El socialismo autónomo sudamericano: sus antagonismos y convergencias con Europa
Nueva Sociedad 72 / Mayo - Junio 1984
En el mundo de la izquierda latinoamericana, según el autor de este artículo, la relación con «lo europeo» ha tenido hasta ahora, por diversas circunstancias, una vida azarosa. Ambigüedades no resueltas han estimulado la profundización reflexiva en el plano teórico. Asuntos como la investigación sobre las ideas socialistas en América Latina, el problema del colonialismo, a juicio de algunos politólogos: el «pecado original del marxismo», aun las controvertidas opiniones del propio Marx sobre Bolívar, enriquecen el debate.
J. Arrate señala tres tendencias fundamentales en el avance del socialismo en América Latina: el comunismo, la socialdemocracia -vigorizada por la acción organizada de la socialdemocracia europea hacia América Latina, el rol socialdemocrático asumido por varios partidos de carácter populista y vocación nacional conservadora y el concepto de democracia ubicado en el centro del debate político ideológico- y la tendencia socialista autonomista. Según el autor, el avance del socialismo en América Latina requiere una fuerza socialista autónoma capaz de sortear la presión o injerencia de los bloques internacionales. Una fuerza capaz de cerrar la brecha entre el socialismo y la masa trabajadora: síntesis entre el marxismo crítico y no dogmático y la realidad de América y sus respectivos países. Advierte por una parte contra el peligro de caer en el antieuropeísmo que devenga en provincialismo aislacionista o cobertura de un esquema pseudouniversalista, y por otro de caer en la tentación de trasladar modos de análisis y visiones «europeas», por cuanto ello refleja una ostensible falta de realismo.
Sostiene finalmente el autor que el socialismo autónomo de América del Sur habrá de encontrar su camino en la huella que abrieron Mariátegui y Allende.
Por razones fáciles de comprender, no ha sido simple ni lineal la relación entre América Latina y Europa. Parte del inmenso imperio colonial europeo, el extenso continente americano, se liberó fundamentalmente a través de la guerra del yugo colonial. Las dos Américas –la sajona del norte y la íbera del sur– tuvieron dispar desarrollo. La agresividad militar, política y económica de la primera generó a poco andar cambios fundamentales en el contenido de la «idea americana» y, como consecuencia, en la perspectiva latinoamericana sobre Europa. Durante el siglo XIX, el capital europeo fue progresivamente desplazado por el norteamericano. Las intervenciones militares norteamericanas se multiplicaron y continuaron aún hasta nuestros días, como testimonian Granada y Centroamérica. Las ideas de imperialismo, desidentificación cultural y dependencia, se fueron, justificadamente, haciendo cada vez más relativas a los Estados Unidos que a las viejas naciones europeas1.
Una relación compleja
No obstante esta tendencia, en el mundo de la izquierda latinoamericana la relación con «lo europeo» ha tenido hasta hoy, aunque por razones diversas, una vida más bien azarosa. Europa, mal que mal, fue escenario del moderno desarrollo de la idea socialista; allí nacieron, vivieron, escribieron y lucharon Marx, Engels y sus continuadores y ha sido allí donde, en los periodos más negativos para América Latina en su conjunto, han encontrado refugio muchísimos latinoamericanos. Pero en la Europa de cultura milenaria se ha desarrollado, buscado alero y encontrado protección el capital transnacional, y ha sido allí donde la clase trabajadora de las naciones industrialmente más avanzadas no ha logrado hasta ahora ofrendar la prueba favorable de la historia a las tesis sobre la sustitución del capitalismo por el socialismo que elaboraron Marx y Engels. Este último ha sido un hecho verdaderamente traumático para los socialistas de todo el mundo, aunque -como un consuelo no desdeñable- fue en la propia Europa, aunque en su «Oriente» no en su «Occidente» -para usar la diferenciación gramsciana- donde la historia probó por primera vez la posibilidad y viabilidad de una revolución obrera, la de octubre de 1917. Trabada en los antagonismos de estas percepciones, la izquierda latinoamericana ha vivido largos periodos entre una primaria tentación imitativa hacia los fenómenos e ideas europeas y un también primario rechazo a visiones o elaboraciones provenientes de naciones donde los trabajadores no han podido -con la forma y contenidos que Marx previó y deseó- hacerse del poder del Estado.
