Tema central
NUSO Nº 292 / Marzo - Abril 2021

El multiculturalismo a la brasileña y la reacción conservadora

Las experiencias y los proyectos inspirados por el multiculturalismo y las políticas de acción afirmativa alcanzaron en Brasil su momento de gloria en el periodo 2002-2016, en el marco de una etapa identitaria centrada en la valorización, la patrimonialización y el reconocimiento de formas culturales subalternas, asociadas con grandes sectores de la sociedad históricamente discriminados. Pero algunos nuevos puntos de inflexión han llevado el proceso a una situación de crisis, generada tanto por debilidades internas como por una peligrosa arremetida conservadora.

El multiculturalismo  a la brasileña y la  reacción conservadora

En Brasil, el multiculturalismo y la acción afirmativa son causa y efecto de un fenómeno que he llamado «ola identitaria» y que, en las últimas dos o tres décadas, propició un cambio general y una dinamización de los procesos de identificación en todo el país. La gran transformación sociopolítica que estamos atravesando nos obliga a emprender una reflexión profunda en torno de las identidades sectoriales, las desigualdades y la trayectoria –relativamente corta, pero aun así impactante– del multiculturalismo y las políticas de reparación respecto de la población históricamente discriminada en Brasil. Me propongo repensar los últimos 30 años, 14 de los cuales (2002-2016) se dieron con un gobierno liderado por el Partido de los Trabajadores (pt). Esto también implica reconsiderar el desarrollo mismo de las investigaciones que se han sucedido sobre este tema, en vistas de que en el Brasil actual la configuración identitaria está, una vez más, en movimiento. 

De entrada se impone señalar el hecho de que, en Brasil, los términos «étnico» y «etnicidad» se integraron a la cultura popular y a los lenguajes del Estado y los medios de comunicación en tiempos recientes. Como es sabido, el pasado brasileño fue etnofóbico. Tras la abolición de la esclavitud en 1888, la cuestión racial fue negada, lo que no impidió que la elite intelectual de la República Velha se plantease su preocupación frente a tres dilemas que no cooperaban con la idea establecida de progreso: la ubicación del grueso del país en los trópicos, el hecho de que gran parte de la población fuese de origen africano y el creciente número de mestizos. La Conferencia de Berlín (1883-1887) había establecido que la civilización no era inherente a la vida en los trópicos; que los africanos necesitaban «ayuda» para desarrollarse y que los mestizos, por lo común simplemente ignorados, eran «inapropiados» desde el punto de vista civilizatorio en tanto no cabían en la geografía racial de aquella época, la cual se fundaba en la idea de una determinada «gran raza» (blanca, amarilla, roja y negra) oriunda de cada continente. A partir de las vanguardias de la década de 1920 y, de manera más marcada, de los intelectuales ligados al Estado Novo, el relato (o más bien el mito) de la democracia racial empezó a ser promovido por el Estado, en un discurso que sustancialmente sería aprovechado también por la dictadura de 1964.

Después de la Segunda Guerra Mundial puede hablarse, tanto para las políticas identitarias como para los estudios sobre ellas, de una serie de etapas. La primera se abre aproximadamente a comienzos de la década de 1950 y llega hasta el proceso de redemocratización. Son los años en que el mito de la democracia racial cuaja en el grueso de las investigaciones de cuño antropológico, las cuales, a partir del destacado Proyecto Unesco/Columbia en el estado de Bahía durante 1950-19531, defienden una visión de Brasil como un país de fuertes fracturas de clase pero más bien tenues divisiones y discriminaciones de tipo racial. Pese a que algunos sociólogos implicados en aquel proyecto (Roger Bastide, Florestan Fernandes, Luís Costa Pinto) habrían de subrayar la importancia del racismo en la organización de las jerarquías sociales, en ningún caso contemplaban el fortalecimiento de las identidades étnico-raciales como vía para su superación. En efecto, y salvo contadas excepciones ‒Clovis Moura (1959) y Abdias do Nascimento (1982)2‒, en todas aquellas investigaciones hasta la década de 1980, Brasil y el resto de América Latina aparecían como la región más «etnofóbica» del mundo. Para el sociólogo estadounidense Talcott Parsons, América Latina era un continente a contramano desde el punto de vista de los procesos étnicos. En esta parte del mundo parecía tener menos fuerza el sentimiento de pertenencia de tipo étnico y por ello no podría haber políticas identitarias, puesto que estas no eran propiciadas por el poder del pensamiento (ecuménico) católico, por la extensa tradición de mestizaje y por la popularidad –tanto entre las elites como en los sectores subalternos‒ de los discursos centrados en la clase. Tal enfoque, por cierto, se corroboraba en la mayor parte de la filantropía estadounidense y europea3.

En aquel periodo, en Brasil, como en la mayoría de los contextos regionales, tener apariencia africana, padecer discriminación y ser pobre no era, en sí, suficiente para volverse negro. Del mismo modo, ser de ascendencia indígena no convertía a un individuo automáticamente, por decirlo así, en un indígena a todos los efectos. Una comunidad negra, un voto negro o un movimiento negro no constituían –y aún no constituyen‒ un hecho natural, sino creaciones de determinadas contingencias; algo parecido cabría decir respecto de los indígenas. Por eso es que en Brasil era y sigue siendo posible que haya negritud sin etnicidad4. Para que nuevas identidades negras e indígenas surgiesen de forma consistente en nuestro contexto, hacía falta algo más, una «química étnica» que no siempre estaba disponible.

