Tema central
NUSO Nº 220 / Marzo - Abril 2009

El mito de la energía en México

En 2008, tras una aparatosa discusión,el Congreso mexicano aprobó la reforma petrolera. La cuestión es crucial: el petróleo ha sido el soporte de la economía mexicana en los últimos 30 años y hoy cubre buena parte del desequilibrio comercial y aporta entre 30% y 40% de las finanzas públicas. Pero el petróleo es mucho más que una fuente de ingresos: es el gran mito de la Revolución y uno de los pilares en que descansa la comunidad imaginaria. Por eso, la declinación en la producción y la evidente ineficiencia de Pemex no son cuestiones técnicas sino asuntos complejos y sensibles que articulan política, economía e ideología.

El mito de la energía en México

En 2008, el gobierno mexicano intentó reformar el marco jurídico de la energía. Específicamente, del petróleo. Se trató del más importante esfuerzo por modificar la manera en que México enfrenta sus requerimientos energéticos. Si se quiere ver positivamente, la discusión de estos temas constituye en sí misma un gran avance; si se quiere ver desde una perspectiva menos optimista, el resultado de esa discusión fue un fracaso, puesto que, si bien se logró mejorar parcialmente el marco jurídico de Pemex, la empresa petrolera estatal, no parece que eso vaya a tener un impacto muy significativo ni en el sector energético ni en la economía mexicana. Sin embargo, no es posible entender el tema energético en México sin conocer, así sea superficialmente, la historia reciente del país. Por un lado, el petróleo ha sido el soporte de la economía mexicana en los últimos 30 años; cubre buena parte del desequilibrio comercial y entre 30% y 40% de las finanzas públicas. Por otra, en México el petróleo es un gran mito o, si se prefiere, el núcleo del mito fundacional de la comunidad imaginaria.

En realidad, los detalles de la reforma discutida y aprobada no tienen mucha importancia. Lo relevante es que Pemex expresa la concreción de la Revolución Mexicana, la referencia más clara del nacionalismo revolucionario, la construcción cultural que dio legitimidad al régimen autoritario que sufrió México durante el siglo XX. Al mismo tiempo, el petróleo es la explicación de por qué la transición política en México fue pacífica, pero también incompleta. Es esa telaraña la relevante: ideología, historia, economía y política. Las cuestiones técnicas, sean jurídicas o petroleras, no tienen la menor importancia.

Por eso, aunque parezca extraño, es necesario dedicarle un espacio a repasar cómo fue que se construyó el régimen de la Revolución Mexicana, porque el tema del petróleo en México no es técnico ni económico. Es más: no se limita a la esfera política, sino que borda en el gran mito en el que se sostiene la «identidad nacional». Un mito que, no cabe duda, tiene los días contados, pero que es todavía lo suficientemente fuerte como para impedir debates racionales acerca del petróleo.

El México del siglo XX

Para México, el siglo XX es el siglo de la Revolución Mexicana, la guerra civil que dio origen a un régimen político muy particular, tal vez el único régimen corporativo exitoso del mundo. Su éxito debe buscarse precisamente en su capacidad de construir una fuente de legitimidad que le permitió gobernar el país por más de medio siglo sin enfrentar mayores dificultades. La Revolución Mexicana no es otra cosa que esa fuente de legitimidad: es una construcción cultural que le da sentido a la violencia, pero también a la historia nacional.

El proceso de construcción del mito fundacional se inició con los primeros vencedores de la guerra civil, genéricamente llamados «sonorenses» por el estado en que nacieron: Álvaro Obregón, presidente entre 1920 y 1924, quien sería asesinado a pocos días de regresar a la Presidencia, en 1928, y Plutarco Elías Calles, presidente entre 1924 y 1928 y el hombre fuerte que mantuvo el control político del país a partir del asesinato de Obregón, hasta su expulsión por orden de Lázaro Cárdenas, en 1935. En esos 15 años hubo en verdad pocos cambios en relación con lo que había sido el México de don Porfirio Díaz, el dictador que gobernó de 1884 a 1911 de forma ininterrumpida y contra el cual, cuenta el mito revolucionario, se levantó el pueblo.

