Tribuna global
NUSO Nº 285 / Enero - Febrero 2020

¿Europa sigue siendo cristiana? Entrevista a Olivier Roy

¿Europa sigue siendo cristiana?  Entrevista a Olivier Roy

Reformulación de lo religioso, defensa identitaria, tentación populista... En un ensayo contundente, titulado L’Europe est-elle chrétienne? [¿Es Europa cristiana?]1, Olivier Roy analiza lo que no se dice en el debate sobre el islam. ¿Qué lugar ocupan la religión y el cristianismo en sociedades secularizadas como las europeas? Politólogo, especialista en religiones, Roy es profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia. Publicó, entre otras obras, La Sainte Ignorance. Le temps de la religion sans culture (2008)2; En quête de l’Orient perdu. Entretiens avec Jean-Louis Schlegel [En busca del Oriente perdido. Entrevistas con Jean-Louis Schlegel] (2014)3 y Le djihad et la mort [La yihad y la muerte] (2016)4.

Continuando con sus trabajos sobre la desculturización de la religión iniciados con La santa ignorancia (2008), su nuevo ensayo, L’Europe est-elle chrétienne?, aborda un debate virulento y recurrente estos últimos años. Recordamos las controversias sobre la inscripción de las raíces cristianas en la Constitución europea de 2004 o los encendidos discursos de Nicolas Sarkozy sobre la identidad. ¿Cuál fue su enfoque?

En este libro retomo los temas que trato desde hace mucho tiempo, pero, de alguna manera, a la inversa: se dice a menudo que el islam es incompatible con los valores europeos. Pero ¿de qué valores se habla? ¿Qué contraponemos al islam? En general, se plantean dos tipos de incompatibilidad. El primero consiste en oponer al islam los valores liberales (secularismo, feminismo y derechos lgbt). El segundo, en oponerle la «identidad cristiana» de Europa. Ahora bien, los valores defendidos por la Iglesia católica son contrarios a los valores liberales. En cuestiones importantes como la libertad de expresión y la blasfemia, la igualdad de sexos, el género..., los cristianos creyentes están en definitiva mucho más cerca de los musulmanes. Por otra parte, no fueron los musulmanes quienes salieron a las calles para combatir el matrimonio igualitario. ¿Cómo defender pues una identidad cristiana ignorando claramente el conflicto entre valores cristianos y valores europeos liberales?

Tras un estimulante repaso histórico de la formación política de la Europa cristiana, usted ubica el origen de este clivaje no en el Iluminismo, como suele hacerse, sino en la década de 1960.

El Iluminismo es importante, por supuesto, pero no por lo que se cree. Con el Iluminismo, se cambia de modelo metafísico, e incluso de modelo ontológico, ya que es otra manera de fundar la verdad, pero no se cambia de sistema moral. Hasta la década de 1960, la laicidad es un cristianismo secularizado; tanto los valores como la visión antropológica de la familia se compartían. Cuando los padres fundadores de Europa, Robert Schuman, Alcide De Gasperi o Konrad Adenauer, lanzaron su empresa, era evidente para ellos que la cultura europea era un cristianismo secularizado; señalarlo habría sido redundante a sus ojos. (Y si hoy algunos creen necesario señalar esta evidencia, es precisamente porque ya no es evidente). En cambio, la década de 1960 marca una ruptura fundamental. No solo se rechazan los valores tradicionales, sino que se cambia verdaderamente de modelo antropológico (la familia, la sexualidad, la mujer). Es un giro comparable al impacto de la Reforma en el siglo xvi.A partir de 1968, la libertad de la persona prevalece sobre todas las normas trascendentes; ya no existe una moral natural compartida. Los nuevos valores fundados en el individuo deseante ya no son valores cristianos secularizados; son incluso rechazados explícitamente por la Iglesia, ¡a partir de julio de 1968!, con la publicación de la encíclica Humanae Vitae de Pablo vi, que defiende una posición maximalista que prohíbe toda práctica sexual no destinada a la procreación. Al no ser ya comunes ni incluidos, los valores cristianos regresan entonces bajo la forma de normas explícitas –lo implícito ya no tiene cabida–. A partir de ese momento, la «zona gris», es decir, la gama de cristianos situados entre creyentes puros y duros y ateos, desaparece. La descristianización sucede a la secularización. La rigidez doctrinal de la Iglesia se enfoca entonces en la cuestión de aquello que denomina la «vida»: va a oponerse sistemáticamente a la anticoncepción, el aborto, el matrimonio homosexual, la procreación asistida..., mientras que estos temas son poco a poco aceptados por la sociedad civil primero y luego por el derecho. En toda Europa, ya sea protestante o católica, avanzan los valores del 68. A partir de Juan Pablo ii, la propia Iglesia lo dice claramente: la cultura dominante en Europa es una cultura «pagana». El problema es qué se hace cuando esos mismos paganos dicen «soy cristiano».