Con la redemocratización en la década de 1980, y ante todo por la presión del nuevo movimiento negro (que incluye organizaciones políticas, grupos y comparsas afro, y espacios como la Pastoral do Negro), surge una oleada de denuncias de racismo y campañas de opinión en torno de lemas como «Negro é lindo» [Negro es lindo] o «Não deixe passar seu voto em branco» [No dejes que tu voto quede en blanco]. Asimismo, aproximadamente desde mediados de la década de 1980, la sociedad comienza a experimentar otro cambio generalizado. En un proceso tan rápido como sorpresivo, América Latina se vuelve parte de Occidente, un Occidente que llevaba décadas probando medidas redistributivas o de acción afirmativa en favor de grupos étnicos y/o socialmente discriminados. Surgen entonces muchos proyectos interesantes en términos de producción y revitalización de identidades étnicas de matriz indígena o africana, como las reformas de tipo legal que, a partir de 1990, incorporarían en los textos constitucionales las nociones para definir a los Estados como «multicultural» e incluso «multiétnico» (así ocurrió en las Constituciones de Colombia, Nicaragua, México, Argentina, Bolivia y Ecuador), o como el incremento en la producción cultural asociada a identidades étnico-raciales. Pienso, entre distintos ejemplos a mano, en el surgimiento del estilo y la moda «aymara» en Bolivia5, que creció a la par del ascenso y la consolidación del presidente indígena aymara Evo Morales6; o en el enorme crecimiento de películas humorísticas autoproducidas por comediantes de habla quechua en Perú y de circulación en YouTube7. Hubo, en efecto, una rápida y compleja resemantización de íconos y términos asociados a identidades indígenas y negras, como ropas, formas de llevar el cabello, expresiones del habla, géneros musicales y hasta estilos de consumo. De pronto, esos íconos dejaban de ser una carga, un estigma históricamente vinculado a prácticas de exclusión y racismo, y se convertían en un valor agregado y un factor que podía contribuir positivamente a la ampliación del proceso de inclusión social y el logro de nuevos derechos colectivos. Me refiero, por ejemplo, al derecho a la tierra por parte de las comunidades quilombolas, ribereñas o de grupos indígenas que el Estado acababa de reconocer como tales, o a la preservación de determinados aspectos del patrimonio cultural asociado a la cultura popular y/o afro en instituciones como los museos8.

El ex-presidente Fernando Henrique Cardoso tuvo el mérito de reconocer públicamente que en Brasil existía el problema del racismo. Le habló al país desde Brasilia en una conferencia organizada con ese fin. E instituyó, en 1995, el Grupo de Trabajo Interministerial para la Valorización de la Población Negra9. De todos modos, fue con Luiz Inácio Lula da Silva y los sucesivos gobiernos del pt entre 2002 y 2016 cuando llegaron las grandes transformaciones10 y la paulatina reconversión de aquello que era visto como una carga (ônus) en un valor adicional (bônus): la africanidad, el ser negro. Hablamos, desde ya, de un proceso no exento de contradicciones. Algo que también hay que tener cuenta es la dimensión de lo que significa, para alguien que siempre fue discriminado y marginado de la memoria oficial de un país, el pasaje a una condición de sujeto digno de interés, merecedor de apoyo, rescate y hasta de museos dedicados a su historia. Se trató, muchas veces, de una transición desde la invisibilidad a una nueva visibilidad y, en ocasiones, una hipervisibilidad11.

Claro que las cosas siempre pueden cambiar. Hoy, en la contingencia presente, Brasil se dispone a pasar a una nueva configuración. Tras la postura etnofóbica de la dictadura de 1964 y la etnofílica en los gobiernos de Cardoso y sobre todo de Lula da Silva y Dilma Rousseff, el país se encamina hacia una tercera configuración, signada por una nueva versión autoritaria del discurso universalista, de la patria que por sobre todas las cosas tiene a Dios, y donde se manifiesta abiertamente una violenta negación del derecho a la diversidad.

Antirracismo, acción afirmativa, multiculturalismo y gestión de la diversidad son fenómenos diferentes aunque interconectados que, en distintos ámbitos de la sociedad, han alcanzado muy variados grados de radicalidad y de impacto sobre las desigualdades extremas y persistentes. En general fueron los gobiernos de inspiración socialdemócrata, más interesados en el uso del Estado como mediador de las tensiones sociales, los que más invirtieron en la acción afirmativa, en tanto medida reparatoria, como en el abordaje multicultural en la relación con las minorías étnico-raciales. Lo que hubo en Brasil –y se vivió con más fuerza en otros países de América Latina– a partir de la década de 1990 fue un desarrollo de las prácticas multiculturales y de acción afirmativa generalmente derivado de proyectos estatales y concentrado en el nivel universitario, mucho más que en la enseñanza básica. Pese a haber existido un conjunto de experiencias piloto en las escuelas de las principales ciudades del país promovido, sobre todo, por activistas del movimiento negro, fue a partir de 2003, y como efecto de la sanción de la ley No 10369 que impuso la obligatoriedad de la enseñanza de temas de cultura afrobrasileña y africana en todos los niveles educativos, cuando comenzó a desarrollarse en escuelas y universidades un fuerte y hasta entonces inédito interés por la historia de África y de los descendientes de africanos en toda América –y poco tiempo después, gracias a una nueva ley, por la realidad de las poblaciones indígenas–. Se dio, asimismo, una relación de sinergia entre prácticas multiculturales y medidas de acción afirmativa. En las escuelas, entre 2003 y 2016, hubo dos programas que crearon las condiciones para actividades multiculturales: uno, promovido por la Secretaría de Educación Continua, Alfabetización, Diversidad e Inclusión (Secadi), fue la campaña «Género y diversidad en la Escuela», y otro fue el programa ProExt, también desde el Ministerio de Educación12. La aplicación de cupos y otras medidas de reparación histórica, junto con un gran esfuerzo por aumentar la cantidad de plazas en las universidades, hicieron de estas últimas un espacio mucho más inclusivo desde los puntos de vista clasista y étnico-racial. A partir de 2014, la acción afirmativa logró extenderse a los programas de posgrado universitario, lo que representó un nuevo avance en la lucha contra las desigualdades. Ante un significativo aumento en el porcentaje de alumnos negros e indígenas, se había logrado mejorar las bases para una reforma educativa orientada al multiculturalismo, introduciendo nuevos contenidos, saberes y prácticas. Lamentablemente, en los últimos dos años no hubo tiempo, energía ni apoyo por parte del Ministerio de Educación para que esa sinergia madurase hacia una forma cada vez más plena.

