Ensayo
NUSO Nº 291 / Enero - Febrero 2021

El ciclo histórico de las revistas latinoamericanas Trazos de una genealogía

América Latina es un continente de revistas: literarias, políticas, culturales... Estas tomaron distancia del trajín diario de la prensa y de los embanderamientos de la política, aunque las marcas persisten en el género revisteril. ¿Cómo pensar la autonomía del campo de las revistas y sus conexiones con el campo intelectual, el periodístico y el político? ¿Por qué fueron las revistas, antes que los diarios o los libros, las portavoces de las vanguardias estéticas, políticas y sociales del siglo XX?

El ciclo histórico de las revistas latinoamericanas  Trazos de una genealogía

América Latina es un continente de revistas. Con mayor intensidad en unos países que en otros, las naciones latinoamericanas asistieron desde mediados del siglo xix a la emergencia de un género que enseguida se convirtió en favorito y terminó dominando la escena intelectual durante todo el siglo xx. Una serie de estudios recientes viene poniendo de relieve el peso que las «construcciones impresas» tuvieron en la formación de los Estados nacionales en América Latina1

En la medida en que es un formato propio de la Ilustración, algunos estudiosos identifican revistas latinoamericanas en el siglo xviii, bajo el orden colonial. Otros señalan los precedentes ilustres de la Biblioteca Americana (Londres, 1823) y El Repertorio Americano (Londres, 1826-1827), que no se denominan todavía «revistas» pero ya han adoptado los atributos que van a definir la revista moderna: la periodicidad y la agrupación de formas, temas y géneros yuxtapuestos de autores diversos2. Pero hay que considerar que se editaron en Londres, donde Andrés Bello y sus amigos de la Sociedad Hispanoamericana pudieron encontrar condiciones de producción y de circulación (los lectores, los recursos y un clima de paz) que estaban ausentes en el continente latinoamericano. El ciclo de las modernas revistas culturales latinoamericanas nace propiamente una vez concluidas las guerras de la independencia y las guerras civiles. Hasta entonces, las creaciones literarias, así como los textos históricos, jurídicos o filosóficos que se anticipaban al libro se confundían dentro de la prensa nacional. Los procesos independentistas necesitaron de la fundación de una prensa política de carácter patriótico para afirmar su legitimidad, un periodismo que batallara a la par de los ejércitos. Pero la construcción de un moderno sistema de prensa comenzó inmediatamente después de las guerras independentistas, cuando las elites emprendieron la tarea de establecer un orden político: ello implicaba, como ha señalado Jürgen Habermas en una obra de referencia3, no solo la formación de modernos Estados sino además la trabajosa construcción de una esfera pública donde van a jugar un rol fundamental los grandes diarios de alcance nacional, provincial y municipal, pero además las asociaciones civiles, con la emergencia de un prolífico sistema de prensa (diarios, periódicos, revistas) estrechamente vinculado a ella4.

Promediado el siglo xix, encontramos sobre todo en las grandes capitales latinoamericanas una profusa actividad civil que lleva a la creación de nuevas formas de asociación, libre, igualitaria, solidaria, formas que contrastan con el carácter jerárquico, cerrado y tradicionalista de los antiguos gremios europeos: se trata de sociedades de ayuda mutua (mutuales), de asociaciones profesionales (como las típicas sociedades de tipógrafos), clubes sociales, culturales y deportivos, logias masónicas, asociaciones de inmigrantes, sociedades de beneficencia5. Inmediatamente después, en las dos últimas décadas del siglo xix, vemos aparecer los ateneos y los círculos literarios, como así también los sindicatos por oficio y, finalmente, los partidos políticos modernos. Estas asociaciones necesitaron del periódico y de la revista, pues si bien daban a conocer su existencia y sus actividades a través de los grandes diarios, procuraron contar con un órgano propio que les sirviera a la vez de vocero (dar a conocer su voz en la esfera pública constituía todo un signo distintivo de modernización y de virtud republicana), así como de medio de organización y cohesión identitaria.

Las revistas, pues, son hijas de esa prensa diaria, pero no se confunden con ella. Nacen y se afirman una vez concluidas las urgencias que exige la batalla cotidiana bajo las guerras de independencia y los enfrentamientos civiles. Cuando el sistema de prensa se va volviendo más complejo a lo largo del siglo xix, la revista se va a abriendo camino, como una forma más distanciada y por lo tanto más reflexiva respecto de la exigencia política diaria, una forma acorde con el tempo propio de la elaboración intelectual. Las primeras publicaciones que se asemejan al formato moderno de las revistas aparecen durante las primeras décadas de la independencia confundidas dentro del universo de la prensa de la época, entre los «periódicos», las «gacetas», los «telégrafos», los «correos» o los «almanaques». En las décadas de 1830 y 1840, las que hoy llamamos revistas todavía se autodenominaban «periódicos literarios», para diferenciarse de los periódicos informativos, o «gacetines», para distinguirse de las «gacetas». Algunas nacen como portavoces de grupos juveniles disidentes de las elites criollas –como los voceros del romanticismo: La Moda (1837-1838) de Buenos Aires, El Iniciador (1838-1839) de Montevideo, El Zonda (1839) de San Juan o El Crepúsculo (1843-1844) de Santiago de Chile–, otras como órganos de incipientes instituciones del Estado, como las publicaciones universitarias –Sturgis E. Leavitt inicia su relevamiento de Revistas hispanoamericanas con los Anales de la Universidad de Chile, de 18436–.

