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Democracia, libertad y socialismo


Nueva Sociedad 23 / Marzo - Abril 1976

  

Democracia, libertad y socialismo

El Partido Socialdemócrata nunca ha negado su origen socialista en su historia de 113 años ya sino que siempre lo ha afirmado con pasión, con la misma pasión con que ha luchado en tradición inquebrantable por la democracia. Pues ambos, el socialismo y la democracia, no nos han acompañado y ocupado como contraposiciones desde mediados del siglo pasado; tuvieron y tienen que ver la meta y la vía de un orden social liberal; según mi modo de entender, se condicionan mutuamente. 

En el Programa de Godesberg del SPD, se dice: «los socialistas aspiran a una sociedad en la que cada uno pueda desplegar libremente su personalidad y cooperar, con responsabilidad y como miembro al servicio de la colectividad, en la vida política, económica y cultural de la humanidad»

Esto ha sido y sigue siendo la idea fundamental de la política socialdemócrata, que también puede expresarse así: autodeterminación y cogestión en una sociedad equilibrada y solidaria de ciudadanos responsables. Según este modo de entender, el socialismo se convierte en democracia realizada -realizada más allá del ámbito político-parlamentario-.

Quisiera volver por un momento a lo conceptual. La Internacional Socialista expuso en su Declaración de Fráncfort de 1951 que no hay socialismo sin libertad y que el socialismo solo puede realizarse a través de la democracia. Aquí se quiso poner en claro lo que se había perdido por la perversión del concepto de socialismo, por obra de aquellos que se llamaban nacionalsocialistas y que, bajo este nombre, cometieron los crímenes más atroces; pervertido, por otra parte, por aquellos sistemas de poder comunistas que despojaron al concepto de socialismo de su núcleo liberal-democrático.

En la democracia alemana resucitada, para hombres como Kurt Schumacher y Ernst Reuter y para los que les siguieron, se trató de hacer bien visible este núcleo. No es un socialismo estatal hostil a la libertad, sino el socialismo democrático que nos impulsa, y entre ambos se interponen abismos de arbitrariedad y violencia, decenios de lucha y desesperación. Pero, en esta diferenciación, resplandece la esperanza de generaciones, vive la pasión de muchos que ofrecieron y sacrificaron cuerpo y vida en pro de ideales socialistas.

En nuestro «Marco de Orientación 1985», decimos que es el error del conservatismo el afirmar que puede haber verdadera solidaridad entre ricos y pobres, poderosos y débiles, esclarecidos e incapacitados y que la libertad jurídico-política puede conservarse para todos, reservando la libertad económica, social y cultural para una minoría. Agrego a esto: es el error de una especie de conservadores muy extendida el creer que el socialismo es una ideología de envidia y gente pobre para aquellos que no consiguen llevar una vida en condiciones materiales holgadas.

Nosotros, los socialdemócratas, con todo el derecho de nuestra tradición liberal y social, lo vemos de otra forma. Para nosotros, el socialismo fue siempre el orden de vida en el cual el despliegue de la personalidad estuvo ligado al compromiso social. Pues solamente de la comunidad puede emanar también verdadera libertad para los muchos individuos. 

La conquista de libertades, como ya he dicho, se debe a la lucha de socialdemócratas. Esto comprende el sufragio universal, una condición fundamental de la democracia. Esto comprende la democracia parlamentaria misma. Esto comprende la lucha contra el comunismo, enemigo de la libertad, que pudo, más de una vez, amenazar, pero no estremecer en sus fundamentos, al movimiento socialdemócrata. 

A esto se añaden etapas de la justicia, ya que justicia también significa decir siempre libertad concreta. Quisiera mencionar la lucha por la así llamada «jornada normal», contra el trabajo infantil y en domingo, por una protección del trabajo, primero muy condicionada, pero luego muy ampliada. Es parte del arduo quehacer cotidiano de la política el hecho de que el político ha de recordar y repetir lo que en realidad debiera ser conocido. Esto vale también para el pasado reciente. Ya parece olvidado cuáles son las conquistas esenciales, en favor de la seguridad social de amplias capas de nuestro pueblo, que se deben a la tenaz labor realizada en los últimos años. Lo hemos denominado «red de la seguridad social» que, entre tanto, ha probado su eficacia. También debería saberse que socialdemócratas como Erhard Eppler reflexionaron, hace años, acerca de lo que hemos llamado una vida en calidad y cómo ellos -a pesar de todas las deficiencias- crearon, con toda una plétora de leyes, las condiciones previas para que este valor vital se hiciera más experimentable. 