La «ola identitaria» a la que me referí al comienzo de este artículo, con la revitalización étnica que la caracteriza, se inscribe asimismo en un proceso más amplio y que abarca, por lo menos, otras cuatro «revoluciones». Todas ellas son producto de una sociedad en transición acelerada hacia nuevas formas de modernidad, y en la cual la identidad tiende a ser cada vez más algo que se elige, que forma parte de un nuevo proceso de reconocimiento, y no algo que se hereda y viene dado por la vivencia en relaciones estatutarias dentro de comunidades relativamente cohesionadas13. Se trata, por un lado, de una revolución demográfica, que redujo la cantidad de jóvenes en la sociedad al tiempo que generó oportunidades para el surgimiento de un consumo juvenil, que incluye la cultura, los estilos y las tecnologías. Este tipo de oportunidad solamente se da en sociedades donde una menor cantidad de jóvenes recibe más atención por parte de los padres y los adultos en general –la juventud como categoría y tipo sociológico es algo mucho más reciente de lo que a veces se piensa–.

También se dio una revolución educativa, que hizo que creciera la cantidad de jóvenes escolarizados, ello pese a que hoy la escuela sea probablemente menos importante que en el pasado como foco de formación de la personalidad, teniendo que competir con la influencia de los grupos de pares, las redes sociales y los medios de comunicación. Dentro de esta alza en la escolarización, ocurrió en Brasil algo que ya había sido notado décadas atrás entre la población negra de Estados Unidos y de los distintos países del Caribe14: una marcada diferencia en términos de género, que hoy deja en clara evidencia una formación escolar mucho más sólida entre las mujeres que entre los hombres. 

La tercera revolución consiste en el hecho de que hay, o hubo, una significativa mejora en la calidad de vida y en los patrones de consumo de los sectores más bajos. El fenómeno se da junto a una mejora no tanto en las oportunidades de trabajo como sí en la visión que se tiene del trabajo, asociada a una transformación en las expectativas y a una globalización del deseo en términos de consumos posibles. La ola identitaria tocó también la percepción que se tiene del trabajo y de la posición o la clase social, en el contexto de una profunda transformación del mundo laboral, con una clara tendencia a la precarización y al traspaso de buena parte de la fuerza de trabajo a eso que a veces se llama «uberización» y otras veces, (micro)emprendedorismo. 

Y hay una cuarta revolución, esta vez en el área de las tecnologías de la comunicación. Pasamos del teléfono comunitario a la cabina, luego al teléfono fijo, el celular y el smartphone (con sus aplicaciones que se popularizan a ritmo exponencial, como WhatsApp, YouTube, Facebook, Instagram y TikTok). Hoy el mundo ya no se divide entre quienes tienen teléfono y quienes no lo tienen sino, cada vez más, entre quienes tienen y quienes no tienen crédito en sus smartphones. De igual modo, el mundo se divide no tanto por el acceso a las tecnologías de la comunicación como por la capacidad para saber surfear en las olas de esta nueva globalización de estilos y expectativas de vida. Es un proceso que nos dice bastante sobre la transformación social en la mayoría de los países del Tercer Mundo, incluido Brasil, en el que las relaciones sociales se vuelven más individualizadas al tiempo que crece la importancia de los medios de comunicación, las redes sociales y la telefonía móvil, independientemente del impacto que esto significa para la calidad de la comunicación en sí15. Aun cuando no concuerdo con la visión de las redes sociales como enemigas por definición de la democracia, es evidente que la intromisión en campañas electorales por parte de empresas como Cambridge Analytica, con robots que disparan fake news en forma masiva, y fenómenos como la fuerte presencia en internet de la llamada «derecha alternativa» (alt-right) nos obligan a tomar una postura más crítica respecto del campo de la comunicación de masas y los modos de hacer política y ganar elecciones en la era de las redes sociales. 

Por último, aunque sin pretensión de agotar la lista de posibles «revoluciones», no puedo dejar de referirme a la genuina revolución del patrimonio inmaterial, el proceso de valorización de las culturas populares y las identidades étnicas por medio de la patrimonialización de bienes culturales intangibles que el Estado asumió a través de varias de sus instituciones. Para que ese proceso se fortaleciese en Brasil, una contribución muy importante fue la actitud favorable que hace poco más de diez años manifestó el Supremo Tribunal Federal respecto de las reivindicaciones territoriales de indígenas y comunidades quilombolas, lo mismo que la aprobación unánime, por parte de esa misma Corte, de la constitucionalidad de las políticas de acción afirmativa en el acceso a la educación superior. De esa forma quedaba a la vista un nuevo horizonte para la emancipación y la formación de identidad. 

