Opinión
septiembre 2021

El laborismo noruego en la encrucijada petrolera

El laborismo ganó las elecciones noruegas, pero el rumbo de izquierda no está claro. El debate sobre el papel de Noruega como economía petrolera y la reestructuración del Estado de Bienestar están en el centro de la escena.

El laborismo noruego en la encrucijada petrolera

El triunfo del Partido Laborista noruego en las elecciones del 13 de setiembre pasado puso fin al gobierno conservador más extenso de la historia del país. Durante ocho años, la coalición conservadora liderada por Erna Solberg incluyó durante buena parte de su mandato a la ultraderecha racista del Partido del Progreso y trabajó en acotar los alcances del Estado de Bienestar. Su sucesor, Jonas Gahr Støre, se suma así al resto de los países nórdicos, gobernados todos por distintas coaliciones socialdemócratas, en lo que constituye una inusual marea «rojo suave». La última vez que Noruega, Finlandia, Dinamarca y Suecia fueron gobernadas por primeros ministros socialdemócratas fue en 2001. Y si se agrega Islandia, esto no sucedía desde la década de 1950.

O sino: el laborismo noruego, fundador de uno de los Estados de Bienestar más exitosos de la historia, volvió al gobierno de la mano de Jonas Gahr Støre, un millonario del ala derecha del partido que inició su carrera en contacto con los conservadores y que fue canciller del gobierno laborista que impulsó la ola de privatizaciones a comienzos de este siglo. Con el 26,3% de los votos, Støre llevó al laborismo a su segunda peor elección en un siglo. Sobre esa base precaria, tratará, no obstante, de formar gobierno manteniendo su promesa de no integrar al Partido Rojo, ubicado en la izquierda radical, ni a los ecologistas del Partido Verde.

O sino: el laborismo vuelve al poder en Noruega después de una elección en la que el dato más significativo fue el drástico cambio en el balance ideológico del electorado. Por un lado, el resultado mostró el crecimiento de los partidos de izquierda y de aquellos que demandan cambios drásticos en la política del país frente al cambio climático. Por el otro, evidenció la caída abrupta de los partidos conservadores y de ultraderecha que hicieron campaña reafirmando el compromiso con una explotación ilimitada de los hidrocarburos, la minería y la industria salmonera.

O sino: tras una campaña electoral en la que el cambio climático ocupó el centro de la escena, el electorado noruego se volcó mayoritariamente a las opciones políticas que promueven continuar con la explotación petrolera dentro y fuera del país más allá de las consecuencias para la propia Noruega y el mundo. Sumados los votos del laborismo, los conservadores, la ultraderecha y el Partido de Centro, cerca de 65% de los noruegos votó a favor de mantener y extender la dependencia del país de la explotación de hidrocarburos, un área que representa entre 15 y 25% de la producción nacional y cuya gestión mediante un enorme fondo soberano convirtió a Noruega en uno de los países más prósperos y con mayor bienestar general de la tierra.

Un proceso político de alta complejidad

Una elección, como una manifestación callejera o una revolución, es un evento en el que confluyen múltiples fuerzas; una foto de algo que en verdad está en movimiento perpetuo, contradictorio. Lo que le da una orientación más unívoca a esa marea está abierto a la acción política. Con un resultado que es al mismo tiempo triunfal y precario, el laborismo noruego construirá el sentido de esta elección a partir de sus políticas sobre el cambio climático, el Estado de Bienestar y la igualdad social, un conjunto discordante de cuestiones que le han dado a Noruega una visibilidad mundial destacada. La lección nórdica, el título del nuevo libro que estudia el desarrollo de Suecia, Noruega y Finlandia, y las enseñanzas que el mismo puede tener para América Latina en términos de expandir el bienestar para las mayorías, es una aseveración al mismo tiempo que una pregunta. En el caso de Noruega, esa interrogación gira alrededor de la relación entre aquellas fuerzas que hicieron posible esa sociedad igualitaria y aquellas que contribuyen a su desmantelamiento.

