A mediados de la década de 1960, mientras la Guerra Fría parecía haberse congelado, el espíritu de una «nueva izquierda» comenzaba a surgir en Occidente. Si bien estaba animado por los acontecimientos producidos en el Tercer Mundo, el común denominador era la idea de que la obra de Karl Marx, a menudo mal comprendida (o mal empleada), ofrecía una teoría capaz de explicar el descontento con el presente y de ofrecer una guía para la acción futura. A la vez crítico y político, este sentimiento se veía alentado por la publicación de los escritos del joven Marx, así como por los de teóricos y activistas políticos heterodoxos cuyos trabajos habían sido silenciados por los partidos comunistas bajo la hegemonía soviética. Estas teorías representaban una «dimensión desconocida»1 que era objeto de debates intensos en la década de 1960, pero a fin de cuentas demostraron ser incapaces de dar el sustento necesario a la Nueva Izquierda. Mientras tanto, el «viejo topo» se mudó al Este, donde el movimiento multifacético de la sociedad civil contra el Estado represivo condujo finalmente a la caída del comunismo. También en este caso el espíritu crítico era demasiado débil, las necesidades económicas pesaban mucho y creció el espíritu utópico. Como en la década de 1960, Marx puede sugerir una razón para perseverar, si no una receta para el éxito. En la nota preliminar a su tesis doctoral, el pensador alemán justificó su negación a ceder frente a las condiciones existentes invocando el ejemplo de Temístocles, quien «amenazada Atenas por la destrucción, movió a los atenienses a abandonar la ciudad, para crear una nueva Atenas en el mar, en otro elemento»2. Esto no anticipa el giro de Marx hacia la economía política. Al igual que la Nueva Izquierda, Marx estaba intentando formular la crítica de un presente «más que despreciable» manteniendo la perspectiva de un futuro político abierto.
Me apoyaré en este ideal de la Nueva Izquierda para conceptualizar la unidad subyacente a las diversas experiencias políticas en el último medio siglo. El espectro de Marx es una presencia recurrente en esos «puntos nodales» en los que el imperativo a moverse hacia «otro elemento» se vuelve patente. Se trata de momentos en los que el espíritu que ha animado un movimiento ya no puede avanzar; enfrenta nuevos obstáculos, que pueden haberse autogenerado. Analizaré el desarrollo de la Nueva Izquierda en Estados Unidos, Francia y Alemania occidental desde la perspectiva de un participante, mientras se trataba de articular lo que llamo la «dimensión desconocida» del proyecto teórico de Marx.
Inicios inocentes
Mientras se extendía el movimiento por los derechos civiles y se mezclaba con las protestas contra la Guerra de Vietnam, fue necesario proponer una teoría política para explicar tanto las condiciones contra las que se dirigía la protesta como los proyectos y objetivos futuros del movimiento. Este doble imperativo, analizar críticamente el presente y abrir al mismo tiempo un horizonte de futuro, no podía ser cubierto mediante una única disciplina académica, como la sociología o la economía; el análisis crítico del presente en conjunción con una reflexión normativa sobre las posibilidades positivas latentes en él siempre ha sido el dominio de la filosofía política. La hegemonía de la filosofía analítica en la mayoría de los principales departamentos de filosofía llevaba a descalificar las inquietudes relacionadas con la historia o la política como especulativas3. Era (apenas) legítimo apelar al voluntarismo existencialista de Jean-Paul Sartre; pero su demostración de que el marxismo es «el horizonte insuperable de nuestros tiempos», elaborada en las más de 800 páginas de su Crítica de la razón dialéctica (1960), no se tradujo al inglés hasta 1976. Era más aceptable volcarse al concepto fenomenológico de mundo de la vida (y a la experiencia vivida como «horizonte») en Edmund Husserl o Martin Heidegger, aunque el segundo había sido desacreditado políticamente y solo se había traducido el primer volumen de las Ideas de Husserl. Si bien estaban interesados, la mayoría de los norteamericanos carecía de las habilidades lingüísticas para seguir ese sendero.