 A mediados del siglo xix predominan los voceros de las asociaciones civiles, que han nacido como periódicos (El Artesano, El Tipógrafo, Anales de la Sociedad Tipográfica, etc.), pero conforme avanza el siglo ya no compiten con la prensa nacional de gran formato que se ha afirmado y adoptan progresivamente la periodicidad más espaciada, el formato menor y las características gráficas y materiales propias de la revista. La denominación «revista» se generaliza en Europa a partir del éxito y la permanencia de la Revue des Deux Mondes, fundada en 1829. Esta publicación fue recibida y leída por las elites letradas latinoamericanas, junto con las que editaba Pierre Leroux, la Revue Encyclopédique y la Revue Indépendante. El término aparece en La Habana en 1831 con la fundación de la Revista Bimestre Cubano por el catalán Mariano Cubí Soler. En el Río de la Plata, surge de modo esporádico en esos mismos años (un ejemplo es la Revista de 1834, editada en Montevideo), para emerger con regularidad en la década de 1850 –Revista Española (1852), Revista del Plata (1853), El Plata Científico y Literario. Revista de los Estados del Plata (1855), Revista del Nuevo Mundo (1857), etc.– y se afirma en las décadas siguientes para convertirse en término de uso corriente en la década de 1890.En las últimas décadas del siglo xix, vemos florecer las revistas de los ateneos literarios, de los círculos de bellas artes, de los cenáculos de los escritores consagrados, de las universidades, al mismo tiempo que irrumpen desafiantes las revistas del movimiento modernista. A las revistas culturales de los grupos de la elite, que toman los nombres y el modelo de las prestigiosas publicaciones europeas, replican las revistas de cultura anarquista y socialista –que a menudo también remiten a sus modelos europeos– apelando normalmente al imaginario de la redención social con títulos anunciadores del nuevo milenio: Aurora, Germinal, Vida Nueva, Nueva Senda, Nueva Humanidad, Los Tiempos Nuevos… Como veremos enseguida, a menudo son difíciles de distinguir las revistas específicamente literarias de estos órganos de la vanguardia política, porque así como en el siglo xix se confundían romanticismo social y romanticismo literario, en 1900 se hacen manifiestas las afinidades electivas entre romanticismo y anarquismo, o entre romanticismo y socialismo. La Montaña (1897), la revista de formato periódico que dirigieron José Ingenieros y Leopoldo Lugones, o Martín Fierro (1904-1905), la revista de pequeño formato que impulsó Alberto Ghiraldo, son muestras por demás elocuentes7.

Si las primeras formas aproximativas a la revista moderna nacen a mediados del siglo xix, su ciclo se afirma en la década de 1890 y alcanza su esplendor a mediados del siglo xx. Con el crecimiento de la alfabetización y la escolarización, el campo de revistas se afirma y se autonomiza conforme se amplía su mercado, y desde la década de 1920 la oferta comienza a diversificarse en revistas especializadas. Del magazine ilustrado de fines del siglo xix y comienzos del xx, con contenidos universales dirigidos a la familia en su conjunto, comienza un proceso de diferenciación del que surgen en las dos décadas siguientes revistas específicamente literarias, teatrales, de cine, musicales, humorísticas, radiofónicas, deportivas, infantiles, estudiantiles, femeninas, feministas, de política nacional, de política internacional... Las revistas culturales propiamente dichas también conocen a lo largo del siglo xx una proliferación de tipos y de formas, de las más patricias a las más plebeyas, de las universalistas a las nativistas, de las comerciales a las contraculturales, de las de vanguardia a las de retaguardia, trazando un campo fascinante cuyo estudio viene creciendo en los últimos años.

El ciclo de las revistas no coincide puntualmente con la delimitación del «siglo corto» postulado por Eric J. Hobsbawm. Aunque se solapa con él, comienza antes de 1917. Su ciclo coincide mejor con lo que Régis Debray, en un artículo notable, ha llamado la grafosfera, o más precisamente, con el momento de culminación de esta, identificada como «la edad de la razón y del libro, de la prensa y del partido político»8.

Esta identificación es tan grande que para algunos el pasado fin de siglo fue testigo del declive de las revistas culturales, cuando comenzaron a sucumbir, por un lado, ante los nuevos desafíos de la era digital y, por otro, frente al imperio normalizador de las revistas académicas con sus formatos igualadores, sus indexaciones, sus referatos anónimos y sus factores de impacto. En un principio, parecía que internet había hecho posible el viejo anhelo de las revistas impresas de traspasar las fronteras nacionales, aboliendo los tiempos de distribución y reduciendo al mínimo los costos. Sin embargo, aun las visiones más optimistas sobre el reemplazo que vienen a cumplir los blogs, los sites y las online magazines reconocen que las asimetrías entre el oligopolio de los grandes medios de comunicación y las revistas culturales digitales propia de la grafosfera volvieron a reproducirse en el interior de la web9

Desde luego, puede señalarse aquí y allá cierto número de revistas resistentes, algunas todavía en papel, otras nacidas digitales (como Florencia de Caracas, El Estornudo de La Habana o Anfibia de Buenos Aires) y otras finalmente mixtas (como Gatopardo de Bogotá-México, Temas de La Habana, Nueva Sociedad con sede en Buenos Aires, Etiqueta Negra de Lima, El Malpensante de Bogotá, Piauí de Río de Janeiro o Nexos de México), en las que predominan la crónica y el ensayo. Pero por fuera de este segmento tenaz, cientos de revistas contemporáneas han sucumbido al imperativo normalizador nacido de las entrañas de la academia estadounidense y que, expandido a todo el globo, significó la muerte del ensayo, el fin de la escritura, la cancelación de la alianza entre textualidades y artes plásticas y la liquidación del debate intelectual10.