Desde un análisis retrospectivo del movimiento que dio inicio a la acción afirmativa con el objetivo de una intervención multicultural en escuelas y universidades, observo también que ha habido una serie de escollos y límites. Se dio una efervescencia en términos de nuevas experiencias multiculturales en la currícula educativa, pero más que promover proyectos antirracistas y de educación para la tolerancia, el Estado entendió que era más fácil educar para la identidad, produciendo en años pasados todo un nuevo vocabulario en sí mismo interesante como: diversidad, territorios de cultura e identidad, saberes prácticos, saber tradicional, patrimonio intangible, puntos de memoria, etc., pero brindando relativamente pocos instrumentos prácticos y recursos16. Se puede argumentar, con buenas razones, que se hizo lo que podía hacerse, y que lo crucial era transformar las universidades brasileñas en espacios inclusivos adoptando medidas compensatorias efectivas a corto plazo. No hay forma de disentir ante eso, pero a la vez es necesario subrayar que parte de los problemas afrontados y aún por afrontar respecto de cuestiones como, por ejemplo, la relativamente dificultosa popularización de la ley No 10639 (de enseñanza de historia afrobrasileña y africana en todas las escuelas públicas y privadas), son problemas derivados del carácter parcial del multiculturalismo brasileño, de la ausencia de conexión con medidas redistributivas, de la baja inserción de un proyecto de este tipo en el conjunto de los programas escolares y de su excesivo énfasis en la necesidad de robustecer procesos identitarios de tipo étnico, cosa que tiende a fracasar cuando viene de políticas públicas diseñadas de un modo centralizado en vez de surgir desde abajo, a partir de demandas locales. Se trataría de aquel fenómeno que Felipe Martins Fernandes bautizó «Estado inductor»: un Estado que promueve el desarrollo de determinados grupos sociales17. Fernandes, en su tesis de doctorado, toma como ejemplo el modo en que durante el mandato de Lula da Silva se «indujo» la creación de un grupo político de jóvenes lgbt, que respondiese a las medidas y agenda del gobierno. En términos de análisis, puede pensarse en tres tipos de problemas18

a) El movimiento en favor de la acción afirmativa y el multiculturalismo no puede servir como forma de eludir la cuestión más amplia de las desigualdades extremas y la lucha por la redistribución de recursos y mejora del bien común, así como tampoco puede hablarse de diversidad étnico-cultural separada de la cuestión de las desigualdades étnico-raciales y sociales. 

b) La acción afirmativa debe tener en cuenta el peligro de quedar acotada a su dimensión retórico-ideológica (e incluso a una dimensión teatral, como la que tuvo lugar en el debate sobre la acción afirmativa durante la presidencia de Cardoso). Hoy, cuando ya se logró (aunque su vigencia está amenazada) la aplicación de cupos en la enseñanza, sería importante que los proyectos del tipo de la ley No 10639 se aplicasen guiados por un enfoque antirracista de educación para la tolerancia más que como proyectos étnicos centrados en el fortalecimiento de identidades sectoriales y la (fosilizada) culturalización de la diversidad. 

c) Ante nociones e íconos cargados de valor y emoción (por ejemplo, el «ser indio», el pensamiento indígena, África, la negritud, etc.), los contenidos en una eventual transformación de los programas y bases curriculares en sentido multicultural no pueden perseverar en una visión de la cultura y la identidad en singular, sino que deben enfatizar la pluralidad.

Por cierto, la enseñanza de historias y culturas africanas puede ser algo muy divertido y estimulante como también, al decir de los alumnos, algo bastante tedioso cuando no se encara con la debida preparación y sofisticación. Junto con la importancia de la pluralidad y multiplicidad, vale la pena insistir también en una atención más volcada a la individualidad y los individuos. Considero inoportuno hablar siempre y tan solo de afrobrasileños o indígenas en tanto poblaciones, ya que eso sugiere que negros e indios funcionan apenas como entidades colectivas y no como individuos, con toda la singularidad que caracteriza al ser humano. Para enseñar temas de historia y culturas africanas y afrobrasileñas hace falta un lenguaje que sea capaz de dar cuenta tanto de las demandas y experiencias colectivas como de las trayectorias y deseos individuales, abarcando figuras ejemplares e ilustres (como por ejemplo Milton Santos o Manuel Querino) y otras de negros e indios, por así decirlo, corrientes y hasta el momento «sin nombre». En el fondo, el vocabulario del multiculturalismo carga sus contradicciones. Es un vocabulario centrado en la noción de mayoría versus minoría, así como en las ideas de comunidad e identidad étnica, puesto que surgió en sociedades donde esas prácticas fueron pensadas como modo de lidiar e incorporar a la sociedad civil a aquellos grupos definidos como minorías étnicas, presuponiendo que estas se organizan y comportan como una comunidad.

En el contexto brasileño, donde la población negro-mestiza abarca según la región o bien un muy alto porcentaje o bien la clara mayoría de los habitantes, el uso de términos como «comunidad» o «minoría» tiene un potencial bastante limitado. Otro término del campo de los estudios étnicos, «identidad», históricamente se utilizó más en relación con la (búsqueda de una) identidad nacional que para referirse a grupos específicos. Al poner el acento en la diversidad cultural, es necesario tener cuidado a la hora de definir nociones como «cultura afrobrasileña» o «cultura indígena». Existen fuertes diferencias regionales, así como también de clases sociales y de pertenencia al entorno urbano o rural. Pese a ello, la iconografía de la negritud presente en documentos, manuales y publicaciones vinculadas a la propuesta de la Fundación Cultural Palmares, del extinto Ministerio de Cultura durante el periodo 2002-2015, reflejó principalmente la realidad de dos ciudades, Salvador y Río de Janeiro, y, en términos de clase, se abocó casi en forma exclusiva a los sectores sociales más bajos19

Estoy convencido de la necesidad de pensar lo menos posible el proceso identitario como un asunto del Estado. En principio, estoy a favor de la concesión de (nuevos) derechos a todos aquellos grupos e individuos que cargan con una historia de discriminación étnico-racial y se organizan para reclamarlos, pero me gustaría que fueran esos mismos grupos e individuos los que expresaran qué derechos culturales y de qué forma. Tengo la impresión de que, en la mayoría de los casos, sus reclamos estarán guiados por una demanda de igualdad, más que por el énfasis en su diferencia (cultural). En ese sentido, el Estado debe mantenerse atento a esas demandas, sin anticiparse ni inducirlas. 