El marxismo, bajo las formas adulteradas del materialismo dialéctico, no era una alternativa política o filosófica seria. Tras los estragos del maccarthismo, no hubo mercado político para eso. En el verano de 1965, le compré mis primeros ejemplares de El capital a un anciano comunista de San Antonio que solía ir en automóvil a la Universidad de Texas en Austin con el baúl lleno de libros publicados por la editorial Progreso de Moscú. El control partidario de Marx también estaba asegurado por la filial estadounidense, International Publishers, que en la Navidad de 1970 me entrevistó para traducir textos del joven Marx. Cuando sugerí que evidentemente incluiría un aparato crítico con notas explicativas del traductor, la reunión llegó a su fin4. Quedaba una opción; nuestra Nueva Izquierda no era la primera nueva izquierda; la sociedad estadounidense no siempre fue una sociedad de statu quo. Esta intuición dio origen al movimiento de la «historia desde abajo», practicada desde las páginas de la revista Radical America. Aunque la iniciativa (dirigida por Paul Buhle) provenía de historiadores, las páginas de esta publicación mimeografiada también estaban abiertas a la teoría filosófica y crítica. El joven Marx encontró allí un lugar, al igual que varios teóricos franceses contemporáneos5.De las publicaciones teóricas políticamente comprometidas que florecieron a fines de la década de 1960, la más provocativa fue Telos. Luego de dos números como «publicación oficial bianual de la Asociación de Graduados en Filosofía» de Buffalo, la revista se definió como «definitivamente fuera de la corriente tradicional» en los números 3 a 5 (primavera de 1969-primavera de 1970); un año más tarde, más modestamente, fue una «publicación trimestral interdisciplinaria internacional», pero sus editores radicales definieron su posición en los números 10 y 12 (invierno de 1971 y verano de 1972) como «revolucionaria» en lugar de simplemente «radical». Las etiquetas no son importantes; lo crucial era el hecho de que la revista siguiera siendo firmemente internacional. Su historia estaba marcada por el desacuerdo, el disenso y las rupturas, cada una justificada apelando a las implicancias prácticas de las elecciones teóricas6. Las cuestiones intelectuales, políticas y personales separaban tanto como unían a los editores. En mi caso particular, me integré al comité editorial en el número 6 (que contenía, entre otras cosas, ensayos de Tran Duc Thao sobre la dialéctica hegeliana; de Maurice Merleau-Ponty sobre marxismo occidental; de Georg Lukács sobre dialéctica del trabajo y de Ágnes Heller sobre la teoría marxista de la revolución7). En este volumen los editores transitaban un viaje de iniciación que había comenzado con dos números consagrados a los trabajos censurados de Lukács (números 10 y 11, 1971-1972). Cuando hoy miro los viejos volúmenes, me asombra la amplitud y la profundidad de sus temas. Aquí se encuentra la yuxtaposición de una arqueología del marxismo crítico con la preocupación por el debate político francés (André Gorz y Serge Mallet, el revival hegeliano frente al desafío del estructuralismo), así como lecturas críticas de los intentos de revivir el marxismo crítico en Europa del Este (por ejemplo, la Escuela de Budapest, el filósofo de Praga Karel Kosik, T.W. Adorno y Ernst Bloch, los filósofos yugoslavos prohibidos de Praxis y el impenitente Karl Korsch). La diversidad de las contribuciones refleja la ávida curiosidad de los autores. Por ejemplo, la traducción de un breve obituario de Adorno tomado del Frankfurter Rundschau y escrito por su discípulo rebelde, Hans-Jürgen Krahl, es un signo de esta avidez. Pero la apertura entusiasta y el espíritu crítico y libre no duraron. Dejé oficialmente Telos en el verano de 1978, después de varias disidencias desde 1974. Durante los primeros años de la revista, proseguía la Guerra de Vietnam, así como la oposición a esta lucha sin sentido. La rápida autoiniciación en las variantes de la teoría marxista y en las sutilezas de su práctica parecía aún más urgente; al trabajar con textos en francés y alemán y producir traducciones y comentarios sobre ellos, los editores habían permanecido «definitivamente fuera de la corriente tradicional». Sin embargo, surgió un problema a partir de la identificación de la teoría de Marx como la clave para una revolución que parecía más apremiante a medida que la guerra continuaba y la represión crecía en el país. A esta debía oponérsele resistencia desde todos los frentes, incluyendo el teórico8. Una expresión de este dogmatismo fue que los editores se mostraban reticentes a publicar ensayos de Claude Lefort y Cornelius Castoriadis; las críticas explícitas a Marx de estos autores eran demasiado difíciles de aceptar. Para entonces, la revista se había convertido en lo que yo llamaba un «meta» foro. Publicaba críticas o reseñas de los representantes heterodoxos de la «dimensión desconocida» cuyo aura había atraído a los editores originales al proyecto, pero que ya no se encontraban «definitivamente fuera» del establishment.