Ejemplos de esta ambigüedad no resuelta habría muchos y algunos que tuvieron en verdaderos íconos serían embalsamados adelante. En el plano puramente teórico, ha habido algunas recientes reflexiones, ya sea en el marco del debate actual en torno al marxismo, ya sea con motivo del centenario de la muerte de Marx o de investigaciones sobre historia de las ideas socialistas en América Latina. Algunas de ellas colocan en el centro la contraposición entre una América Latina anticolonial y una Europa colonialista, en que la izquierda de esta última se superpone a la latinoamericana en una relación que reproduce la de las respectivas entidades geográfico-políticas. Para esta línea de análisis, «el ocultamiento de la lucha contra el imperialismo, el ocultamiento de la lucha de clases entre los países imperialistas y los socialistas, y la reducción de los objetivos a una mera lucha por la democracia, son características principales de un cierto marxismo de 'blancos', 'metropolitanos', 'socialdemócratas', 'eurocomunistas' y demás epígonos sutilmente colonizados». «Sin la descolonización es incomprensible la dialéctica actual del capitalismo y el socialismo. Y esa descolonización se ve mejor desde dentro del pensamiento marxista y liberador de Asia, África y América Latina»2.
Efectivamente, como agrega González Casanova, «al marxismo siempre le costó trabajo aceptar el problema colonial». «El marxismo nació en Europa, una región donde la conciencia anticolonial siempre fue intermitente a veces nula, en ocasiones dirigida contra el colonialismo de los demás, otras contra el colonialismo en abstracto desligado de la lucha de clases, o contra el colonialismo como un 'hecho del pasado'»3.
Este «pecado original» del marxismo se convierte, sin embargo, en poderoso argumento contra un determinado marxismo, el «europeo», mientras otro, el marxismo asociado a las experiencias del llamado «socialismo real» -aunque también europeo- es, sutilmente, dejado a salvo en los textos citados. El problema pareciera ser otro diverso del lugar de nacimiento del marxismo. Es absolutamente legítimo sostener uno u otro marxismo y atribuir a uno u otro una menor o mayor capacidad de comprensión del problema colonial o de la realidad tercermundista. Pero las razones parecen ser más complejas que la «nacionalidad» del marxismo, que, por común a todos los marxismos, no explica sus diferencias. Muchísimas actitudes de los herederos europeos de Marx frente a América Latina -tanto los del Este como los del Oeste- requieren explicaciones más complejas. Como por ejemplo, la tardía comprensión de sectores socialistas europeo-occidentales con respecto a la experiencia de Allende en Chile. O como las intensas relaciones comerciales y el ostensible silencio en materia de derechos humanos con que hace algunos años la Unión Soviética caracterizó sus relaciones con la dictadura de Videla en Argentina.
Las dificultades atribuidas al marxismo para dar cuenta de la realidad latinoamericana han sido observadas desde otro ángulo y perspectiva por varios autores que, en torno al reciente centenario de la muerte de Marx, han recordado sus desafortunadas opiniones sobre Bolívar vertidas en su artículo de The New American Cyclopaedia escrito en 1858. Esta línea, más compleja que la anterior, ya que apunta no al carácter «europeo» del marxismo -su gentilicio- sino a su carácter «eurocéntrico» -un determinado punto de vista-, propone «cuestionar el enfoque» según el cual es posible «pensar América Latina desde Marx» y proponer otro por el cual es posible «pensar a Marx desde América Latina», para desarrollar un «marxismo latinoamericano»4 y superar el «desencuentro» entre el pensamiento de Marx y América Latina. Hay en esta forma de argumentación una sobrevaloración de un texto de Marx, evidentemente un error y -me atrevo a sugerir- seguramente no el único cometido en el conjunto de su extensa obra... Pareciera más lógico, especialmente si se trata de análisis e investigaciones realizadas por quienes postulan un saludable antidogmatismo e irreverencia ante los «textos» en cuanto tales, examinar la relación entre el complejo conjunto de la obra de Marx y la realidad de América Latina para de allí extraer conclusiones5.
El tema inagotable -por importante- de la relación entre las ideas europeas y latinoamericanas, no es por cierto tan reciente como las polémicas opiniones arriba citadas. De ello, Mariátegui, hoy recuperado por amplios sectores, especialmente de la izquierda sudamericana, y reconocido como el más creativo marxista del continente, deja apasionada constancia en la «advertencia» que encabeza sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana: «No faltan quienes me suponen un europeizante, ajeno a los hechos y a las cuestiones de mi país. Que mi obra se encargue de justificarme, contra esta barata e interesada conjetura. He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales»6. Calificado de intelectual europeizante por el Partido Aprista Peruano, en aquel entonces de vigoroso crecimiento y enérgicas postulaciones, «Mariátegui se quedó con el futuro, pero Haya se hizo de las protestas y de las masas de entonces»7.