Esto incluye cosas de tono tan burocrático como la protección de inquilinos contra el desahucio, la reforma de la ley sobre productos alimenticios o la reordenación de los negocios a plazos que protege al comprador. Esto incluye grandes conquistas sociopolíticas como la limitación flexible de la edad de retiro, el mejoramiento de las pensiones a pagar por las empresas, el hecho de que ya no existen límites de tiempo para el derecho a prestaciones en caso de enfermedad grave, o bien la protección del trabajador contra riesgos de quiebra.

Libertad significa también ser libre de dependencias indignantes. Y aunque debiéramos saber que la libertad democrática únicamente puede existir allí donde, por principio, cada uno tenga la misma oportunidad de insertar su opinión y sus intereses en la formación de la voluntad social y en los procesos de decisión; aunque sabemos esto, se defiende, en nombre de la libertad, y la democracia, que se acumule en pocas manos un ingente poder económico y, por tanto, también políticamente eficaz las más de las veces. 

El registrar esta contradicción exige mencionar una segunda: hemos experimentado que, en países comunistas, la eliminación del poder económico privado no ha conducido, por regla general, a la liberación de los trabajadores, sino que ha llevado esencialmente a una tremenda concentración de poder en manos de una burocracia incontrolada, a la formación de un nuevo tipo de dictadura. 

Tal clase de desarrollo no es inmanente a la idea del socialismo democrático. No es forzosa en absoluto. Más bien representa solamente el socavamiento total de una gran idea de libertad por parte de los que fueron lo suficientemente presuntuosos para hacer de una visión el sistema y del sueño el precepto para el pensamiento. Demasiadas veces la libertad y la justicia se quebrantaron por obrar de esta forma. 

Si intervenimos en el campo de tensión existente entre el poder económico y la libertad individual, tenemos que cuidar mucho de que la antigua acumulación de poder no sea simplemente sustituida por la concentración de nuevo poder, ni tampoco por la incompetencia masiva de una burocracia misantrópica. Ambas posibilidades no le van bien a la libertad.

Socialismo democrático tampoco significa sencillamente socialización. Esto es distinto a lo del siglo pasado. Los socialistas democráticos saben hoy que, con una mera transformación de la propiedad privada en propiedad pública, no queda solucionada la cuestión de la libertad. 

Para nosotros, los socialdemócratas, la cuestión de la socialización, la colectivización de los medios de producción no depende de si tenemos o no el poder para ello. Es exclusivamente una interrogante sobre el futuro de los hombres en nuestra sociedad y, por tanto, depende únicamente de la medida en que la gran propiedad privada y el poder dispositivo privado sobre importantes medios de producción ponen trabas a los valores fundamentales de libertad, justicia y solidaridad. 

Quiero decir todavía algo acerca de la idea de la igualdad, ya que desempeña un papel importante en la discusión socio-política entre lo que se llama conservativismo y el socialismo democrático. Precisamente en el caso de este concepto, la tentación demagógica es intensa y siempre se cosechan aplausos seguros cuando nuestra reivindicación de más igualdad puede denunciarse como nivelación y monotonía gris de la vida cotidiana. Son conocidas las tergiversaciones polémicas, un ejemplo: se afirma que la política educacional socialdemócrata exigía «educación igual para todos», que, según ella, «un ciclo de formación igual para los más y los menos inteligentes (...) sería el ideal inexpresado y la formación universitaria la meta a la que deberían aspirar todos» (Biedenkopf). 

Afirmaciones como estas no contribuyen a aclarar objetivamente las verdaderas diferencias programáticas entre los grandes partidos; según está comprobado, no son ciertas. Cualquier conocedor de la materia sabe que, en la programática socialdemócrata, lo que importa es diferenciación e individualización, o sea que, en la «escuela integrada», no se trata del lema «a cada uno lo igual» o, incluso, «a cada uno lo mismo», sino «a cada uno lo suyo». Así, pues, lo que le permite desplegar sus facultades de la mejor forma posible. 