¿Qué significa el hecho de pretender ser «cristiano» de esta manera o afirmar la «identidad cristiana» de Europa cuando incluso la Iglesia ya no la reconoce como tal?

Destacar la «identidad cristiana» sin los valores cristianos tiene como único propósito rechazar el islam. Primero el islam del interior, que surge a fines de la década de 1980 con la cuestión del velo en Francia, cuando los inmigrantes se transforman en «musulmanes». Y luego el islam del exterior, con la candidatura de Turquía a la Unión Europea en 1987, que aunque nunca haya tenido la menor posibilidad, constituyó un buen contrapunto fantasmal. Si una parte de los diputados europeos propusieron mencionar las raíces cristianas de Europa en la Constitución, fue precisamente para excluir a Turquía, que sin embargo, en ese entonces, era la Turquía kemalista laica que había prohibido el velo en la universidad. Actualmente, la mayoría de la gente que se considera «cristiana» en las encuestas no solo no practica, sino que a menudo no comparte los elementos esenciales de la religión. (Pregunta 1: «¿Es usted cristiano? Sí». Pregunta 2: «¿Cree en Dios? No»). Se trata de una referencia puramente identitaria.

«Los populistas están a favor de la identidad, no de la religión»

Como es sabido, las redes evangélicas facilitaron la elección de Donald Trump en Estados Unidos o de Jair Bolsonaro en Brasil. En Europa, la tentación populista gana terreno también entre los cristianos. En Francia, en las elecciones de 2015, se observó cómo comenzaron a ceder las defensas de la Iglesia católica contra la extrema derecha. En este libro, usted lo advierte: la religión, dice, siempre sale perdiendo en la alianza con los populistas.

Sí, porque si bien los populistas defienden la «identidad cristiana» en su discurso, sus valores no tienen nada de cristianos. No se trata en absoluto de puritanos o partidarios de un retorno del orden moral, como suele pensarse erróneamente. Observe, por ejemplo, el caso de Renaud Camus, figura de cierta extrema derecha conservadora que brinda conferencias sobre el «gran reemplazo» a las que asisten los católicos; es un simple producto del narcisismo esteta y hedonista de los años 60; cuando explica su islamofobia por su decepción con sus amantes magrebíes, lejos se está de la condesa de Ségur5. La iconografía de Matteo Salvini, el ministro del Interior italiano, está muy sexualizada: aparece siempre acompañado de una bella rubia que no es su mujer, de ser posible en traje de baño. El gran malentendido es que los populistas están a favor de la identidad, no de la religión. Hablan de la Europa cristiana como un código para decir que no es musulmana, sin ser capaces de darle mucho contenido más allá del picnic con salchichón y vino tinto. En ese sentido, la «identidad cristiana» es una caricatura del cristianismo. Sin embargo, una parte de la Iglesia espera que los populistas implementen leyes que restablezcan la religión y sus normas. Se trata de un grave error de cálculo. La gente vota a los populistas en contra de las elites, Bruselas y el islam, no a favor del retorno de la familia tradicional. Pero, además, no se restablece una religión con leyes: el espíritu no sigue a la ley, precede a la ley. Querer imponerlo a través de la norma es anular el movimiento espiritual. Se observa ya una disminución de la concurrencia a las iglesias evangélicas estadounidenses, como consecuencia, a mi modo de ver, de su hiperpolitización. Lo mismo ocurre en Polonia, que tiene la tasa más alta de católicos practicantes en Europa y donde el partido ultraconservador pis [siglas de Ley y Justicia] obtuvo 31% de los votos, pero el número de seminaristas comienza a decrecer.Cabe señalar además que, contrariamente a eeuu, donde los populistas son cristianos (efectivamente, son las comunidades de fe puras y duras las que hicieron que ganara Trump), los partidos populistas europeos ya no son prácticamente cristianos. En otras palabras, si la locomotora populista estadounidense es cristiana, en Francia no lo es; los cristianos apenas pueden sumar un vagón. Los populistas son, pues, los únicos beneficiarios de estas alianzas.

