Tema central
NUSO Nº 290 / Noviembre - Diciembre 2020

¿Cómo cambiar el mundo?

El libro de Maja Göpel Unsere Welt neu denken: Eine Einladung [Repensar nuestro mundo. Una invitación] se transformó en un bestseller porque entronca con una extendida convicción de que es necesario un cambio profundo en nuestras formas de vida y ofrece un marco para avanzar en la búsqueda de un nuevo modelo económico y social sustentable. Pero, al mismo tiempo, el propio libro muestra las dificultades para dar cuenta de manera más precisa de las relaciones de poder y de propiedad y las conexiones entre ambas.

¿Cómo cambiar el mundo?

«Si cambias tu mirada del mundo, cambia el mundo»1: esta es la perspectiva apasionante con la que Maja Göpel nos invita a seguir su pensamiento. Göpel, nacida en 1976, es economista política, investigadora en temas de sustentabilidad y cofundadora de Scientists for Future [Científicos por el Futuro] (s4f). Ha asesorado hasta octubre de este año al gobierno alemán en su calidad de secretaria general del Consejo Consultivo Científico Alemán para el Cambio Global (wbgu, por sus siglas en alemán).

Su libro Repensar nuestro mundo. Una invitación fue lanzado en Alemania a comienzos de 2020 y se convirtió de inmediato en bestseller. Si bien Göpel no toca directamente el tema de la crisis desatada por el coronavirus, que al momento de la publicación se hallaba aún en la fase inicial, la pandemia ha conferido al libro una actualidad y una urgencia adicionales.

En poco tiempo el coronavirus se ha diseminado por todo el mundo, no solo infectando y enfermando a millones de personas, sino también cobrándose muchas vidas. Numerosos hombres y mujeres de ciencia están de acuerdo en que la amenaza viral para las personas se vincula con nuestra forma de vida. Como el hábitat de los animales salvajes se reduce cada vez más y, por lo tanto, los seres humanos y los animales inevitablemente entran en contacto más estrecho, el virus ha podido propagarse a los primeros con las consecuencias fatales para la salud que experimentamos hoy. Quizás nunca lo derrotemos por completo, sino que tengamos que aprender a convivir con él, si no con este virus en particular, seguramente con otro de la familia de los coronavirus.

Los efectos del covid-19 también son enormes porque se dan en un marco de crisis y problemas preexistentes que son intensificados y agravados por la pandemia. Una vez más, son principalmente los grupos vulnerables de la población los que se ven más afectados por esta crisis. En América Latina, la gran desigualdad actúa como catalizador. Esta se manifiesta no solo en la disparidad de ingresos, sino también en un acceso desigual a importantes derechos básicos como la vivienda, la salud, la educación, el suministro de agua, etc., todos los cuales son factores importantes en la lucha contra la pandemia.

El coronavirus ofrece, por lo tanto, una razón más para poner a prueba nuestra forma de vida.

Sabemos desde hace mucho tiempo que tenemos que actuar para evitar las crisis múltiples y detener la destrucción de nuestro planeta. Los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes. Pero la salida de la zona de confort del estilo de vida imperial del Norte global sigue encontrando sistemáticamente diversos tipos de obstáculos. Con la propuesta de reajustar nuestra visión del mundo, de cuestionar nuestro sistema económico orientado al crecimiento eterno y así tomar un camino diferente que frene la destrucción, Göpel nos ofrece en su libro un camino en la búsqueda de un modelo de desarrollo viable. Es un estupendo aporte a las nuevas discusiones sobre una sociedad post-covid sostenible, sobre Real Green Development o «recuperación económica verde», que se están llevando a cabo en Europa, América Latina y otras regiones del mundo.

Uno de los puntos fuertes de la autora es su capacidad para explicar relaciones complejas de tal manera que se la puede seguir sin necesidad de contar con grandes conocimientos especializados. Y las ilustra con numerosos ejemplos. Esto le permite lograr algo que se necesita con urgencia: llegar tanto a sectores de la sociedad ajenos a la comunidad científica como a los especialistas. Y tal vez generar, así, aceptación para los cambios necesarios. Por supuesto, esto tiene un precio: tiene que simplificar y no puede adentrarse en todos los aspectos de forma diferenciada. Pero ayuda a comprender el grado de «dependencia del camino» de nuestros patrones de pensamiento existentes y de las verdades científicas aparentes, y presenta alternativas de salida a las crisis múltiples, con el foco puesto en la ambiental y climática.