Es decir, Obregón y Calles no modificaron de manera sustancial la manera en que Díaz y Benito Juárez, presidente del país en varias ocasiones entre 1858 y 1872, habían gobernado México. El régimen político siguió siendo un régimen de hombres fuertes, mientras que la orientación económica mantuvo las mismas líneas iniciadas por Juárez y desarrolladas ampliamente por Porfirio. Se trataba de un «liberalismo autoritario» en el que las variantes eran muy pocas y circunstanciales. Más aún, los grandes cambios reflejados en la Constitución promulgada en 1917 no se tradujeron en hechos durante esos gobiernos. Las conquistas laborales, por ejemplo, deben más al proceso de industrialización realizado durante el Porfiriato que a la Ley Federal del Trabajo, que no se publicará sino hasta 1931. La hacienda, que en el mito es el símbolo del Porfiriato, siguió funcionando prácticamente sin cambios hasta 1936. Durante los gobiernos de los sonorenses, tan solo se repartieron 4,2 millones de hectáreas, equivalentes a 2% del territorio nacional.

El verdadero cambio llegó con Lázaro Cárdenas. Fue él quien tuvo la habilidad no solo de desplazar a Calles, sino de construir un régimen político distinto. Es decir, fue Cárdenas quien dio inicio a un nuevo conjunto de reglas que limitan el poder y quien definió un nuevo conjunto de valores que guían la acción política y económica del país.

En la esfera político-social, Cárdenas tomó los esbozos sindicalistas y construyó con ellos el pilar obrero del Estado. Lo hizo mediante movilizaciones no vistas antes ni después: en 1935, prácticamente uno de cada dos obreros se encontraba en huelga en algún momento del año. Cárdenas las utilizó para desplazar a Calles y para subordinar el movimiento laboral al Estado. De inmediato, neutralizó las movilizaciones y dirigió la acción pública hacia la reforma agraria, con lo cual destruyó la hacienda como unidad productiva relevante, se deshizo de los terratenientes como actores políticos y construyó el pilar campesino del Estado. Si se quiere, institucionalizó el agrarismo que, por cierto, es un fenómeno de los años 20, no de los años de la guerra civil.

En materia político-administrativa, Cárdenas subordinó a la Suprema Corte de Justicia mediante la eliminación de la inamovilidad de los ministros y el establecimiento de un periodo de seis años, coincidente con la Presidencia; subordinó a los gobernadores, desplazando a los callistas, y asumió el control del Banco de México a partir de 1938. No era necesario subordinar al Congreso, eso ya lo había hecho Calles.

En el área económica, la orientación «socialista» iniciada con Calles se transformó en un esquema corporativo pleno, en el que el presidente actuaba como el gran árbitro en las disputas obrero-patronales y era la cúspide de la pirámide corporativa que tiene en la base a los trabajadores y pequeños productores y en la cima, a líderes sindicales y empresariales burocratizados.

El Partido de la Revolución Mexicana (PRM) consolidó estos cambios. Contaba con una doble estructura, territorial y sectorial, de modo tal que en cualquier parte del país hubiera una doble tenaza de corporativismo, lo que le permitía al presidente, en tanto piedra angular del sistema, hacer valer su voluntad, con uno o con el otro.

El gran mito: el nacionalismo revolucionario

La construcción del mito revolucionario, decíamos, se inició con los sonorenses. El problema de Estado que enfrentaron Obregón y Calles, pero cuya solución debió esperar a Cárdenas, es el problema de la legitimidad. Si la única razón para sustituir a Díaz era su edad, ¿valía la pena la destrucción que diez años de guerra trajeron consigo? Después de 30 años de paz, los 30 de desórdenes revolucionarios fueron traumáticos. La explicación de que esos desórdenes habían servido únicamente para sustituir a Porfirio no era suficiente. El carácter mítico del proceso se hacía necesario, no solo para darle excusa a la violencia, sino, sobre todo, para dotar de legitimidad al nuevo orden. Este nuevo mito será el «nacionalismo revolucionario», que retomó el canon liberal y lo aderezó de pueblo. Porque esa será la gran excusa: Porfirio traicionó al liberalismo al abandonar al pueblo a la miseria y entregar los bienes nacionales al extranjero. Por eso, Díaz no solo debía ser defenestrado, sino borrado de la historia, execrado como un tirano miserable. Sin esa calificación del Porfiriato, se hacía muy complicado dotar a los gobiernos revolucionarios de alguna legitimidad.