Usted le dedica un capítulo importante al tratamiento reservado a la religión en Europa a través de las leyes y los tribunales. Y observa que todas las acciones llevadas a cabo en estos últimos años, la mayoría de ellas con la intención de secularizar el islam, conducen a cuestionar el lugar de lo religioso en general y acelerar la descristianización de Europa. ¿Cómo ocurre esto?

Hay dos maneras de tratar lo religioso. La primera consiste, en efecto, en tomar medidas contra el islam que se aplican finalmente a todas las religiones: es la exclusión de simbología religiosa, que corresponde a la visión laica a la francesa. La prohibición del velo se extiende a la kipá y a la sotana, la del halal al kosher... Marine Le Pen lo dice muy bien: «A nuestros amigos judíos y católicos les digo que si para impedir el velo, deben renunciar a sus propios símbolos religiosos, que lo hagan». Para luchar contra el islam, se profundiza la secularización. El segundo enfoque, más característico de Alemania e Italia, consiste en referirse a la tradición y la historia para decir que no existe simetría entre las religiones: con respecto al pasado europeo, la simbología cristiana goza de un derecho de presencia que no tiene la musulmana. Pero ahí también se secularizan los símbolos religiosos, ya que cada vez que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos defiende la desigualdad de tratamiento en favor del cristianismo, lo hace siempre reduciendo los símbolos cristianos a un mero marcador cultural.

Usted habla incluso de una «evisceración de lo espiritual».

El ejemplo típico es la cruz. La presencia del crucifijo en las aulas italianas fue validada por la Corte Suprema, pero como símbolo meramente cultural despojado de proselitismo. El Estado italiano ganó, pues, pero los obispos tienen buenas razones para preocuparse de esta asimilación de un símbolo religioso a una suerte de dispositivo cultural. El cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Múnich, recordó además al gobierno bávaro cuando impuso el crucifijo en la entrada de los edificios públicos, que «la cruz no es un símbolo cultural, sino de fe».Las dos grandes tendencias actuales en Europa son pues la exclusión de lo religioso del espacio público mediante la evolución del secularismo hacia una laicidad ideológica y la folclorización del cristianismo bajo el nombre de «identidad cristiana». En Francia, esta folclorización se encuentra en su apogeo en Béziers, con el alcalde Robert Ménard, que hizo instalar pesebres en la alcaldía y bendecir las corridas de toros.

¿Cómo entender la adhesión de algunos intelectuales católicos, como Pierre Manent o Rémi Brague, a la tendencia identitaria de la Iglesia? Usted dice que confunden «cultura» con «religión».