No es ninguna casualidad el que el SPD no mencione expresamente la igualdad entre los valores fundamentales del socialismo democrático. Dificultades de definición nos han hecho desistir de ello. Pero, ciertamente, la igualdad social está justificada y es necesaria en tanto y en cuanto contribuya a la realización de libertad, justicia y solidaridad en la vida del hombre. La idea fundamental del socialismo democrático es el libre despliegue de la personalidad. No obstante sus lazos y obligaciones sociales, es el individuo, y no la colectividad, el que constituye el punto central de la sociedad. El problema de la realización de la igualdad reside, por lo tanto, en crear, para cada persona y de la misma forma, los lazos sociales para su desarrollo libre e individual. Esto es más que la simple igualdad de oportunidades en el sentido de puntos de salida a la misma altura, después de los cuales vuelve a aplicarse el principio de los codazos.

Quiero poner en claro esto, exponiendo lo que igualdad no puede significar. La reivindicación no puede, a nuestro modo de ver, tener el objetivo de nivelar la desigualdad natural de los hombres. Más bien, se dirige contra la desigualdad de las condiciones de vida sociales que, como es bien sabido, subsisten más allá de la «salida»; contra las crasas diferencias de ingresos y de propiedad, de poder y de prestigio social. Y esto solo en la medida en que estas diferencias obstaculicen el derecho de cada uno a desarrollar libremente su personalidad y, porque esto afecta el núcleo de la interpretación errónea, he de agregar: la igualdad social no apunta, a nuestro modo de entender, a la uniformidad de los hombres, sino a la igualdad de su categoría social.

Quiero decirlo, una vez más, en otras palabras, en palabras que he empleado antes: la justicia y la libertad exigen más que la igualdad de oportunidades en la salida, más también que la igualdad ante la ley, a saber, la igualdad de derecho a una vida en calidad. Con esto, no queda eliminada la fundamental tensión dialéctica entre las dos ideas de la humanidad de libertad e igualdad; probablemente, no podrá eliminarse nunca por completo. Posiblemente, una vida de calidad necesita precisamente de esta tensión, y de ahí procede seguramente la energía de la justicia. A ella también -considerada como valor absoluto- solo es posible aproximarse. Pero el que renuncie a la aproximación diaria, paciente, incluso combativa -y a esto se refiere la solidaridad- ha capitulado ya ante la injusticia. Así, el amor a la libertad, en el que no nos dejamos ganar por nadie, ha de medirse por la voluntad para una creciente justicia.

La idea de igualdad del liberalismo y del conservativismo no nos parece suficiente a los socialdemócratas. Nosotros también exigimos la igualdad de oportunidades en la salida; pero, al mismo tiempo, criticamos su limitación y completamos esta idea reivindicando la igualdad de oportunidades de vida. Somos incluso de la opinión de que al limitarse a la igualdad de oportunidades, la competencia impide ya de por sí que siquiera se creen oportunidades iguales en la salida.

La ideología reinante del rendimiento es parte de este tema. Sin duda alguna, es de una claridad cautivante el exigir igualdad de oportunidades, competencia decente y distribución de los resultados sociales según el rendimiento de cada uno. Pero su realización depende de que el concepto de rendimiento presupuesto sea cuantitativamente determinable y correcto en cuanto al contenido. ¿Hay realmente una medida concreta para apreciar si la diferencia de rendimiento social entre un cirujano jefe y una enfermera de quirófano justifica una diferencia de ingresos en la proporción de 40:1 o 4:1? Esa medida no existe. Eso sin tener en cuenta en absoluto que el concepto de rendimiento empleado hoy día no cubre la gran abundancia de facultades humanas. Los pensativos y los modestos, los imaginativos y los sensibles, los individualistas, pero también los que siempre están dispuestos a ayudar, quedan fácilmente marginados en esta competencia de rendimiento.

Los problemas de la desigualdad social emanan, en principio, de la división del trabajo en la sociedad y de la necesidad de organizar esta división, al menos en parte, de forma jerárquica, es decir, sobre la base de superioridad y subordinación. Es obvio que un cargo de responsabilidad o de dirección en la sociedad ofrece más oportunidades en la vida que un puesto de dependencia o de cumplimiento de instrucciones.