El nuevo gobierno tomará forma definitiva durante el mes de octubre, pero en la noche de la elección Støre hizo claras las prioridades del laborismo. El plan A es un gobierno de coalición junto al Partido de Centro –el que más creció en la elección y que se convirtió en la tercera fuerza con más de 13% de los votos– y al Partido de la Izquierda Socialista (SV, por sus siglas en noruego), que si bien creció —llegando a 7,6%— estuvo por debajo de lo que esperaba y en una posición de debilidad frente a los centristas. En su conjunto, las tres fuerzas representan el 47% del electorado y tendrán 89 diputados, cuatro más que la mayoría necesaria para gobernar. Esa es una opción probable, pero si por algún motivo Støre no lograra sumar al SV, su plan B sería un gobierno de minoría con los centristas, que requeriría de desgastantes negociaciones puntuales para cada ley. Nadie quiere un gobierno de minoría, pero esa sería la única opción si fracasara el Plan A, ya que el Partido Rojo no quiere integrar este gobierno —ni el laborismo los quiere adentro— y el Partido Verde aun está lejos de un entendimiento y de un acuerdo debido a su posición anti-petróleo.

Precisamente, una clave de esta negociación que marcará el futuro de Noruega es la política medioambiental y de explotación petrolera. En su conjunto, los tres partidos que más firmemente se pronunciaron a favor de terminar —con distintos plazos y políticas— con la explotación petrolera y de hidrocarburos noruega en el mundo, sumaron 16,2% de los votos: 7,6 el SV, un 4,7 de los Rojos —que duplicaron sus votos respecto del 2017, siendo la fuerza que más creció en porcentaje— y 3,9% de los verdes, que quedaron a 0,1 punto de llegar al 4% que hubiera expandido su representación parlamentaria. El Partido de la Izquierda Socialista es el único que está hoy en conversaciones con el laborismo, exigiendo un compromiso de Støre en materia de ambiente, fortalecimiento de las políticas sociales y el mantenimiento y la expansión del actual sistema de salud. Simbólicamente, esa fuerza negocia en nombre de un heterogéneo bloque de izquierda. En los hechos, cualquier acuerdo deberá ser sometido a un referéndum interno abierto a todos los miembros del partido.

El laborismo es, en buena medida, Støre. Un dirigente cómodo entre la moderación y el conservadurismo, debe ser uno de los pocos líderes laboristas que no izaba la bandera noruega el Primero de mayo (los Nazis impidieron demostraciones con banderas entre 1940 y 1945, por lo que el despliegue posterior de banderas el día del trabajo se convirtió en un espacio de confluencia entre patria y clase irrepetible en otros lugares. A regañadientes, Støre comenzó a izar la bandera hace unos años). Forma parte de la generación que transformó el partido desde fines del siglo XX y lo modernizó en línea con una sociedad en la que los trabajadores industriales habían dejado de ser la fuerza dominante. En una trayectoria análoga a las del laborismo británico, el socialismo español e incluso los demócratas estadounidenses, Støre abrazó un discurso militante contra la izquierda dentro y fuera del partido y repensó las ideas de economía planificada y control estatal sobre la economía para abrirse a incorporar el capital privado y la economía de mercado como un componente vital de una socialdemocracia nueva. Støre fue parte vital -como canciller y como ministro de salud entre el 2005 y el 2013- del último gobierno laborista liderado por Jens Stoltenberg que aceleró las privatizaciones en áreas como infraestructura, salud y transporte y promovió las nuevas industrias que cambiarían el perfil social y ambiental de Noruega, sobre todo la de la salmonicultura, algo así como el niño mimado del laborismo del siglo XXI y que hoy representa no solo una amenaza al medioambiente sino también el núcleo duro de una nueva clase de multimillonarios asociados a la extrema derecha. A comienzos de siglo, Stoltenberg había hecho un culto de posar en cuanto evento hubiera relacionado con la industria salmonera; en esta elección, Erna Solberg lanzó su campaña en Frøya desde la salmonera de su aliado Gustav Witzøe, el segundo hombre más rico de Noruega, quien condimentó la campaña anunciando que un aumento en el impuesto a la riqueza lo obligaría mudar sus empresas al extranjero.