La motivación que me había acercado originalmente a Telos me llevó a regresar en 1983. La revista había comenzado a publicar ensayos originales y traducciones de autores de Europa oriental, donde el desafío del sindicato polaco Solidaridad al Estado totalitario se difundía a través de intelectuales opositores en Hungría y otros lugares. Telos se benefició con la presencia en Nueva York de dos estudiantes húngaros de Lukács, Ágnes Heller y Ferenc Feher. También había gran entusiasmo en Occidente, a medida que la idea de la autonomía de la sociedad civil comenzaba a arraigarse. Esto parecía confirmar mucho de lo que Lefort y Castoriadis habían afirmado, y Telos había publicado ensayos de ambos autores en el aniversario de la revolución húngara en el otoño de 1976. No parecía el momento apropiado para una nueva gran teoría; resultaba más pertinente tratar de entender la novedad de movimientos totalmente inesperados, primero en Europa del Este y (con suerte) después en Occidente9.
De hecho, pronto pasé a ser parte de una modesta minoría de editores; los defensores de la gran teoría fueron pasando a primer plano. Volví a abandonar la revista en 1987. No me sorprendió descubrir que el número siguiente a mi partida se centraba en la obra de Carl Schmitt. Al igual que Lefort y Castoriadis, yo distinguía entre «lo político», que define el marco dentro del cual la «política» puede darse, y la política en sí misma. Ya en 1974 había publicado un artículo con el título «Una política en busca de lo político», y una década más tarde, en el contexto de la emergencia de la sociedad civil en Europa del Este, escribí sobre «El retorno de lo político» y en el mismo año propuse «Una teoría política para el marxismo»10. Pero mi concepción de «lo político» difería en forma radical de la variante conservadora-decisionista de Schmitt que terminó por dominar la revista.
La French Connection
Había otra opción disponible para los potenciales miembros de la Nueva Izquierda en la década de 1960: Francia. Allí el Partido Comunista había ganado una cuarta parte de los votos en los años de la posguerra, lo que parecía probar la legitimidad cultural de una variedad del discurso marxista. Es más, era el hogar de los críticos de Marx que se consideraban de izquierda, muchos de los cuales eran filósofos. El más famoso era el «existencialista» Jean-Paul Sartre (su gesto de rechazar el Premio Nobel de Literatura en 1964 porque habría sido percibido como una aceptación de los valores «burgueses» entusiasmó a muchos jóvenes iconoclastas)11. Un estadounidense tenía una razón más para elegir Francia: su tradición revolucionaria apelaba a la igualdad, mientras que la tradición norteamericana de 1776 ponía énfasis en la libertad individual. En verdad, el movimiento por los derechos civiles estaba reclamando protección sobre todo para los derechos individuales. Esa elección no era un error táctico, pero tenía que ser entendida como solo la primera etapa hacia el cambio revolucionario.
Francia, entre 1966 y 1968, ofrecía al mismo tiempo una iniciación a Marx y una crítica del marxismo. En la Fête de l’Humanité que celebraba anualmente el Partido Comunista me negaron el ingreso gratuito, aunque fuera un camarada que vivía de una beca. Aquellos que concurrían a reuniones trotskistas (más pequeñas y semipúblicas) tenían que inscribirse bajo un seudónimo, lo que incrementaba la emoción y el sentido de exclusividad12. La justificación teórica de esta práctica era que la revolución podía llegar en cualquier momento, y que sin un liderazgo organizado y muy capacitado que dirigiera a la clase trabajadora, esta podría fracasar, ser traicionada o deformada (como se decía que había sido el caso en la Unión Soviética). El punto quedaba claro: la teoría era necesaria. Me mudé al campus de Nanterre, donde pasaba buena parte del día leyendo El capital, mientras veía cómo un humo amarillo desagradable emergía de las casuchas de chapa de los barrios vecinos.