Porque están a favor de un retorno a la afirmación cultural de lo religioso. Y, en ese sentido, son favorables a los populistas que agitan crucifijos como marcas identitarias. Lo que es totalmente suicida. Lo justifican con dos argumentos. Primero, para ellos, un símbolo puede ser a la vez cultural y religioso, lo que no es contradictorio, y estoy totalmente de acuerdo... salvo cuando se refiere a dos sistemas de valores diferentes. Si la razón por la cual se coloca el crucifijo ya no tiene nada que ver con los valores de la Iglesia, como sucede en las persecuciones a inmigrantes, es contradictorio. El primer ministro de Baviera, que es creyente, sabe muy bien que no puede decir que impone el crucifijo en los edificios públicos para recordar el amor al prójimo, cuando al mismo tiempo presenta una ley antiinmigratoria. Dice pues: «Es el símbolo de nuestra historia y de las normas de nuestra sociedad». La religión es así desculturizada. Además, una vez que el propio papa Benedicto xvi declaró que «la cultura de Europa es pagana», el razonamiento de la religión de referencia ya no funciona. No puede ser «pagana» y «cristiana» al mismo tiempo.Su segundo argumento es pascaliano: si se vive inmerso en un baño de cultura cristiana, se terminará siendo cristiano. Sin embargo, eso no funciona así, vivimos 1.500 años dentro y ¡salimos del cristianismo!

Usted señala además que «nunca se vuelve atrás en la descristianización». Esta idea de llevar a cabo un «Mayo del 68 al revés» o «una contrarrevolución conservadora», esgrimida por una joven guardia católica de derecha, ¿sería para usted una quimera?

Estos jóvenes neorreaccionarios, más bien brillantes pero bastante sofistas, escriben en Causeur o en FigaroVox sobre temas como la crítica a los derechos humanos, el regreso de la verdad y por ende de la religión... Ocupan los medios de comunicación con la fantasía de que, finalmente, sus ideas terminarán descendiendo al pueblo. Sin embargo, el hecho de que a veces encuentren una audiencia sobre la cuestión del antiislamismo no significa que la gente vaya a adherir al conservadurismo antropológico y a su definición de familia. Hoy, el modelo de la familia tradicional ha estallado completamente. No tienen ninguna influencia en esa cuestión. Es un fenómeno muy parisino interesarse por debates intelectuales artificiales y no por los movimientos sociales: concentrarse en algunos neorreaccionarios que leyeron mal a Antonio Gramsci o en un grupúsculo de agitadores decoloniales sin peso alguno, y ¡olvidarse de los «chalecos amarillos»!«Europa ya no está condenada a ser cristiana»

El crecimiento de las nuevas comunidades carismáticas, influenciadas por el protestantismo estadounidense, habilitó la idea de un «regreso de lo religioso». ¿Por qué cuestiona la expresión?

No existe un regreso de lo religioso, hay una reformulación de lo religioso como fenómeno minoritario que lo vuelve, de hecho, más visible. Al haber desaparecido el creyente ocasional de la zona gris, solo quedan los creyentes más fervientes que se movilizan en torno de una reafirmación de la norma. Pero la práctica religiosa está disminuyendo en todas partes. En primer lugar, en Europa, donde los cristianos practicantes son apenas entre 5% y 10% (excepto en Polonia), pero también en eeuu, donde los sin religión (los nones) crecieron de 6% a 14% en diez años. Y mi teoría, que evidentemente provoca la reacción de algunos, es que esto es algo que también sucede en el mundo musulmán –se observa claramente en Irán, incluso en Turquía y Túnez–. ¿Por qué, si no, el presidente egipcio Abdelfatah Al-Sisi decidió recientemente criminalizar el ateísmo?6

Tampoco debe ocultarse que, si nos llama la atención el crecimiento de las conversiones al evangelismo o al carismatismo, se trata de un fenómeno religioso muy frágil porque está desculturizado, sin raíces. Es mucho más difícil transmitir una fe personal de born again que una fe arraigada culturalmente.

¿Cómo se produjo esta «reformulación de lo religioso» en el mundo cristiano?

