Opinión
mayo 2017

México: la prensa bajo amenaza

En México, ser periodista de investigación se ha convertido en un verdadero peligro. Los asesinatos y las presiones de poderes fácticos hacen temblar a la prensa especializada.

<p>México: la prensa bajo amenaza</p>

En una situación estructural en la que día a día se verifican mayores restricciones a la libre expresión, el ejercicio de la profesión periodística en México vive hoy su momento más sórdido. Habida cuenta de los diversos fenómenos de los últimos tiempos, es posible afirmar que el periodismo se encuentra inmerso en los siguientes fenómenos:

- la cooptación, el acoso y la violencia directa perpetrados por funcionarios públicos y delincuentes (casi siempre asociados entre sí);

- la precarización laboral ocasionada por una industria noticiosa dependiente no de sus audiencias sino del dinero público, y cuyas políticas editoriales exponen a periodistas a riesgos de violencia e instrumentalización política y económica;

- el sometimiento ideológico, político o pragmático a fuentes oficiales o de poderes fácticos, cuyas informaciones se procesan y publican industrialmente sin estándares deontológicos específicos;

- un acelerado descrédito social (no siempre inmerecido).

Todos estos factores, que inhiben la práctica y el florecimiento del periodismo especializado, constituyen un conjunto de síntomas directos o indirectos de lo que, al analizar los medios latinoamericanos, el teórico de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Manuel Alejandro Guerrero, denomina con envidiable precisión «sistema mediático liberal capturado». En este sistema, «el clientelismo los inserta [a los medios] directamente en el proceso político, al permitir a sus dueños aliarse con grupos políticos particulares, utilizar sus propias organizaciones para intervenir en la política (…) y utilizar sus relaciones para reducir o evitar los efectos inconvenientes de la regulación. Además, el clientelismo contribuye a obstaculizar el desarrollo de prácticas informativas profesionales».

A propósito del parteaguas de la violencia generalizada contra periodistas en el país (que data aproximadamente del año 2000), escribía hace una justo una década: «En el lapso entre 2000 y agosto de 2007, 38 colegas murieron violentamente o sufrieron desaparición forzada. De estos, 33 sucumbieron a tiros o puñaladas, envenenados, arrollados, quemados o desaparecidos».

A finales de abril pasado, en un completo y útil resumen, Azam Ahmed apuntaba desde The New York Times que «México es uno de los peores países del mundo para ser periodista hoy. Al menos 104 periodistas han sido asesinados en este país desde el año 2000, mientras que otros 25 han desaparecido, presumiblemente asesinados. En la lista de los lugares más mortíferos del mundo para ser reportero, México cae entre la nación devastada por la guerra que es Afganistán y el Estado fallido de Somalia. El año pasado, 11 periodistas mexicanos fueron asesinados, la cifra más alta del país en este siglo».

Aunque no es solo asunto de cifras cada día más siniestras, rankings de la devastación galopante o predecibles narrativas escalofriantes de sangre, silencio, dolor y muerte, lo antedicho refleja con claridad esta atmósfera compleja en la que ciertos grupos de los poderes políticos, públicos, económicos y criminales conjuran contra el derecho del público a la información, dejando en la mayor indefensión a las y los periodistas investigativos. Como muestra, alcanza mencionar que desde principios de la década pasada, la violencia contra líderes del periodismo de investigación ha crecido exponencialmente en todo el país –lo que contrasta con el eco social realmente limitado–.

Entre decenas de casos, destacan los de los reporteros investigativos Alfredo Jiménez Mota (secuestro, desaparición forzada y homicidio), Rafael Ortiz Martínez (desaparición forzada), Francisco Javier Ortiz Franco (homicidio), Lydia Cacho (amenazas, detención arbitraria y acoso incesante), Alejandro Gutiérrez (exilio), Regina Martínez (homicidio), Ana Lilia Pérez (amenazas, acoso e intimidación), Anabel Hernández (amenazas e intimidación) y el más reciente de Miroslava Breach (homicidio), así como el silenciamiento parcial de la prestigiosa periodista Carmen Aristegui y su equipo (cancelación definitiva de su programa noticioso en MVS Radio, previo despido de sus periodistas), posterior a la revelación de la Casa Blanca del presidente Enrique Peña Nieto.

Ahora bien, todo esto ¿ha cancelado el ímpetu profesional de periodistas en la investigación de casos de corrupción, abuso de autoridad y violación de derechos humanos? ¿Impide que en México se ejerza el periodismo de investigación? Afortunadamente no. O al menos no en todo el país. Dentro del penoso panorama, esta es una estupenda noticia.

Sin embargo, hay fenómenos identificables dignos de atender para hacernos de un panorama veraz y buscar soluciones de raíz:

  • Nunca en su historia México había tenido la cantidad de periodistas de investigación de excelencia como la que se verifica hoy. Sin embargo, esta especialidad está absolutamente alejada de los medios noticiosos tradicionales. El grueso de las mejores historias periodísticas de profundidad –no me refiero a filtraciones, contenido de curaduría o hits coyunturales– puede encontrarse sobre todo en formato de libro, video o de medios digitales nativos realizados por freelancers.
  • La alta y tóxica dependencia financiera del erario público de la mayoría de las empresas noticiosas –fundar lo ha documentado de manera incontrovertible– obstaculiza el periodismo independiente y veraz, mucho más para la investigación.
  • Cada vez más medios y periodistas son cooptados por poderes fácticos (políticos, servidores públicos de alto nivel, grupos empresariales u organizaciones delincuenciales). Esto, combinado con la violencia extrema, produce una parálisis del periodismo en general –y aún más del especializado–.
  • En amplios segmentos del gremio periodístico se verifica una actitud negadora respecto del estado de cosas. Muchos no asumen que también nosotros, los periodistas, hemos contribuido al creciente desprestigio social y el predecible encono expresado hacia la prensa desde las redes sociales.
  • Un problema relevante es la precaria tendencia a la especialización, justificada mediante expresiones reduccionistas y mezquinas. En las redacciones de noticias suelen escucharse frases como las siguientes: «¿Para qué me profesionalizo, si en México no hay libertad de expresión», «Uno trabaja para un medio y son los de arriba los que deciden, no yo», «La gente no quiere más que nota roja», «Si lo dice la autoridad, es su responsabilidad y no mía por publicarlo», «El periodismo es un oficio, no una profesión, y por eso se aprende en las calles, no en la universidad», «A ese compañero lo mataron porque andaba metido», o bien «Los derechos humanos son una moda, hay que publicarlo todo, sea lo que sea, para que la gente se entere».

Si bien el panorama periodístico mexicano exhibe un grado generalizado de instrumentalización política, económica e ideológica, y de riesgos de violencia suficientes como para desestabilizar el orden democrático mismo, también muestra expresiones incuestionables de persistencia –a veces hasta la obstinación–, calidad y ética profesional que nos dejan importantes lecciones. Una de ellas es que la mayoría de tales expresiones de periodismo socialmente responsable son posibles gracias a la acción ciudadana concertada a través de organizaciones de la sociedad civil, la cooperación y los organismos internacionales.

No deberíamos desdeñar esta moraleja: cuando el Estado no solo se desentiende de su responsabilidad de garantizar la libertad de expresión y el derecho a la información, sino que es incapaz de encarar la impunidad que afecta el ejercicio de estos derechos humanos y las empresas noticiosas se obsesionan en la rentabilidad, hay quienes consideran más que nunca como su responsabilidad sostener y fomentar el buen periodismo, acompañando a los y las periodistas con posibilidades y aptitudes para ejercerlo muchas veces contra (casi) todo.


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