El proceso de construcción de esta nueva forma de nacionalismo se extendió entre 1920 y 1938. Como todo proceso de este tipo, no fue conscientemente dirigido, pero sí aprovechado. Por ejemplo, la muy notable dotación de artistas originales que tenía México en aquella época, muchos de ellos con inclinación socialista, fue fácilmente cooptada por el nuevo poder. Para esos creadores, nacidos en los últimos 15 años del siglo XIX (y, por lo tanto, educados bajo el canon liberal), la mexicanidad solo podía entenderse partiendo de un pasado indígena claramente positivo, que había sido invadido y dominado por un imperio colonial deforme. Para ellos, el siglo XIX debía interpretarse como la lucha popular frente a la dominación heredada de la Colonia y representada por la Iglesia. Por ello, la imagen de Benito Juárez, enemigo de aquella y además indígena, no generaba problemas, pero sí la de Porfirio, mestizo promotor de inversiones extranjeras.

En un país analfabeto como el México de entonces, será el muralismo el gran constructor del nacionalismo revolucionario, acompañado en menor medida por la arquitectura monumental. José Vasconcelos, desde la recién inaugurada Secretaría de Educación Pública (1921), fomentó los murales. David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego Rivera pintaron, en 1922, los muros de la Escuela Nacional Preparatoria, y dieron así inicio a la narración pictórica del mito del nacionalismo revolucionario. Los murales de Rivera sirvieron de excelente propaganda «revolucionaria» para el gobierno, lo que le provocó serias críticas de sus colegas comunistas, entre ellos de Tina Modotti, quien los consideraba un soborno.Como es natural, la reflexión sobre el nacionalismo que surge de la Revolución fue más lenta. Tal vez El perfil del hombre y la cultura en México sea el primer esfuerzo en ese sentido; apareció cuando ya se iba terminando el proceso «visual». Dice su autor, Samuel Ramos: «Quitando a la tendencia ‘nacionalista’ todo lo que tiene de resentimiento contra lo extranjero (…) queda, sin duda, un contenido moral de indudable valor para México. Es la voz de nuestra más verdadera entraña que quiere hacerse oír por primera vez después de una larga era en que el mexicano ha sido sordo a su destino».

Algo similar dirá Octavio Paz algunos años después: «La Revolución Mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones». Aunque, continúa diciendo, «la Revolución ha muerto sin resolver nuestras contradicciones». Pero se trataba de la primera aproximación de Paz al tema, que se iría modificando con el tiempo. Para fines de los 70: «México sigue siendo, en materia política, a pesar de la Constitución y de la retórica oficial, un régimen patrimonialista como los del siglo XVII». Y hacia mediados de los 80: «En realidad el PRM de Cárdenas fue un partido compuesto por sindicatos y otras agrupaciones, no por individuos. Fue un partido corporatista –y lo sigue siendo». A inicios de los 90 incluso la cuestión económica es puesta en duda por Paz, por las mismas razones: «no es gratuito ver en esa política, además de la influencia de las doctrinas del intervencionismo estatal (…) un eco del patrimonialismo que hemos heredado del absolutismo europeo».

El periodo de construcción del mito nacional-revolucionario es entonces nítido. Se inició con la muerte de Venustiano Carranza (o el ascenso de Obregón, o el nombramiento de José Vasconcelos Calderón en la Secretaría de Educación Pública) y terminó en 1938, con la nacionalización del petróleo y la fundación del PRM. O, dicho de otra forma, con la fundación del régimen que gobernará al país el resto del siglo.

El petróleo y el mito

Como se ha dicho, fue Lázaro Cárdenas el gran constructor del régimen en México. Fue él quien logró organizar a obreros y campesinos desde el Estado, quien subordinó a los otros poderes y órdenes de gobierno y quien culminó su obra con la nacionalización de la industria petrolera, convirtiéndola en la gran victoria de México frente al Imperio y, por lo mismo, en el centro de la historia nacional. En ese contexto, la nacionalización no fue un asunto técnico o económico, sino una decisión política de la más alta importancia. Y no solo para México, puesto que fue Cárdenas quien fijó un camino que, con el tiempo, seguirían muchos otros países: la riqueza del subsuelo debe ser de la nación.