Para Juan Pablo ii y Benedicto xvi no podría haber identidad sin respeto a los «principios innegociables de la Iglesia» (la «vida», la familia tradicional). Le dan la espalda a una cultura dominante totalmente secularizada y que se ha convertido, a sus ojos, en una «cultura de muerte». Partiendo de la constatación del divorcio, los cristianos practicantes se organizan además en «comunidades de fe», en lugar de las parroquias tradicionales, y se instalan en una contracultura. Desde la década de 1960, por el lado de los movimientos clericales, surgieron así comunidades ultraconservadoras como San Martín, Cristo Rey, Opus Dei, Legión de Cristo. Es en este vivero donde abrevarán Juan Pablo ii y luego Benedicto xvi, para transformar el episcopado en profundidad. Pero también se ha observado el nacimiento de comunidades carismáticas laicas, como San Egidio, Comunión y Liberación, los Focolares, todas basadas en la idea del testimonio de la fe vivida. Estas comunidades tienen dos opciones. La primera es la fortaleza o la «opción benedictina», según el título de un exitoso libro entre los católicos conservadores, The Benedict Option, de Rod Dreher: como la sociedad es pagana y no hay nada que decirle al islam, es necesario levantar el puente levadizo y vivir en monasterios espirituales esperando que el Espíritu Santo regrese a la Tierra. La segunda opción es el revivalismo espiritual, del cual el papa Francisco es un muy buen ejemplo. Se trata de ir a la reconquista espiritual. Sin embargo, estas comunidades, al estar directamente vinculadas al papa y no a los obispos, contribuyen también a desterritorializar el catolicismo.

Europa, finalmente, ¿sigue siendo cristiana?

Lo fue, eso dejó huellas, pero ya no está condenada a serlo. La Iglesia atraviesa una grave crisis moral, cuyos signos más visibles son la pedofilia y la corrupción; perdió pues su legitimidad para encarnar un magisterio espiritual. En todos los casos, triunfó la secularización. O se asiste a la ruptura de los últimos lazos existentes entre la Iglesia y el Estado en los países católicos (la derecha española votó a favor del matrimonio homosexual). O lo religioso se autoseculariza por medio de una «traslación» (según la expresión de Jürgen Habermas) en términos laicos: fue, por ejemplo, el Concilio Vaticano ii el que edulcoró el ritual e hizo desaparecer el infierno, o bien, típico caso, fueron los parlamentos de los países escandinavos los que obligaron a las iglesias luteranas a celebrar religiosamente las uniones homosexuales. Tanto más cuanto el cristianismo identitario, que significa aliarse con los populistas para conseguir la aprobación de normas, es el estadio supremo de la secularización de lo religioso. Saber si el cristianismo solo está «para dejar constancia» o bien si tiene algo para decir sobre el sentido de la vida colectiva es responsabilidad de los cristianos y sus futuras acciones. ¿Pueden reconstruir la religión fuera del cristianismo identitario? En Francia, observo sobre todo la «Manif pour tous» [manifestación para todos, contra el matrimonio igualitario llamado «matrimonio para todos»], es decir, el dogmatismo y el entre nosotros. El catolicismo francés es comunitario.

«El MeToo se inscribe en la continuidad de Mayo del 68, solo que quiere inyectar normatividad en este legado»

En un contexto de secularización irreversible, el cristianismo vuelve pues bajo esta forma identitaria y normativa. En la conclusión de su libro, usted va aún más lejos al afirmar que son los valores, en general, los que regresan en forma de normas. Escribe: «Por su parte, la cultura secular que reivindica la libertad y los derechos termina su recorrido en una explosión de normatividad».