Y sería por un largo tiempo que, salvo la excepción chilena, socialismo y marxismo tenderían más bien a «desencontrarse» con el movimiento obrero y las masas trabajadoras en América Latina. ¿Repulsa a lo «europeo»? ¿Rechazo al Marx eurocentrista? Más bien la respuesta deberá hallarse en el lugar de nacimiento de Marx o del marxismo o en las insuficiencias o errores de alguna de sus opiniones sobre América Latina, sino en la historia de su heredero, el movimiento obrero europeo, y la forma como se relacionó con una América Latina que intentaba esbozar su propia traducción de las ideas socialistas y marxistas.
Socialismo europeo y socialismo sudamericano
En Europa, no sin dificultades, socialismo y marxismo tendieron a identificarse entre sí y con el movimiento obrero. La II Internacional, que agrupaba a los herederos políticos de Marx, fue la expresión de este triple encuentro y, por algunos momentos, pareció abrir un promisorio sendero hacia la constitución de un movimiento socialista internacional -europeo, en realidad, en aquel entonces- capaz de convertirse en fuerza decisiva. Tres factores marcaron los años venideros de manera hasta hoy día indeleble.
Primero, la Gran Guerra de 1914. La Internacional no sobrevivió al test que le impuso el «problema nacional» y se bifurcó por todos los decenios posteriores dando nacimiento a dos grandes familias, los socialdemócratas y los comunistas, y consagrando la división del movimiento obrero.
Segundo, el advenimiento del nazi-fascismo. La derrota del movimiento obrero europeo significó la destrucción de sus grandes partidos de masas y la entronización por dos decenios de dictaduras «especiales», que escribieron las páginas más negras y sangrientas de la historia contemporánea. La teoría marxista, al igual que los partidos que en ella se inspiraban, vio reducido su espacio a círculos académicos, la mayoría de expatriados, y vivió un largo periodo en que su elaboración estuvo disociada de la práctica política. Gramsci -en la soledad y silencio de la prisión- y los austro-marxistas -luego dramáticamente derrotados por el fascismo- serían las últimas expresiones de una reflexión teórica marxista elaborada por líderes políticos efectivos y no por pensadores asociados a la vida universitaria.
Tercero, el desarrollo del estalinismo en Rusia después de la muerte de Lenin. El reinado de Stalin extendería una oscura sombra sobre todo atisbo de reflexión socialista creativa, paradojalmente en el último territorio en el mundo donde se iniciaba la construcción del nuevo sistema social.
El alcance de la censura teórica, mucho más extenso que los límites geográficos de la URSS, sería el resultado de la creciente identificación entre el Estado soviético y el movimiento comunista internacional, inspirado uniformemente en la sistematización que el propio Stalin elaboró y denominó «marxismo-leninismo».
Tan solo una nueva tragedia de dimensión universal, la Segunda Guerra Mundial, colocaría a los herederos de Marx en la misma trinchera y permitiría, un instante, avizorar posibilidades de reconstrucción de la unidad perdida. La Guerra Fría abriría, sin embargo, un nuevo periodo de contraposición en que todo esfuerzo reconstructor sería victimizado por el atrapamiento de la socialdemocracia en la nueva lógica norteamericana y su anticomunismo y el congelamiento del movimiento comunista en las rígidas posiciones de Stalin y su herencia. El movimiento socialista en Europa occidental haría progresiva dejación de su definición marxista para conservar tan solo la figura de su fundador como un referente más o menos lejano. En ese proceso, el programa de 1959 del Partido Socialdemócrata Alemán marcaría un hito ineludible e iniciaría una tendencia que, con mayor o menor aceleración, ha subsistido hasta hoy hasta abarcar a la totalidad de los partidos de esa inspiración de Europa occidental. En la oriental, Marx, Engels y Lenin serían convertidos en verdaderos íconos, serían embalsamados en fórmulas rígidas de aspiración definitiva y sospechosa vestidura dogmática.