Estas lecciones no podían aprenderse en los libros. El desafío principal era identificar a la clase trabajadora que, se suponía, iba a ser agente de la revolución13. ¿Había generado la economía capitalista una «nueva clase trabajadora», como muchos teóricos que yo identificaba como de la Nueva Izquierda sostenían? Entre ellos estaba Serge Mallet, cuyo análisis La nouvelle classe ouvrière apareció en 1963; André Gorz publicó Stratégie ouvrière et néo-capitalism en 196414; y Daniel Mothé publicó Militant chez Renault en 196515. Mallet había sido funcionario del Partido Comunista; luego de que dejara el partido por la incapacidad de este de entender el nuevo régimen gaulista, su investigación se financió en parte con el apoyo de Jean-Paul Sartre. Gorz era periodista en la revista semanal Le Nouvel Observateur, utor de un análisis existencialista de la alienación en El traidor y miembro del comité editorial de la revista de Sartre, Les Temps Modernes16. Mothé, a quien llegué a conocer en la publicación Esprit, era operador de línea de ensamblaje en la planta de Renault en Billancourt y miembro del grupo Socialismo o Barbarie; insistía en que los trabajadores tenían la capacidad de organizarse sin necesidad de que un partido político les mostrara el camino. Lo que tenían en común Mallet, Gorz y Mothé era un buen ojo para detectar lo nuevo. Huelga decir que los tres fueron participantes entusiastas en los «acontecimientos» de Mayo de 1968.
He seguido los usos franceses al hablar de Mayo de 1968 en términos de «acontecimiento». Lo que se cristalizó en el Movimiento 22 de Marzo en Nanterre antes de esparcirse e irradiarse a toda Francia (y el extranjero) tenía poco que ver con Marx. En retrospectiva, los perdedores de la izquierda eran los marxistas: los maoístas, que insistían en que la verdadera revolución no podía ser dirigida por estudiantes –mostrando coherencia lógica, sus seguidores ignoraban los campus universitarios y en cambio iban a los barrios de la clase trabajadora, donde no encontraban eco–; y el Partido Comunista (con sus sindicatos), que hacía todo lo posible por contener un movimiento inesperado que no podía dominar. Por mi parte, en Nanterre, mientras participaba en las reuniones en los campus previas a los acontecimientos de Mayo, tenía la sensación de estar otra vez en las reuniones de la Nueva Izquierda de eeuu. Era como si los estudiantes sobrepolitizados que se arengaban mutuamente sobre la necesidad de apoyar a los «campesinos y trabajadores de x» y no a los «trabajadores y campesinos de x» ahora hablaran en inglés17. Había venido a Francia a encontrar una teoría que pudiera darle sentido político a mi experiencia de la Nueva Izquierda, no a repetirla en otra lengua.
Una primera reflexión después de la experiencia de Mayo del 68 me condujo nuevamente a Marx. ¿Cuál era la relación entre las exploraciones filosóficas del joven hegeliano cuyo análisis del capitalismo exploraba las diversas ramificaciones de la alienación (como Entfremdung y como Entäusserung) y el autor de El capital, cuyos tres gruesos tomos que demostraban las contradicciones internas y la necesaria desintegración del capitalismo había estado estudiando en la residencia estudiantil de Nanterre? El fluir del espíritu de Mayo parecía dar peso a los argumentos estructuralistas de Louis Althusser, quien marcó con claridad los límites entre la obra «científica» de Marx y las exploraciones filosóficas de su juventud. La publicación simultánea en 1965 de La revolución teórica de Marx y los dos volúmenes en colaboración de Para leer El capital parecían ofrecer una base material para la experiencia de la Nueva Izquierda que había venido a buscar a Francia. Sin embargo, la mayoría no se dio cuenta entonces del precio político que habría que pagar18. La enunciación universal de la ideología en nombre de la «ciencia» no dejaba lugar para la subjetividad característica de la Nueva Izquierda o el movimiento de Mayo; el resultado eliminaba el polo de negatividad característico de la dialéctica19.
Otras preguntas que surgieron de la experiencia de Mayo del 68 me condujeron nuevamente hacia el marxismo existencial de Sartre. En la i Conferencia Internacional de Telos, en octubre de 1970, propuse un análisis sobre existencialismo y marxismo20. Lo que me llevó a este tema fue un delgado volumen titulado Ces idées qui ont ébranlé la France. Nanterre Novembre 1967-juin 196821. Su autor utiliza las categorías desarrolladas en la Crítica de la razón dialéctica de Sartre para reconstruir el tumultuoso surgimiento en un campus de una revuelta que «sacudió a la nación». Concluye con una nota de optimismo pesimista. Sartre había intentado explicar la transformación de las relaciones externas u objetivas de «serialidad» pasiva mediante un movimiento que creaba una «fusión en grupo» a través de la cual los participantes pasivos alienados se vuelven por un momento miembros activos. Pero el grupo fusionado es inestable por su propia naturaleza existencial; es necesario buscar los medios para conservar su unidad. En este punto, el marxismo existencial choca con el marxismo del Partido Comunista. Sartre introduce primero la idea de un «juramento» por el cual el grupo fusionado se compromete, pero sus intenciones existenciales chocan con la dura realidad de la «escasez», lo que Sartre también llama lo «práctico inerte». El juramento debe ser entonces impuesto, en última instancia, mediante el Terror ejercido por un líder que funciona como un «tercero totalizador» externo, lo que a veces recuerda a Stalin y otras veces al Partido Comunista. La inquietante implicancia política del intento de unir existencialismo y marxismo puede ser una de las razones por las que Sartre nunca completó el prometido segundo volumen de la Crítica.