Es precisamente este carácter de la industria petrolera en México lo que la convierte en un tema que excede las discusiones normales. Al transformarse en la acción que consolidó el régimen de la Revolución y que de hecho terminó el proceso de su construcción, la nacionalización de la industria petrolera no fue una medida de política económica (o pública) normal. Fue «histórica» en todo sentido.

Fue tal la importancia de esta medida que, con el tiempo, a veces se olvida que México no era un país petrolero. Lo había sido antes y recuperaría una posición de privilegio hacia fines de la década de 1970. Pero en 1938, cuando se ordenó la nacionalización, la producción apenas alcanzaba para el consumo interno y siguió siendo así por los siguientes 35 años.

El gráfico 1 presenta el comportamiento de la producción de petróleo en México durante las primeras tres cuartas partes del siglo XX. El descubrimiento y explotación de la zona de la Huasteca –que ocupa partes de Veracruz, San Luis Potosí y Tamaulipas– permitió un primer auge de la industria a partir de 1911 y hasta 1921. Cuando esa primera zona redujo su producción, las empresas ya no invirtieron lo suficiente como para recuperarla: en ese mismo año, 1921, se descubrió petróleo en la bahía de Maracaibo, Venezuela, de mejor calidad y más fácil de extraer que el que había en México. Además, la Constitución promulgada en 1917 había modificado las condiciones: desde entonces, el subsuelo era propiedad de la nación y las concesiones otorgadas previamente habían sido desconocidas.

A los petroleros no les gustó la idea de que México se declarase dueño de los recursos del subsuelo y exigieron que el artículo 27 no se aplicase de forma retroactiva, de manera de respetarse las concesiones previas. Hubo dos arreglos temporales, el primero alrededor de los Tratados de Bucareli y el segundo entre el embajador estadounidense, Dwight Morrow, y Plutarco Elías Calles. A pesar de estas negociaciones, cuando Cárdenas llegó al gobierno la relación nuevamente se descompuso.

El 20 de julio de 1936, el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) se reunió en asamblea para crear su primer contrato colectivo de trabajo. Aunque al principio las empresas no lo vieron con malos ojos, las cláusulas les parecieron excesivas, puesto que, según sus cálculos, la carga laboral ascendía a 65 millones de pesos. El conflicto fue largo. A mediados de 1937, las empresas pusieron como límite a las peticiones obreras un máximo de 14 millones de pesos, que la Confederación de Trabajadores de México (CTM) estuvo a punto de aceptar, pero que finalmente rechazó.

El 18 de diciembre de 1937, la Junta de Conciliación emitió un fallo por el cual ordenó a las compañías petroleras pagar poco más de 26 millones de pesos. Las empresas lo rechazaron y presentaron un amparo. Los primeros meses de 1938 fueron bastante difíciles, puesto que ya había fuertes presiones sobre las reservas internacionales del Banco de México. Las empresas petroleras aprovecharon la situación para sacar sus depósitos del país, lo que puso el tipo de cambio en una situación muy precaria. Cárdenas respondió incrementando los aranceles para reducir las importaciones.

El 1 de marzo de 1938, la Suprema Corte rechazó el amparo de las empresas y confirmó el pago de 26 millones de pesos. La Junta de Conciliación puso como fecha límite para el cumplimiento de esa obligación el 7 de marzo. El 8 de marzo se abrió una suspensión judicial hasta el 12, pero las empresas comunicaron al embajador norteamericano, Josephus Daniels, que preferían perder sus intereses en México antes que aceptar las demandas del gobierno. Ese mismo día Cárdenas mantuvo una reunión con los representantes de las empresas y, posteriormente, con su gabinete. Ante la disparidad de criterios entre sus colaboradores, el presidente tomó la decisión de expropiar la industria si las circunstancias así lo requerían.