Campo intelectual y campo revisteril

El nacimiento del ciclo de las revistas culturales latinoamericanas en la década de 1890 coincide también con el inicio del proceso de profesionalización del escritor, proceso que va sentando –de modo lento y desigual– las bases materiales de un campo intelectual relativamente autónomo en cada nación. El escritor, el ensayista, el científico, el intelectual se van diferenciando del político polivalente del siglo xix al mismo tiempo que la revista cultural comienza a emanciparse de la prensa nacional propiamente dicha11.

Podríamos afirmar, pues, que el ciclo de las revistas coincide, se confunde, o incluso no es otra cosa que el ciclo que va de los letrados del siglo xix a los intelectuales del siglo xx. Las revistas culturales son impensables sin ellos, esto es, sin escritores, críticos, ensayistas, filósofos o artistas plásticos que quieren comprometer su profesión con la esfera pública, que buscan postular una agenda intelectual, que aspiran a disputar un espacio en un campo de fuerzas dado. No todos los escritores ni todos los filósofos son intelectuales. Muchos, acaso la mayoría, circunscriben su labor a su espacio profesional o académico. Aceptan sin mayores contratiempos el canon de su tiempo y aspiran a manejar con maestría las reglas de su oficio. Otros no están conformes con el canon establecido ni con el lugar de reconocimiento que les fue asignado: son aquellos que constituyen grupos, celebran asambleas, discuten el canon, elaboran manifiestos... Llamamos, pues, intelectuales a aquellos escritores, filósofos, cientistas sociales, críticos y artistas que cumplen con esta función intelectual, esto es, que intervienen en la esfera pública con las herramientas forjadas en el ejercicio de su profesión.

Como sabemos, los intelectuales acumulan capital cultural y defienden posiciones de prestigio y poder dentro de su campo no solo con la producción de obras individuales, sino también y sobre todo a través de alianzas, agrupamientos y redes, estableciendo delimitaciones, confrontaciones e impugnaciones. Y son las revistas, antes que los diarios o los libros, los vehículos privilegiados de los colectivos intelectuales para llevar a cabo sus estrategias de disputa hegemónica. Estrategias que pueden hacerse evidentes con los números de homenaje a los intelectuales consagrados, pero que están presentes en todas las secciones de una revista. Tanto la disposición de los nombres de los autores en tapa como las simples reseñas de libros en las últimas páginas pueden ser índices elocuentes –si se sabe leerlos– de un campo de fuerzas siempre inestable, continuamente disputado.

Las revistas latinoamericanas contribuyeron a constituir, a fines del siglo xix y comienzos del siglo xx, las literaturas y las historias nacionales12. De algún modo, vinieron a consolidar aquel proyecto de nación que había anunciado la primera generación de los románticos latinoamericanos. El establecimiento de ese canon fue el resultado de disputas libradas en buena medida en las páginas de las revistas sobre el sentido y los alcances de cada «cultura nacional», sobre los autores y las obras que merecían ocupar legítimamente el centro, la periferia o los márgenes de esa cultura, o incluso los que debían quedar por fuera de ese corpus legítimo. Las grandes revistas nacionales fueron a su vez objeto de la crítica de las revistas de vanguardia, que a partir de las décadas de 1920 y 1930 llegaron para cuestionar y al mismo tiempo reformular los cánones nacionales. Por su parte, las revistas del nacionalismo nacidas en la década de 1930 vinieron a impugnar los relatos históricos construidos por la tradición liberal medio siglo antes, que también se habían dado a conocer inicialmente en revistas13. Las revistas latinoamericanas de la década de 1960 y comienzos de la siguiente llegaron, a su vez, para cuestionar a los autores y las obras entonces consagrados postulando un compromiso radical para el intelectual y una narrativa experimental que replanteaba la relación entre historia y ficción. Sin desconocer el papel que ha jugado el mercado editorial en la configuración del «boom latinoamericano», es indudable que el nuevo canon de la literatura continental se fue estableciendo en el universo revisteril –desde Casa de las Américas hasta Mundo Nuevo, pasando por Primera Plana, entre muchísimas otras–, a través de géneros como la inserción de textos originales, el ensayo crítico, la entrevista y la reseña. Revistas que están en polémica contrahegemónica con las hasta entonces hegemónicas (el ejemplo paradigmático es, desde luego, Sur) y revistas que están al mismo tiempo en polémica entre sí, tratando de dar significado al «boom latinoamericano» desde signos diversos.