Tras haber analizado los procesos y transformaciones que caracterizaron lo que llamé «ola identitaria», me parece importante añadir algunas consideraciones acerca de la actual, nueva y tensa configuración que se está delineando en torno de la cuestión étnico-racial en Brasil. A la hora de lidiar con esta nueva complejidad, no sé si es posible generalizar y decir que el Brasil de hoy es un país «más étnico» que el de hace tres décadas. Sin duda son muchas más las personas que se autodefinen como negras, pero a la vez, como surge del análisis de los últimos tres censos nacionales, hubo un incremento en el registro de identidades que se perciben mestizas, también en la clase media –de modo que, en lo que parecería ser una contradicción, hay en simultáneo más negros y más mestizos–20. Fuera de esta significativa transformación en la autopercepción de color/raza, hasta hace muy poco la sociedad no daba cuenta de ningún tipo de polarización de carácter étnico-racial; en 2014, por ejemplo, los tres candidatos principales a la Presidencia estaban a favor de la acción afirmativa. Sin embargo, en el inicio de las campañas para las elecciones de 2018 el cuadro cambió radicalmente. Si en el pasado reciente hubo un nuevo protagonismo de negros e indios –acompañado de una serie de logros concretos y contundentes–, hoy hay una dinámica política que avanza contra los derechos reclamados por las masas indígenas y quilombolas; que cuestiona la política de cupos académicos y las acciones afirmativas; que recorta la inversión en educación; y que activa nuevas tensiones y violencias en el entorno rural y urbano. Tales barreras hacen que surja un contexto distinto, que no es, en sí, de retorno al pasado: la sociedad en las últimas décadas experimentó fuertes movimientos y fermentos identitarios, experimentó el despertar de las medidas de acción afirmativa, la promoción e incluso la patrimonialización de la cultura popular y el crecimiento de los derechos asociados a indígenas y comunidades quilombolas. Estos movimientos y proyectos colectivos tuvieron, además, un fuerte impacto en las trayectorias individuales de muchas personas negras e indígenas, sobre todo en las nuevas generaciones, en jóvenes que modificaron su perspectiva sobre diversos ámbitos de la vida, el estilo y los modos de consumo, la forma de vestirse o de aprovechar el tiempo libre. 

Reprimir esa ola identitaria tras un largo periodo de apertura, confinando el protagonismo colectivo en la expresión individual, con la socialización virtual como alivio parcial y casi excluyente, puede conducir a una gran frustración y a nuevas tensiones sociales. ¿Cómo será el futuro próximo para el multiculturalismo a la brasileña, para la ley No 10369 de 2003 ‒que incorporó los estudios africanos e hizo posible una mayor apertura cultural en los contenidos escolares– y para la acción afirmativa que, por medio del cupo y el sistema de becas, garantizó la inclusión y una mejor y más extensa vida universitaria ampliada hasta el nivel de posgrado? Una cosa fue promover el cupo en el acceso a la universidad (cuyo crecimiento es generalizado) y otra distinta es hacerlo en el acceso a los estudios de posgrado, donde hoy hay muchas menos becas que antes. Este ataque a la acción afirmativa y al proceso de inclusión en las universidades por parte del gobierno de Jair Bolsonaro nos plantea nuevos desafíos. ¿Nos encaminamos a un odioso juego de suma cero, de competencia entre minorías y mayoría o incluso entre distintas minorías, como suele ocurrir en eeuu? ¿Avanzamos hacia una suerte de mors tua, vita mea donde «mi» fuerza y «mi» identidad crecen si las «tuyas» se debilitan?

¿Qué respuesta podemos y debemos dar? En primer lugar, sugiero analizar cuidadosamente todo lo que se construyó y desplegó durante el periodo identitario desde su inicio en los años de Cardoso hasta su consolidación en 2003-2016. Tenemos que esforzarnos (un poco más) para que la aplicación de la ley No 10639 sea algo interesante, útil y entretenido –acercándola al lenguaje y las prioridades de los jóvenes‒ en lugar de buscar que esos jóvenes se identifiquen con la propuesta y la filosofía de la ley, error habitual durante los años del pt y que se extendía a los activistas que desplegaban un enfoque demasiado centralizado y sujeto a las directivas de Brasilia. Necesitamos aprender a explicar y mostrar por qué es importante el estudio y conocimiento de África; a fin de cuentas, el interés o desinterés en ello siempre fue el resultado de la política y no un hecho natural. Para eso, necesitamos desplegar una mirada etnográfica y antropológica de los fenómenos que se vinculan con este proceso que yo llamaría una «nueva insatisfacción». Y en este sentido, se perfila la investigación de Rosana Pinheiro Machado21, la cual, desprovista de cualquier tono inútil de reprobación, toma su impulso del deseo de comprender qué hay detrás de los nuevos comportamientos y posicionamientos conservadores que logran incluso un apoyo (relativo) en los sectores populares22. Tales formas de hacer política y ejercer el poder se presentan como absolutamente novedosas y antipolíticas, proponiendo reformas radicales de cuño socioeconómico pero también educativo, cultural y religioso. Y se oponen frontalmente, en varios países y continentes, tanto a los proyectos de educación y reducción de la desigualdad que las precedían como, sobre todo, a los proyectos de «emancipación por grupos» y bienestar identitario. Esa es una idea del bienestar en el cual las «minorías étnicas» son en cierta forma premiadas y parte de sus derechos son satisfechos dependiendo de la capacidad de performance, estetización y preservación de la diversidad de tipo étnico-cultural. 

Nos es urgente indagar cómo los nuevos gobiernos populistas de derecha inciden en la estructura de las desigualdades, en los procesos identitarios de los grupos subalternos y en una construcción más amplia de las identidades colectivas, y comprender quiénes ganan y quiénes pierden en estos procesos. Necesitamos análisis más pormenorizados que identifiquen tanto los trazos globales como las singularidades de cada contexto o país, con herramientas y tecnologías tradicionales o nuevas (redes sociales, flash mobs, cultos religiosos, etc.) y contemplando cada ámbito social (religión, política, producción cultural, circulación de discursos sobre, por ejemplo, discriminación y violencia contra extranjeros, población lgbti, etc.). Para ello es necesario crear redes de colaboración entre los investigadores más destacados de esta «nueva era de extremos» en países como la India, Colombia, eeuu, Sudáfrica, Italia, Filipinas y Brasil23. Lamentablemente, en términos de intercambios internacionales el contexto también cambió para peor. En términos de política internacional, Brasil pasó del multipolarismo y de cierto énfasis en las relaciones Sur-Sur a un extraño y singular alineamiento con Donald Trump, cosa que tras la elección de Joe Biden contribuye a aislar más al país en el escenario regional y mundial. 

