Opinión

¿Desarrollo o autonomía?
El Tren Maya y un dilema de las izquierdas latinoamericanas


agosto 2020

El debate sobre el megaproyecto del Tren Maya, emprendido por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México, puede ser leído como la reedición de un viejo e irresuelto problema latinoamericano. ¿Debe América Latina avanzar en perspectivas desarrollistas del capitalismo o, por el contrario, en una concepción que discuta los parámetros ambientales y sociales del llamado «progreso»?

¿Desarrollo o autonomía?   El Tren Maya y un dilema de las izquierdas latinoamericanas

El debate sobre el megaproyecto del Tren Maya, una iniciativa estrella del gobierno de Andrés Manuel López Obrador para ampliar la red ferroviaria a través de la Península de Yucatán, puede ser leído como la reedición de un viejo e irresuelto problema latinoamericano. Se trata de un «tren moderno, turístico y cultural» con el que López Obrador busca comunicar los principales centros arqueológicos de la cultura maya en cinco estados del sureste mexicano, pero que también incluirá trenes de carga. Al mismo tiempo se busca potenciar destinos turísticos como Cancún, Tulum, Calakmul, Palenque y Chichen Itzá.

Tal y como sucedió con otros gobiernos de izquierda, como los de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia, una iniciativa claramente desarrollista choca con diversas comunidades indígenas, esta vez en Chiapas, Quintana Roo, Campeche y Yucatán, que han logrado órdenes de jueces locales en contra de la obra por afectaciones a derechos ambientales y sanitarios.

El colonialismo y el subdesarrollo fueron dos de lops mayores motivos de preocupación en la tradición intelectual de la izquierda latinoamericana del siglo XX. Pensadores y líderes de las primeras décadas de la centuria pasada, como José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y José Vasconcelos, coincidían en que la dependencia económica de las naciones latinoamericanas prolongaba por otros medios la condición colonial que se había combatido durante las guerras de independencia y las reformas liberales del siglo XIX.

Fuera de minoritarias corrientes indigenistas y socialistas como la encabezada por Mariátegui, que ponían el acento en la dimensión comunitaria, el comunismo latinoamericano de las décadas de 1930 y 1940 suscribió las tesis estalinistas o, específicamente, browderistas (por el ex-líder del Partido Comunista de Estados Unidos Earl Browder) de que para que triunfasen revoluciones proletarias en América Latina era necesario el avance del capitalismo. Las estrategias de frentes amplios que siguieron los partidos comunistas, subordinados a la Tercera Internacional, antes de la Guerra Fría, como se observa en las argumentaciones de Victorio Codovilla, Blas Roca o Vicente Lombardo Toledano, implicaban una suscripción de los proyectos modernizadores del Estado-nación.

Fue con la Guerra Fría que los conceptos de «subdesarrollo» y «desarrollo» se difundieron en la cultura política latinoamericana. Los economistas de la generación fundadora de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Raúl Prebisch, Hernán Santa Cruz, Celso Furtado, Víctor Urquidi, abogaron por mecanismos como la industrialización nacional, la sustitución de importaciones y la dilatación del mercado interno para acortar la brecha con los países desarrollados. Pensadores de la llamada «teoría de la dependencia», como Enzo Faletto, Theotônio dos Santos, André Gunder Frank, Vania Bambirra y Ruy Mauro Marini, ya en las décadas de 1960 y 1970, radicalizaron aquellas propuestas y se adscribieron a los diversos socialismos de la Nueva Izquierda.

Aunque cuestionó de diversas formas el gradualismo político y la planificación económica de los partidos comunistas tradicionales, la Nueva Izquierda de la Guerra Fría no desestabilizó realmente el paradigma del desarrollo. En sus variantes más radicales, como las guerrillas guevaristas, a juzgar por la propia teoría socialista del Che Guevara, también pensaban el desarrollo económico en términos tecnológicos, desde una perspectiva modernizadora. No hay rastros de indigenismo en el pensamiento de Guevara y, a pesar de su gran admiración por Mariátegui, su idea de la reforma agraria y la industrialización nacional estaba más cerca de las tesis cepalinas y dependentistas.



En una carta que envió a Fidel Castro en marzo de 1965, antes de trasladarse a la selva boliviana, Guevara criticaba el modelo de planificación soviético, porque desde la Nueva Política Económica leninista alentaba el capitalismo, pero proponía una industrialización acelerada y una asimilación de la tecnología occidental que permitiera a Cuba salir del subdesarrollo en pocos años: «No podemos tener un Empire State pero sí podemos tener muchos adelantos que tienen los rascacielos norteamericanos, no podemos tener una General Motors, pero sí podemos tener una organización similar a la General Motors».