Estos casos abundantemente estudiados revelan de modo elocuente las estrategias por las cuales los colectivos revisteriles disputan posiciones de poder y reconocimiento, siendo sus frecuentes debates una de las más características. A lo largo de todo el siglo xx las revistas constituyeron los vehículos de expresión preferidos por los más diversos colectivos que disputaron posiciones dentro del campo intelectual. Las revistas fueron las plataformas a través de las cuales se pronunciaron y se cohesionaron grupos literarios, artísticos o filosóficos, los órganos de instituciones culturales más o menos establecidas o, más frecuentemente, los voceros de formaciones culturales más lábiles14. Las revistas expresan al mismo tiempo que producen a estos colectivos, les dan cohesión y contribuyen a forjar su identidad. Les permiten ir más allá de sí, inscribiendo al grupo en una red de lectores y colaboradores, avisadores, suscriptores y distribuidores. Las revistas constituyen pequeñas comunidades intelectuales que crean a su vez comunidades de lectores, mucho antes de que este término apareciera en la era digital. Unas revistas se enlazan con sus pares contemporáneas. Sus ejemplares, como ha señalado Beatriz Sarlo15, se convierten en moneda de cambio con otras revistas que editan otros colectivos, constituyéndose así redes de revistas según aproximaciones ideológicas, coincidencias de escuela o afinidades electivas, tanto a escala local como internacional. Esos colectivos editores, al mismo tiempo que tejen alianzas, disputan con otras revistas y con la red solidaria de esas otras revistas, buscan ganar a los neutrales y cooptar colaboradores del campo rival. En esta lucha por alcanzar las posiciones centrales, las revistas se afirman inscribiéndose en genealogías legitimantes. En mayor o menor medida, con mayor o menor conciencia, todas llevan adelante una serie de estrategias que nos permiten postular en el interior del campo intelectual un subcampo que funciona con una lógica propia y un lenguaje común, que denominaremos aquí campo revisteril. La tesis que subyace a este concepto es la siguiente: una revista no puede ser cabalmente entendida en su singularidad, sino que debe ser inscripta en un campo de fuerzas donde luchó por su reconocimiento estableciendo relaciones sincrónicas de alianza, competencia y rivalidad con otras revistas contemporáneas, al mismo tiempo que instituyendo linajes diacrónicos de legitimación. Parafraseando a Pierre Bourdieu, podríamos decir que el campo revisteril no es la sumatoria de las revistas de su tiempo, ni un espacio neutro de relaciones singulares entre revistas, sino que está estructurado como un sistema de relaciones en competencia y conflicto entre grupos y revistas que ocupan posiciones intelectuales diversas16. El campo de revistas aparece con su propio modo de funcionamiento, su economía, sus jerarquías, su propia historia y sus tradiciones.

Glosando a Raymond Williams, podríamos afirmar que para cada momento del campo hay revistas hegemónicas, revistas contrahegemónicas, revistas emergentes y revistas residuales. Y que una misma revista de larga duración puede irrumpir en determinado momento del campo como revista emergente, disputar durante cierto tiempo la hegemonía del campo a las consagradas, alcanzar luego durante un lapso la condición de revista hegemónica y, una vez cumplido su programa, sobrevivir finalmente a su reinado como una revista residual17.

Las revistas constituyen la forma privilegiada de la militancia cultural y su vida es el despliegue periódico de un programa colectivo. Suelen nacer con un manifiesto programático y normalmente mueren cuando ese programa se consuma. Pero también pueden desaparecer antes de tiempo, ya sea por penurias económicas, a causa de la censura o la represión, o con motivo de rencillas internas que hacen estallar un colectivo editor.

Las revistas son, por definición, programáticas. Su propósito es de intervención en los debates culturales del presente, ya sea fijando posición sobre los tópicos establecidos, ya sea aspirando a establecer su propia agenda cultural. Las revistas emergentes descalifican a las viejas escuelas literarias y se presentan como portavoces de las últimas vanguardias; desautorizan los tópicos del pasado y se ofrecen como las portadoras de nuevas problemáticas, ya sea el modernismo literario, las filosofías existenciales, el reformismo universitario, el marxismo, el psicoanálisis, el estructuralismo o el posmodernismo. Asimismo, cada revista cuestiona la publicación de los autores consagrados por la tradición y postula sus propios autores claves, como lo hacen, en Argentina, El Mercurio de América con Rubén Darío, La Vida Literaria con Waldo Frank y con Mariátegui, Martín Fierro con Ramón Gómez de la Serna, Claridad con Henri Barbusse y Romain Rolland, Sur con José Ortega y Gasset, El Escarabajo de Oro con Albert Camus y Jean-Paul Sartre, Eco Contemporáneo con Thomas Merton y la Beat Generation, Fichas con Henri Lefebvre y Charles Wright Mills, Pasado y Presente con Antonio Gramsci, Antropología del Tercer Mundo con Frantz Fanon, Los Libros con Louis Althusser y Punto de Vista con Raymond Williams o Pierre Bourdieu18.

Aunque a veces se parezcan exteriormente a un libro, y muchas veces adopten la forma de «revista-libro», se trata de artefactos culturales diversos. Mientras el libro se nos presenta individual, signado por el aura autoral, la revista es colectiva y dialógica por definición. El libro es singular, así se divida en varios volúmenes; la revista es seriada, incluso en el caso límite en que aparezca un solo número. El libro supone una lectura intensiva, continua y lineal, mientras que la revista se presta a una lectura extensiva, discontinua y fragmentaria, conforme la pluralidad de temas y autores ofrecidos, así como a su carácter periódico19.