La respuesta a la pregunta de si, a este respecto, puede llegar a ser realidad más igualdad de oportunidades en nuestra sociedad, depende, pues, decisivamente de la respuesta a la pregunta de si, en esta sociedad, será posible menos jerarquía y más cogestión. 

No tienen razón los que de la tensa relación entre la democracia igualitaria y la libertad individual quieren hacer contraposición irreconciliable y de ello sacan la conclusión de que más democracia tiene que conducir forzosamente a una limitación de la libertad. La libertad del individuo no la podemos considerar separada de su puesto en la sociedad. El individuo experimenta la libertad dentro de la sociedad; para asegurar esa libertad, son necesarias determinadas condiciones sociales previas. Solo cuando la democracia se haya introducido en muchos sectores de la sociedad, habrá, por tanto, espacio libre para practicar la libertad. 

Ustedes conocen esa frase, la reivindicación del año 1969: ¡tenemos que osar más democracia! Muchos la comprendieron, pero muchos también la interpretaron mal, en parte abusaron de ella y la deformaron. Sin embargo, es incontestable que nosotros hemos ampliado el espacio de la democracia. Lo hemos ampliado en beneficio de la libertad de muchos individuos. También podría haber exigido: ¡Osar más libertad! O sea, más libertad a través de la democracia en todos los sectores sociales importantes. Pues si hemos elegido la libertad dentro de la democracia, entonces no podemos admitir -sea cual fuere el pretexto liberalista- que se utilice la libertad en detrimento de la democracia. 

Y, finalmente: el valor para la libertad del espíritu. La Ley Fundamental proporciona a la segunda Democracia alemana las dotes de una democracia capaz de defenderse. Esa democracia se ha propuesto resistir contra sus enemigos. Pero debemos permanecer alerta para que esa democracia pueda también hacer frente al apocamiento y a la necedad, y a los falsos amigos; hacer frente a aquellos que, quizás de buena fe, racionan la libertad en nombre de la libertad. 

Quizá, con todas las grandes palabras sobre la libertad de los años 50 y 60, hayamos descuidado fortalecer las tradiciones, demasiado débiles, de la liberalidad alemana. Son otra cosa que las usanzas de un liberalismo económico. Liberalidad debe entenderse como forma de vida; como desconfianza hacia pretensiones autoritarias, vengan de donde vengan. Esta liberalidad significa el afianzamiento propio del ciudadano en la vida cotidiana. Requiere la lucha por la libertad de expresión. Exige la libertad de espíritu; el sentido cívico independiente; protege al marginado; defiende a las minorías y sus derechos; es el abogado de la no conformidad. 

Nuestros valores fundamentales no poseen solamente una dimensión de política interior. Somos un partido nacional con responsabilidad hacia Europa y con deberes indeclinables para con el mundo entero.

Precisamente porque crecen los problemas que afectan a todo el mundo, necesitamos un instrumental internacional para quitar explosividad a los conflictos, para solucionar conflictos, y para la cooperación técnica, cultural y económica. Solo puede crearse si la paz en nuestra parte del mundo se hace más segura todavía, si la cooperación entre los países del Este y los del Oeste se desarrolla cada vez más y si, dentro de la responsabilidad común de los países industrializados, los del petróleo y los que están en vías de desarrollo, se supera el conflicto entre las naciones del Norte y del Sur. Solamente así lograremos la paz en nuestro tiempo. Esta es la tarea que exige todos nuestros esfuerzos y por la que tenemos que entusiasmar nuevamente a nuestros conciudadanos.

Existe en el mundo una mayoría nueva, que ya no es muda, una mayoría de naciones desnutridas. Se encuentra frente a una minoría de países bien establecidos. Una minoría que bien fue suficientemente fuerte para influir en el destino de casi todos los seres humanos en los rincones más alejados del mundo. Pero no lo suficientemente fuerte, imaginativa ni responsable para garantizar un futuro sin miedo y asegurar a la mayoría de los habitantes de esta tierra una vida en la que puedan satisfacerse, por lo menos, las necesidades diarias más esenciales.

