Opinión
enero 2019

Colombia: ¿otra vez la «guerra contra el terrorismo»?

El reciente atentado contra una emblemática escuela de policía de Bogotá, reivindicado por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), es el más sangriento desde la firma de los Acuerdos de Paz y golpea el inestable proceso de pacificación iniciado por Juan Manuel Santos. Al mismo tiempo, el ataque reactiva los viejos discursos de «guerra contra el terrorismo» que tanto rédito dieron a la derecha colombiana.

Colombia: ¿otra vez la «guerra contra el terrorismo»?

Hoy sabemos, por medio de un comunicado oficial, que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) es el responsable de la explosión del coche bomba y el asesinato de 21 personas producidos en el interior de las instalaciones de la escuela de cadetes General Santander de la Policía Nacional el pasado 17 de enero en Bogotá. Este hecho no solo reintroduce la violencia y el temor en el ya de por sí poco auspicioso escenario nacional, sino que también redefine la dinámica política del país. Más allá del acto violento, vehementemente rechazado por todos los sectores de la sociedad colombiana –incluidos los movimientos y organizaciones sociales que desde hace décadas vienen luchando por una salida negociada al conflicto y por el respeto de los derechos humanos–, es importante preguntarnos: ¿qué implicaciones tiene el rompimiento de las negociaciones entre el ELN y el gobierno nacional para la política colombiana? ¿qué debemos aprender de la historia reciente del país y qué retos afrontan los derechos humanos?

Crónica de otra guerra anunciada

Cuando Iván Duque llegó a la segunda vuelta presidencial en 2018 como representante del sector más recalcitrante de la derecha colombiana articulada en torno del uribismo, ningún partido de la clase política tradicional dudó en apoyarlo contra la candidatura de centroizquierda de Gustavo Petro.

El gobierno de Duque rechazó desde su llegada al poder los Acuerdos de Paz logrados con la antigua guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), así como la mesa de diálogo que el anterior gobierno inició con el ELN. Duque condicionó las negociaciones con esta guerrilla a la liberación de todos los secuestrados, el cese de la extorsión y el uso de armas. Más de seis meses estuvo detenido el proceso, ya que el grupo armado no cedía y cuestionaba el compromiso del gobierno; luego de un «cese al fuego unilateral» a finales de año, decidió ejecutar una nueva acción bélica.

Estamos, pues, ante una crónica de una tragedia anunciada, en el sentido de que las partes nunca quisieron avanzar en una negociación seria y la guerra se prolonga. En este sentido, la nueva coyuntura abierta por el rompimiento de las negociaciones con el ELN vuelve a poner sobre la mesa, y sobre todo en el discurso gubernamental, un viejo conocido de la política colombiana: la «lucha contra el terrorismo». Si bien el ELN es un pequeño grupo armado que cuenta en sus filas entre 1.500 y 3.000 combatientes (en su momento, las FARC llegaron a contar con aproximadamente 20.000), el impacto de sus acciones es suficiente para que el gobierno justifique una «amenaza terrorista» contra la sociedad.

Una revisión de la historia reciente nos permite entender que la violencia solo ha generado más violencia, y que las políticas de «seguridad interna» y de militarización justificadas en «el combate al terrorismo» han servido para cometer los más atroces actos de barbarie y violaciones de derechos humanos. Durante los ocho años de gobierno de Álvaro Uribe, fueron múltiples los intentos de limitar y restringir libertades básicas que se justificaron en la necesidad de garantizar seguridad nacional, y las políticas implementadas aumentaron el número de desplazados internos, despojos, asesinatos y desapariciones forzadas. Amparadas en las orientaciones belicistas del gobierno, las Fuerzas Armadas cometieron crímenes atroces; solo hay que ver los miles de casos de «falsos positivos», víctimas inocentes ejecutadas para maquillar las cifras del éxito de la guerra y proyectar una imagen de victoria «frente al terror».