La cuestión es cómo afecta todo esto el panorama de las identidades y su construcción en Brasil; qué ocurrirá con el rápido declive de esta llamada «ola identitaria», esto es, con la etapa de florecimiento de las identidades sectoriales basadas en el género o la etnicidad, entre generaciones para las cuales el término «diversidad» dejó de remitirse estrictamente a las diferencias para volverse afín a la búsqueda de condiciones igualitarias y medidas redistributivas. Fue una ola que comenzó a delinearse hacia 2002 para fortalecerse en el tramo más interesante del primer gobierno de Lula da Silva, y que entró en crisis con el gobierno de Michel Temer. Como en todos los procesos radicales, hubo una reacción conservadora, y ya con Bolsonaro en la Presidencia el país giró rápidamente de una búsqueda de nuevos contenidos, incluso para la representación de la nación (pienso en el viraje de eslóganes desde aquel «Brasil, un país de todos» a este otro «Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos»), y de un énfasis en la positividad de las (nuevas) identidades de grupos subalternos a su negación. La coagulación más extrema de esa actitud reaccionaria se encuentra en la postura antiidentitaria condensada en Bolsonaro y en el clima de odio a las minorías y sus derechos; un odio alimentado por fake news puestas a circular en numerosos sitios web que comentaron el asesinato político más relevante de la última década en Brasil, el de Marielle Franco. Si una parte importante de la población se ve reflejada en la personalidad de esta activista feminista negra y de izquierda, llegando incluso a reverenciarla, otra parte la rechaza justamente por considerarla una figura demasiado centrada en la identidad. 

¿Qué tiene de nuevo esta ola conservadora? No se trata del uso de la mentira y su amplia difusión en el campo político. La novedad de la expresión anglosajona fake news, rápidamente absorbida en los usos cotidianos de la lengua portuguesa, sugiere una ruptura con el pasado que no existe24. Lo nuevo es la cantidad y velocidad del flujo de la mentira en las redes sociales. Una novedad que se observa en los puntos de inflexión creados por el gobierno de Bolsonaro en una serie estudiada de rupturas epistémicas y comportamentales. Permítanme señalar algunos ejemplos: la forma de contar los territorios indígenas y quilombolas, la destrucción del wall of fame de la negritud por parte del nuevo presidente de la Fundación Palmares y la insistencia en recurrir a términos inspirados en un uso brutal del universalismo –y la absoluta negación de diferencias culturales dentro del que sería el pueblo brasileño–. La idea de que las ong –siempre pérfidamente apoyadas por fuerzas e intereses extranjeros– insisten en defender una diferencia cultural para los indígenas, quienes, en realidad, solo quieren ser como cualquier otro brasileño y salir de la «Edad de Piedra». La visión, bajo el mismo razonamiento, de las quilombolas como comunidades de (negros) vagos que se niegan a trabajar a la altura que exige el mundo rural (el del agronegocio) y prefieren vivir de subsidios del Estado –en uno de sus innumerables disparates, Bolsonaro llegó a declarar que en un quilombo que había visitado no encontró ningún hombre flaco, sino todos «gordos y pesados como bovinos»–. Indios y quilombolas, en definitiva, no tendrían derechos atávicos naturales sobre sus tierras, que deberían abrirse a la explotación y la modernidad que se supone también los beneficiaría económicamente –mientras que el desmonte de la política indigenista va a la par del desmonte en la política ambiental, sobre todo en la Amazonia, donde se desfinanció a organismos tutelares de las comunidades y del medioambiente como la Fundación Nacional del Indio (Funai), el Instituto Chico Mendes para la Conservación de la Biodiversidad (icmbio) y el Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (Ibama)–. 

Otro frente de ataque al multiculturalismo en Brasil pasa por las escuelas y universidades. La escuela debería servir para enseñar disciplinas «duras», con utilidad en el mercado laboral, en vez de perder el tiempo con educación sexual o enseñanza antirracista –algo que, eventualmente, quedaría en manos de la familia de los estudiantes–. Las universidades, identificadas, como era de esperar, como antros de progresismo y costumbres indecentes, ven cómo se reduce progresivamente su autonomía, por ejemplo en prácticas como la elección de rector por votación. Por lo demás, la zona más ideológica y extrema de las propuestas legislativas de Bolsonaro prevé medidas para facilitar el acceso a las armas y para eximir a las Fuerzas Armadas y a la Policía de cualquier responsabilidad ante un asesinato en acción, lo cual afectaría de manera desproporcionada a todos los no blancos, siempre sobrerrepresentados entre las víctimas de la violencia policial, militar o estatal en general. El bolsonarismo puede, de este modo, interpretarse como un proceso identitario que se mueve entre la defensa de la «gente corriente», el nacionalismo, el racismo, la misoginia, la homofobia y el pensamiento autoritario. Esta nueva tensión entre (nuevos) procesos identitarios de tipo progresista y conservador no afecta solamente a Brasil, sino que se manifiesta en otros países de América Latina, como lo muestran las movilizaciones contra la exteriorización de la cultura y la identidad indígenas en el proceso que condujo a la violenta destitución de Evo Morales en Bolivia, en 2019, o la derrota del referéndum en favor del proceso de paz en Colombia, en 2016. En este último país se dio una fuerte oposición al proceso de paz y al proyecto de amnistía propuesto por el gobierno de Juan Manuel Santos, especialmente en el interior rural y entre los grupos neopentecostales. El discurso de esos sectores opuestos al proceso de paz era un conglomerado de conceptos contrarios a cualquier reivindicación lgbti, indígena o feminista25

El aumento palpable de la intolerancia religiosa contra cualquier forma de religiosidad de origen afroamericano e indígena en una región que hasta ahora había sido considerada relativamente tolerante en términos de libertad religiosa es algo muy preocupante. Es un fenómeno que en parte se da como reacción al proceso de inclusión por el Estado de las vivencias y experiencias religiosas de las minorías durante las últimas dos décadas, proceso que forma parte de una nueva y creciente postura multicultural desplegada por gobiernos mayormente progresistas. 