Tenemos un problema de relación con los valores, porque el concepto de valores sufrió una suerte de descrédito, tras haber sido sin duda manipulado demasiado por las iglesias y los políticos. (Hoy ya casi no se habla de los «derechos humanos», ¡cuando acaban de celebrarse los 70 años de la Declaración!). Pero los valores suponen también una proyección hacia el futuro. Ahora bien, la gente le tiene miedo al futuro. Todos los conceptos que se utilizan actualmente lo reflejan: guerra civil, desclasamiento, desmoronamiento... Entonces, la «guerra de los valores» se libra entre grupos antagónicos que parten de «principios innegociables» y rechazan el consenso (lo secular es no hacer concesiones, ni siquiera marginales, a lo religioso).A falta de valores compartidos, Europa se convirtió así en el campo de una extensión de los sistemas de normatividad: normatividad religiosa, bajo la forma de fundamentalismo o integrismo, y normatividad secular, bajo la forma de laicidad a la francesa, que persigue lo religioso en el espacio público sin llegar sin embargo a reponer el «sentido»; la laicidad republicana ya no es un sistema de valores: solo se impone a través de la prohibición. Sin embargo, la extensión de la normatividad en todos los campos, sin justificación –moral, cultural o espiritual– compartida, genera formas de revuelta atípicas, como la de los «chalecos amarillos». Le doy diferentes ejemplos: la reducción de la velocidad a 80 km/h, la prohibición de los quesos no pasteurizados o el control del largo de las faldas en las escuelas se implementaron desde luego en nombre de un «bien» (la ecología, la salud, la laicidad), pero no se lo entiende así. El desfase entre el costo de la norma y la debilidad de su justificación, incluso su hipocresía (la laicidad presentada como tolerancia, cuando es obligada), hace que haya rebeliones tanto contra la propia normatividad como para obtener demandas específicas.

¿Usted incluye al movimiento MeToo en ese campo extendido de la normatividad?

Sí, porque MeToo se inscribe en la continuidad de Mayo del 68, solo que quiere inyectar normatividad en este legado. MeToo es, en el fondo, la Humanae Vitae de los laicos que descubren con 50 años de atraso que ¡el sexo requiere normas! No se trata en absoluto de un movimiento «puritano», en el sentido de que no equivale a una visión cristiana del siglo xix. Además, es muy interesante ver que muchos católicos se oponen en gran medida al MeToo (como [la demócrata cristiana francesa] Christine Boutin), señalando de este modo su desfase. Porque MeToo no es una moda, es un viraje. Pero es un movimiento de reacción contra el hecho de que la liberación sexual acentuó la relación de poder en favor de los hombres –lo que, en realidad, era evidente desde el 68: la libertad sexual es asimétrica–.Durante mucho tiempo, se atribuyó el patriarcado a la cultura y se consideró que había culturas más machistas que otras, como el islam, y culturas más feministas, como la nuestra. De allí las reflexiones sobre los sucesos del Año Nuevo de 2016 en Colonia: «Son los musulmanes los que violan», etc. Y luego, un año más tarde, estalló el caso Weinstein [en Hollywood], que muestra que, en diferentes grados, todas las culturas son machistas y que existe aquí pues una constante: el problema ya no es la cultura, sino la animalidad –de la que la expresión «denuncia a tu cerdo» es sintomática–.El tratamiento que propone MeToo para esta invariante es normativo, el llamado a la ley. Pero el Estado solo produce normas, no valores. Lo que puede generar incluso un backlash, y los populistas ya sacan provecho de lo que actualmente se denomina «crisis del macho». Fíjese en las elecciones en Andalucía de diciembre de 2018, tras las cuales el partido de extrema derecha Vox hizo un ingreso masivo en el Parlamento regional al obtener 12 bancas: por primera vez, se observa un partido que se muestra al mismo tiempo en contra de los inmigrantes y de las mujeres. El problema es cómo anclar estos nuevos sistemas normativos en una cultura compartida.Sin embargo, usted mismo lo advierte, la cultura está en crisis.

El sistema normativo termina englobando todo, porque no solo se carece ya de una base cultural –es la desculturización ligada a la mundialización que he desarrollado en mis trabajos–, sino también de «base natural», ya que el ser humano está perdiendo su lugar entre el animal revalorizado y el ángel frío del algoritmo, la famosa inteligencia artificial.Lo que hoy se perfila es un cambio antropológico importante: por un lado, existen diferentes movimientos, que van del veganismo a la deep ecology o «ecología profunda», pasando por la etología, que cuestionan la frontera entre seres humanos y animales sobre la cual se basó toda la antropología occidental; y por el otro, existe el desarrollo de la inteligencia artificial. Y nosotros ¿dónde estamos? Ya que los dos «extremos» se basan en formas de determinismo (biológico o estadístico) que ignoran completamente el sentido y los valores en beneficio de una extensión de la normatividad. De eso tratará mi próximo libro.