La revista tiene un tiempo de circulación más veloz que el libro y anticipa los textos que el libro va a demorarse en recoger. La revista, campo de pruebas y de ensayos, avanza y arriesga, mientras el libro corrige, selecciona, decanta, consolida. En ese sentido, cualquiera sea su orientación política o estética, la revista es siempre vanguardista, mientras que el libro es por naturaleza conservador. Por eso la revista envejece rápidamente mientras que el libro sobrevive. Etimológicamente, revista remite a re-vista, re-visión, puesta al día de lo que se ha producido, derivando su nombre en muchas lenguas occidentales (review, revue, rivista, revista igualmente en portugués, catalán y castellano) de la acción militar de revistar, de «pasar revista» a una tropa20. La revista nos ofrece una puesta al día del estado de la cultura. Por eso, como ha señalado Sarlo,

nada es más viejo que una revista vieja: ha perdido el aura que emerge de su capacidad o, mejor, de su aspiración a ser una presencia inmediata en la actualidad. Objeto del deseo académico o coleccionista, las revistas envejecen de un modo casi patético: lo que promovieron cuando formaban parte del presente ya ha sido incorporado a la cultura común y está allí, en los libros, en las instituciones o en las prácticas. Lo que no lograron imponer se muestra con la triste evidencia de un fracaso que fue, en su momento, una apuesta perdida21.

Dentro de estos grandes trazos, es posible reconocer variedad de situaciones. Hay revistas de larga trayectoria, que logran construir una sólida hegemonía intelectual durante todo un ciclo de la cultura, como Nosotros (1907-1943), Sur (1931-1989) o Punto de Vista (1978-2008) en Argentina, Revista de Crítica Cultural (1990-2008) en Chile, Marcha (1939-1974) en Uruguay, Eco (1960-1984) en Colombia, Repertorio Americano (1919-1958) en Costa Rica, Casa de las Américas (1960) en Cuba, o Plural (1971-76) y Vuelta (1976-1998) en México. Hay revistas brevísimas, que no pasan de un solo número, pero que pueden dejar una significativa impronta cultural, como Las Ciento y Una (1953) o Literatura y Sociedad (1965) en Argentina22; o Válvula (1928) y Cantaclaro (1950) en Venezuela, o El Uso de la Palabra (1939) en Perú.

Entre unas y otras, están aquellas que no logran superar los tres o cuatro años de vida, pero que sin embargo constituyen casos emblemáticos de publicaciones emergentes o contrahegemónicas, como Martín Fierro (1924-1927), Amauta (1926-1930), Pensamiento Crítico (1967-1971) o Crisis (1973-1976).

De las «revistas literarias» a las «revistas culturales»

Hemos hablado hasta aquí de prensa diaria, de periódicos, de revistas políticas, de revistas literarias, de revistas culturales, de revistas académicas... ¿Qué es lo que define a una revista literaria o cultural? ¿Qué lugar ocupa la política en las revistas culturales? ¿Cómo entran en juego dimensiones como los géneros que aborda, los formatos, la periodicidad? ¿Cómo se delimita en definitiva su campo específico?

Los primeros estudiosos de las revistas latinoamericanas –los estadounidenses– se toparon hace más de medio siglo con este problema. Los trabajos pioneros de Boyd G. Carter intentaron delimitar el universo de las revistas propiamente literarias23. Sin embargo, este autor no dejó de advertir que las contribuciones literarias excedían con creces su objeto. Buscando una mejor delimitación conceptual, el profesor Carter comenzaba por proponer una taxonomía en la que distinguía: revistas propiamente literarias; revistas de distintas materias pero con secciones literarias; revistas gubernamentales; órganos de ateneos, bibliotecas y otras asociaciones civiles; revistas culturales; suplementos literarios de diarios; números especiales consagrados a escritores y secciones culturales en el cuerpo mismo de los diarios24. Aunque puede reconocérsele el mérito de un trabajo de pionero, la clasificación resulta algo caótica. Víctor Goldgel, en un trabajo reciente no carente de perspicacia, ha comparado la taxonomía de Carter con la enciclopedia china del relato de Borges, según la cual los animales se dividen en: «a) pertenecientes al Emperador; b) embalsamados; c) amaestrados; d) lechones; e) sirenas; f) fabulosos (…)»25

En otro trabajo pionero, Héctor René Lafleur, Sergio Provenzano y Fernando Alonso presentan su libro-catálogo de publicaciones periódicas argentinas como de revistas literarias, entendiendo por tales las exteriorizaciones «de un grupo, conjunto o cenáculo de intelectuales que buscan a través de ellas la difusión de su mensaje, libres de objetivos comerciales y al margen del presupuesto oficial26». Estos autores dejan expresamente fuera de su objeto a los magazines populares del tipo de Caras y Caretas o Fray Mocho, pues a pesar de su indudable valor literario y artístico, contaban con un sólido respaldo editorial y comercial. Pero no dudan en incluir a revistas como Sur o Ficción, que sin ser ni mucho menos proyectos «comerciales», estaban apoyadas por sus respectivas casas editoras (las editoriales Sur y Goyanarte). Puesto el foco en las revistas «independientes», autosostenidas, quedan fuera de su ámbito las revistas de instituciones oficiales o universitarias. Sin embargo, no pueden dejar de darle un lugar a La Biblioteca de Paul Groussac, cuya vida y muerte estuvieron atadas a las vicisitudes del presupuesto oficial.

Este texto canónico de Lafleur, Provenzano y Alonso tiene el mérito de llamarnos la atención sobre la relación entre experiencias revisteriles y experiencias editoriales. Una relación que nunca es unidireccional, pues hay revistas que nacieron en el seno de casas editoriales y, a la inversa, casas editoras que han nacido de las revistas. Babel de Buenos Aires está entre las primeras, y Sur, entre estas últimas. También de la revista Proa de Buenos Aires surgió Editorial Proa; de Los Pensadores y Claridad de Buenos Aires nació Editorial Claridad; de Índice de Santiago de Chile, Cuadernos de Índice; de Amauta de Lima, Ediciones Amauta; de Orígenes de La Habana, Ediciones de Orígenes; de Pasado y Presente de Córdoba, Cuadernos de Pasado y Presente; de Marcha de Montevideo, Biblioteca de Marcha, o de Plural de México, Editorial Plural. Las revistas no podrían comprenderse cabalmente disociadas de sus proyectos editoriales, aunque algunas editoriales hayan sobrevivido varios años a las revistas de las que nacieron, como Claridad o Pasado y Presente.