Hasta la caída del Muro de Berlín y la desaparición del bloque soviético, en casi todas las familias políticas de la izquierda latinoamericana (varguistas y peronistas, comunistas y socialistas democráticos, nacionalistas revolucionarios y apristas, guevaristas y fidelistas) predominaba el desarrollismo industrial. Tal vez las primeras alternativas serias a ese paradigma aparecieron dentro de la Teología de la Liberación que promovió una parte del movimiento católico después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, la aproximación al marxismo-leninismo de algunos de aquellos teólogos reforzó el ángulo modernizador de la izquierda.

Solo en la década de 1990, con los movimientos antineoliberales que se propagaron en la región, surge propiamente un comunitarismo que pone en tela de juicio el concepto de desarrollo. El papel del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el levantamiento de Chiapas en 1994 fueron decisivos en la reconfiguración doctrinal de una parte de la izquierda. Es a partir de entonces cuando el indigenismo y el ambientalismo se unen en una causa que antepone la autonomía de las comunidades al desarrollo económico.

Fuera de alguna presencia en el nuevo constitucionalismo latinoamericano, especialmente en Bolivia y Ecuador, el ideal comunitario no arraigó en las políticas públicas de los últimos gobiernos de izquierda. El desarrollismo acabó imponiéndose, como se evidenció en los conflictos por el Parque Nacional Isiboro Sécure en Bolivia, los proyectos extractivistas energéticos del gobierno de Rafael Correa o el aparatoso plan de un canal interoceánico en Nicaragua, adjudicado al multimillonario comunista chino Wang Jing.

Las fricciones por el Tren Maya en México se colocan en la misma tesitura. La suspensión del tramo de Palenque a Escárcega por una jueza de distrito en Chiapas en junio de este año favorece las demandas ecológicas de la comunidad indígena ch’ol. Según la orden de la jueza, el gobierno de López Obrador y las empresas involucradas tendrían que suspender las obras. Los miembros de la comunidad ch’ol, que viven en Palenque, Ocosingo y Salto del Agua, fueron amparados por «daños a la salud», en medio de la pandemia del coronavirus, contra el megaproyecto emprendido por compañías chinas, portuguesas y mexicanas.

Entonces el titular del Fondo Nacional de Fomento del Turismo de México (Fonatur), Rogelio Jiménez Pons, declaró que tras la demanda de las comunidades, los trabajos se limitarían a obras de mantenimiento. También se especuló sobre la posibilidad de que ese organismo realizara la impugnación oficial de la orden de la jueza chiapaneca. La emergencia sanitaria extendió aún más la paralización de las obras, pero de retomarse, el gobierno mexicano deberá negociar con las comunidades.

Desde el anuncio de este gran proyecto insignia del sexenio de López Obrador, el diálogo del gobierno con las comunidades ha sido accidentado. Una consulta implementada por el gobierno en la región maya fue denunciada por la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas por los Derechos Humanos en la Ciudad de México, como un ejercicio que no cumplía con los estándares internacionales. Poco después, la Asamblea de Defensores del Territorio Maya Múuch Xíinbal interpuso quejas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

La contraofensiva del gobierno de López Obrador ha recurrido a la búsqueda de apoyo para el Tren Maya dentro de las mismas comunidades. A principios de julio, el periódico La Jornada informaba que 64 pueblos mayas, de las etnias tzeltales y choles de Calakmul, en el estado de Campeche, respaldaban la construcción ferroviaria. El gobierno facilitó también la creación de un Comité Prodefensa del Tren Maya que, para combatir a las comunidades disidentes, presentó una denuncia por violación de derechos humanos contra algunos pueblos indígenas de la zona.

El conflicto ha escalado tras las acusaciones de López Obrador y del vocero presidencial, Jesús Ramírez Cuevas, contra las organizaciones no gubernamentales, asociaciones de la sociedad civil y medios de comunicación que atribuyen daños ambientales y de derechos humanos al megaproyecto. Estas han respondido pidiendo al gobierno una disculpa pública y demandando pruebas de que el financiamiento externo que reciben es para oponerse a la construcción del Tren Maya. La renuncia del conocido y respetado ecologista Víctor Toledo a la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales ha sido interpretada como otra señal de la oposición a la obra ferroviaria dentro del propio gabinete.

En medio de las pastorales discursivas en torno del impulso al desarrollo social que traerá el Tren Maya cuando se reduzca la pandemia, tiene lugar esta pugna en la que los derechos humanos son utilizados por unos y otros. Para los comunitaristas, se trata del conjunto de derechos que protegen los recursos naturales y los usos y costumbres de los pueblos. Para los desarrollistas, se trata de un mecanismo de control político, que les permitirá avanzar en el proyecto modernizador de la izquierda hegemónica.

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