Brasil-Venezuela: ¿y ahora qué hacemos?
mayo 2016
Cómo utilizar una misma vara, desde la izquierda, para pensar la situación venezolana y brasileña
La crisis en Brasil y Venezuela presenta no pocos problemas para las izquierdas y las fuerzas populares latinoamericanas. La coincidencia temporal de ambos sucesos obliga a buscar una vara común para evaluarlos, a riesgo de mostrar serias inconsistencias argumentativas –lo que, hay que decirlo, no desanima a algunos opinadores de las izquierdas «antiimperialistas» continentales–.
En
el primer caso, asistimos, dicho en el portugués inventado de los
hispanohablantes, al grotesco «mais grande do mundo», en el que una
banda de congresistas corruptos, reaccionarios y oportunistas
escenificaron un impeachment
aprovechando la mayoría opositora en las Cámaras y el masivo
rechazo contra la corrupción.
Se
trató de una conspiración política de grandes dimensiones, montada
por funcionarios como Eduardo Cunha –presidente del Congreso y
apartado apenas de votó el juicio político impulsado por él–,
acusados de numerosos actos de corrupción y diversos delitos.
Paradójicamente, no suspendieron a Rousseff por corrupción sino en
virtud de la acusación de maquillaje del déficit. «impeachment
sem crime e golpe»,
denunció sin éxito el PT. Y el ya renunciado ministro Romero Jucá admite en una conversación filtrada que la suspensión de
Dilma buscaba frenar las investigaciones judiciales que involucraban
a parte de la elite parlamentaria.
Pero
esta conspiración fue posible solo en virtud de un sistema político
(proporcional de lista abierta) que destruye la incidencia de los partidos y fragmenta de tal forma el sistema
parlamentario que impide la constitución de voluntades colectivas
transformadoras. Así, Dilma, que fue elegida con el 42% cuenta solo
con un 15% de los diputados (que en su enorme mayoría son hombres y
blancos). Por su parte, la denominada «Bancada
da bala»
(ex policías y militares) junto a ruralistas y evangélicos
conforman una derecha sobrerrepresentada gracias al sistema
electoral. Como ha señalado el politólogo Germán Lodola, no se
puede entender la política brasileña desde los modelos imperantes
en otros países de la región: en Brasil, «los presidentes son
siempre minoritarios y lo que hay que mantener es un gobierno de
coalición». En ese contexto, grupos de poder como los ruralistas,
mediante su bancada y su control de la Comisión de Agricultura, son
capaces de frenar cualquier atisbo de reforma agraria, en tanto que
los evangélicos constituyen un grupo transversal a los partidos.
Para
explicar la caída de Dilma es mejor alejarse de los memes
que muestran la foto de una Dilma guerrillera como blanco del
«golpe»: el gobierno de Dilma no solo nombró a la agrosojera Kátia
Abreu a la cabeza del ministerio de Agricultura o al neoliberal
Joaquim Levy en Finanzas, sino que ya desde la era Lula el PT se
volvió una fuerza crecientemente desmovilizada. Pero, a su turno,
tampoco parecen suficientes los análisis politológicos más
asépticos. Es cierto, como ya se señaló, que el problema central
de Dilma es que se destruyó su coalición de gobierno con el Partido
del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una fuerza básicamente
oportunista de la que proviene el vicepresidente Michel Temer, ahora
a cargo del Ejecutivo. El nuevo gobierno, con aristas claramente
conservadoras, ha construido su propia base de apoyo repartiendo
ministerios entre todos los partidos opositores de centroderecha y
derecha. Ahora bien, eso ocurre con el trasfondo de una masiva
movilización de las fuerzas «anti-PT», que incluyen rechazos
clasistas y antiplebeyos a los avances sociales –materiales y
simbólicos– de la década larga de gobierno de centroizquierda. El
PT no solo perdió en la arena institucional sino, de manera más
preocupante, en la calle. Y todo ello ocurrió en el marco de una
especie de Mani
Pulite a la brasileña, que repitió problemas de la experiencia italiana
y agregó aristas vernáculas tropicales. Hoy varios poderosos
empresarios están tras las rejas, pero en el plano político quien
pagó el costo más alto por el Lava Jato (megacorrupción en
Petrobras) fue sin duda el PT.