La impronta europea estaría presente con fuerza en el desarrollo de la idea y las fuerzas socialistas en América del Sur. Dejando de lado precursores lejanos, de la primera mitad del siglo XIX, como el argentino Esteban Echeverría, el socialismo y el marxismo llegarían a Sudamérica básicamente a través de inmigrantes europeos y, fundamentalmente, a los países de más significativa migración: Argentina y Uruguay. A fines de siglo ya habría diversas organizaciones declaradamente socialistas, muchas veces en ardua disputa con las tendencias anarco-sindicalistas. Sería a comienzos del siglo XX cuando surgirían los modernos partidos de izquierda, básicamente en el cono sur del continente. La suerte que ellos habrían de correr después de la división de la II Internacional sería diversa. El Partido Socialista Argentino, dirigido por una figura de alto nivel político y teórico como Juan B. Justo, sufriría una escisión destinada a transformarse en el Partido Comunista argentino. El socialismo argentino alcanzaría interesante significación hasta la década de los 40, para luego ceder terreno ante el empuje del «peronismo» y sufrir un continuado proceso de fraccionamiento.
El Partido Socialista Uruguayo resolvería por aplastante mayoría asumir las posiciones internacionalistas de Lenin, mientras una pequeña minoría, encabezada por su líder principal, Emilio Frugoni, sostendría la existencia del Partido Socialista, que en las décadas siguientes emergería nuevamente como uno de los componentes significativos del movimiento obrero y, en trabajoso proceso interno, iría configurando un perfil autónomo y nacional distanciado de las dos grandes organizaciones internacionales.
En Chile, el Partido Obrero Socialista, fundado en 1912 por Recabarren, resolvería sin oposición interna aceptar las «veintiuna condiciones», cambiar su nombre y hacerse parte de la III Internacional. Tan solo en los años siguientes, un sector significativo rompería con el partido sosteniendo posiciones antiestalinistas, identificadas con la disidencia de Trotsky, y, finalmente, avanzada la década de los 30, confluiría mayoritariamente en el Partido Socialista de Chile. Este, por su parte, nacería como la convergencia de diversos grupos de trabajadores e intelectuales socialistas de variada tendencia, en 1933, sosteniendo posiciones críticas tanto respecto al Partido Comunista de Chile como a la II y III Internacional.
En Perú, en cambio, el eje central del debate sería diverso, situándose inicialmente en la no adscripción de una u otra corriente europea, sino en la discusión entre lo «autóctono» -Haya de la Torre y el APRA- y lo «europeo» -Mariátegui-. Agudizada la disputa, Mariátegui fundaría en 1928 el Partido Socialista del Perú que, después de su muerte, transformaríase, por decisión muy mayoritaria, en miembro de la III Internacional y el Partido Comunista Peruano. La historia, con sus inagotables paradojas y su espíritu burlón, ha querido que con el correr del tiempo el APRA se afilie a la Internacional Socialista, de origen y predominio europeo, y el Partido Socialista Revolucionario, una de las fuerzas de izquierda que rescata la herencia mariateguista, se defina en posiciones de autonomía y latinoamericanismo…
Pero el examen de los puros hechos fundacionales o de las decisiones congresuales hacia una u otra adscripción encubren procesos más profundos. Si bien en el caso de Justo pareciera correcto encontrar una identidad más «europea», en los casos de Recabarren y Mariátegui el cuadro es manifiestamente diverso. Recabarren recibió la influencia europea por diversas vías -entre otras, el propio Justo-, pero muy especialmente a través del impacto que produjo en él la Revolución de Octubre8.
