecian por lo que hacen e inventan, por sus ideas y, además, por su aspecto físico. 

Me parece que no debiéramos subestimar el problema sino afrontarlo. Al igual que todos los seres humanos, tenemos necesidad de seducir, porque seducir significa existir para los otros. Queremos existir y hacernos apreciar por todo lo que somos. Sin embargo, si nos negamos a limitar nuestra existencia a un solo aspecto de nosotras mismas -nuestro cuerpo-, no significa tampoco que rechacemos ese aspecto. El ser humano constituye una integridad, y la cara o las piernas de una persona son tan ella misma como sus ideas, sus sueños o sus proyectos.

Finale ma non troppo

Una de las características del feminismo es que es un movimiento y no un partido: hay un sinnúmero de grupos, reflexiones, actividades y problemáticas diversas. Las contradicciones que he planteado no son las únicas, sino aquellas que, en los grupos que frecuento, constituyen los problemas que más discutimos en este momento. Con toda seguridad hay otros, y quizás otros grupos han avanzado en el análisis de lo que a nosotras nos hace problema. Por eso estas reflexiones no se pueden generalizar a todo el movimiento, aunque me parece que su socialización siempre puede sernos útil. Creo que nuestras contradicciones y dificultades corresponden al final de una etapa. De cada una de nosotras depende la fuerza y la lucidez que le imprimiremos al movimiento.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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