En
paralelo a esta crisis, asistimos al agravamiento de la situación en
Venezuela. Allí, la oposición logró por primera vez, el 6 de
diciembre pasado, derrotar al (pos)chavismo en las urnas y lo hizo
con contundencia. El choque de poderes estaba cantado. Mientras el
oficialismo controla el Poder Ejecutivo, la Mesa de la Unidad
Democrática (MUD) tiene mayoría calificada en la Asamblea Nacional
y, desde ese espacio institucional legítimo, busca la forma de
destituir a Maduro en medio de una crisis
con dimensiones de derrumbe societal posbélico. Durante la era
Chávez, se había instalado una barrera entre la mayoría popular
chavista y la oposición que hacía que no operara el tradicional
voto castigo (cuando las cosas van mal se vota por la oposición
realmente existente) ya que para esas mayorías, los opositores eran
«contrarrevolucionarios» y sus líderes solo «niños ricos» con
caras bonitas.
Pero
la crisis volteó esas murallas y el voto contra el exchofer de
Metrobús y heredero de Chávez empoderó a una oposición que
combina rostros nuevos (como el del encarcelado Leopoldo López) con
figuras de la vieja política como el nuevo presidente de la Asamblea
Nacional Henry Ramos Allup, de la tradicional Acción Democrática
(AD). Sintomáticamente, tanto López como Ramos Allup se definen
como «socialdemócratas» y el segundo funge de vicepresidente de la
Internacional Socialista (un organismo hoy atravesado por diversos
cuestionamientos internos y pérdida de peso en el ámbito global).
En un escenario de unidad formal y fuertes tensiones en su interior,
Henrique Capriles trata de instalar su estrategia de apuesta
principal a las urnas, con la certeza de que la polarización en las
calles beneficiará a la postre a Maduro, aunque sin descuidar la
presión callejera. Recientemente, Capriles declaró que se opone al
impeachment
a
Dilma y que tanto en Brasil como en Venezuela, la salida a la crisis
debe pasar por las elecciones (de hecho, eso es lo que propone el PT
en una versión siglo XXI de las «Diretas
já»
de las postrimerías de la dictadura).
En
este marco, la apuesta de la oposición venezolana es conseguir
llegar a un revocatorio antes del 10 de enero de 2017: la ley señala
que si Maduro es revocado antes de esa fecha se debe convocar a
nuevas elecciones. Pero si se pasa el plazo de cuatro años del
actual mandato (que se cuenta desde que Chávez asumió su último
mandato, continuado por Maduro tras vencer por escaso margen en
2013), asumiría el vicepresidente Aristóbulo Istúriz. Por eso, la
MUD presiona para que el órgano electoral verifique con rapidez las
firmas que juntó para cumplir con el primer paso rumbo a la
consulta. Y por eso también, el gobierno muestra muy poco apuro para
llevar adelante esa tarea.
La
vocación democrática de la oposición venezolana es discutible y
allí está el frustrado golpe de 2002. Pero al mismo tiempo, el
referéndum revocatorio es una figura constitucional –y no de la
Constitución «moribunda» sobre la que juró Chávez a comienzos de
1999 sino de la Carta Magna bolivariana que «refundó» a
Venezuela–. Para el chavismo, es problemático: si el referéndum
se hiciera en 2016, sus bases deberían salir a hacer campaña por el
presidente, en un contexto de decepción política que invade a las
fuerzas bolivarianas y de la existencia de un «chavismo no
madurista»; si ocurriera después podría servir para tratar de
reorientar el proceso con Istúriz a la cabeza… ¿pero hay aún
margen para ello? Muchas veces pareció que el chavismo estaba
terminado, pero esa sobrevida continúa.