Ello no fue obstáculo para que expresara, aunque de manera no suficientemente elaborada, una perspectiva que, claramente anclada en el socialismo marxista, fuera capaz de percibir la intensidad y forma que en su país asumían diversos elementos de la identidad nacional y popular. Muerto Recabarren, la Conferencia del Partido Comunista de Chile de 1933 deja desafortunada constancia histórica del aserto anterior: «La ideología de Recabarren es la herencia que el partido debe superar rápidamente. Recabarren es nuestro, pero sus concepciones sobre el patriotismo, sobre la revolución, sobre la edificación del partido, etc., son, al presente, una seria traba para cumplir nuestra misión». Apoyando la resolución anterior, el Buró Sudamericano de la III Internacional (Comintern) expresó por escrito que atribuía «gran importancia a la discusión iniciada por el PC chileno para su liberación del lastre ideológico de Recabarren que forma un obstáculo muy serio, ideológica, política y orgánicamente, para la penetración en el PC del marxismo-leninismo, para su transformación en verdadero partido de combate del proletariado»9. Mariátegui, por su parte, elaboró una perspectiva hoy reconocida como la más elevada expresión de análisis marxista aplicado a la compleja realidad de un país latinoamericano. Durante su estada en Italia, asistió al Congreso de Livorno del Partido Socialista Italiano, donde tuvo lugar la escisión encabezada por Bordiga, Gramsci y Togliatti que dio nacimiento al Partido Comunista de Italia. Conoció a Piero Gobetti y leyó en abundancia a Croce y Sorel. Cuando en 1928 fundó el Partido Socialista de Perú, hacía ya siete años que se había constituido la Internacional Comunista y conocía perfectamente las «veintiuna condiciones». Solo después de su muerte se resolvió el conflicto con el Comintern que surgió durante los últimos años de su vida y Eudocio Ravines, en 1930, logró convertir al partido recién fundado en Partido Comunista de Perú. Las consecuencias de su acción serían mucho más que un simple cambio de nombres.
De esta manera, es posible visualizar en el surgimiento y desarrollo del socialismo sudamericano, si no corrientes orgánicas precisas, tres tendencias que no se corresponden necesariamente con formas institucionales políticas, ya que en varios casos atraviesan o están presentes en forma embrionaria o contradictoria dentro de organizaciones en las que conviven con expresiones de signo diverso. Ninguna de ellas puede ser catalogada, en términos del parámetro de «lo europeo», de una manera rígida. Más bien el discriminante es la forma en que abordan «lo europeo», ya sea imitando, siguiendo, copiando, adaptando o criticando. Es diversa, por lo tanto, la manera como estas tendencias se relacionan con la realidad sudamericana y con los problemas de los respectivos países.
Una primera sería aquella que se identifica política y teóricamente con la III Internacional, constituye en modelo a la Unión Soviética y se inscribe en forma disciplinada en los marcos del internacionalismo identificado con los intereses del desarrollo del Estado Soviético. Estaría ella representada por las ideas que inspiraron durante varias décadas a la mayor parte de los partidos comunistas sudamericanos. Una segunda sería aquella que tendió a reconocerse en la II Internacional después de su división, expresando un rechazo a la Revolución de Octubre y constituyendo programas «socialistas moderados» para sus respectivas realidades. Manifestaciones organizadas de ellas se encontrarán en las tres décadas siguientes en el socialismo argentino que siguió a Ghioldi y Repetto en el Congreso de Rosario de 1958, en la minoría del socialismo uruguayo después de la división de 1963, y en fugaces organizaciones surgidas, inmediatamente después del término de la Segunda Guerra, en el socialismo chileno. Una tercera tendencia estaría constituida por formas autónomas de elaboración que, ancladas en diversas organizaciones políticas, representan un esfuerzo de aplicar creativamente los esquemas teóricos a las realidades nacionales. Tal es el caso del «mariateguismo» de Recabarren y su huella en los comunistas y socialistas chilenos, y de las elaboraciones del Partido Socialista de Chile cristalizadas básicamente en el Programa de 1947 elaborado por Eugenio González. La fortaleza de estas expresiones autónomas de elaboración teórica y creación política en Chile constituyen importante factor para explicar que en el caso chileno se haya, excepcionalmente, producido el encuentro entre marxismo, socialismo y movimiento obrero y popular que culminó en la tentativa allendista.
Comunismo, eurocomunismo y socialismo autónomo
Las décadas posteriores de la Segunda Guerra ofrecen un variado panorama de cambios significativos. El paso de la «Guerra Fría» a la «distensión», la «desestalinización» soviética y su impacto en el movimiento comunista internacional, y la reconstrucción de diversos partidos socialdemócratas europeos hasta el punto de convertirlos en alternativas viables de gobierno en sus países, generan un cuadro más flexible aún dentro del marco de la lógica «bloquista». En la década del 70 se expresan con fuerza en el universo socialista europeo tendencias autonomistas o movimentistas que recogen un sentido antiestatalista o, como en el caso de los movimientos feminista, ecologista o por la paz, logran nuclear a contingentes significativos en torno a ejes diversos de aquellos propios de los partidos políticos tradicionales. En el movimiento comunista ocurren cambios trascendentes. La maduración progresiva de las posiciones autonomistas levantadas por Tito en la inmediata posguerra y reiteradas por Togliatti al promediar los 50 va configurando una nueva perspectiva que se expresa en las tendencias denominadas «eurocomunistas». Casi ningún partido de la Europa occidental permanece impermeable a los nuevos planteamientos, y aunque en los últimos años la crisis del «eurocomunismo» de los 70 es un hecho evidente, el impacto ideal de la tendencia conserva una vigorosa trascendencia. Por su parte, el movimiento socialdemócrata experimenta un estímulo notable después de la elección de Brandt a la Presidencia de la Internacional Socialista en 1976. Uno de los aspectos quizás más relevantes de esta nueva energía es la política de la Internacional en relación con las áreas no europeas y, entre ellas, frente a América Latina.