Unos días después, el 12 de marzo de 1938, Alemania y Austria se unificaron. El Anschluss concentró la atención de las potencias del mundo, países de origen de las empresas petroleras establecidas en México. El 15 de marzo, la Junta de Conciliación notificó a las empresas que debían cumplir sus obligaciones antes de las cinco de la tarde de ese día. Se negaron. Al día siguiente, según el embajador Daniels, las empresas habían aceptado pagar los 26 millones, pero no se ponían de acuerdo en las cláusulas administrativas. El 18, Cárdenas intentó nuevamente negociar con las empresas, pero una vez más no fue posible llegar a un acuerdo en materia administrativa. Y entonces, a las diez de la noche del 18 de marzo de 1938, Cárdenas anunció por radio que se procedía a expropiar la industria petrolera.

El petróleo y la economía nacional

En aquel momento, México producía unos 100.000 barriles diarios de petróleo, un volumen bajo que se mantuvo desde inicios de los años 30 hasta prácticamente el final de la Segunda Guerra Mundial. Después, conforme comenzó a aumentar la demanda interna, se lograría incrementar la producción. Sin embargo, México prácticamente no empezó a exportar petróleo desde la expropiación de la industria hasta mediados de la década de 1970. De hecho, cuando en 1973 la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) estableció el embargo petrolero que elevó el precio del crudo de los tradicionales tres dólares por barril a cerca de 12, México todavía era un importador neto. Sin embargo, fue esa alza la que le permitió al país comenzar a producir petróleo que a tres dólares no era viable, ubicado en la plataforma marina de la península de Yucatán. Por aquella época se descubrió en esa zona uno de los mantos petroleros más grandes del mundo. En 1979 se extrajeron los primeros barriles de Cantarell, el yacimiento llamado así en honor de Rudecindo Cantarell, el pescador que descubrió aceite en la superficie y alertó a Pemex. Ese manto no solo se estimaba en más de 30.000 millones de barriles, sino que además podía producir a un ritmo inusualmente elevado. Hacia 1981 Cantarell ya podía producir un millón de barriles diarios, lo que convirtió a México en lo que siempre había pensado que era: una potencia petrolera.

El momento en que esto ocurrió era, además, muy especial. Desde 1965, la manera en que México había logrado crecer había comenzado a agotarse. Como buena parte del mundo occidental, el país había logrado tasas de crecimiento espectaculares en la posguerra. Entre 1946 y 1971, México creció a un 3% anual por habitante (según Angus Maddison, un porcentaje similar al crecimiento promedio mundial). Como otros países de América Latina, el crecimiento mexicano se explicaba en buena medida gracias a la expansión de su frontera de producción, que permitió incorporar cada vez más terreno sembrable. En el gráfico 2 puede verse el crecimiento de las hectáreas sembradas junto con el crecimiento poblacional a partir de 1930. Por tres décadas, nuevas hectáreas se incorporaban conforme la población crecía, y en la misma proporción. El incremento en el rendimiento aportaba el crecimiento por habitante. Pero a partir de 1965 esto ya no podía continuar.

Sin embargo, se decidió seguir creciendo, lo que creó la necesidad de obtener de alguna manera lo que la tierra ya no podía dar. Así, México inició un proceso de endeudamiento externo. A partir de 1971, este proceso comenzó a acelerarse debido al abandono de Bretton Woods, que liberó el movimiento internacional de capitales, y poco después gracias al incremento de los precios del petróleo. Este alza impulsó un proceso inflacionario mundial pero también liberó grandes cantidades de dinero a través de las millonarias ganancias de los países productores de petróleo, que el sistema financiero se encargó de colocar en aquellos países que, como México, querían mantener un ritmo de crecimiento por encima de sus posibilidades.

La deuda externa mexicana, de cerca de 2.000 millones de dólares en 1964, se había duplicado en 1970, y multiplicado por diez hacia 1976. En términos del PIB, en ese año la deuda ya superaba 30%, y su servicio provocó una devaluación brusca del peso. La crisis económica no fue más profunda gracias a que el petróleo se había convertido ya en una importante fuente de dólares. A partir de 1974, México se convirtió nuevamente en un país exportador, y desde 1976 se sabía que en la plataforma continental del Golfo había suficiente petróleo para convertir al país en una potencia. Cantarell, aunque entró en explotación tres años después, fue la gran riqueza que le permitió al presidente José López Portillo anunciar, en su toma de posesión de fines de 1976, un futuro excepcional para el país.