La vía alemana: de la fenomenología a la teoría crítica
Los reflejos políticos similares entre los miembros de la Nueva Izquierda no impedían que existieran diferencias en sus antecedentes históricos y culturales. A diferencia de sus homólogos estadounidenses, los alemanes tenían acceso a las obras en idioma original22, lo cual podía conducir a debates escolásticos sobre la interpretación de los textos o a afirmaciones dogmáticas de superioridad en relación con los simples militantes. En ambos casos, la atención se desviaba de la creatividad de las intervenciones prácticas que estaban transformando rápidamente el «mandarinato» que había sobrevivido a la caída del nazismo en las zonas de confort de la universidad.
La Nueva Izquierda alemana era más aficionada a los libros que su prima estadounidense. También se preocupaba más por el pasado. No solo tenía a Marx: tenía de regreso a los exiliados antifascistas que habían resistido la tentación de dos totalitarismos. En el caso de la Escuela de Fráncfort, cuando Max Horkheimer y Theodor Adorno regresaron a Alemania, ya no se identificaban como teóricos críticos en la tradición marxiana. Se negaron a volver a publicar los volúmenes anuales de la Zeitschrift für Sozialforschung [Revista de Investigación Social] publicados entre 1932 y 1941. Horkheimer se convirtió en una figura académica en la universidad, mientras que Adorno se hizo ampliamente conocido por sus intervenciones culturales y críticas en la radio. Pero su reputación radical los precedía. Los estudiantes de izquierda comenzaron a publicar ediciones pirateadas, fotocopias de los textos originales encuadernadas en papel barato, en general con cubiertas rojas, en el estilo de Samizdat.
Ya sea que sus libros trataran sobre Marx o sobre la Escuela de Fráncfort, la Nueva Izquierda alemana era una generación de lectores. En realidad lo eran todas las Nuevas Izquierdas. Pero una característica que distinguía a los alemanes era la idea de un mundo de la vida (Lebenswelt) que debe ser protegido de la instrumentalización por el «sistema». La negación a tratar como un medio lo que debería ser un fin en sí mismo, ya sea la dominación capitalista o la ciencia adquirida al costo de la propia humanidad, es una tradición que se remonta al Iluminismo alemán y a Kant. En su versión más pesimista, Adorno y Horkheimer construyeron una «dialéctica de la Ilustración» histórica y ontológica, que surge cuando la razón se vuelve sobre sí misma y se impone la irracionalidad, como había ocurrido en 1933. Horkheimer había escrito una interpretación un poco menos fatalista, una versión más política, en El eclipse de la razón (1947). La edición alemana publicada 20 años más tarde, Zur kritik der instrumentellen Vernunft, tenía el doble de tamaño. Su ensayo final, de 1965, reafirma los objetivos de la teoría crítica –la crítica del orden existente–, con la salvedad de que las «amenazas a la libertad», que son el tema de su texto, han cambiado.
Los nuevos radicales alemanes no solo querían criticar el mundo existente, también querían cambiarlo. En busca de su propio camino, intentaron regresar a los orígenes de la teoría crítica. Leyeron el innovador ensayo de Horkheimer Teoría tradicional y teoría crítica y –luego de haber leído El hombre unidimensional de Herbert Marcuse– siguieron con entusiasmo el intercambio entre Horkheimer y Marcuse llamado «Filosofía y teoría crítica»23. Retrocedieron aún más en el tiempo, hasta Marx, en particular el joven Marx. Lo que encontraron le dio un sentido aún más profundo a la teoría crítica.
Los que completaron su lectura deben haberse sorprendido en particular por dos pasajes. El primero, en la carta a Arnold Ruge (1843), que introducía los Deutsch-Französischen Jahrbücher, insiste en que
No nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria con un nuevo principio: ¡Esta es la verdad, arrodíllense ante ella! Desarrollamos nuevos principios para el mundo sobre la base de los propios principios del mundo. No le decimos al mundo: «Termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la verdadera consigna de lucha». Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está luchando en verdad, y la conciencia es algo que tiene que adquirir, aunque no quiera.