Quienes se han beneficiado históricamente de la guerra y han conservado sus privilegios –grandes terratenientes, empresarios, políticos locales y nacionales–, están vinculados a la expansión de grupos paramilitares que despojaron a los campesinos de sus tierras y establecieron orden a sangre y fuego. Estos privilegios se reproducen, igualmente, con el manejo macroeconómico ortodoxo que pone la carga impositiva sobre la clase media y mantiene beneficios para los sectores más ricos y acaudalados, en uno de los países más desiguales del mundo en términos de riqueza y propiedad de la tierra. Como ejemplo del peligroso paralelo histórico que enfrentamos, solo este fin de semana el presidente Duque llamó al reforzamiento de las «redes de participación cívica», lo que recuerda las «redes de cooperantes» puestas en marcha durante el gobierno de Uribe en las que participaron organizaciones paramilitares.

¿Quiénes ganan?

Más allá de los muy documentados saldos contrarios a los derechos humanos que han dejado las políticas de guerra, es importante entender que el atentado y el reavivamiento del lenguaje antiterrorista es, sin embargo, una buena noticia para diferentes actores. Por una parte, para el gobierno nacional que se encontraba envuelto en una crisis de legitimidad (mientras roza las puntuaciones más bajas de aceptación en las encuestas de opinión pública). Uno de los efectos de la «lucha contra el terrorismo» es que logra articular un discurso que divide a la sociedad entre «ciudadanos patrióticos» y «enemigos de la patria» y, en este escenario, el gobierno encarna el sentir de amenaza de la sociedad, lo que lo convierte en el protagonista de la lucha contra el terror. Esta polarización y radicalización se vio expresada en las marchas del 20 de enero, en las que furibundos simpatizantes del gobierno atacaron con amenazas a quienes llevaban consignas contra la guerra (como se ve en algunos videos que se hicieron virales).

Por otra parte, importantes grupos económicos y políticos que se encontraban envueltos en escándalos, como los casos de corrupción ligados a Odebrecht, logran sacar provecho de esta coyuntura. Basta recordar cómo el fiscal general de la nación, Néstor Humberto Martínez, sobre el cual pesan severas acusaciones de complicidad en las denuncias de corrupción en el caso de la constructora brasileña, ha salido a presentarse como uno de los grandes abanderados de la «lucha contra el terror» y ha brindado resultados inmediatos de las investigaciones, con una premura que no mostró en los señalados casos de corrupción asociados a sus antiguos jefes.

Finalmente, y no menos importante, para los medios de comunicación, especialmente los televisivos, los cuales se encuentran en una severa crisis de audiencia y credibilidad, este hecho es una oportunidad para levantar los ratings (por todos es sabido que la guerra y la violencia «venden»). Esos mismos medios que no dudaron en catalogar como «personaje del año» 2008 al Ejército nacional justo en el año en que se hicieron públicos los casos de los «falsos positivos», y que históricamente se han alineado con la línea editorial del oficialismo, hoy bombardean las pantallas con imágenes del terror.

Para sumar a todo lo anterior, el escenario geopolítico regional vuelve aún más complejo más el panorama. Se ha buscado responsabilizar a Venezuela por el rompimiento de los diálogos con el ELN y ya se hacen sentir las voces de los gobiernos de derecha exigiendo mano dura y confrontación contra Caracas (Jair Bolsonaro, Donald Trump). Igualmente, los hechos ocurridos en el último año en la frontera con Ecuador han llevado al gobierno de Duque a asumir una posición beligerante y a perder un aliado histórico de los esfuerzos por la paz.

El panorama no puede ser menos alentador. Persisten, sin embargo, la paradoja y la esperanza: las miles de víctimas que viven en los territorios marginados, azotados históricamente por la guerra, y quienes ven caer a diario a sus líderes (han sido asesinados más de 400 líderes sociales y defensores de derechos humanos desde que se firmó el acuerdo de paz) exigen la continuidad de los esfuerzos por sellar la paz y, principalmente, por no retornar a las políticas de guerra (de allí el «no a la guerra de Uribe-Duque»).

Las víctimas, actores con real autoridad moral para alzar su voz y exigir un alto a la guerra y la violencia, necesitan respaldo incondicional y absoluto por parte de toda la comunidad internacional. Las víctimas nos obligan a recordar a diario la historia y a ser enfáticos en que, en pos de la seguridad, no todo vale. Las libertades más elementales, la sensatez y la humanidad están nuevamente en juego en Colombia.



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