Si el nuevo laborismo tomará esta elección como plataforma para un cambio drástico o como un mandato para en pos de la continuidad, es algo que se definirá en parte en las alianzas para formar gobierno. No sería novedosa una coalición que logre neutralizar el peso de la izquierda dentro y fuera del partido. En el sur escandinavo, al otro lado del mar del Norte, los socialdemócratas daneses liderados por Mette Frederiksen decidieron neutralizar a la extrema derecha apropiándose de algunas de sus banderas, adoptando una de las políticas antiinmigratorias más duras de toda Europa, un esquema que Bill Clinton popularizó en la década de 1990 en Estados Unidos como «triangulación» y mediante el cual el Partido Demócrata incorporó en su agenda el desmantelamiento del Estado de Bienestar. Støre no tendrá la necesidad danesa, porque la extrema derecha noruega se enterró sola en esta década.

La excepcionalidad noruega

El pasado y el presente de Støre y el de Noruega se encuentran en el petróleo. El país lo descubrió en la navidad de 1969 y fue la base del milagro de este país nórdico que hoy cuenta con poco más de cinco millones de habitantes. La representación formal del petróleo como eje del status quo noruego tiene dos pilares. Uno es Equinor, la empresa pública de explotación petrolera y gasífera (el Estado posee 66% de las acciones) que opera en Noruega y más de treinta países del mundo (Argentina, Brasil y Nicaragua son algunos de los que se cuentan en América Latina) y que convierten a Noruega en uno de los principales productores petroleros del mundo. La otra es el Fondo de Pensión Global del Gobierno —conocido como fondo soberano—, al que van a parar las ganancias petroleras. Hoy es el fondo de inversión pública más grande del mundo. Cobija el equivalente de 250.000 dólares para cada residente noruego. El fondo es administrado a partir de una serie de premisas —solo puede invertir en divisas extranjeras, no puede volcarse más de un 3% por año a la economía doméstica, debe alejarse de la inversión en industrias contaminantes— que no solo le dan prestigio mundial, sino que se convierten en un respaldo a la economía local mayor que el que ningún banco central hubiera imaginado jamás. Razón de más para entender porqué Noruega decidió mantener su propia moneda y establecer solo una alianza con la Unión Europea.

Ambos pilares mostraron su solidez en estas elecciones. El fondo soberano fue uno de los elementos fundamentales para que Noruega atravesara la pandemia y la recesión asociada de manera bastante holgura. La devaluación de la corona se compensó de sobra con la revaluación de las divisas del fondo, permitiendo inyectar dinero fresco al Estado, que es el principal empleador del país (30% de la fuerza de trabajo) y el mayor actor económico (50% del producto bruto nacional). Fue la presencia del fondo lo que atenuó —y en algunos casos eliminó— el impacto negativo de la pandemia sobre el formidable sistema de salud, la red social de seguros de desempleo y los programas de asistencia, los planes de infraestructura y los salarios públicos. En algún sentido, la pandemia corroboró la «excepcionalidad noruega» basada en un Estado de Bienestar omnipresente que provee seguridades extendidas para la casi totalidad de la población, aun en momentos de crisis.

Frente a ese panorama, no llamó la atención que dos meses antes de las elecciones, Equinor anunciara que no tenía en vista ninguna restricción a sus planes de exploración y explotación petrolera. Una manera poco elegante de marcar los límites de la campaña electoral en materia ambiental, del mismo modo que Witzøe lo había hecho en materia impositiva. La vieja teoría marxista imaginaba al Estado como aquel lugar en el que la burguesía resolvía sus contradicciones: el Estado noruego es la versión consumada de aquel credo.