Hacia la segunda mitad de los años 70 México era ya una economía casi totalmente cerrada, fuertemente dependiente del endeudamiento externo y, por lo tanto, del petróleo como fuente de dólares para cumplir con los pagos de la deuda. Sin embargo, en esa década –en la que aún no se conocía la gran debilidad de las economías planificadas y en la que el discurso socializante ganaba más peso en las universidades y centros de investigación– no estaba tan claro que México se encaminara al desastre. Por el contrario, la creencia general, tanto en el gobierno como en el sector privado e incluso en la población, era que el país se transformaría en una potencia económica global. Y se actuaba en consecuencia, construyendo obras faraónicas, iniciando proyectos de largo alcance, imaginando lo mejor. En 1980, Estados Unidos decidió enfrentar el problema inflacionario en que se encontraba. Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal, elevó las tasas de interés de referencia. La tasa pasó de 8% en la segunda mitad de los 70 a más de 15% en 1980. La tasa Prime, utilizada por los bancos para prestar a sus clientes preferenciales, entre ellos México, alcanzó 22%. La deuda externa ahogaba al país. Los flujos destinados a su servicio pasaron de 6.000 millones de dólares anuales entre 1974 y 1978 a 12.000 en 1979, 21.000 en 1980 y 27.000 en 1981. Las exportaciones de petróleo, que se suponía financiarían este endeudamiento, no podían sostener el incremento. En 1980, México obtuvo poco menos de 10.000 millones de dólares en concepto de exportaciones petroleras, y 13.000 en 1981; es decir, solo la mitad de lo necesario.

La historia económica de México en los años 70 es muy similar a la de cualquier país latinoamericano. Todos habían seguido un camino de crecimiento basado en el agotamiento de los recursos, que llegó a su fin en los 60. Los fondos internacionales disponibles en los 70 permitieron mantener un nivel de crecimiento que no tenía ningún sentido, pero que resultaba muy valioso para los políticos. Fueron los años de dictaduras en muchos países sudamericanos, y fueron esas dictaduras las que incrementaron la deuda para poder sostenerse. En México ocurrió algo similar, aunque por mucho tiempo el régimen no fue ubicado en la misma categoría de las dictaduras sudamericanas.

Era el petróleo el que hacía una diferencia. Cuando estalló la crisis de la deuda, en 1982 y precisamente en México, los regímenes autoritarios de Sudamérica tuvieron que dejar el poder, más temprano que tarde. Sin legitimidad y sin dinero, su único sostén era la represión, que nunca garantiza mucho tiempo. En México, en cambio, el petróleo generaba suficiente dinero como para que la crisis no acabara con el régimen. Sin duda, el país vivió una situación económica muy grave a partir de 1982, pero que no puso en riesgo al Estado. Esto cambió en 1986, cuando el precio del petróleo experimentó una fuerte baja, que se sumó a la destrucción provocada por los terremotos de septiembre de 1985 y al cansancio luego de tres años de crisis económica. Todo esto puso al país en una situación muy complicada. Gracias a la celebración del Mundial de Fútbol de ese año y a la decisión del gobierno de abandonar todo control fiscal, México no entró en caos. En 1986, el déficit alcanzó 16% del PIB y la inflación superó el 100% anual, rumbo a una hiperinflación frecuente en otros países de América Latina en esos años.

Así, en 1986 comenzó en México un proceso de cambio político de gran importancia, que dio lugar a lo que actualmente se vive en el país. Ese proceso de cambio fue pacífico y paulatino gracias a que México descansa en el petróleo, que cubre cada año entre 30% y 40% de los ingresos del gobierno y aporta 7.000 millones de dólares anuales que permiten mantener un déficit en el resto del comercio exterior. En suma, desde fines de los años 70 México descansa en el petróleo o, más específicamente, en el milagro de Cantarell.