Nuestro mundo se encuentra en una crisis permanente y creciente. Nadie puede afirmar con absoluta certeza que disponemos de la capacidad para acabar con el desorden a que nos vemos enfrentados, y para dar las respuestas apropiadas a los problemas candentes de nuestro tiempo. Al desafío que tenemos ante nosotros no puede contestarse con una mera -«administración de la crisis»- una forma de gestión que es necesaria también y en la que, efectivamente, podemos registrar algunos éxitos. 

Treinta años después de la fundación de las Naciones Unidas, cuando se proclamó el «mundo único», continuamos viviendo -en realidad, todavía más que entonces- con divisiones y fraccionamientos; en un mundo de profundos antagonismos ideológicos y políticos; de evidente injusticia en la distribución de la riqueza mundial; de múltiples formas de opresión; y de una carrera de armamento que, hoy como ayer, apenas se ve frenada. 

Hoy no existe ningún sistema político que, por sí solo, mantenga al mundo en un estado de paz. Ni tampoco hay una fórmula simple, ya sea «capitalista» o «socialista» que constituya una respuesta a los problemas mundiales por superar.

Debemos hacer distinciones: por un lado, tenemos que ver con la consolidación, la puesta a prueba y, según espero, con la renovación del sistema democrático en los países en que está anclado o puede echar nuevas raíces. Por otro lado, nos vemos ante numerosas tareas que han de emprenderse superando sistemas de alianza; sin considerar los distintos valores políticos o filosóficos; sin considerar las peculiaridades de estructura social, de cultura o raza. 

Lo que todos tienen en común son los problemas de materias primas, de energía, de moneda, del hambre, del desarrollo demográfico, del medio ambiente. En lo objetivo, todos estos problemas ligan mutuamente a los Estados. Señalan la «globalidad» o la «universalidad» de amenazas y las tareas que de ellas resultan.

El miedo ante catástrofes que afligen a todos puede causar efectos saludables. El miedo como medio de amenaza es absolutamente ineficaz. Un vistazo a la realidad es lo bastante doloroso. Esta realidad dice: hay demasiados hombres en el mundo que no pueden calmar su hambre. Una parte grande, demasiado grande, de la humanidad no tiene influencia sobre su propio destino. Hay demasiados hombres que tienen que vivir sin libertad, que vivir incluso con el terror y la tortura. 

El interés común en la paz, desarrollado en el curso de los años, no debiera negarse más ni, simplemente, registrarse con mala conciencia.

La unidad de intereses, bastante extendida ya, por cierto, se basa en algunos hechos elementales.

El primer factor de esta comunidad de intereses es este: ni la alianza occidental ni la oriental pueden superar, independientemente una de otra, la división de la humanidad en Norte y Sur, si no están dispuestas, en general, a emprender enérgicamente la lucha contra el hambre; la lucha contra la falta de capacidad tecnológica, la falta de equipo técnico, la falta de voluntad y los requisitos técnicos previos para, al menos, limitar la superpoblación.

He llegado a tener muy consciente la necesidad de enfocar nuevas normas para importantes campos de las relaciones económicas mundiales.

Una segunda conclusión: ninguno de nuestros problemas se resolverá mediante la argumentación escolástica de escuelas comunistas competidoras entre sí.

El fin del mundo occidental no ha llegado, y las comunidades de Occidente conservan -no solo en materia de política de seguridad- su gran importancia. Pero también sería ajeno a la realidad el querer vivir de la esperanza de que el sistema de Estados comunistas se derrumbe. Pero, prescindiendo de todo lo que separa: el Este y el Oeste se enfrentan a desafíos casi idénticos.

El cisma entre Moscú y Pequín no hace más fácil que los puntos comunes necesarios para superar la tensión entre Norte y Sur lleguen a causar efecto. No obstante, hemos de procurar, ciertamente, incluir en el diálogo sobre la conciliación de intereses en beneficio de la paz a ese gran Estado que, solo hace poco, ha ocupado su lugar en las Naciones Unidas: la República Popular de China.

Tercero: debe quedar a discreción de los responsables en las capitales del mundo comunista si quieren renunciar a la quimera de la revolución mundial. No importa cuándo los defensores de esa creencia quieran adaptar su filosofía a un mundo que ha cambiado tan profundamente en el medio siglo transcurrido desde la Revolución Rusa; mucho más importante es si eligen un rumbo orientado en la supervivencia de la humanidad y que, por tanto, no excluya la cooperación.