Göpel reclama un replanteamiento radical y sistémico. Dice que no pondremos a salvo nuestro futuro mediante muchas buenas y prometedoras soluciones individuales de pequeña escala. Por el contrario, sumadas globalmente, estas pueden incluso convertirse en una amenaza, como lo describe cuando explica el progreso tecnológico o la relación entre mercado, Estado y patrimonio público. Debemos, entonces, cuestionar muchas certezas. En lugar de reaccionar rechazando un futuro aciago, sugiere buscar palancas para dar forma de manera proactiva a un futuro deseable.

Este enfoque también modifica la manera de ver los cambios necesarios en nuestro sistema económico y nuestra forma de vida. Lo importante no es renunciar a lo cómodo y a aquello con que nos hemos encariñado, sino la posibilidad de reflexionar sobre lo realmente necesario y lo que satisface. Los parámetros para esto se conocen desde hace mucho tiempo, y Göpel resume algunos en su libro.

Reconocer una nueva realidad

Llevamos mucho tiempo viviendo en una nueva realidad que es preciso reconocer. Göpel dice que los tiempos en que unas pocas personas vivían en un planeta presuntamente ilimitado han quedado atrás. A más tardar desde mediados de la década de 1970, nuestra huella ecológica ha llegado a ser mayor de lo que la Tierra puede soportar. Ya en 1972, Dennis Meadows, Jorgen Randers y Donella Meadows2 publicaron, por encargo del Club de Roma, un primer estudio sobre el tema, al que siguieron otros a lo largo de los años; se establecieron comisiones y consejos y se aprobaron protocolos internacionales. La Conferencia de la Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada anualmente, fue y es quizás la expresión más visible de la dura lucha por lograr objetivos y medidas eficaces y vinculantes. Por desgracia, con escasos efectos. Y así, el reloj corre cada vez más rápido, hasta que llegue al punto de inflexión, es decir, el punto en el que la Tierra deje de ser capaz de regenerarse de manera confiable. Göpel advierte que tenemos que aprender a trabajar dentro de los límites que tiene el planeta. Pero aún falta voluntad para reconocer esta nueva realidad.

Repensar la relación entre los seres humanos y la naturaleza

En nuestra relación con la naturaleza se muestra «toda la prepotencia de la economía humana», escribe Göpel. Con el paso del tiempo, la naturaleza se ha convertido en un entorno separado del ser humano, que este puede reconstruir y modificar a su antojo para sus propios fines. Un ejemplo inquietante es la abeja robot, un tipo de dron volador que se desarrolló para polinizar plantas. Fue patentado en Estados Unidos en 2018. La abeja robot tiene como fin optimizar la polinización artificial de las plantas y es la respuesta tecnológica a la creciente disminución de las poblaciones de insectos. Claramente, no es una solución al problema.Mientras que los sistemas naturales fueron creados para durar y, por ende, tienen un funcionamiento cíclico y se caracterizan por una alta diversidad y resiliencia, los sistemas humanos están orientados al momento y obedecen al mandato de la eficiencia económica. Esto se puede ver, por ejemplo, en la explotación de cultivos comerciales como soja, bananas y café, todos productos que se exportan al mundo desde América Central y América del Sur. Las variedades de alto rendimiento producidas en monocultivos suplantan el abastecimiento propio de alimentos, destruyen la biodiversidad y contribuyen así al cambio climático. Pero además estas variedades de alto rendimiento no son resistentes a los cambios climáticos. Es casi imposible un pensamiento de más corto plazo.

También en América Latina se discute sobre el modelo exportador agroindustrial, que expulsa a la gente de sus tierras, envenena el aire y el agua y destruye las formas naturales de subsistencia. A pesar de ello, los gobiernos, los grandes terratenientes y las corporaciones agrícolas continuarán impulsando este modelo mientras puedan vender sus productos en el mercado mundial.