El fin del milagro y la búsqueda de la reforma

Cantarell fue un milagro, pero tal vez haya producido más daños que beneficios. Como en La perla de John Steinbeck, el milagro se transformó en maldición. El gráfico 3 presenta la producción de petróleo en México e indica lo que aporta Cantarell. Como puede verse, el país no hubiese exportado petróleo si no hubiera sido por este manto. Sin Cantarell, la producción hubiera sido de 1,2 millones de barriles diarios entre 1979 y 2008, lo que no alcanza siquiera a cubrir el consumo interno, que promedia 1,3 millones de barriles diarios de 1984 a 2008. Sin duda, la historia habría sido muy diferente sin el descubrimiento de este yacimiento.

Como puede verse en el gráfico, Cantarell alcanzó su punto máximo de producción en 2004, 2.125 millones de barriles diarios (mbd). A partir de entonces, el manto entró en declinación a un ritmo acelerado. En 2005, la producción fue de 2.030 mbd y en 2006 fue de apenas 1.789. Esta caída de cerca de 300 mbd se repitió en los siguientes dos años, de forma que en 2008 apenas alcanzaba a superar, en el promedio anual, un millón de barriles (1,01 mbd). Este ritmo de caída ha superado las expectativas de Pemex, que año tras año ha pronosticado que la declinación se detendría.

En realidad, no es posible saber cuándo terminará la caída y se alcanzará una producción estable, pero baja, que se mantendrá por años. Ello podría suceder durante 2009, pero también podría no suceder. En cualquier caso, lo que ocurra con Cantarell es lo que ocurrirá con las exportaciones de México, puesto que, como hemos visto, sin él no habría forma siquiera de cubrir la demanda interna del país.

Y así llegamos al debate sobre la reforma petrolera. Fue precisamente este comportamiento del gran manto de Cantarell lo que desató la necesidad de modificar la forma de operación de la empresa petrolera mexicana. Si bien Pemex ha sido ineficiente en prácticamente todos los rubros desde siempre, esa ineficiencia no resultaba importante cuando el volumen de recursos producido alcanzaba para mantener las finanzas públicas y las cuentas externas. Pero eso ya no será posible; ahora, cada ineficiencia cuenta.

Así, en 2006 Pemex vendió 97.600 millones de dólares, de los que le quedaron 57.600 millones una vez pagados los costos de operación y administración. Parece una inmensa utilidad si se la compara con la que publican las empresas petroleras en Nueva York. Sin embargo, si se calculan los costos de estas empresas de la misma manera que lo hace Pemex, las cosas cambian mucho.

Por ejemplo, Exxon Mobil vendió, en 2006, 377.600 millones de dólares, casi cuatro veces más que Pemex, pero sus ingresos antes de impuestos fueron de solo 68.100 millones, poco más de lo que Pemex reporta. Pero si hacemos las cuentas de la misma manera en que lo hace Pemex, resulta que Exxon Mobil tuvo un ingreso antes de impuestos de 133.100 millones, mucho mayor que el de Pemex. La diferencia radica en que Pemex no considera correctamente sus costos de derechos y regalías, como sí lo hacen las otras empresas, ni los costos de exploración.

Si a eso se agrega el asunto del personal ocupado, la ineficiencia se hace todavía más evidente. En 2006, Pemex tenía 141.300 empleados, frente a los 82.100 de Exxon Mobil, que produjo cuatro veces más. Si se compara con PDVSA, la petrolera venezolana, que vende más o menos lo mismo que Pemex, la empresa mexicana tampoco sale bien librada: PDVSA ocupa un tercio de los empleados que ocupa Pemex (52.800 en 2006). Para mejor comparación, las ventas por empleado en 2006 fueron, en Pemex, de 691.000 dólares, mientras que en PDVSA alcanzaron 1,88 millones. En la española Repsol, 1,97 millones; en BP, la empresa con sede en Londres, 2,7; y en Exxon Mobil, 4,5 millones de dólares. PDVSA vende 170% más por empleado que Pemex y Exxon Mobil, 545% más. En cuanto a las utilidades, con las correcciones mencionadas, PDVSA obtiene 1,1 millones de dólares por empleado y Exxon Mobil, 1,62 millones. Pemex obtiene 379.000 dólares.