Esta última, por su parte, registra varios hechos que modifican sustancialmente su configuración política. La Revolución Cubana abre una etapa nueva y diversa en la historia latinoamericana, generando por un veintenio una significativa influencia en las fuerzas socialistas del continente. Sin embargo, tanto los movimientos surgidos al calor de la experiencia cubana, caracterizados por la utilización de la lucha armada como forma principal de acción, como la tentativa no armada con que culmina un largo ciclo de desarrollo de la izquierda chilena, son derrotados por la contraofensiva que monta el imperialismo luego de la victoria cubana. El golpe militar de 1964 en Brasil es la respuesta inmediata, y el desarrollo de las técnicas de contrainsurgencia y la conformación de los ejércitos como la expresión institucional más sólida de las fuerzas de la conservación constituyen una línea de acción de largo plazo. Pasarán más de 20 años hasta que Nicaragua abra una nueva esperanza. El Cono Sur sufre con más fuerza que ningún otro sector el proceso de deterioro democrático y militarización, mientras que es al norte del continente donde resulta posible constituir centros de resistencia democrática frente a la ola autoritaria.
Los cambios anteriores impactan de manera diversa en las tres tendencias anteriormente esbozadas. Aquella de orientación comunista se ve favorecida por la creciente identificación del proceso cubano con las posiciones del movimiento comunista orientado por la URSS. Sin embargo, sufre con especial rigor, en algunos países, el embate de la militarización. El fenómeno «eurocomunista» adquiere también formas de expresión en algunos países de América Latina. La tendencia socialdemócrata logra singular vigor, fruto de tres fenómenos de diverso carácter: la acción organizada de la socialdemocracia europea hacia el continente, el rol «socialdemócrata» que asumen varios importantes partidos de carácter «populista» y vocación nacional conservadora, y la centralidad que adquiere en el debate político e ideológico el concepto de «democracia». Por su parte, la tendencia socialista autonomista es la más duramente golpeada: de larga presencia y desarrollo significativo en el Cono Sur, las dictaduras argentina y uruguaya y, muy especialmente, la derrota del socialismo chileno en 1973 y su posterior proceso de fraccionamiento constituyen golpes muy duros en su contra, aunque no decisivos. En el último decenio parecieran consolidarse bases estables de esta tendencia en Venezuela, Colombia, Bolivia y Brasil, mientras en Perú el Partido Socialista Revolucionario se hace parte activa y protagónica de la pujante Izquierda Unida.
En el hecho, lo que la realidad de América del Sur exhibe hoy día es una presencia clara de dos grandes tendencias con sus expresiones europeas correspondientes, y una tercera, la que he denominado «socialismo autónomo», menos orgánica y sin un claro referente europeo. ¿Significa ello que las perspectivas socialistas en el subcontinente dependerán ya sea del fortalecimiento del bloque soviético y de la extensión progresiva de su influencia y capacidad de apoyo a movimientos más o menos identificados con él? ¿O que las perspectivas de avance real en el plano de la democracia y la socialización están asociadas a un vuelco gradual de las grandes fuerzas populistas que, vinculadas al socialismo europeo occidental, representarán realmente las demandas populares de contenido socialista?
Las reflexiones que siguen apuntan en una dirección diversa a las alternativas planteadas, tanto como expresión de una necesidad impuesta por las condiciones históricas como en cuanto expresión de una voluntad y una esperanza.