A mi juicio, tampoco pueden permitirse ya el lujo de reclinarse cómodamente en sus sillones y esperar el colapso del capitalismo. La mayoría de nosotros sabemos, de todas formas, que ni un «capitalismo puro», ni su oponente «puro» reflejan la realidad de la sociedad. Los «sistemas» están entrelazados igual que las ideas de los espíritus progresistas. 

Por lo demás, ya no es más que una leyenda la idea de que el mundo comunista puede permanecer sin ser afectado en absoluto por los peligros del desarrollo económico mundial. Los regímenes que se denominan socialistas no podrán medrar tampoco a la sombra de una depresión de la economía mundial. 

Cuarto: Necesitamos una estrategia de la cooperación, en la que se reúnan, a ser posible, sistemática y razonablemente, nuestros esfuerzos y los de las partes cooperantes en otros países que todavía nos son extraños en muchos casos. Solo de esta forma podrá la cooperación llegar a ser una garantía de la supervivencia. En cuanto a esto, ninguna de las partes puede eludir la necesidad del cambio. Si nos sustraemos al ajuste voluntario, se nos impondrá la adaptación por la fuerza.

No se trata de capitulación ideológica. Las conclusiones y convicciones del espíritu libre, no pueden manipularse así como así. Mi fe en la libertad del espíritu es lo suficientemente profunda como para confiar en su fuerza, por encima de todas las formas de opresión y control.

El nuevo realismo, por el cual abogo, tiene que admitir la pluralidad y variedad de convicciones. El mundo comunista tampoco es ya monolítico; sus dirigentes tienen que aceptar el hecho de que hay varias escuelas del comunismo. Eso sin tener en cuenta en absoluto las fuerzas democrático-socialistas o, como se dice en mi país, socialdemócratas, que se diferencian fundamentalmente del socialismo de cuño comunista.

Quinto: el multinacionalismo es un principio sano. Para la economía, las fronteras van perdiendo cada vez más importancia. Por eso, es conveniente crear mayores mercados.

Las corporaciones multinacionales siguen estos principios; así, su forma de obrar es económicamente razonable y, por tanto, también tiene éxito. A un pez no puede reprochársele que nade en el agua; por consiguiente, a las «multis» tampoco puede reprochárseles que aprovechen las realidades de la situación económica mundial. Por eso, no me inclino por condenar globalmente a estas organizaciones, aun cuando nos parezcan a menudo superpotencias misteriosas y sin identidad alguna, que participan en el gobierno del mundo sin llevar ninguna responsabilidad política; cogobiernan a través de la mera acumulación de capital, capacidad tecnológica y una clase de ejecutivos de elevadísima formación. La cuestión es, sin embargo: ¿para quién y con qué finalidad y bajo qué control emplean su poder? A este respecto, hay que examinar cuidadosamente cómo puede armonizarse la tendencia irrefrenable hacia la internacionalización de la producción y de las ventas por parte de las corporaciones multinacionales con las exigencias de las prioridades de política económica nacional o bien regional.

Si fracasamos en el intento de controlar a estas formaciones gigantescas, eso se prestaría a desacreditar la democracia como idea.

La respuesta lógica a ello sería un organismo de control multinacional. No es realizable de momento. Luego se necesita, por lo menos, una carta de criterios que los gobiernos, las corporaciones y los sindicatos habrán de elaborar conjuntamente.

A mí me parece especialmente importante que se busquen formas de una cooperación supranacional dinámica entre las organizaciones sindicales nacionales. También en el ámbito internacional, los representantes de los hombres y mujeres que trabajan deben estar en condiciones de tratar con los patronos en plano de igualdad, con el fin de planear con ellos -y, naturalmente, con los gobiernos- el desarrollo económico y social. Lo que hace falta aquí es una estrategia de la solidaridad. 

Más allá de todas las teorías ortodoxas, esta nuestra época exige forzosamente, en mi opinión, la democratización de la sociedad. 

El control democrático de grandes empresas industriales no es ningún dogma socialdemócrata. Es una vía apropiada para defender, asegurar y fortalecer la libertad en nuestro mundo moderno.