Esta es una formulación directa de la idea de la crítica inmanente. Sin embargo, no era suficiente por sí misma. Marx pasa a aplicar su teoría crítica en su introducción a la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Comienza diciendo: «el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo real; el hombre es el mundo del hombre: Estado, sociedad». La tarea de la crítica inmanente es «obligar a estas relaciones petrificadas a entrar en danza cantándoles su propia melodía»; dicho de otro modo, revelar el mundo vivido bajo el sistema instrumental del capitalismo. A medida que el análisis se vuelve más concreto, por etapas inmanentes, el «hombre» del que Marx partió se convierte en el «proletariado». En esta encarnación, el «mundo del hombre» es un objeto producido por algún tipo de sociedad autorreflexiva; sin embargo, sigue siendo un sujeto siempre capaz de praxis y comprensión, ¡de hacer una revolución!
El problema de la Nueva Izquierda era que el proletariado conceptualizado por Marx ya no existía. Eso parecía dejar dos opciones para una visión revolucionaria de la crítica inmanente. La primera perseguiría el proyecto en el terreno de la cultura, que había sido establecido por Adorno y por el cada vez más popular Walter Benjamin. Los elementos de esta opción han sido recientemente descriptos en el estudio de Philipp Felsch Der lange Sommer der Theorie. Geschichte einer Revolte, 1960-1990, que reconstruye la introducción de la teoría francesa de la deconstrucción en Alemania por parte de la editorial Merve24. La mayor parte de esta historia ocurre fuera del marco del presente relato. No obstante, un dato trivial que él cita al comienzo apunta a la segunda opción para una izquierda radical.
El fundador de las Brigadas Rojas, Andreas Baader, se había convertido en un voraz consumidor de los trabajos de Marx, Marcuse y Wilhelm Reich; tras su muerte, se encontraron casi 400 volúmenes en su celda. Baader representó una versión extrema de la otra opción para la Nueva Izquierda: una apuesta por la acción que sostenía ser una praxis que hacía a su manera lo que Marx había defendido para la teoría crítica. Aunque los activistas pensaban que podrían «obligar a las relaciones petrificadas a entrar en danza cantándoles su propia melodía», su canción oponía su propia violencia a la de una sociedad injusta. Es verdad que 1968 fue el año que vio los acontecimientos del Mayo francés, seguidos de la violencia policial en la convención del Partido Demócrata en Chicago, la Guerra de Vietnam y la represión de la Primavera de Praga. La facción de la praxis argumentaba que, al provocar la violencia estatal, sus acciones obligaban a la clase gobernante a revelar el puño de hierro bajo el guante de terciopelo. Esta opción superficial y antipolítica fue denunciada como «fascismo de izquierda» por el heredero de la Escuela de Fráncfort, Jürgen Habermas, en una asamblea de 2.000 activistas el 2 de junio de 1968. Aunque más tarde admitió que había sido una mala elección de palabras, el argumento de Habermas era revelador25.
Con el giro hacia la violencia, la «edad de la inocencia» de la Nueva Izquierda llegó a su fin. La búsqueda de una «dimensión desconocida» continuó, aunque ya no se consideraba a Marx como su origen. En Francia, a mediados de la década de 1970, en una suerte de gesto de expiación por las ortodoxias del pasado, el antitotalitarismo se convirtió en una inspiración para los antiguos integrantes de la Nueva Izquierda. En Europa del Este, el antitotalitarismo se volvió una realidad práctica: en 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1991 desapareció la Unión Soviética. A muchos les pareció que una nueva Nueva Izquierda podría tomar forma alrededor del concepto de «sociedad civil», familiar para los herederos de la Nueva Izquierda que habían leído al joven Marx. Quienes lo adoptaron no prestaron suficiente atención al origen del concepto en Hegel, quien consideraba a la sociedad civil solo como una cierta forma de mediación entre la inmediatez de la vida familiar y la universalidad del Estado político. Una sociedad civil autónoma no puede permanecer independiente. La renovación política de las mediaciones que Hegel llamaba familia y Estado permanece hoy como la «dimensión desconocida» que podría animar a una nueva Nueva Izquierda. Marx bien puede seguir brindándonos su ayuda en nuestra búsqueda contemporánea de lo que él llamó un «nuevo continente».
Nota: una primera versión de este artículo fue publicada en alemán con el título «Telos. Wanderwege der Neuen Linken» en Zeitschrift für Ideengeschichte, 2017. Traducción del inglés de María Alejandra Cucchi.