El socialismo autónomo y su relación con Europa
El punto central es el siguiente: el avance al socialismo en América del Sur requiere de una fuerza socialista autónoma, capaz de sortear la lógica de bloques internacionales y de encarar demandas populares y nacionales cuya satisfacción exige cambios de fondo en el modo de vida de nuestros pueblos. Dicha fuerza no es integralmente antagónica con otras expresiones progresistas representadas por el movimiento comunista o por las fuerzas socialdemocratizantes de origen populista, pero es claramente diversa en aspectos principales. Dicha fuerza debe necesariamente buscar una articulación con expresiones socialistas europeas con mucha mayor flexibilidad que en el pasado y teniendo precisa consideración de las modificaciones en curso en el espectro socialista europeo.
Las dos principales de los últimos años ya han sido anotadas: la redefinición socialdemócrata de 1976 y su proyección hacia América Latina, y las tendencias autonomistas y no alineadas del movimiento comunista. En ambos casos, la disposición a la búsqueda de una articulación con fuerzas de orientación socialista en América Latina ha sido explícita. En el XV Congreso del Partido Comunista Italiano, Berlinguer expresó: «En la época actual el avance del socialismo en Europa occidental constituirá una importante contribución a la superación de la crisis de la distensión, al establecimiento de una relación orgánica de alianza del movimiento obrero con los pueblos de los países subdesarrollados y con las musas marginadas, a la realización del contenido nuevo que debe tener la estrategia de la paz. Esto frenará la decadencia de Europa, restituyéndola a una función de primer plano en el progreso de la civilización y en asegurar un desarrollo nuevo del socialismo como afirmación cabal de justicia, de democracia y de libertad»10.
Por su parte, la Internacional Socialista y sus personeros han materializado una efectiva apertura hacia América Latina11. El acercamiento ha significado una marcada tendencia a establecer relaciones con los partidos nacional-transformadores de matriz populista, por razones diversas. Una de ellas fue y es el recelo de las tendencias socialistas autónomas frente al nuevo curso de la Internacional. Pero la más importante, sin duda, es la existencia de asincronías entre ambas expresiones políticas. Vale la pena señalar las más evidentes:
Primero, mientras en Europa el curso histórico produjo un encuentro entre la masa trabajadora y las ideas socialistas expresadas por los herederos de Marx, dicho encuentro no se produjo en América del Sur, con la excepción chilena ya mencionada. Desde el punto de vista de clases y examinada la cuestión a nivel de masas, las organizaciones políticas de los países europeos encuentran su contraparte social mucho más en los partidos populistas que en los de definición socialista autónoma. Segundo, la apreciación sobre el marxismo, referente lejano en el caso europeo, parte esencial de la definición ideológica del socialismo sudamericano, es evidentemente diversa. Tercero, ambas tendencias han desarrollado una visión muy diversa de los bloques. Mientras en Europa la mayoría de los países se integraba a una alianza militar con Estados Unidos que, por definición, concibe a la URSS como el enemigo principal, en América del Sur es Estados Unidos el adversario principal y la URSS es visualizada, en general, como una potencia en disposición de contribuir a las luchas de liberación. Hay una evidente valorización de su contradicción con Estados Unidos, más allá de la posición, en general crítica, sobre los contenidos propios de su tipo de socialismo. Por último, ha existido una apreciación diversa frente al tema de la democracia. Mientras para las vertientes socialistas europeas la democracia, al menos la parlamentaria y representativa, ha sido posible en el curso de la expansión capitalista, para los sudamericanos la democracia, ni siquiera la parlamentaria y representativa, ha sido posible en el capitalismo dependiente. Mientras Europa parece confirmar que, al menos una forma de democracia, con limitaciones pero valiosa, es compatible con el capitalismo como sistema social, Sudamérica pareciera insinuar a través de su historia reciente que capitalismo y democracia o son términos antitéticos o generan en la realidad del subcontinente regímenes de viabilidad condicionada o estabilidad incierta.
Estos hechos, que interpretados de manera cruda inducirían una visión pesimista, constituyen una serie de contradicciones que no son -y parecieran no tender a ser- necesariamente antagónicas. Europa es hoy conmovida, y muy especialmente sus partidos de orientación socialista, por sus compromisos «bloquistas». El movimiento por la paz ha adquirido en los últimos años una significación mayúscula. Crece cada día la conciencia de que la subsistencia y desarrollo de una Europa que se valga por si misma frente a las dos superpotencias pasa por un fortalecimiento de las relaciones con el Tercer Mundo12. Por su parte, las fuerzas socialistas de América del Sur han visto intensificada en los últimos años su conciencia democrática, duramente golpeada por la pérdida de las libertades y derechos que, con todas sus limitaciones, ofrecía la «democracia liberal». No es un paso en la dirección de un conformismo que renuncie a la aspiración de formas más avanzadas de democracia, sino una tendencia hacia recuperar para el movimiento popular y la lucha, la defensa de libertades que, sin él, no habrían probablemente existido nunca y que en el socialismo no deberán desaparecer sino ampliarse13.