Finalmente, en 2008, el valor neto de Pemex, sin contar las reservas de petróleo, que son de la Nación, es prácticamente cero. Sus activos suman 1,28 billones de pesos (114.000 millones de dólares), pero sus pasivos son prácticamente del mismo tamaño. La deuda de Pemex alcanza 538.000 millones de pesos (48.000 millones de dólares) y el pasivo laboral (lo que se adeuda a esos 141.000 empleados), 504.000 millones de pesos (45.000 millones de dólares). En total, suman 1,04 billones de pesos (92.700 millones de dolares). Y todo eso sin contar la inversión que se ha realizado a través de Proyectos de Infraestructura Diferidos en el Registro del Gasto (Pidiregas), que en los últimos nueve años suma 85.000 millones de dólares, más de 900.000 millones de pesos.

La reforma y la política mexicana actual

En México, no hubo un Congreso independiente del Ejecutivo sino hasta 1997. Desde tiempos de Benito Juárez, en 1871, el Congreso se ha subordinado al presidente de la República, y no fue sino hasta que el partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), dejó de serlo, que México tuvo un Poder Legislativo capaz de tomar decisiones. Desafortunadamente, tanto la Legislatura de 1997 como las dos siguientes (2000 y 2003) no pudieron conformar una coalición estable entre los partidos políticos que permitiese discutir los problemas más importantes del país. Por ejemplo, los intentos de reforma fiscal impulsados por el gobierno de Vicente Fox (2000-2006) no tuvieron éxito.

Sin embargo, la Legislatura elegida en 2006, a pesar de la rispidez de los comicios presidenciales, sí logró constituir una coalición capaz de negociar y procesar diversas reformas de fondo, aunque en todos los casos el resultado fue parcial. Esta Legislatura concretó reformas de cierta profundidad en materia de seguridad social, fiscal, penal y electoral. Así, ante la necesidad de modificar profundamente la situación de la industria petrolera y frente a la capacidad mostrada por la Legislatura, el presidente Felipe Calderón envió un conjunto de iniciativas de reforma a las leyes relacionadas con este tema. Como ocurrió con las otras reformas mencionadas, el Congreso pudo discutir, pero las decisiones no alcanzaron la profundidad suficiente. En el caso de la reforma energética, las discusiones fueron muy aparatosas (hubo una toma del Congreso por parte de algunos legisladores, cierre de calles y hasta algún enfrentamiento público). Pero se trataba de fuegos de artificio. En el fondo, el problema de esta reforma, como en otras, se vincula a la dificultad de la clase política mexicana para entender el proceso de cambio que vive el país.

Después de un régimen autoritario que logró construir un argumento legitimador tan sólido como fue el nacionalismo revolucionario, resulta muy difícil salir de esa lógica. Tanto el PRI como el Partido de la Revolución Democrática (PRD) comparten esa herencia «revolucionaria», que cobra sentido con la nacionalización de la industria petrolera. Por lo tanto, les es muy complicado enfrentar el tema energético sin caer en ese sesgo ideológico.

La otra fuerza política importante, el Partido Acción Nacional (PAN), tradicionalmente opuesto a esa ideología revolucionaria, no ha logrado asumir el liderazgo del cambio. El paso de ser oposición histórica a la responsabilidad de gobernar no ha sido sencillo, y en los casi nueve años en que ha tenido que hacerse cargo de esta responsabilidad no ha sabido construir una nueva dirección. Más concretamente, el PAN no ha podido enfrentar a los grupos de interés creados durante décadas de régimen revolucionario: sindicatos corporativos, centrales campesinas, empresarios oligopólicos. La transición política en México, suave gracias al petróleo, se mantiene incompleta por la misma razón.

Pero Cantarell, el milagro que sostuvo a México en las últimas tres décadas, se termina, y con él la capacidad exportadora del país. No habrá ya cómo financiar las cuentas externas ni las cuentas públicas. Y esto ocurre cuando el mundo entero se hunde en una crisis de gran magnitud. La historia de México está por cambiar.

Bibliografía

Mussachio, Humberto: Diccionario enciclopédico de México, 4 vols., Andrés León editor, México, 1989.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 220, Marzo - Abril 2009, ISSN: 0251-3552


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