Sexto: no debemos perder nuestra confianza en la democracia, ni tampoco tenemos necesidad de ello. El espíritu libre y democrático no se halla en retirada, sino que avanza.

Sé muy bien que, en los últimos años, ha crecido el número de los Estados que no tienen un gobierno democrático. Eso radica, y no en último término, en que los Estados democráticos de Europa, los cuales dominaron grandes partes del mundo durante tanto tiempo, no fueron capaces de preparar en sus antiguas colonias el terreno a las condiciones de una democracia de acuerdo con las circunstancias del caso. 

Tengo plena conciencia de que las democracias establecidas peligran en su desarrollo interno. América también ha hecho su experiencia en este sentido. Sin embargo, en el mundo occidental, siempre vuelve a haber nuevos brotes esperanzadores junto a desarrollos preocupantes.

Nuestra noción de la democracia bien presupone -a pesar de toda la relatividad de los dos conceptos que menciono ahora- la comprensión política y el desarrollo económico de nuestros pueblos. Nuestra forma de democracia podría crear condiciones caóticas en más de una parte del mundo. Por otro lado, hay culturas antiguas que no consideran al individuo y su dignidad como el punto central de todos los valores. Existen pueblos en los que uno llega a la libertad individual únicamente al ser condenado a ella, es decir, mediante la exclusión de la comunidad. 

Es cierto que nuestro modelo de democracia no puede exportarse. Esto es válido tanto para Europa como para América. Ningún Estado debiera querer imponer su sistema a otro. 

Esto no afecta en nada mi profunda convicción de que, para nosotros, la democracia es la mejor forma de Estado y de vida. Quiero decir también que la democracia occidental será, históricamente, tanto más fuerte cuanto no dé motivo de sospecha de querer imponerse a otros. La fuerza de nuestra democracia es su capacidad para tolerar otras vías. 

Pero, como acabo de decir, existen no solamente peligros para la democracia, sino también señales de esperanza. En 1974, se derrumbaron dos dictaduras en Europa: Portugal y Grecia. A ellos se agrega España que, obviamente, se encuentra en un proceso de transformación. 

Séptimo: algunas palabras acerca de la construcción de una Europa socialmente sana y democrática. Nadie ha de quedar excluido de ella. Nadie que se adscriba a la libertad, la justicia y la solidaridad. Nadie que confirme los principios que garantizan la pluralidad política e ideológica. Nadie que esté en favor de la protección de las minorías. Nadie que esté dispuesto a despedirse de las supersticiones arcaicas y de las ideas fijas superadas de soluciones revolucionarias. En otras palabras, nadie que esté dispuesto a ir por el camino de la evolución pacífica.

Octavo: las nuevas dimensiones de la democracia tienen que hacerse más claras. Nuestros pueblos han trabajado duramente. Han dado pruebas de su disposición a sacrificarse por el bienestar de sus hijos y nietos, por la sociedad, de cuyas conquistas disfrutamos nosotros. Pero tenemos que aprender, mejor aún, a convertir la superabundancia para pocos en justicia social para muchos. 

Hay que hacer también nuevos sacrificios. Y quiero predecir esto: nuestros hombres y mujeres estarán dispuesto a soportar penalidades si los políticos responsables tienen el valor de confrontarlos con la situación real y los verdaderos problemas. Entre los pecados capitales de los dirigentes políticos democráticos, figura el subestimar la capacidad de juicio del hombre.

Repito que nuestra forma de democracia no es ningún artículo de exportación. Pero tampoco oculto mi convencimiento de que la democracia es la forma de Estado más apropiada pera llevar a término las tareas que se nos plantean. La democracia resultó ser la forma más flexible y vigorosa de organización humana para aprovechar las oportunidades y acabar con las dificultades de nuestra civilización. Quizá nos estemos aproximando a una prueba definitiva de la forma de vida democrática; pero estoy convencido de esto: seremos capaces de resistir esta prueba.

Por eso, digo lo siguiente: necesitamos, en el sentido de responsabilidad propia y de responsabilidad común, más democracia, no menos. Necesitamos más cogestión, no menos. Necesitamos más justicia social, no menos. Necesitamos más libertad de la cual hacernos responsables, y no una limitación de la libertad, que puede ser el primer paso hacia su abolición.


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