Por otra parte, es sintomático el hecho de que si bien Lafleur, Provenzano y Alonso definen sus publicaciones como «literarias», no hablan de grupos o cenáculos de escritores, sino de «intelectuales». Pagan tributo al uso corriente de «revistas literarias», pero son perfectamente conscientes de que estas publicaciones exceden el universo estrictamente literario. Cualquier estudioso o simple lector de este género sabe bien que a menudo una misma revista, así se autodenomine «literaria», reserva secciones para los más diversos géneros literarios y artísticos, así como para las humanidades y ciencias sociales, incluyendo en su índice no solo poemas y narraciones, sino también textos filosóficos, reseñas teatrales o críticas de cine. Asimismo, no dudaron en incluir en su libro-catálogo La Montaña de José Ingenieros y Leopoldo Lugones, subtitulada «Periódico socialista revolucionario». Esto es: no se llama «revista» ni se piensa «literaria», y sin embargo no podían dejar afuera una publicación fuertemente comprometida con el Modernismo… Otro tanto podríamos decir de revistas surgidas con posterioridad, como Crisis de Buenos Aires o Casa de las Américas de La Habana: va de suyo que las incluimos en nuestro universo revisteril, aunque exceden con creces a la clásica «revista literaria».A menudo las definiciones de «revistas literarias» dejan fuera la dimensión política, o solo la introducen de contrabando. A la inversa, podrían identificarse «revistas políticas» –aquellas vinculadas a grupos o formaciones políticas, como La Montaña–, o bien «revistas político-periodísticas» que mantienen secciones culturales significativas. Una posibilidad de incluirlas dentro de nuestro objeto consistiría en hablar de «revistas político-culturales», pero esta doble apelación, que parece remitir a dos universos distintos, es tan amplia que a la postre se torna inespecífica.

Además de detenerse en las posiciones relativas que ocupan en el campo intelectual, es necesario atender a las relaciones diagonales que las revistas culturales mantienen con el campo político. En su gran mayoría nuestras revistas no son órganos de partidos políticos sino expresiones de movimientos o formaciones culturales, formalmente independientes. Sin embargo, como ha señalado Sarlo para el caso argentino, las revistas «proporcionan instrumentos culturales a diseños políticos más amplios: Hoy en la Cultura, al Partido Comunista, Pasado y Presente, a los disidentes de esa misma organización ocupados en construir una alternativa; Crisis, a la juventud peronista dirigida por Montoneros; Contorno es el borrador del movimiento político que, años después, dirigirá Ismael Viñas»27. Podríamos añadir que a menudo abonan proyectos políticos y sin embargo no se resumen en ellos, como sucede con los escritores mexicanos de Contemporáneos, que contaron con el padrinazgo de José Vasconcelos; Joaquín García Monge no hizo de Repertorio Americano un vocero del Partido Socialista y Campesino; y ni siquiera un intelectual de ostensible compromiso político como José Carlos Mariátegui concibió Amauta como órgano del Partido Socialista, aunque la gran revista limeña fuese en su concepción una pieza clave en su frustrado proyecto de conformar una cultura socialista en Perú.

Que las revistas culturales no sean sino excepcionalmente órganos partidarios no las pone a salvo de la política: antes bien, siempre están tensionadas entre el campo cultural y el campo político. Algunas, como Ensayos de Montevideo o La Rosa Blindada de Buenos Aires, nacen con una vocación cultural que termina eclipsada por las pasiones políticas. La mayoría no llega tan lejos, pero incluso las más ostensiblemente apolíticas aparecen inscriptas en un campo de fuerzas político-intelectual que las induce a ciertos alineamientos, distanciamientos o confrontaciones con otras publicaciones. Incluso la vanguardista Martín Fierro de Buenos Aires, que renegó de la intervención política en nombre de la revolución estética, estalló en 1927 cuando Borges y otros de los vanguardistas jóvenes crearon el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, inaceptable para el libertario Evar Méndez28. Sur se definió reiteradamente como revista apolítica, lo que no le impidió en la década de 1930 apoyar a la República española o en los 40 la causa de los Aliados, ni saludar apoteósicamente el golpe militar que derrocó a Juan D. Perón en 1955 en términos de «Revolución Libertadora», para finalmente tomar partido por Occidente bajo la Guerra Fría29. Estas revistas no quisieron inmiscuirse en la política, pero no pudieron evitar que la política se metiera con ellas.

