Opinión
junio 2022

Las dos caras del consenso electoral

La oposición derecha/izquierda perdió su sustancia. Por eso, un solo partido parece bastar: un partido que no es de derecha ni de izquierda, simplemente es el partido del poder. Para que este sistema consensual funcione, es necesario que la elección se opere entre el partido del orden normal de las cosas y su contrario, el partido de la catástrofe. La extrema derecha viene cumpliendo esta función.

<p>Las dos caras del consenso electoral</p>

Si la reciente elección presidencial puede invitar a la reflexión, no es evidentemente por su resultado. Este se conocía antes del inicio de la campaña. En el mes de septiembre de 2021, una primera encuesta anunciaba un triunfo de Emmanuel Macron con 55,5% de los votos contra 44,5% para Marine Le Pen. El 24 de abril de 2022, el veredicto de las urnas atribuyó 58% al primero y 42% a la segunda. Lo que la reciente campaña pudo aportar es, sobre todo, un esclarecimiento en cuanto a nuestra forma de gobierno y al papel que en ella desempeña la elección presidencial.

Se impone pues una primera reflexión: la previsibilidad de la reelección de nuestro presidente y el muy leve aumento de votos que obtuvo respecto de las primeras estimaciones no pueden explicarse por la eficacia de su campaña. Todo el mundo pudo constatar que no hizo campaña alguna, mientras que su contrincante desarrolló una intensa actividad. No se lo eligió por haber desplegado un mayor poder de persuasión que sus competidores. Su elección no refleja una potencia de persuasión superior, sino que corresponde al orden de las cosas imperante. En consecuencia, es este orden de cosas lo que habría que analizar.

Su primer elemento es evidentemente la institución misma de la función presidencial y de la elección del presidente mediante sufragio universal. Esta última representa para nosotros la encarnación suprema de la democracia. Su historia muestra que es todo lo contrario. Fue inventada por los monárquicos bajo la Segunda República como forma de restauración de un sistema monárquico, algo que constituyó efectivamente, salvo que el monarca no fue aquel que esperaban. Fue reinstaurada por Charles de Gaulle para convertir al jefe de Estado en la encarnación directa del poder del pueblo y estuvo acompañada de una serie de medios de concentración de poderes (sistema electoral mayoritario, ordenanzas, artículo 49-31), reforzados aún más desde que las elecciones legislativas se acoplaron a la elección presidencial. 

El voto en la elección presidencial se convirtió así en la única intervención real del sujeto pueblo en el gobierno de la nación. Y esta única intervención constituye una renuncia. El pueblo solo existe para entregar su poder a una sola persona, lo que es propiamente la característica de un régimen monárquico.

Esta evidencia podía negarse mientras el proceso electoral estaba estructurado por la oposición de una derecha conservadora y una izquierda socialista. Se sabe cómo esa estructuración material e imaginaria se desvaneció con la intervención del segundo componente esencial de nuestro orden de cosas: el consenso, es decir, la evidencia compartida de que existe una sola manera de gobernar nuestras sociedades. Tras las grandes promesas de transformación social del comienzo del reinado de François Mitterrand, la izquierda socialista se sumó progresivamente a la única verdadera revolución de estos tiempos, la contrarrevolución que impuso al mundo entero la ley de un capitalismo absolutizado.

Esta contrarrevolución convirtió el beneficio financiero en el único principio de organización de la vida de nuestras sociedades. Destruyó las fuerzas sociales que constituían la base de los partidos de izquierda y los procesos de redistribución de las riquezas que le proporcionaban un programa. La llamada izquierda socialista terminó adhiriendo totalmente a esa «no alternative» que fue la fórmula de la llamada revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y que es hoy la de todos nuestros gobiernos: no existe alternativa a la ley del capitalismo absolutizado dictada por las potencias financieras mundiales y que nos es transmitida a través de las instituciones europeas. No existe alternativa, o más bien existe una sola alternativa: la catástrofe lisa y llana que no puede dejar de ocurrir si se desconociera esta ley.

Por tal motivo, la oposición derecha/izquierda perdió toda sustancia. Si no hay otra cosa por hacer que cumplir localmente los requisitos del orden capitalista mundial, un solo partido basta: un partido que no es de derecha ni de izquierda, simplemente es el partido del poder. El proceso mediante el cual el pueblo declara renunciar a su poder en beneficio de una sola persona es en consecuencia idéntico a aquel por el cual reconoce que no existe una alternativa al orden capitalista globalizado. En otras palabras, el voto mediante el cual el pueblo expresa supuestamente su libre elección es idéntico al reconocimiento de que, de hecho, no existe ninguna elección.