En 1983, con el Informe Brundtland, encargado por la Organización de las Naciones Unidas (onu), se formuló por primera vez una guía para la actividad económica dentro de los límites planetarios3. El principio de sustentabilidad definido allí se convirtió más tarde en la base de todos los demás acuerdos ambientales. «El desarrollo permanente (sostenible) es un desarrollo que satisface las necesidades del presente sin hacer correr a las generaciones futuras el riesgo de que no puedan satisfacer sus propias necesidades». Esto incluye dos temas importantes, a saber: la prioridad de las necesidades de los pobres y la advertencia de no destruir los ciclos regenerativos de la naturaleza. Paralelamente a esta visión y como antítesis, por así decirlo, se desarrolló un enfoque que se basa en la sustituibilidad del capital natural. Supone que cada elemento puede ser sacado de un sistema natural y reemplazado por uno artificial. El economista estadounidense Robert Solow llegó incluso a recibir el Premio Nobel en 1987 por sus reflexiones acerca de que el agotamiento de los recursos naturales es solo un suceso, pero no una catástrofe, siempre que puedan ser reemplazados por otros factores4.

Con una perspectiva tan monocausal, se ignoran por completo las múltiples funciones que cumple un ecosistema en acción, como la limpieza y circulación de agua, aire y nutrientes, la protección contra inundaciones y muchas más, también llamadas servicios ecosistémicos. Diversos investigadores han intentado valorizar esto en dinero. El resultado fue una suma inmensa que difiere según el cálculo, pero que siempre supera al pib total del mundo. Estos servicios ecosistémicos no están incluidos en los balances, por lo que son prácticamente gratuitos y no tienen valor. Göpel considera aún más absurda la idea de que la protección de la naturaleza sea algo opuesto a la actividad económica exitosa.

Este discurso también es usual en América Latina, pero la oposición a él es mayor y más intensa. Sobre todo, las comunidades indígenas se aferran a su concepción tradicional e integral de la naturaleza y defienden sus territorios contra la apropiación por parte de personas ajenas a ellas. La presión que soportan es cada vez mayor. Sus derechos de propiedad están siendo anulados, la represión y la criminalización aumentan y no pocas veces estas comunidades pierden sus vidas en esa lucha. Si bien Brasil no es el único país, probablemente sea hoy el mayor ejemplo de una política de este tipo que está atrayendo casi toda la atención internacional.

El teorema del crecimiento, en cuestión

«El crecimiento económico en su forma actual se llama cambio climático. Y un mayor crecimiento económico significa un mayor cambio climático. Esta es la lógica fatal de nuestra civilización»5. Con estas palabras, Göpel describe el motor central de la crisis climática. Todos los esfuerzos para ahorrar dióxido de carbono son anulados por el crecimiento económico en otro lugar. Como evidencia, menciona que solo hubo ahorros reales y demostrables en tres momentos: durante la crisis del petróleo en la década de 1970, cuando los países árabes redujeron la producción de petróleo y el precio casi se duplicó en poco tiempo; a principios de la década de 1990 con el colapso de la Unión Soviética, y durante la crisis financiera de 2006-2007. Desde la perspectiva actual, se debe agregar además el confinamiento global durante la pandemia en curso, que también ha llevado a una reducción de las emisiones. Lo que todos los acontecimientos tienen en común es una contracción de la economía.

Pero el teorema sostiene que mayor crecimiento económico también significa mayor bienestar, del cual todos en algún momento se beneficiarán. Este principio rector se remonta al siglo xviii, una época en la que la gente parecía tener un planeta ilimitado a su disposición. Con la idea central del utilitarismo, el filósofo inglés Jeremy Bentham creó por primera vez una perspectiva ética, que juzga el medio elegido según sea el resultado. En otras palabras, una economía debe ser juzgada en función de si brinda más felicidad a las personas. Algunos economistas de su época determinaron que la felicidad podía ser medida según valores monetarios, y el economista inglés Adam Smith planteó la tesis de que en una sociedad bien gobernada, la multiplicación de la producción mediante la división del trabajo lleva a la prosperidad general. La formulación de Smith de una «sociedad bien gobernada» estaba dirigida contra el rey, su influencia en la economía y su enriquecimiento. El debate sobre el papel del Estado y el mercado en la creación de valor ha continuado hasta el día de hoy. Desde la década de 1970, el neoliberalismo en particular ha podido imponerse como el modelo económico dominante. El «Estado en forma» y la primacía de los mercados, junto con la suposición de un efecto de goteo a los estratos más bajos de la población, han arrojado a millones de personas a la pobreza. Fueron víctimas de una estrategia de privatización no solo en el área económica sino también en servicios públicos como salud, pensiones y educación, que fue acompañada por generosos recortes de impuestos para los ricos y las corporaciones. Todo esto ha generado un enorme aumento de la desigualdad, porque las ganancias y lo ahorrado en impuestos se invirtió y se invierte no tanto en áreas productivas sino más bien en áreas improductivas, como la toma de posesión de activos públicos (infraestructura y edificios) y los mercados de capitales. «Con esta forma de crecimiento, los países se han enriquecido, pero los Estados se han empobrecido», escribe Göpel. Y con ellos, millones de personas que no pueden beneficiarse de esta forma nominal de crecimiento. Chile es el ejemplo paradigmático de liberalización radical y privatización de bienes y servicios públicos. El creciente empobrecimiento y las protestas actuales muestran que tal concepto solo puede funcionar, en el mejor de los casos, por un tiempo limitado.

«La historia del crecimiento eterno del consumo para todos no ha funcionado, ni ecológica ni socialmente», escribe Göpel. Por el contrario, ha surgido un sistema que produce destrucciones ambientales gigantescas, en el que cada vez menos personas acumulan cada vez más riqueza y que, para mantenerse, debe producir crecimiento a cualquier precio. Por tanto, Göpel pide renegociar lo que constituirá el bienestar de las personas pasado mañana y desarrollar nuevos conceptos y planes para ello. Escribe: «Crecimiento debe dejar de ser sinónimo de destrucción del planeta. La pura multiplicación de dinero ya no es sinónimo de valor agregado. Los límites del crecimiento deben significar la superación del daño agregado ecológico y social»6.

América Latina también ha ido por este camino, y no solo bajo gobiernos conservadores o neoliberales. Los gobiernos de izquierda y progresistas de la región tampoco han sido ajenos a esta lógica destructiva. Es cierto que abordaron reformas sociales y durante un tiempo pudieron bajar efectivamente la tasa de pobreza y también reducir algo la desigualdad, pero estas reformas solo quedaron en la superficie. Se financiaron con el abundante dinero que ingresaba de las exportaciones de materias primas y se erosionaron con el descenso de los precios de esos productos. La mayoría de los países de América Latina cayeron, así, en la trampa del crecimiento y siguen produciendo hasta hoy un daño ambiental gigantesco debido al extractivismo cada vez más intensivo de materias primas minerales y agrícolas que se exportan. Además, la pandemia ha demostrado lo que significa que los servicios públicos de interés general, que ahora son reconocidos como «infraestructura crítica», estén en manos privadas y que solo una parte de la población pueda permitirse acceder a ellos.

¿Qué es el progreso tecnológico?

El progreso tecnológico es equiparado con demasiada frecuencia al progreso social y «cuenta la historia de la humanidad como una historia de éxito que va en línea recta del bifaz al teléfono inteligente», escribe Göpel. Pero la tecnología no es buena ni mala en sí misma; solo pasa a ser valiosa cuando es integrada al medio ambiente y la sociedad. De lo contrario, el efecto deseado puede volverse en contra, y se trasladan los problemas al futuro.

Una razón de esto es el efecto rebote, que los científicos consideran hoy uno de los obstáculos más subestimados en el camino hacia una economía sostenible. En resumen, esto significa que en una sociedad orientada al crecimiento, la eficiencia ganada, por ejemplo, al ahorrar energía o materias primas en el proceso de producción, no conduce a una reducción del consumo, sino que produce el efecto contrario. Un ejemplo son los avances tecnológicos en la industria automotriz. Es cierto que los motores desarrollados a lo largo del tiempo consumen mucho menos combustible. Sin embargo, los ahorros en combustible y emisiones son anulados por el hecho de que salen al mercado automóviles cada vez más potentes, pesados y rápidos; además, el uso privado de vehículos también está aumentando debido a los menores costos. Incluso se oculta un efecto rebote en el automóvil eléctrico que, por sus bajas emisiones, es considerado un pilar importante en la transición al transporte sostenible. Para fabricar la batería y la estructura de carga se necesitan energía y materias primas tales como, por ejemplo, tierras raras, cuya provisión, a su vez, está ligada a altos costos ambientales y sociales. Países como Argentina, Bolivia y Chile lo están experimentando con la minería de litio. En otras palabras: las mayores eficiencias en el uso de energía y materiales no conducen automáticamente a una reducción de las emisiones de dióxido de carbono y la contaminación. Lo que se necesita es más bien un pensamiento sistémico y no orientado al crecimiento, que acepte los límites planetarios.

Lo difícil que es para la humanidad aceptar estos límites lo demuestra la búsqueda de soluciones tecnológicas, algunas de las cuales parecen escenarios de ciencia ficción. Casi todos los modelos climáticos, según los cuales el calentamiento de la Tierra debería limitarse a un máximo de 2 °c, prevén el uso de la geoingeniería. Se discuten, por ejemplo, propuestas como la fertilización de los océanos, por la cual estos son enriquecidos con hierro para estimular el crecimiento de algas y así eliminar el carbono del agua. Las primeras pruebas de campo ya se realizaron frente a las costas de Chile y Perú7. Otras propuestas incluyen el esparcimiento de toneladas de azufre en la atmósfera para reflejar la luz solar, o el almacenamiento subterráneo a gran escala de dióxido de carbono. Si bien estas iniciativas aún se encuentran mayormente en fase de desarrollo, ya están sirviendo como una oportuna manera de escapar de la trampa climática que permita «seguir como de costumbre». Un replanteamiento radical del teorema del crecimiento para ir a un desarrollo sostenible no parece estar entre las opciones.

Mercado, Estado y patrimonio público

Göpel también cuestiona el papel que en la actualidad se suele asignar al Estado en la economía. En el contexto de la globalización, los Estados nacionales y las regulaciones nacionales perdieron cada vez más capacidad de acción y relevancia, mientras se establecieron nuevos mecanismos internacionales de protección para inversiones y transacciones. Surgieron cadenas de valor globales como resultado de una dura lucha por el monopolio, en la que participan cada vez menos empresas. Estas –sobre todo las corporaciones digitales– tienen un valor de mercado superior al pib de muchos países. En consecuencia, pueden marcarles el paso a los gobiernos mientras estos compiten por sus inversiones. El juego de oferta y demanda solo se da entre productores o empresas y consumidores, aunque los Estados aún tienen importantes oportunidades de influir mediante regulaciones e incentivos. Mariana Mazzucato ha demostrado en El Estado emprendedor que muchas innovaciones exitosas y, por lo tanto, muchos éxitos económicos, se basan en la investigación básica financiada por el Estado, tal el caso de Apple8. Que esta investigación básica sea frecuentemente impulsada por intereses militares tampoco cambia el importante papel que tiene el Estado. Y causa incluso mayor indignación que muchas empresas eludan impuestos y, por lo tanto, su contribución al financiamiento de esas y otras tareas básicas, recurriendo a vacíos legales y trucos fiscales.

En América Latina en particular, el tema tributario es clave, ya que permitiría recaudar los recursos financieros que se precisan para las necesarias inversiones en infraestructura social, conservación de la naturaleza y desarrollo de sistemas energéticos sostenibles. Pero los gobiernos son demasiado débiles o tienen vínculos demasiado estrechos con las elites nacionales como para cobrarles impuestos de manera adecuada. Las inversiones extranjeras también suelen ingresar al país con la promesa de exenciones fiscales. Los grandes grupos mineros internacionales, en particular, disfrutan aquí de notorios privilegios, mientras que los Estados se conforman con modestas tarifas de concesión.

Göpel descarta también el argumento de que el mercado se regula a sí mismo. Utilizando numerosos ejemplos, deja en claro que la suma de muchas decisiones individuales tomadas por los consumidores no puede equipararse con el beneficio para todos, y de ningún modo con el beneficio de interés público, que también incluye la protección del medio ambiente y los recursos para las generaciones futuras. Solo puede asumir tal función una instancia superior que anteponga el bienestar del grupo a los intereses individuales. No basta con transferir la responsabilidad de la destrucción de todo el planeta a los ciudadanos y sus decisiones de consumo, escribe.

Por ejemplo, muchos consumidores recurren a los alimentos producidos de manera industrial. Los alimentos producidos de forma sostenible parecen ser, en comparación, demasiado caros. El ejemplo de la producción de carne en Alemania, que, dicho sea de paso, va mucho más allá del consumo interno, muestra que esto no es cierto. A cambio, se importa soja barata de América del Sur, donde el cultivo destruye selvas tropicales y praderas. Pero estos costos no están incluidos en los precios de venta. Son externalizados. Alemania exporta a bajo precio los excedentes de carne a países cuyos campesinos no pueden competir con sus bajos costos de producción. Y, por supuesto, también allí los consumidores recurren especialmente a la carne importada barata. Una cadena fatal que daña a las personas y al medio ambiente.

Salvaguardar el interés común requiere una previsión a más largo plazo y es la tarea primordial del Estado. No obstante –se queja Göpel–, hay voces que rechazan las intervenciones estatales en los mecanismos de mercado tildándolas de injerencias en la libertad del individuo. Esto también requiere volver a pensar qué entendemos por libertad. No solo hay libertad de algo, sino también libertad para algo. Así que no deberíamos dejarnos llevar por las restricciones que supondría una economía dentro de los límites planetarios, sino por lo que ganamos si dejamos de ir detrás del fetiche del dinero y el consumo. ¿Qué es lo realmente importante en la vida?

La justicia como principio rector

Göpel menciona la cuestión de la justicia como un elemento clave adicional para las prácticas comerciales sostenibles, no solo a escala individual sino también a escala mundial. ¿A cuánta emisión tiene matemáticamente derecho cada persona y, por lo tanto, también cada país, si tomamos en serio los límites planetarios y acotamos el aumento del calentamiento global a mucho menos de 2 °c, quizás incluso a 1,5 °c, como se decidió en la Conferencia Mundial sobre el Clima de 2015? ¿Dar a todos la misma cantidad? ¿Qué pasaría entonces, por ejemplo, con las personas que tienen que viajar más por su trabajo y cuyos familiares viven en el otro extremo del mundo?, pregunta Göpel. ¿Y cómo lidiar con los superemisores, que han contribuido de manera desproporcionada al aumento del calentamiento global? Bill Gates consumió, en apenas un año de vuelos, el presupuesto vital de dióxido de carbono de 38 personas9. ¿Puede justificar esto el hecho de que la mayoría de estos viajes los hizo para su fundación, con la que hace muchas buenas obras y aborda problemas que los gobiernos de este mundo no resuelven adecuadamente? A fin de cuentas, sigue siendo una fundación privada que establece sus propias prioridades. Según la organización Global Justice Now, la Fundación Gates está estrechamente ligada a grupos empresariales como el grupo químico Monsanto y el mayorista mundial de cereales Cargill, a los que abre las puertas de mercados como el africano. ¿Es justo esto?

Del otro lado, una gran parte de la población mundial, más precisamente la parte más pobre, utiliza muchas menos materias primas y contribuye mucho menos al calentamiento global.

Las cuestiones ambientales son siempre cuestiones de distribución y las cuestiones de distribución son siempre cuestiones de justicia, escribe Göpel. Entonces, ¿por dónde empezar a actuar?

Se suele decir, como argumento demoledor contra la acción, que los objetivos ecológicos desafortunadamente entran en conflicto con los objetivos sociales, porque después de todo, los más pobres quieren alcanzar, al menos de manera aproximada, el nivel de bienestar de sus elites o de los países ricos. O, dicho en otras palabras: la inacción tomada como consideración por la sociedad ante lo que aparenta ser un clásico conflicto de intereses entre objetivos ecológicos y sociales.

Göpel sostiene que esto solo puede resolverse si también se aplica la justicia social del otro lado, es decir, arriba. O sea, redistribución en lugar de crecimiento. Para ello no es necesario llamar a una inmediata revolución. En lugar de dejar que siga ampliándose la brecha de desigualdad, aboga por una activa política distributiva y social. Propone como primer paso «destinar por única vez 10% del pib mundial al desarrollo de sistemas de salud, instituciones educativas, agricultura resiliente y suministro de energía renovable para personas con poco poder adquisitivo». Para financiarlo, podría recurrirse a un gravamen por única vez a los fondos ocultos en paraísos fiscales. Sin embargo, no explica con precisión cómo funcionaría esto. La redistribución no es un acto de generosidad, advierte la propia Göpel. Redistribución significa justicia. Y justicia «no solo significa justicia distributiva, también significa igualdad de oportunidades. Tanto la misma oportunidad de llevar una vida que satisfaga las necesidades humanas como la misma oportunidad de influir en las condiciones para ello»10.

Göpel también traslada esta idea a los Estados, ya que la responsabilidad por el calentamiento global y, por lo tanto, por el cambio climático, está distribuida de manera muy desigual. La prosperidad de los países ricos, sobre todo eeuu y en Europa, fue lograda con un modelo económico muy intensivo en recursos y emisiones. Si los demás países siguieran el mismo camino, el mundo colapsaría muy rápidamente. También aquí la justicia debe ser definida de tal manera que se respeten los límites planetarios.