«La obsesión con el islam embrutece»

En sus últimas intervenciones, el politólogo Gilles Kepel habla de usted como del «gurú» de las autoridades francesas y lo ubica en el origen de lo que considera una política de «negación» respecto del islamismo. Hace ya varios años que se enfrentan sobre el tema de la «islamización de la radicalidad» versus la «radicalización del islam». ¿Se arrepiente de esa polémica tenaz?

Sí y no. Irónicamente, esta obsesión por parte de Kepel me dio mucha publicidad; mientras que tengo por costumbre aparecer muy poco en los medios de comunicación, él no dejó de hablar de mí. Lo que lamento profundamente, en cambio, es que esto nos encierre en un paradigma intelectual muy pobre. Trato de pensar de manera compleja temas complejos; cuando eso se reduce entonces a una fórmula de Twitter, no me reconozco en absoluto en una oposición de conceptos tan caricaturesca. Hay que leer los libros. Se opinó, por ejemplo, que cuando hablaba de «islamización» me refería a una apariencia, en tanto siempre escribí que, cuando uno de esos jóvenes se vuelca al islam, está totalmente adentro, está convencido de que irá al paraíso. Sin embargo, no se trata de itinerarios provocados por una «incubación salafista».Dejando de lado las otras elucubraciones de Kepel: no estamos en absoluto en un nuevo modelo estratégico que habría sido inventado en 2005 por [el islamista] Al-Suri y descubierto por Kepel, y las revueltas de 2005 en Francia nada tienen de islámicas, como tampoco todas las revueltas producto de incidentes entre jóvenes y la policía, etc. Existe, por otra parte, una profunda continuidad desde los atentados de 1995. Chérif Chekatt, el autor del atentado de Estrasburgo en 2018, tiene un perfil muy similar al de Khaled Kelkal, responsable de los atentados de 1995: segunda generación surgida de la inmigración (¿cómo es posible que desde hace 23 años no se vea aparecer la tercera generación?), delincuencia, terrorismo y suicidio a través de terceros (se espera ser asesinado por la policía). El salafismo plantea, desde luego, un problema social, pero estos jóvenes se radicalizaron en la cárcel, no en las mezquitas salafistas.La obsesión por el islam embrutece. Último ejemplo: los «chalecos amarillos». Surgen fuera de toda problemática ligada al islam o a la inmigración; pero se observa a todo un sector de la derecha, junto con Kepel, tratar de reducirlos a eso, convirtiéndolos en el preludio de una guerra civil de historietas, donde no se sabe demasiado si «yihadistas jóvenes» y «chalecos amarillos» son aliados o enemigos7. Hay que parar con esta geoestrategia de pacotilla y ubicar nuevamente la cuestión del islam en una reflexión más amplia sobre el lugar y el papel de lo religioso en la Europa de hoy.


Nota: la versión original en francés de esta entrevista fue publicada en Le Nouvel Observateur, 3/1/2019, con el título «L’Europe est-elle encore chrétienne?». Traducción: Gustavo Recalde.

  • 1.

    Seuil, París, 2019.

  • 2.

    Seuil, París, 2008. [Hay edición en español: La santa ignorancia. El tiempo de la religión sin cultura, Península, Barcelona, 2010].

  • 3.

    Seuil, París, 2017.

  • 4.

    Seuil, París, 2016.

  • 5.

    Escritora francesa de origen ruso (1799-1874), cuyas novelas y cuentos infantiles tenían un tono moralizante
    [n. del e.].

  • 6.

    Eddie Rabeyrin: «Le Parlement égyptien veut légiférer contre l’athéisme» en Le Monde, 12/1/2018.

  • 7.

    En el original en francés, «djihad djeune» y «djilets djaunes»; juego de palabras a partir del modo en que se escribe y pronuncia la palabra «yihad» en francés. [n. del t.].

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 285, Enero - Febrero 2020, ISSN: 0251-3552


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