Con
todo, los niveles de crisis (económica, de seguridad, de
desorganización estatal, de corrupción) parecen llevar al país a
un punto de no retorno, con riesgos de violencia política
potenciados por la cantidad de armas que circulan por el país. Y en
este escenario, la mera denuncia de elementos desestabilizadores con
apoyo externo no puede explicar el estado de las cosas. Básicamente
porque en gran parte de los actos especulativos (contrabando de
gasolina a Colombia o enriquecimiento gracias a los tipos de cambio)
son realizados por sectores del propio oficialismo, civiles y
militares. Y los saqueos, la crisis eléctrica que casi paraliza al
estado, la inseguridad galopante hacen que «socialismo» (en verdad
una forma de neorrentismo socialista) vuelva a rimar no solo con
colas y desabastecimiento, sino con una crisis sistémica de los
cimientos del régimen bolivariano. Como lo señaló el exministro de
Industrias Básicas y Minería de Chávez, Víctor Álvarez:
«En
el año 2010 el presidente Chávez celebró la contracción de 5,8 %
del PBI como «el velorio del capitalismo». En respuesta a quienes consideraron
aquella caída como el «fracaso del gobierno», Chávez respondió
afirmando que «la economía que está cayendo en Venezuela es la
economía capitalista». Pero destruir la economía capitalista sin
construir simultáneamente una eficiente economía socialista terminó
siendo el atajo perfecto para hundir al país en este círculo
vicioso de escasez, acaparamiento, especulación e inflación que
atormenta a toda la población. Una Revolución verdadera es un
proceso de destrucción creativa: destruye lo viejo e inferior y lo
suplanta por lo nuevo y superior. Pero la gente que hoy sufre los
estragos de la escasez, especulación e inflación ha llegado a la
conclusión de que «si esta calamidad es el socialismo, mejor me
quedo con el capitalismo». Pasará mucho tiempo para que la gente
sencilla del pueblo vuelva a creer en el socialismo como vía para
lograr una sociedad libre de desempleo, pobreza y exclusión social.
Esto ya pasó en los países del llamado socialismo del siglo XX,
pero la vanguardia chavista no aprendió esa lección.»
Asimismo,
la tendencia de Maduro a gobernar mediante instrumentos de excepción
(y discursos donde señala que «la Asamblea Nacional de Venezuela
perdió vigencia política. Es cuestión de tiempo para que
desaparezca»), plantea un escenario autogolpista. Estas derivas,
sumadas a expresiones propiamente gangsteriles
en
el interior del propio régimen, ponen en riesgo a toda la izquierda
continental. Un golpe como el que significó la derrota sandinista en
1990 (movimiento atravesado por una fuerte decadencia moral pero que
efectivamente sí enfrentó una brutal agresión imperial) es hoy
perfectamente posible y no se lo enfrentará con éxito con cierres
de filas discursivos o épicas sobreactuadas.
Hoy, la derecha latinoamericana denuncia a Venezuela y apoya la conspiración antidemocrática brasileña y la izquierda «antiimperialista» opera como espejo invertido. Se trata, sin duda, de un difícil escenario para las izquierdas continentales, en un clima de fin de ciclo cada vez más evidente. No se trata de buscar equilibrios ideales ni de ser «almas bellas» o radicales de salón, pero sí de pensar de manera honesta (aunque no menos radical) qué tipo de instituciones requiere el cambio social, pensar en serio la democracia (sin tirar al niño democrático con el agua sucia de la bañera liberal): a menudo, las formas de «democracia popular directa» se transformaron en instrumentos poco democráticos, con la Jamahiriya libia como la combinación más grotesca de despotismo personal bajo la pantalla del poder popular. Pero también, la crisis refiere a las formas de construcción política (es notable la escasa convocatoria del PT frente a la suspensión de Dilma o la desorientación del kirchnerismo tras su salida del gobierno) y la corrupción –sea para construir mayorías y comprar coaliciones (Brasil), así como en su versión más caótica (Venezuela)–.
Al
final de cuentas, las perspectivas de radicalización de la
democracia promueven eso (su radicalización), no la transformación
de los procesos de cambio en formas de régimen que ahogan el debate
interno, alinean militarmente a los militantes, premian más las
lealtades oportunistas que la eficiencia y la honestidad intelectual
en un simulacro «leninista» que no solo podría no ser deseable
sino que básicamente no es eficaz frente a las «nuevas derechas»
que se expanden en la región. Después, solo podremos contentarnos
con la consoladora «épica de la derrota».