Sin embargo, para constituirse en real dialogante de fuerzas internacionales, el socialismo autónomo de América del Sur necesita dar pasos significativos hacia su fortalecimiento. Cerrar la brecha entre socialismo y masas trabajadoras es la tarea fundamental. Y ella constituye una tarea enteramente propia que requiere una síntesis, diversa a las importadas, entre los instrumentos del marxismo crítico y no dogmático y la realidad de América del Sur y sus respectivos países. En la tarea de lograrla, el «antieuropeísmo» arriesga convertirse en provincialismo aislacionista o en cobertura de versiones plagadas de un esquema de supuesta virtud «universalista». Por otra parte, la traslación de modos de análisis y visiones «europeas» peca de una falta de realismo evidente. El camino habrá de hallarse en la huella que abrieron Mariátegui con su manera de teorizar y Allende con su obra política, hasta ahora inconclusa.
-
1.
Preciso es reconocer que no es esta una opinión unánime, como sería razonable esperar. Para espíritus como el de Pinochet, lo «foráneo» (y perverso) estaría estrechamente asociado a las ideas de raigambre europea y su locus más preciso es Carlos Marx. La reiteración de estos conceptos durante una década induce a preguntarse si considerará acaso a Milton Friedman como un producto de nuestras tradiciones autóctonas... Los más pesimistas y los mal pensados aseguran que sí.
-
2.
Pablo González: «Las experiencias de la liberación y el análisis marxista del mundo contemporáneo», mimeo., pág. 1. En el mismo sentido y del mismo autor, «Penetration of the Methaphysics into European Marxism». Ambos trabajos fueron presentados al Seminario Internacional «Pensamiento marxista hoy», organizado en octubre de 1982 por Tribuna Internacional del Socialismo, Cavtat, Yugoslavia.
-
3.
Pablo González Casanova: ob. cit.
-
4.
Carlos Franco: «Haya y Mariátegui: América Latina, marxismo y desarrollo». Pensamiento Iberoamericano N° 4, Madrid, 1983, pp. 189-209. También la «Presentación» del mismo autor al libro de José Aricó: Marx y América Latina. CEDP, Lima, 1980.
-
5.
En este sentido, véase el reciente trabajo, en polémica con los citados de Carlos Franco, de Osvaldo Fernández: «Marx y el marxismo latinoamericano». Plural N° 3, Revista del Instituto para el Nuevo Chile, Rotterdam, 1984.
-
6.
José Carlos Mariátegui: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Crítica, Barcelona, 1976, p. 10.
-
7.
Rafael Roncagliolo: «El retorno a Mariátegui». Le Monde Diplomatique en Español, enero 1981, p. 22.
-
8.
Las orientaciones más recientes de análisis sobre el tema pueden verse en Augusto Varas: «La formación del pensamiento político de Recabarren: hipótesis para una investigación histórica», Material de discusión, Programa FLACSO-Santiago de Chile, 1983.
-
9.
Ambos textos aparecen citados en Julio César Jobet: Recabarren. Prensa Latinoamericana, Santiago, 1955, pp . 70 y 71.
-
10.
Enrico Berlinguer: «Informe al XV Congreso Nacional del PCI». Los Comunistas Italianos, Boletín para el extranjero del PCI Nº 12, 1-2, enero-junio, 1979.
-
11.
Desde hace varios años, la revista Socialist Affairs recoge esta nueva perspectiva. En ella es posible encontrar el significado más preciso de la acción de la Internacional y recoger también los diversos matices con que es enfocada por los principales líderes europeos.
-
12.
Para una reciente discusión del tema, ver Oscar Waiss: El cambio en España y América Latina. Cultura Hispánica, lnstituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1984.
-
13.
En un seminario sobre «Democracia y socialismo en el sur de América», organizado por el Partido Socialista Revolucionario de Perú en abril de 1984, diversas fuerzas políticas de la corriente «socialista autónoma» abordaron este y otros temas.