Sobre todo las revistas de larga duración contribuyen a la construcción de culturas políticas, lo que tiene a su vez consecuencias sobre la vida política de una nación. Oscar Terán ha mostrado cómo revistas de la «nueva izquierda intelectual» argentina de los años del posperonismo prepararon el clima revolucionario de las formaciones armadas de la «nueva izquierda» política30. Asimismo, podría señalarse que el semanario Marcha de Montevideo, fundado en 1939 por Carlos Quijano, jugó un rol clave en la conformación de una cultura política unitaria de las izquierdas –lo que de algún modo sentó las bases del Frente Amplio en 1971–; que la conjunción de revistas porteñas tan diversas como Punto de Vista (1978-2008), La Ciudad Futura (1986-2004), Unidos (1983-1991) y La Mirada (1990-1991) contribuyó a preparar las condiciones político-culturales del Frente País Solidario (Frepaso) (1994-2001), un frustrado intento de socialdemocracia popular; así como que Plural y Vuelta las revistas dirigidas por Octavio Paz y su continuadora Letras Libres sentaron las bases de un nuevo liberalismo político-cultural a la mexicana.

La historia literaria y la historia social de la cultura han tendido, en los últimos 20 años, a desplazar la denominación de «revistas literarias» hacia «revistas culturales». Quizás el punto de clivaje lo constituya el número especial de la Revista Iberoamericana de 2004 titulado justamente Revistas literarias / culturales latinoamericanas del siglo xx31. Incluso aceptando como válida la definición ofrecida por Lafleur, Provenzano y Alonso (exteriorizaciones de un grupo, conjunto o cenáculo de intelectuales), se hace manifiesta una ampliación del objeto, considerándose no solo las revistas literarias tout court (revistas centradas en la poesía, la narrativa, la crítica o el ensayo literario), sino también las consagradas a otros géneros del arte (como las revistas de artes plásticas o audiovisuales, de teatro o de cine). Esta denominación comprende asimismo publicaciones de otras áreas de la cultura, como las revistas de antropología, filosofía, historia, educación y ciencias sociales en general. ¿Cómo delimitar las «revistas culturales» de otros géneros revisteriles? Desde el punto de vista antropológico, todas las revistas serían, por definición, culturales. Sin embargo, cuando hablamos de «revistas culturales» presuponemos un universo más o menos concreto que se delimita de otros universos culturales, como las revistas de carácter científico-técnico o los magazines populares ilustrados. Por otra parte, aunque tampoco la línea de corte sea siempre nítida, es necesario distinguir entre revista y prensa diaria de información (los grandes diarios nacionales, estaduales o municipales), así como entre revista cultural y prensa política (ya sean los semanarios político-periodísticos más o menos independientes, o los clásicos órganos partidarios).Las revistas de ciencias sociales suelen ser comprendidas como «revistas culturales» por derecho propio, pero es extraño encontrar una revista de ciencias físicas o naturales en un catálogo de revistas culturales. En cambio, es frecuente que estén incluidas las revistas de historia de la ciencia o de política científica. Los grandes diarios quedan fuera de nuestro objeto, pero ¿cómo considerar los clásicos «suplementos literarios», que en las últimas décadas también pasaron a denominarse suplementos «culturales»? No hay lugar a dudas de que constituyen un género híbrido, a caballo entre la prensa y la revista.

Los semanarios periodísticos de información constituyen otro caso «impuro» –piénsese en Alternativa de Bogotá, que fundó Gabriel García Márquez, o en El Periodista de Buenos Aires, que dirigió Carlos Gabetta–, con sus riquísimas secciones culturales. Otro caso difícil de delimitar lo constituyen las publicaciones culturales de signo político: si bien dejamos expresamente afuera de nuestro objeto los periódicos partidarios, incluimos por derecho propio las revistas de cultura anarquista, socialista y comunista. El estudioso argentino Jorge B. Rivera, buscando exceder las clásicas antinomias entre elites y masas, lo culto y lo popular, la creación y la divulgación, englobó bajo la noción de «periodismo cultural» todo un conjunto de formatos y estrategias comunicacionales compuesto por revistas académicas y suplementos de diarios, semanarios político-culturales y fanzines, colecciones de fascículos y revistas de divulgación. Pero este esfuerzo inclusivo tenía la precaución de excluir de la denominación «los textos específicamente literarios, en tanto responden a usos y maneras retóricas y lingüísticas que poseen su propia tradición cultural»32. Podría argumentarse que también los suplementos de los diarios y los semanarios populares responden a usos y maneras retóricas y lingüísticas que remiten, asimismo, a una tradición propia: la del periodismo.

Aunque no retomamos aquí la noción de «periodismo cultural» sino que nos esforzamos en distinguir revistas y prensa, así como revistas culturales respecto de los magazines ilustrados o las revistas populares y comerciales de tirada masiva, es necesario reconocerle a la perspectiva incluyente de Rivera el mérito de resaltar la dimensión periodística del quehacer revisteril y el carácter anfibio de muchos escritores-periodistas. Esta contigüidad nos permite recordar, por ejemplo, que muchos textos que Mariátegui publicó en su revista Amauta habían aparecido previamente en semanarios limeños ilustrados como Variedades y Mundial. Al mismo tiempo, nuestra perspectiva insiste en que esos mismos textos, incluso cuando apenas se hayan modificado, cumplen una función completamente distinta en las páginas de Amauta, en compañía de otros textos, de otras imágenes y de otros diseños que van a otorgarles un sentido nuevo.

En suma, como hemos visto en nuestro repaso histórico, una vez que el sistema social se diversifica en campos que conquistan una relativa autonomía, el campo periodístico se rige por sus propias reglas, y el campo intelectual instituye las suyas propias, aunque podamos encontrarnos con ciertos formatos anfibios, como los suplementos de los diarios.


Nota: este texto es parte del libro Las revistas culturales latinoamericanas. Giro material, tramas intelectuales y redes revisteriles, CEDINCI/ Tren en Movimiento, Buenos Aires, 2020.