Hace falta debatir la relación entre, por un lado, las políticas de identidad y las (nuevas) demandas de ciudadanía y, por otro, el Estado y la política partidaria en el sistema democrático. América Latina está experimentando un rechazo radical del Estado mismo, así como de sus códigos, reglas y lenguajes26. Ese rechazo acaba por influir negativamente y desempoderar las políticas multiculturales, que muchos (incluso entre los sectores sociales más bajos) identifican más como parte de la maquinaria del Estado –el establishment– que como expresión de la voluntad de grupos subalternos históricamente discriminados y forma de remediar antiguas injusticias. Se pasó del multiculturalismo, digamos, de Estado, a un conjunto de prácticas multiculturales generalmente desempoderadas, fragmentadas y desautorizadas por el establishment: un multiculturalismo de resistencia hecho posible por los movimientos sociales y las universidades. 

En Brasil, al igual que en los eeuu de Trump y en otros países del continente, necesitamos aprender a lidiar tanto con la evidencia de que los nuevos formatos del populismo de derecha son esencialmente contrarios a casi cualquier proyecto multicultural, como con el hecho de que una asociación demasiado estrecha entre políticas progresistas y promoción de nuevas identidades sectoriales –aun cuando se trate de medidas a favor de grupos de la población históricamente discriminados– no es ajena a una serie de contradicciones. No es casual, en este sentido, que uno de los libros de ciencias sociales más vendidos en los eeuu post-Trump, escrito por Mark Lilla, tenga el siguiente subtítulo: Más allá de la política de la identidad27

En suma, creo que hoy no se puede pensar en políticas culturales más inclusivas y democráticas por parte del Estado sin un análisis riguroso de las oportunidades y los errores del nuevo multiculturalismo latinoamericano. Confieso que, tras años de cierto entusiasmo respecto del poder emancipador tanto de la acción afirmativa como del multiculturalismo en el contexto brasileño, hoy soy más pesimista. Me convertí en un etnoescéptico28, aun cuando ciertamente reconozco que Brasil manifiesta no solo un déficit social, sino también un déficit identitario (y ante eso los derechos y reconocimientos reclamados por los grupos subalternos son legítimos y muy justos), pero (ya) no soy un convencido del poder intrínsecamente emancipador y antirracista de las políticas identitarias de tipo étnico-racial. El problema, a mi entender, no pasa en sí por la radicalidad de los proyectos identitarios en cuestión, sino por su génesis. Mucho más que la estetización de esos proyectos –sus formas exteriores y el estilo retórico en que se manifiestan‒, interesa saber por qué y por medio de quién esos proyectos se generan. De eso depende su carácter emancipador. Tenemos que problematizar el camino de las políticas de identidad y de su proceso de reificación de palabras y categorías tal como se dio en Brasil, enfocando nuestro esfuerzo en pensar cómo serían una educación y una práctica antirracistas contra la intolerancia. Y, así como es necesario poner en evidencia las nuevas demandas de ciudadanía incluidas en esas identidades colectivas, de igual modo es importante aprender a lidiar con el nuevo conjunto de contradicciones que ellas le ofrecen a nuestra modernidad latinoamericana.

  • 1.

    Charles Wagley: Race and Class in Rural Brazil, Unesco, París, 1952; Marcos Chor Maio: «The Unesco Project: Social Sciences and Race Studies in Brazil in the 1950s» en Portuguese Literary & Cultural Studies vol. 4-5, 2000; Claudio Pereira y L. Sansone (eds.): Projeto Unesco no Brasil: textos críticos, Edufba, Salvador de Bahía, 2007.

  • 2.

    Para otros enfoques más rigurosamente académicos, pero de gran impacto en el activismo negro, v. la obra del sociólogo Octavio Ianni y, más adelante, el paradigmático libro de Carlos Hasenbalg: Discriminação e desigualdades raciais no Brasil [1979], EDUFMG, Belo Horizonte, 2015.

  • 3.

    Anani Dzidzienyo y Lourdes Casal: «The Position of Blacks in Brazilian and Cuban Society», Minority Rights Group Report, Londres, 1979; Darien Davis: Afro-Brazilians: Time for Recognition, Minority Rights Group Report, Londres, 1999.

  • 4.

    L. Sansone: Negritude sem etnicidade, Pallas / EDUFBA, Salvador de Bahía-Río de Janeiro, 2003.

  • 5.

    Kate Maclean: «Fashion in Bolivia’s Cultural Economy» en International Journal of Cultural Studies vol. 22 No 2, 2019.

  • 6.

    Rafaela Pannain: «A reconfiguração da política boliviana. Reconstituição de um ciclo de crisis» en Lua Nova No 105, 2018.

  • 7.

    V., por ejemplo, «2015, 6 de noviembre: Sketch cómicos en quechua durante concurso de FONCODES (Andahuaylas, Apurímac)», video en YouTube, www.youtube.com/watch?v=pzhf_mmkdiI.

  • 8.

    Myrian Santos: «Museus brasileiros e politicas culturais» en Revista Brasileira de Ciencias Sociais No 19, 2004.

  • 9.

    Augusto Salles: «Ações afirmativas nos governos fhc e Lula: um balanço» en Tomo No 24, 2014.