Esta identificación de la libre elección con la ausencia total de elección podría parecer una contradicción irresoluble. Sin embargo, se resuelve muy bien gracias a una condición necesaria y suficiente: basta que la «elección» a realizar se identifique con la única elección reconocida por la lógica de la «no alternative», es decir, la elección de la necesidad contra la catástrofe que genera inevitablemente su negación. Es necesario que la elección se opere entre el partido del orden normal de las cosas y su contrario, el partido de la catástrofe. Es este último papel el que se le asigna al partido de Marine Le Pen.

La pereza intelectual identifica el lugar ocupado actualmente en Europa por los partidos de extrema derecha con el resurgimiento de un fascismo proveniente de las entrañas más profundas de la plebe. Se evita así reconocer que esta extrema derecha es el simple complemento o revés del orden consensuado. Tras el fracaso de los partidos de izquierda que ya no expresan ningún proyecto progresista apoyado por una fuerza social movilizada, nuestra extrema derecha expresa la única fuerza de rechazo permitida por el sistema: el simple resentimiento respecto del orden dominante de las cosas.

Lo hace explotando el débil margen de desviación que deja el orden consensuado. Nuestros gobiernos se encargan de las medidas que aseguran la libre circulación mundial de bienes y capitales. En cuanto a la otra circulación, la de las poblaciones expulsadas de todas partes por la miseria o la violencia y deseosas de compartir algo de la riqueza acumulada en los países privilegiados, instituyen un reparto económico de tareas: se encargan de las medidas administrativas y policiales que puedan contener la afluencia de las poblaciones indeseables (reglamento de Dublín, policía fronteriza, endurecimiento de las condiciones de naturalización, etc.). Y dejan la gestión imaginaria de esta indeseabilidad a la extrema derecha, que asume así su papel natural. O más bien le dejan la gestión cruda de este material imaginario cuyo contenido «razonable» extraen y refinan en beneficio propio, transformando por ejemplo las consignas de la exclusión de los indeseables en leyes contra el «separatismo» de esos mismos indeseables. Así, tornan vanos los esfuerzos de desdemonización de la extrema derecha, la cual se encuentra reducida a la condición de fantasma tanto más aterrador cuanto que toda su carne fue asimilada por el orden consensuado. 

El terreno se ve entonces despejado no solo para que funcione la paradójica elección de la ausencia de elección, sino también para que se identifique con la elección más radical, para que la necesaria adhesión al monarca que encarna el orden consensuado se convierta en el combate heroico de la democracia contra el horror totalitario. Es la comedia ya bien ajustada del periodo entre ambas vueltas electorales, cuando los mismos diarios publican simultáneamente los sondeos que indican la reelección ya asegurada del candidato de la derecha en el poder y los editoriales encendidos que advierten al pueblo de izquierda que nada está decidido y que solo depende de su abnegación evitar que el país dé un vuelco hacia el horror fascista. Tal es, en la distribución consensuada de los roles, la parte asignada a las grandes conciencias de la vieja izquierda: entonar la canción de las almas destrozadas que demuestran su fidelidad a sus convicciones igualitarias y anticapitalistas sacrificándolas en el altar de la necesidad, proclamando «llamamos a votar hoy por el candidato del capital para combatirlo mejor mañana».

Podría considerarse insignificante la eficacia práctica de esta retórica: el pequeño contingente de conciencias destrozadas que votan a la derecha por fidelidad a sus convicciones de izquierda ya está, de todas formas, incluido en las estadísticas que prometen el triunfo al candidato del consenso. Pero se desconocería así la verdadera eficacia de estas declaraciones: están justamente allí para negar el hecho de que ya están incluidas, para demostrar que existe realmente una elección, que la elección presidencial es la manifestación ejemplar de la democracia, y la adhesión a la necesidad del capitalismo globalizado, la expresión más alta del libre albedrío.

Sin embargo, este efecto no se reproduce sin más. Allí donde se extiende el consenso, se fortalece también el resentimiento que es su revés inevitable. El efecto no es solamente que, de elección en elección, la extrema derecha contra la cual se llama a la unión sagrada aumente sus votos. Es sobre todo que sus fórmulas y sus pulsiones no dejan de propagarse mucho más allá de sí misma, que la «catástrofe» racista que se enorgullecen en cada oportunidad de haber evitado con su abnegación no deja de extender su imperio en las cabezas «razonables» y de gangrenar cada vez más el orden consensuado.

Nota: La versión original de este artículo en francés se publicó en AOC el 31/5/2022 con el título «Lendemains d’élection : le consensus et son revers» y está disponible aquí. Traducción: Gustavo Recalde.

  • 1.

    Permite que, en ciertos casos, un proyecto de ley se considere aprobado a menos que el Parlamento vote una moción de censura. [N. del E.]


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