Opinión
octubre 2022

El malestar en la democracia

La violencia política se ha instalado como una posibilidad real en el horizonte contemporáneo. Para desterrarla, el mejor discurso no es el del liberalismo democrático, sino el de una tradición democrática más fuerte.

<p>El malestar en la democracia</p>

La escena contemporánea: política y violencia

El viraje hacia la derecha del espectro político en diferentes países ha venido ocupando la atención de las agendas de las ciencias sociales. Con términos como «democracia iliberal», «autoritarismo competitivo», «populismo de derecha», «nuevas derechas» o «posfascismo», se ha intentado registrar no solo las mutaciones políticas discursivas y el deslizamiento hacia la derecha de las agendas políticas, sino también las diferentes formas de gobernar y las orientaciones ideológicas de los más diversos grupos políticos asociados a estas ideas. La politóloga Cecilia Lesgart señaló que los usos de la noción de autoritarismo, que antes parecían reservados para definir experiencias de tipo dictatorial, se utilizan ahora para clasificar diferentes experiencias en el interior de los regímenes democráticos.

En la mayoría de los casos, estos actores de la derecha radical o de la extrema derecha logran acceder al gobierno a través de elecciones democráticas. Y, dependiendo del país sobre el que se coloque la mirada, lo hacen desde plataformas partidarias no solamente «nuevas» o a través de figuras que provienen de campos «no políticos» (los clásicos outsiders), sino también desde partidos políticos históricos. En 2018, bajo el sugestivo título Cómo mueren las democracias, los profesores norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt analizaron algunos aspectos del gobierno de Donald Trump. Entre el asombro y el pavor, señalaban el asedio autoritario y antirrepublicano al que el gobierno de Trump sometía a la democracia liberal estadounidense. Los autores tuvieron que recurrir al excelente libro de ficción La conjura contra América, de Philip Roth, para hallar una comparación que se acercara lo más fielmente al proceso político que vivía Estados Unidos. Como se sabe, la realidad tiene estructura de ficción.

Pese a que muchos de esos liderazgos asumen el poder o adquieren posiciones políticas de manera democrática, el problema estriba en la violencia que provocan a través de herramientas políticas y discursivas. Sin quebrar el régimen político democrático por completo, lo resquebrajan. Y alientan diversas formas de violencia política. El caso de Trump es, de hecho, ilustrativo. La toma del Capitolio el 6 de enero de 2021 por parte de diversos grupos de seguidores del saliente presidente de Estados Unidos dejó cinco personas muertas. El hecho marcó un punto de inflexión que confirmaba una tendencia en ascenso. Fue el propio Trump desde el poder –y no meramente un conjunto de partidarios autoorganizados– quien alentó la acción de grupos reaccionarios y antidemocráticos que impugnaron los resultados electorales que finalmente dieron el triunfo al demócrata Joe Biden.

En América Latina, la situación no ha sido demasiado diferente. Experiencias como la de Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua indican un debilitamiento en varios aspectos de la democracia, donde la relación hacia la oposición ha alcanzado dimensiones preocupantes. En Brasil, el gobierno del ex-capitán Jair Bolsonaro siguió una senda similar. Además de dejar librada a su suerte la vida de miles de personas en medio de la pandemia, Bolsonaro ha instado en diversas oportunidades a la sociedad civil a armarse frente al «comunismo», utilizando un lenguaje violento y conspirativo. Aunque ese «comunismo» solo existe en su imaginación, su lenguaje resulta efectivo a la hora de generar las condiciones para que la violencia irrumpa en la política como una posibilidad real. En Argentina, la situación no es demasiado diferente, aunque no es propiciada por un actor político que se encuentre ahora en el gobierno. Con sus diferencias de contexto, intensidad y culturas políticas, el intento de asesinato de la actual vicepresidenta Cristina Fernández evidenció el carácter antidemocrático y violento de sujetos marginales y grupos políticos por el momento menores.  

Estos casos muestran, a pesar de sus notables diferencias, un denominador común: la posibilidad de un pasaje a la violencia política como intento de solución de los conflictos de la vida en común. Si la política democrática se juega entre las lógicas del consenso y del conflicto, el pasaje hacia la violencia política supone el ingreso a una nueva dimensión. En las sociedades modernas y democráticas es la institución estatal la que posee el monopolio de la violencia legítima, asegurando que otros actores no la tengan. Sea por la acción de grupos menores y marginales, sea porque esos mismos grupos actúan promovidos por áreas «privadas» del mismo Estado, en todos los casos se componen escenarios que debilitan la creencia en el orden democrático.

Ante un escenario de este tipo, es necesario enunciar algunas preguntas. ¿Qué sucede cuando desde el interior de la democracia se horadan sus instituciones y las pautas mínimas de la vida en común? Es cierto que la democracia es el régimen político que admite su propia crítica, elemento virtuoso y al mismo tiempo frágil, pero ¿ello significa que cualquier cosa puede ser dicha, incluso proferir amenazas sobre la existencia política del otro? ¿Qué deben hacer los gobiernos democráticos ante la presencia violenta de grupos de indudable signo antidemocrático? ¿Qué sucede con la democracia cuando algunos asumen que otros no pueden seguir perteneciendo a la comunidad política? ¿Hay que prohibir, regular o tolerar desde el poder del gobierno las prácticas violentas y los discursos autoritarios? ¿Quién define, en ese caso, qué es una cosa u otra? ¿Se estaría atentando contra el principio liberal de libertad de expresión o más bien se estaría defendiendo la democracia?

Si la vitalidad democrática supone la dimensión performativa de los lenguajes políticos, una esfera pública saturada, donde ya no importan el contenido de lo dicho, ni los límites de lo decible, ni la legitimidad entre verdad y mentira (cuestión que interesó a Hannah Arendt y a Jacques Derrida tiempo antes de que aparecieran las fake news), se degrada. La queja, el resentimiento, el odio o la apatía son nociones de baja densidad política que, sin embargo, hoy pueden articular algún sentido político. Son el signo de un malestar en la democracia que, si no se lo contiene política e institucionalmente, tienden a proyectar sus pulsiones más destructivas sobre la sociedad.

Una reflexión sobre el estado de la democracia contemporánea debe incluir una observación crítica sobre el agotamiento de ciertas dinámicas políticas de los gobiernos progresistas, populares o de centroizquierda. El predominio de una visión anclada en los logros del pasado reciente es un sesgo de esos tipos de gobierno. Aunque algunos han vuelto al poder, las más de las veces aparecen impotentes para producir políticas novedosas e incorporar otros marcos conceptuales para ensanchar el horizonte de expectativas democráticas. Esa idealización del pasado y de la propia identidad, así como sus usos repetitivos, puede ser leída como un gesto simbólico o como un modo imposible de actuar de modo hegemónico en el presente.

¿Liberalismo democrático o democracia liberal?

Es rigurosamente cierto, como ha planteado Sergio Morresi en esta misma publicación, que los ataques violentos de las extremas derechas se producen en regímenes de democracia liberal. Los casos mencionados lo constatan. El problema estriba no solo en qué hacemos con eso, sino qué idea tenemos respecto de la democracia liberal.

En América Latina, la idea de democracia liberal se hizo fuerte durante la década de 1980, cuando numerosos países comenzaron sus transiciones políticas abandonando largos ciclos de dictaduras militares. Aunque en algunos casos esa experiencia fue algo más tardía, el contexto fue propicio para aquella idea. Numerosos intelectuales –entre los que se contaban muchos provenientes de la izquierda– la abrazaron y afirmaron la necesidad de encarnarla políticamente. En tal sentido, apostaron, como el sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero, por la necesaria «producción de un orden» democrático que sustituyera claramente al viejo orden dictatorial. El signo de la época marcaba la democracia liberal como la contracara de los regímenes autoritarios. Antes que pensar en sus límites, se pensaba en sus posibilidades. La principal de ellas era la de establecer una ruptura abrupta con los regímenes autoritarios. En las agendas políticas, académicas e intelectuales, la noción de «régimen democrático liberal» y de sus instituciones representativas se transformó en el horizonte político y conceptual de la época. 

Pero las discusiones sobre la necesaria instauración de la democracia liberal en un contexto posdictatorial no se referían solo a la dimensión institucional. Lo que se buscaba era forjar una nueva cultura política democrática. La idea que subyacía a ese ideario consistía, fundamentalmente, en hacer de las reglas formales e institucionales de la democracia un fin en sí mismo y no un medio para alcanzar otro estadio democrático más pleno. Ese proceso implicaba la reducción o el aislamiento de los grupos autoritarios que aún existían en la sociedad y que en general eran minoritarios. Aunque no se requería que todos los actores políticos estuvieran de acuerdo con la democracia, sí se exigía la existencia de una mayoría que no estuviese dispuesta a quebrarla y aceptara las elecciones (que sellara el pacto entre Estado y sociedad). A partir de entonces, la búsqueda de la igualdad social y económica debía alcanzarse dentro de las instituciones democráticas y no en la trascendencia de un nuevo régimen político. Además, este punto de vista consagraba a los partidos como los actores políticos fundamentales del nuevo orden. 

Sin embargo, las posiciones esgrimidas en la década de 1980 dieron lugar a nuevos debates en la década siguiente. Ya en los años 90 el politólogo José Nun advertía un problema: el de la confusión del liberalismo democrático con la democracia liberal. Nun afirmaba que las dos nociones expresaban significados distintos sobre la democracia y que el deslizamiento semántico podía llevar a equívocos. Dado que las dos tradiciones abrevaban y abrevan en fuentes ideológicas y políticas disímiles, la diferenciación entre ambas debía ser clara.

Nun acertaba en su descripción y el acierto era demostrable históricamente. La tradición liberal ha sido a través del tiempo portadora de una visión negativa –e incluso antipolítica– del mundo social, mientras que la tradición democrática del siglo XX tendió a considerar que el liberalismo «a secas» y sin adjetivos no podía erigirse como un ideario regulador de lo político. Menos aún en nuestros países periféricos donde, parafraseando a Roberto Schwarz, «las ideas no siempre están en su lugar». De hecho, cuando las luchas populares y democráticas del siglo XIX lograron conquistar nuevos derechos y ampliar la participación en los órganos del Estado, el liberalismo se incorporó a la democracia portando nuevos valores. Con la aparición del socialismo y de un nuevo horizonte de expectativas, la democracia fue cada vez «más democrática y menos liberal», pero siempre sobre la base política y legal del estado constitucionalista liberal, un piso necesario y básico, aunque insuficiente para dar cuenta del reconocimiento de los nuevos conflictos y de las demandas sociales y políticas. 

Que hoy la violencia política –o las expresiones que llaman a ella– se desarrolle en regímenes políticos democráticos ¿implica que el liberalismo democrático, como discurso, es la herramienta más efectiva para combatirla? ¿Puede una concepción política de ese tipo defender mejor al régimen democrático que aquellas que pretenden una democracia que vaya más allá del piso mínimo liberal? Si las democracias contemporáneas se fundaron sobre la producción de un nuevo  orden que sustituyera al régimen violento de las dictaduras, ¿qué hacer ahora, cuando el autoritarismo que erosiona la democracia, como sostienen Levitsky y Ziblatt, se produce dentro de ellas? Si incluso el acuerdo «democrático liberal» fundacional implicaba la idea de una cultura política que fuese en el mismo sentido y contemplaba la exclusión de quienes no la asumieran como propia, ¿podrá, hoy, un criterio liberal de democracia contribuir a solidificar ese orden?

El tiempo de la política

La transición democrática en América Latina fue concebida como una ruptura dicotómica entre autoritarismo y democracia. Pasado, presente y futuro organizaban las expectativas y los comportamientos de los actores políticos. La democracia era un régimen político y una forma de vida. Sin embargo, esas dimensiones temporales nunca funcionan linealmente, en tanto es la experiencia de los sujetos la que las organiza en contextos precisos. Hoy ese modo de organizar la experiencia se ha resquebrajado. La creciente debilidad democrática, el malestar social de la época y la posibilidad de la violencia política incluso dentro del régimen democrático liberal no constituyen imágenes del pasado, sino dispositivos instalados como posibilidad –e incluso como realidad– en el presente. Con la inclusión de la idea de «decadencia» en el sentido común contemporáneo (una idea privilegiada por el reservorio intelectual de la derecha conservadora) se anula la capacidad política de producir futuro. Este rasgo pareciera ubicarnos en un presente continuo, donde la condición de imaginar y producir un horizonte de expectativas, subjetivo y objetivo, ha quedado abolida.

Con todo, Trump tuvo que dejar el poder y, muy probablemente, Bolsonaro hará lo propio próximamente. En este último caso, está por verse si una vez fuera del Palacio del Planalto se consolidará un «movimiento bolsonarista». Si así fuera, y bajo la lógica política que ha venido produciendo, probablemente tensará la capacidad de gobernar de un eventual gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva. Pero si Bolsonaro ganara las elecciones en la instancia del ballotage, la democracia brasilera podría entrar en una zona de riesgo.

En el caso argentino, y en perspectiva comparada con el continente, la democracia presenta cierta solidez si se la observa en el nivel de la participación electoral ciudadana por la adhesión que concitan las dos fuerzas políticas principales. Se trata de una solidez del sistema de partidos que, aún, evita la fragmentación de las ofertas partidarias. De forma contradictoria conviven una creciente fragmentación y desigualdad (salariales, de clase, culturales) con un modo de representación política menos fragmentado que su base social.

Esto es lo que viene sucediendo hasta ahora, pero habrá que esperar a las próximas elecciones, porque un electorado flotante que busca formas alternativas de representación parece alzar la voz, a pesar de un campo político polarizado en dos tendencias. La debilidad en la capacidad política de los gobiernos, y por lo tanto de las instituciones estatales, se encuentra en una encrucijada entre revitalizar la promesa democrática o ceder a su decepción. 



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