  • 10.

    Marcia Lima: «Ações afirmativas no governo Lula» en Novos Estudos Cebrap No 87, 2010.

  • 11.

    L. Sansone: «From Planned Oblivion to Digital Exposition: The Digital Museum of Afro-Digital Heritage» en Hannah Lewi, Wally Smith, Dirk vom Lehn y Steven Cooke (eds.): The Routledge International Handbook of New Digital Practices, Routledge, Londres, 2019.

  • 12.

    Felipe Bruno Martins Fernandes: «A agenda anti-homofobia na educação brasileira (2003-2010)», tesis de doctorado en el Programa Interdisciplinar en Ciencias Humanas, Universidad Federal de Santa Catarina, 2011. En mi acceso del 13 de mayo de 2020, noté que la página de Secadi en el sitio web del mec se había desactivado y que la página de ProExt dejó de actualizarse en 2016.

  • 13.

    Axel Honneth: Luta por reconhecimento: a gramática moral dos conflitos sociais, Editora 34, San Pablo, 2003; Alberto Melucci: Challenging Codes: Collective Action in the Information Age, Cambridge UP, Cambridge, 1996.

  • 14.

    Angela Davis: Women, Race and Class, Vintage Books, Nueva York, 1981; John MacDonald y Leatrice MacDonald: «The Black Family in the Americas: A Review of the Literature» en Race Relations Abstracts vol. 3 No 1, 1978.

  • 15.

    L. Sansone: «Fragile Heritage and Digital Memory in Africa» en Paolo Bertella Farnetti y Cecilia Day Novelli (eds.): Images of Colonialism and Decolonization in the Italian Media, Cambridge Scholars Publishing, Cambridge, 2017.

  • 16.

    En 2018, la Secretaría de Planeamiento del estado de Bahía dividió al estado en 27 territorios de identidad. V. Seplan: «Territórios de identidade», www.seplan.ba.gov.br/modules/conteudo/conteudo.php?conteudo=17.

  • 17.

    F.B. Martins Fernandes: ob. cit.

  • 18.

    Para una versión más detallada de mi posición al respecto, v. L. Sansone: Antiracism in Brazil, NACLA Report, 2007.

  • 19.

    Basta consultar los números de la Revista Palmares, publicada entre 2010 y 2015, disponibles en el sitio www.palmares.gov.br/?page_id=6320. A partir de la presidencia de Michel Temer, y con más fuerza bajo el gobierno de Jair Bolsonaro, la Fundación Palmares renunció al papel propositivo que solía desempeñar, hasta convertirse en una pantomima de lo que fue en un tiempo.

  • 20.

    Los datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) indican un incremento en el porcentaje de mestizos que, en las investigaciones más cualitativas, va de la mano de un aumento en la cantidad de personas que se autodefinen con el término «negro».

  • 21.

    R. Pinheiro Machado: «Da esperança ao ódio: juventude, política e pobreza do lulismo ao bolsonarismo» en Cadernos IHU Idéias vol. 16, 2018; R. Pinheiro Machado: Brasil em transe: bolsonarismo, nova direita e desdemocratização, Oficina Raquel, Río de Janeiro, 2019.

  • 22.

    Últimamente pensaba en lo interesante que sería volver a proponer, en Brasil y quizás en otros países atormentados por convulsiones autoritarias similares, un tipo de investigación cuantitativa y cualitativamente inspirado en la famosa «Escala f» (f de fascismo), el test psicológico elaborado por Theodor Adorno y sus colaboradores en 1947, en EEUU, para medir el quantum de personalidad autoritaria que puede identificarse en distintos grupos de individuos o tipos ideales. Una investigación en esa línea, aunque sin tanta sofisticación, que se realizó recientemente en la Universidad de San Pablo, en el ámbito de la capital paulista, deja ver la complejidad de este contexto relativamente nuevo: la población es más o menos progresista en términos sociales, inclusive respecto del cupo en el acceso a la universidad para negros y en general individuos sin recursos, pero aun así es conservadora en términos identitarios, dispuesta a aprobar el endurecimiento de penas como forma de combatir el delito y con altos índices de rechazo al aborto y a la concesión de nuevos derechos y mayor visibilidad a la población LGBTI, un rechazo que se acentúa en las camadas más populares, que concentran al grueso de la población negra-mestiza. V. Folha de S. Paulo, 23/10/2019.

  • 23.

    Un exitoso intento en esta dirección ha sido la 20a edición del curso avanzado Fábrica de Idéias, realizado en agosto de 2019 en la ciudad de Salvador de Bahía, y cuyo tema fue «La nueva era de los extremos». Nuestro curso intensivo y avanzado apunta a instalar una discusión en clave progresista, por medio de un diálogo Sur-Sur y Sur-Norte, respecto del surgimiento y el crecimiento de nuevas y particularmente exageradas formas de populismo. Página web: www.fabricadeideias.info.

  • 24.

    Marco D’Eramo: «The Short Happy Life of Fakes News (reference to a Hemingway’s short story’s title) Or The Monopoly on Legitimate Lie» en Sidecar, blog de la New Left Review, 12/12/2021.

  • 25.

    Eduardo Restrepo: «Ideología de género, irrupciones cristianas y derechización en Colombia», conferencia presentada en el marco del xx curso avanzado Fábrica de Idéias, Salvador de Bahía, 26 de agosto al 6 de septiembre de 2019.

  • 26.

    Vale la pena destacar algo que parece ser característico de este nuevo populismo de derecha en América Latina: un doble movimiento por el cual, dentro de la retórica electoral, se endiosan las elecciones pero se demoniza la política partidaria.

  • 27.

    M. Lilla: El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad, Debate, Barcelona, 2018.

  • 28.

    L. Sansone: Antiracism in Brazil, cit.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 292, Marzo - Abril 2021, ISSN: 0251-3552


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