Los partidos se alinearon alrededor de estas dos materializaciones de la riqueza. La extrema derecha dijo que no debía alterarse la política de Equinor. El Partido Conservador se concentró en las propuestas para seguir disminuyendo las huellas de carbono en el ámbito doméstico, un enfoque más bien cínico ya que la contribución de Noruega al calentamiento global se vincula en mayor medida con las fuentes de riqueza y tiene poca relación con lo que su población de cinco millones de personas consuma. El candidato laborista propuso que Equinor pusiera más énfasis en un análisis de riesgo ambiental de sus inversiones, quizás desincentivando actividades como el fracking, continuando con los planes de explotación actuales. La izquierda y el ambientalismo presentaron cronogramas distintos para poner fin a la explotación petrolera entre 2021 y 2050.

La pregunta de fondo, y la que probablemente defina a la gestión laborista, es si Noruega puede disfrutar de la prosperidad actual sin explotación petrolera. El laborismo responde que no y se abraza en eso a su vieja base sindical, que desestima propuestas para reducir la producción petrolera como ingenuas y antinacionales. Uno de los primeros anuncios de Støre, aun antes de saber cómo será su gobierno, fue que la central sindical laborista, la Confederación de Sindicatos de Noruega (LO, por sus siglas en noruego) tendrá un ministerio. Clase social e interés nacional son siempre dimensiones en conflicto. En el caso noruego, el conflicto se ha resuelto en una sumisión de la primera a la segunda, asociando el ideal igualitario vernáculo a una industria convertida en mito fundante, con su museo nacional, sus series de televisión y su presencia dominante en la vida social.

Puede que esa negativa a afrontar el rol de Noruega en el deterioro ambiental se modere de acuerdo a la necesidad de una negociación, pero la perpetuación del actual status quo dejaría en pie tres preocupaciones centrales. Una es la alarma que enciende respecto del resto del mundo: si Noruega, con apenas cinco millones de habitantes desperdigados en un territorio extenso y con una riqueza sin precedentes, no tiene los recursos políticos suficientes como para torcer su participación en el calentamiento global, ¿qué se puede esperar de países como China o Estados Unidos, cuyas sociedades más numerosas y desiguales tienen muchos más argumentos para embanderarse a una estrategia suicida de «destrucción para la subsistencia»? 

Un segundo punto es que la relación entre política interior y política exterior adquiere en Noruega las formas de la expansión imperial que caracterizaron a Estados Unidos durante el siglo XX, signadas por un bienestar y una paz social domésticos que sólo se sostenían a partir de la expansión global. Con un agravante para el caso noruego: durante el siglo pasado, la explotación de commodities en América Latina, clave para la economía y el orden social estadounidense, se desarroolaba en nombre de un proceso modernizador y civilizatorio. Desde las plantaciones de caucho de Henry Ford en el Amazonas en los años 20 y 30 hasta la liberalización del sector frutihortícola chileno bajo la dictadura de Augusto Pinochet, las distintas formas de mercantilización de los recursos naturales se imaginaron siempre como parte de un proceso que beneficiaba a Estados Unidos pero que en última instancia expandiría la prosperidad a todo el planeta. ¿Pero cuál es, conceptual e ideológicamente, el puente que podría unir la necesidad de mantener niveles de consumo creciente en el ámbito doméstico a costa de un deterioro de bienes colectivos —humanos y no humanos— en el resto del planeta? El nihilismo mercantil parece ser la base arenosa de la transformación de Noruega en una potencia mundial.

El tercer punto, asociado al anterior, es que esa misma destrucción también está afectando al país que la genera. El incremento de temperaturas e incendios, el deshielo acelerado del ártico y la posible ruptura de la corriente del golfo que equilibra el clima en la extensa costa oeste del país son algunas de las formas en las que el calentamiento global afecta la propia casa muy rápidamente.

La tarea que Noruega tiene enfrente es vislumbrar si el punto de encuentro entre la emergencia ambiental y la igualdad social está en mantener tasas de crecimiento y consumo individual en aumento o en reconstruir una idea de bienes colectivos conectada con la herencia igualitaria que el Partido Laborista ayudó a forjar durante el siglo XX. Los próximos pasos de Støre empezarán a dar una respuesta



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