  • 1.

    Paula Alonso (comp.): Construcciones impresas. Panfletos, diarios y revistas en la formación de los Estados nacionales en América Latina, 1820-1920, FCE, Buenos Aires, 2004.

  • 2.

    Lisa Block de Behar: Derroteros literarios. Temas y autores que se cruzan en tierras del Uruguay, Universidad de la República, Montevideo, 2015, p. 302.

  • 3.

    J. Habermas: Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública [1962], Gustavo Gili, Barcelona, 1981.

  • 4.

    Hilda Sábato: «Nuevos espacios de formación y actuación intelectual: prensa, asociaciones, esfera pública (1850-1900)» en Jorge Myers (comp.): Historia de los intelectuales en América Latina I. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, Katz, Buenos Aires, 2008, p. 388 y ss.

  • 5.

    Ibíd., p. 390.

  • 6.

    S.E. Leavitt: Revistas hispanoamericanas. Índice bibliográfico. 1843-1935, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, Santiago de Chile, 1960.

  • 7.

    H. Tarcus: «Socialismo y modernismo fin-de-siècle. Espigando la correspondencia de José Ingenieros» en Políticas de la Memoria No 10-11-12, verano de 2011/2012.

  • 8.

    R. Debray: «El socialismo y la imprenta: un ciclo vital» en New Left Review No 46, 9-10/2007, p. 7.

  • 9.

    Regina A. Crespo: «Del papel a la pantalla: ¿las publicaciones digitales son las nuevas revistas político-culturales? Un análisis del caso brasileño» en Revista de Historia de América No 158, 1-6/2020, p. 360 y ss.

  • 10.

    Saúl Sosnowski: «Revistas y mapas, brújulas y teclados: los editores y el canon» en Cuadernos de Literatura. Revista Javeriana No 41, 2017.

  • 11.

    Carlos Altamirano y B. Sarlo: Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983.

  • 12.

    Nicolás Arenas Deleón: «Letras para la República. Revistas culturales, redes intelectuales transnacionales y configuración del relato histórico-literario en Chile y Argentina (1852-1890)», tesis de doctorado en Historia, Universidad de los Andes, Chile, 2020; Verónica Delgado: «El nacimiento de la literatura argentina en las revistas literarias. 1896-1913», tesis de doctorado en Letras, Universidad Nacional de La Plata, 2006.

  • 13.

    Para el caso argentino, v. Diana Quattrocchi: Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Emecé, Buenos Aires, 1995.

  • 14.

    Raymond Williams: Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.

  • 15.

    B. Sarlo: «Intelectuales y revistas: razones de una práctica» en Claude Fell (ed.): Le discours culturel dans les revues latino-américaines (1940-1970), Presses de la Sorbonne Nouvelle, París, 1992.

  • 16.

    P. Bourdieu: Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto, Montressor, Buenos Aires, 2002.

  • 17.

    R. Williams: ob. cit.

  • 18.

    Retomo y desarrollo aquí un señalamiento de Sarlo en «Intelectuales y revistas», cit., p. 12.

  • 19.

    Annick Louis: «Las revistas literarias como objeto de estudio» en Hanno Ehrlicher y Nanette Rißler-Pipka (eds.): Almacenes de un tiempo en fuga. Revistas culturales en la modernidad hispánica, Shaker, Berlín, 2014.

  • 20.

    «Review» en Online Etymology Dictionary, <www.etymonline.com/word/review...12986>, fecha de consulta: 12/2020.

  • 21.

    B. Sarlo: ob. cit., pp. 9-10.

  • 22.

    Emiliano Álvarez: «La revista Literatura y Sociedad: entre la guerrilla, el marxismo y la crítica literaria. ¿Un caso único y ejemplar?», 2016, disponible en América Lee, http://americalee.cedinci.org/wp-content/uploads/2016/07/literatura-y-sociedad_estudio.pdf

  • 23.

    B. Carter: Las revistas literarias de Hispanoamérica. Breve historia y contenido, Ediciones de Andrea, Ciudad de México, 1959; e Historia de la literatura hispanoamericana a través de sus revistas, Ediciones de Andrea, Ciudad de México, 1968.

  • 24.

    B. Carter: ob. cit., pp. 26-27. 

  • 25.

    V. Goldgel: «Caleidoscopios del saber. El deseo de variedad en las letras hispanoamericanas del siglo XIX» en Estudios año 18 No 36, 7-12/2010.

  • 26.

    H.R. Lafleur, S. Provenzano y F. Alonso: Las revistas literarias argentinas. 1893-1967, CEAL, Buenos Aires, 1968, p. 9.x

  • 27.

    B. Sarlo: ob. cit., p. 14.

  • 28.

    H. Tarcus: «Correspondencias mariateguianas entre Buenos Aires, Santiago, Lima y La Habana» en Políticas de la Memoria No 15, verano de 2015/2016.

  • 29.

    John King: Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura (1931-1970), FCE, Ciudad de México, 1989; Sergio Miceli: Sueños de la periferia. Intelectualidad argentina y mecenazgo privado, Prometeo, Buenos Aires, 2017.

  • 30.

    O. Terán: Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina, Puntosur, Buenos Aires, 1991.

    31. Revista Iberoamericana vol. lxx No 208-209, 7-12/2004.

  • 32.

    J.B. Rivera: El periodismo cultural, Paidós, Buenos Aires, 1995, pp. 19-20.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 291, Enero - Febrero 2021, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter