Opinión
octubre 2022

El ambiente, otra víctima de la crisis colombo-venezolana

Los venezolanos que han llegado a Colombia no siempre han estado más seguros. Muchos han sido utilizados por grupos armados y por el crimen organizado. Las rémoras del conflicto armado y el rearme de un sector de las antiguas guerrillas están causando una situación compleja, en la que la crisis ambiental no distingue delimitaciones fronterizas.

<p>El ambiente, otra víctima de la crisis colombo-venezolana</p>

«La selva se quema, señores, mientras ustedes hacen la guerra y juegan con ella. La selva, el pilar climático del mundo, desaparece con toda su vida», sermonea el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en su primer discurso en un escenario internacional, durante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York en septiembre de 2022. Petro se refiere con frecuencia a la región amazónica en su intervención, pero el medio ambiente está bajo ataque en los diversos rincones de su país. En el inicio de su mandato presidencial, los principales objetivos de su gobierno son múltiples: la protección ambiental, negociar una «paz total» con diferentes grupos armados, repensar la política de drogas y reparar las relaciones rotas con Venezuela, pero en ningún lugar del país todos estos temas convergen tanto como en la región fronteriza del Catatumbo.

Frontera y crisis

La crisis humanitaria en Venezuela ha provocado la salida del país de más de seis millones de venezolanos. Se trata de ciudadanos que han huido del hambre, la pobreza, la falta de atención médica y la inseguridad. Este último es un concepto clave: ha sido la inseguridad, en diversos niveles, la que ha provocado este éxodo masivo. No es de extrañar, en tal sentido que, en septiembre de 2022, una misión internacional de investigación creada por Naciones Unidas acusara al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, y a sus jefes de inteligencia de crímenes de lesa humanidad. Pero con su huida, los venezolanos no necesariamente han estado más seguros: ya fuera de las fronteras venezolanas, muchos de los que arribaron a Colombia han sido utilizados por grupos armados y por el crimen organizado.

¿Qué sucede en Colombia con aquellos que llegan?

La frontera colombo-venezolana es una de las zonas más complejas de las Américas. En el lado venezolano, la violencia se ha profundizado en los estados fronterizos donde grupos criminales comenzaron a controlar el territorio para pasar drogas, minerales, combustible y ejercer diversas actividades vinculadas al contrabando. Durante los frecuentes cierres de fronteras, cientos de miles de migrantes y refugiados se vieron obligados a cruzar a través de pasos informales, llamados trochas, controlados por actores armados que cobran «peajes» para dejar pasar personas y bienes, mientras cometen flagrantes violaciones de derechos humanos.

En medio de la mayor ola de refugiados de la historia moderna del hemisferio, alrededor de 2,4 millones de migrantes y refugiados venezolanos se encuentran en Colombia, el país que recibió la mayor proporción de esta población. Colombia ha hecho un esfuerzo monumental para recibir y legalizar su situación con un estatuto de protección de 10 años que, además, les da derecho al trabajo formal, la salud y la educación. Sin embargo, la integración socioeconómica no ha sido fácil y la combinación de la crisis migratoria con la pandemia de covid-19 expuso dolorosamente los problemas internos de Colombia, como el desempleo, la informalidad y la violencia. Un número creciente de venezolanos son reclutados por grupos criminales y armados e instrumentalizados en economías ilícitas.

La participación de los migrantes venezolanos en las economías informales e ilícitas, producto de su falta de oportunidades en el mercado de trabajo formal de Colombia, ha provocado, asimismo, actitudes xenófobas hacia esa población que ha llegado al país en busca de mejores oportunidades de vida, algunos de los cuales han llegado a cruzar el Tapón del Darién –la selva inhóspita entre Panamá y Colombia– en la que los migrantes son a menudo víctimas de grupos armados, traficantes de personas y condiciones extremas. En los primeros ocho meses de 2022, unos 68.575 venezolanos (67% del total de los migrantes) cruzaron el Darién. Su objetivo final es el de llegar a Estados Unidos. De hecho, en agosto de 2022, los venezolanos se constituyeron, por primera vez en la historia, como el segundo grupo migrante —luego de los mexicanos— en aparecer en la frontera sur de Estados Unidos.

Además de la crisis migratoria, los años (e incluso décadas) de fricciones políticas entre Caracas y Bogotá provocaron que la cuestión del medio ambiente sea muchas veces pasada por alto. Se habla poco de los ecosistemas compartidos entre Colombia y Venezuela. Sin embargo, la frontera colombo-venezolana comparte la costa caribeña, la Cordillera de los Andes, los Llanos de la Orinoquía y la selva amazónica.

Las florecientes economías ilícitas, los flujos masivos de migración y la exacerbación de las dinámicas del conflicto en zonas rurales a lo largo de la franja fronteriza han puesto una fuerte presión sobre los ecosistemas transfronterizos. La ausencia de relaciones bilaterales entre Colombia y Venezuela entre febrero 2019 y agosto 2022, y la falta de cooperación en cuestiones ambientales y de seguridad, combinado con un abandono estatal en zonas rurales en toda la región fronteriza, exponen dolorosamente las deficiencias en la conservación de la naturaleza y las prioridades que faltan.

Conflicto y medio ambiente en Colombia

Buena parte de las tensiones violentas que se han producido en Colombia han tenido vínculos directos con las disputas sobre las riquezas naturales. A su vez, las luchas por el control de territorios ricos en recursos se han traducido, y se traducen aun hoy, en agravios ambientales que, al igual que los ecosistemas, no conocen fronteras. En tal sentido, las constantes batallas por el acceso a los recursos naturales, así como por el acceso y la tenencia de la tierra, atravesaron la violenta historia del país.

El conflicto armado que ha vivido Colombia durante varias décadas ha tenido, de hecho, a la naturaleza como centro, en tanto la presencia de recursos naturales ha proporcionado a los grupos armados y criminales una ingente cantidad de ingresos para financiar sus prácticas violentas. La minería de oro, los cultivos ilícitos y la ganadería, constituyen solo algunos ejemplos de la utilización de recursos naturales para alimentar y fortalecer la posición económica de los grupos violentos y, en última instancia, para financiar la guerra. Los grupos armados han sido, asimismo, responsables de daños ambientales, como los derrames de petróleo resultantes de ataques a oleoductos. Pero el Estado no es inocente en la materia. Entre 1994 y 2015, como parte de la guerra contra las drogas patrocinada por Estados Unidos, Colombia roció alrededor de 1,8 millones de hectáreas de cultivos de coca con glifosato, un herbicida que perjudica la salud, las aguas y los suelos. 

Si el conflicto ha estado y está ligado al medio ambiente y los recursos naturales de Colombia, también lo ha estado la paz. En noviembre de 2016 el ex-presidente Juan Manuel Santos y el jefe negociador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Rodrigo Londoño, firmaron un Acuerdo de Paz que puso fin a más de medio siglo de conflicto. Noruega, que facilitó las conversaciones, describió el Acuerdo como «el primero en la historia en poner un fuerte énfasis en el medio ambiente y la sostenibilidad como parte del proceso de consolidación de la paz».

En 2019, el tribunal de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) —el órgano creado por el Acuerdo para juzgar casos del conflicto interno de Colombia— reconoció al medio ambiente como una «víctima silenciosa» del conflicto, lo que constituyó un precedente internacional que puede utilizado como un ejemplo para futuros acuerdos de paz. Pero los lazos entre la conservación ambiental y la construcción de paz son universales. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, «la integración del medio ambiente y los recursos naturales en la consolidación de la paz ya no es una opción, es un imperativo de seguridad».

El epicentro: la zona del Catatumbo

Una de las zonas más disputadas de América Latina es la del Catatumbo, ubicada en el departamento el Norte de Santander, en la Cordillera Oriental de los Andes de Colombia, y cuyos límites se extienden hasta el Lago de Maracaibo en Venezuela. En la lengua de los indígenas Barí que habitan la región, Catatumbo significa «casa del trueno» por ser la zona de mayor concentración de rayos en el mundo, pero los fuertes ruidos causados por un relámpago no son la única razón que hace que el Catatumbo sea un polvorín.

En Catatumbo se encuentra la que es, posiblemente, la mayor concentración de cultivos de coca del mundo. Las condiciones climatológicas y los suelos fértiles hacen que el territorio sea especialmente apto para ese cultivo declarado ilícito. La ubicación remota, el difícil acceso de la región y la cercana frontera con Venezuela le otorgan cierta seguridad a los grupos armados. «El Catatumbo es el paraíso para producir coca por su región geoestratégica», dijo un funcionario del estado en el norte de Santander.

Pero además de la alta cantidad de cultivos de coca, Catatumbo es una de las regiones fronterizas más violentas del continente debido a la competencia por el territorio que se establece entre los diferentes grupos armados. Gustavo Petro, que busca resolver el conflicto en la zona, ha lanzado el ambicioso proyecto de la «paz total», que busca dialogar con varios grupos armados y criminales que siguen activos en el país con el objetivo de quitarles del escenario y recuperar las regiones.

Después de más de medio siglo de conflicto, las grandes esperanzas que tenían las comunidades catatumberas en el Acuerdo de paz de 2016 se desvanecieron rápidamente ya que el Estado colombiano no llenó el vacío de poder dejado por los diferentes frentes de las FARC cuando abandonaron el territorio. Entre 2018 y 2022, el gobierno de Iván Duque desistió de implementar aspectos claves del tratado de paz. Como consecuencia, varios grupos armados no estatales, algunos ya presentes en el territorio, y las disidencias de las FARC que nunca se acogieron al proceso de paz u optaron por rearmarse, ocuparon ese espacio y comenzaron a luchar por el control de las rentas de la tierra.

El conflicto y el medio ambiente

Las luchas para controlar el Catatumbo y las disputas entre las economías ilícitas para financiar las guerras en la región han dejado su huella ambiental. Sin embargo, el papel de las economías legales no ha sido menor en el deterioro del ambiente en la zona. La extracción de carbón, el cultivo de la palma africana y las prácticas ganaderas se han desarrollado en relación directa con el conflicto, en tanto los empresarios han sido obligados a pagar cuotas de extorsión a actores armados. Varios sectores se beneficiaron también de dinámicas de conflicto y han podido instalarse y expandirse gracias al desplazamiento forzado de personas durante épocas de violencia extrema.

Pese a que la deforestación es un hecho histórico en el Catatumbo, los impactos ambientales fueron regulados por los mismos grupos armados. Las antiguas FARC, por ejemplo, restringieron la tala de bosque hasta ciertos niveles, pero las regulaciones se eliminaron con la desmovilización de la guerrilla. La situación comenzó a cambiar cuando las antiguas FARC salieron de la ecuación después de la firma del Acuerdo de Paz de 2016. Según un ex-comandante de las FARC en el Norte de Santander, «hacía parte de nuestra doctrina la defensa de los bienes comunes de la naturaleza». A pesar de que esa declaración es parcialmente cierta, es sabido que las FARC restringía la tala para controlar poblaciones y mantener la capa vegetal para mover tropas y montar campamentos sin ser detectadas por la inteligencia área. «Empezaron una loca deforestación en los territorios», explicó un ex-comandante de las FARC. «El territorio quedó vacío y la gente aprovechó», dijo haciendo referencia a colonos, narcotraficantes, ganaderos y grandes agricultores que desarrollan la tala indiscriminada.

El crecimiento del sector cocalero en Catatumbo coincidió con la crisis migratoria. Al no encontrar una acogida en la economía formal, diversos migrantes y refugiados de Venezuela lograron su sustento en las economías ilícitas –como la raspa de la hoja de coca–. En algunas áreas de esa economía, los venezolanos se constituyeron, de hecho, como la principal fuente de trabajo manual. Huelga decir que la comercialización de pasta de coca en el Catatumbo no es una actividad menor. Genera alrededor de 340 millones de dólares al año y quienes usufructúan el negocio ya ni siquiera cuentan el dinero: lo pesan.

En los años posteriores a la firma de paz, la deforestación aumentó de manera exponencial en Colombia y en el Catatumbo. Ahora, cuatro de los diez principales municipios cocaleros de Colombia pertenecen esta regióno. El municipio que alberga más cultivos de coca en este momento, Tibú, perdió alrededor de 15% de bosque primario entre el 2016 y 2021.

Para lavar las ganancias del narcotráfico hay, además, economías aliadas. «La ganadería es una manera fácil de lavar dinero», explicó un experto en seguridad. Según el Censo Agropecuario anual, en 2021 había 152.789 bovinos en los once municipios del Catatumbo, lo que representa un aumento de unas 36.000 cabezas en comparación con 2016.

Algunos delincuentes prefieren invertir su dinero en ganado en lugar de mantener grandes cantidades de dinero en efectivo. Hay grupos que, incluso, cobran un impuesto mensual por cabeza de ganado, mientras que otros imponen un impuesto (de unos 12 dólares) por cada transacción ganadera. Incluso hay un impuesto sobre la leche producida. Pero la cantidad de cultivos de palma africana también ha crecido. Los grupos armados no estatales cobran extorsiones a los grandes propietarios de plantaciones. Las fincas con más de 100 hectáreas de palma pagan una tasa de extorsión basada en la cantidad total de hectáreas.

Una situación que es a menudo pasada por alto es la del robo de petróleo crudo refinado en laboratorios de la selva en gasolina rudimentaria llamada «pategrillo» –utilizada en el proceso de fabricación de la cocaína–. Válvulas ilícitas mal instaladas en oleoductos causan continuos derrames de petróleo, provocando graves contaminaciones llevadas a través de las quebradas y los ríos a través de la frontera con Venezuela.

Todo esto compone una relación directa entre el ambiente, la disputa por los territorios, la presencia de grupos armados y las economías ilícitas.

Un acuerdo bilateral

Mientras continúa la guerra en el Catatumbo, la frontera colombo-venezolano ha sido reabierta oficialmente el 26 de septiembre, pero para los pasivos ambientales nunca estuvo cerrada. Por razones obvias, las fronteras no detienen los bosques, los microclimas y los ríos, pero, en ese mismo sentido, la degradación ambiental también migra sobre la línea fronteriza. Aunque el medio ambiente aparezca en la agenda internacional de Petro, lo cierto es que no ha sido tocado en las conversaciones bilaterales con Venezuela.

Petróleo, carbón, gasolina, cocaína y aceite de palma. La demanda global de estos recursos impulsa las dinámicas de conflicto en regiones como el Catatumbo. El despojo violento de tierras y transformaciones de la propiedad rural afectan gravemente los derechos de las comunidades campesinas y étnicas a la tierra, al territorio y la seguridad alimentaria.

El Acuerdo de Paz en Colombia abrió una ventana de oportunidad para transformar las condiciones que llevaron al conflicto armado y sus efectos ambientales negativos. Pero el incumplimiento de varios puntos cruciales del acuerdo, la implementación de políticas militaristas en los territorios y la priorización de una agenda de desarrollo extractivo han tenido graves consecuencias. Únicamente si Colombia logra combinar su nueva estrategia en política de drogas, su posición sobre la «paz completa» y sus propuestas sobre la protección ambiental en una agenda bilateral con Venezuela, habrá posibilidades de recuperar un ambiente sano en las fronteras.


La publicación de este texto es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y el Cuarto Congreso de la Red Latinoamericana de Seguridad Incluyente y Sostenible organizado por la Fundación Friedrich Ebert en Colombia (FESCOL).



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