Otro ejemplo es la selva amazónica, que, considerada un pulmón del planeta, tiene una función importante en la lucha contra el cambio climático. Brasil también sigue un modelo económico orientado al crecimiento en el que la sustentabilidad no tiene valor ni lugar. Esto lo demuestran el aumento de la tala a gran escala y los grandes incendios forestales en el Amazonas y el Pantanal. Si bien Francia y la Unión Europea advierten sobre la importancia de las selvas tropicales para el clima global y manifiestan una creciente preocupación por esta destrucción, el presidente Jair Bolsonaro ve esto como una interferencia en los asuntos internos de Brasil. Al mismo tiempo, la ue sigue impulsando el acuerdo de libre comercio con el Mercado Común del Sur (Mercosur) y consolida así las estructuras económicas y comerciales existentes, que son cualquier cosa menos sostenibles.

Pero ¿cuál es la salida de esta catástrofe hacia la que vamos cada vez más rápido? ¿Qué es justo?

Göpel aboga por una nueva noción de justicia que priorice la convivencia y no la confrontación y permita aunar objetivos sociales y ecológicos. Para ello debemos pensar desde el futuro y de forma sistémica. A partir del lema de los objetivos de sustentabilidad global «No abandonar a nadie», saca la conclusión inversa: «No permitir que nadie se escape». ¿Cómo sería eso exactamente? Göpel propone establecer límites hacia arriba, por ejemplo, mediante impuestos progresivos y una legislación antimonopolios razonable. Por cierto, ambas son demandas que también se discuten en América Latina. La autora recuerda una vez más la propuesta de Ecuador durante la presidencia de Rafael Correa, que abogaba por un fondo al que aportaran los países ricos para que Ecuador pudiese dejar sin extraer el petróleo del Parque Nacional Yasuní. Esta idea finalmente fracasó debido a la desconfianza política que despertaba Ecuador, pero en lugar de enterrar estos enfoques para siempre, deberían desarrollarse más y hacerse viables. Otros enfoques serían los mecanismos de compensación. «Aquellos que, debido a su desarrollo intensivo en recursos en el pasado, tienen hoy la capacidad de hacer más, deben hacerlo. Es que los otros países ya no pueden gozar de este desarrollo simple basado en la extracción masiva. Eso es justicia, no generosidad», escribe Göpel11.

Esto no llega a ser un plan para detener el cambio climático en el tiempo que queda, ni una estrategia concreta para el cambio global hacia una economía sostenible dentro de los límites planetarios. Aquí Göpel sigue sin ofrecer precisiones. También se requeriría un análisis más detallado de las relaciones de poder y propiedad y sus conexiones. Pero su libro ofrece un marco para orientarnos en la búsqueda de un nuevo modelo económico y social sustentable, cuestionando las ataduras de lo aparentemente evidente y pudiendo así ir por nuevas sendas teóricas.


Nota: traducción del alemán de Carlos Díaz Rocca.

  • 1.

    M. Göpel: Unsere Welt neu denken: Eine Einladung, Ullstein, Berlín, 2020.

  • 2.

    D. Meadows, J. Randers, D. Meadows et al.: The Limits to Growth, Potomac Associates / Universe Books, Nueva York, 1972. [Hay edición en español: Los límites del crecimiento, FCE, Ciudad de México, 1972].

  • 3.

    Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo: Nuestro futuro común, Alianza, Madrid, 1992.

  • 4.

    R. Solow: «La economía de los recursos o los recursos de la economía» en Federico Aguilera Klink y Vicent Alcántara (comps.): De la economía ambiental a la economía ecológica, Fuhem / Icaria, Barcelona, 1994.

  • 5.

    M. Göpel: ob. cit., pp. 76-77.

  • 6.

    M. Göpel: ob. cit., p. 96.

  • 7.

    «Geoengineering Threatens Oceans» en ETC Group, 9/6/2020.

  • 8.

    M. Mazzucato: El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado, RBA, Barcelona, 2014.

  • 9.

    9. Stefan Gössling: «Celebrities, Air Travel, and Social Norms» en Annals of Tourism Research No 79, 11/2019.

  • 10.

    M. Göpel: ob. cit., p. 171.

  • 11.

    Ibíd., pp. 178-179.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 290, Noviembre - Diciembre 2020, ISSN: 0251-3552


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