Opinión
agosto 2021

La «trumpización» de Jair Bolsonaro

Ante una posible derrota electoral, Bolsonaro está dirigiendo sus ataques al voto electrónico y denunciando futuros fraudes en 2022. Mientras aviva a sus seguidores, algunos imaginan la posibilidad de que se produzcan eventos similares a los de Estados Unidos durante el final del mandato de Trump. Aunque un asalto al Capitolio a la brasileña parezca poco probable, habrá que seguir de cerca a las fuerzas de seguridad, que constituyen hoy un pilar fundamental del gobierno bolsonarista.

La «trumpización» de Jair Bolsonaro

Faltaban solo algunos días para las elecciones presidenciales estadounidenses y Jair Bolsonaro aseguraba que quería ser el primer gobernante del mundo en felicitar a Donald Trump por su triunfo. Hacía meses que el ocupante de la Casa Blanca venía sembrando las dudas sobre el proceso electoral y anticipaba que los demócratas pretendían quedarse con la elección mediante fraude. El desenlace fue la invasión al Capitolio, el pasado 6 de enero. En tanto, Bolsonaro fue el último presidente en «reconocer» públicamente a Joe Biden como el ganador de las elecciones. Ahora, a poco más de un año de las elecciones brasileñas, Bolsonaro recurre a la misma estrategia de sembrar dudas sobre el proceso electoral y anticipar la denuncia de fraude en 2022. «Si no hay elecciones limpias, no habrá elecciones», amenazó.

Se trata de una estrategia idéntica, a pesar de que sean sistemas completamente diferentes, ya que en Brasil la urna es 100% electrónica desde 2000, mientras que en Estados Unidos el voto es mediante papeleta y el problema de Trump era con los votos por correo con los que se habría consumado el fraude electoral. Pero, en definitiva, esa diferencia del sistema de votación no es importante para la derecha radical, ya que lo central es la deslegitimación del proceso en sí mismo. Tanto en el caso de Bolsonaro como en el de Trump, lo determinante es la línea de cuestionamiento a las instituciones, la apelación a supuestas conspiraciones y el estilo siempre provocador, propio de la alt-right que impregna ambos liderazgos, estilo que logra que se hable permanentemente de ellos. No obstante, y sobre todo en el caso de Bolsonaro, la estrategia resultó más efectiva a la hora de llegar a la presidencia –permitiéndole instalarse y mantenerse en el debate público– que para gestionar y construir poder una vez en el gobierno.

El caso de Trump es ilustrativo: para el consultor político Frank Luntz, al persistir en la denuncia de fraude en las presidenciales, los republicanos terminaron desincentivando la concurrencia a votar en las posteriores elecciones para senadores del estado de Georgia, elección que terminó alterando el equilibrio de poder dentro del Congreso en favor de los demócratas. O bien algo más de fondo: los estados del Cinturón de Óxido –el pujante polo industrial hasta comienzos de la década de 1980– que habían sido claves en la victoria de Trump en 2016, cuatro años después quedaron mayoritariamente en manos de los demócratas. De poco sirve encarnar el enojo y la desesperanza de los trabajadores de cuello azul si lo que se establece como política (el enfrentamiento comercial contra China) termina produciendo más daños en la propia producción.

Resulta evidente que Bolsonaro sigue la misma estrategia antidemocrática de Trump, pero también es innegable que, tanto entre sus liderazgos como entre sus países, hay diferencias importantes. Para empezar, el liderazgo de Jair Bolsonaro siempre fue más débil en términos de apoyo ciudadano que el de Trump, con índices de aprobación más bajos. El trumpismo tiene una fuerza mayor en la sociedad estadounidense que el bolsonarismo en Brasil. Da cuenta de ello las dificultades del establishment del Partido Republicano primero para evitar el triunfo de Trump en las primarias de 2016 y ahora para quitárselo de encima. Una segunda diferencia relevante se vincula precisamente con el sistema de partidos (bipartidismo versus multipartidismo fragmentado) y con el hecho de que Trump contó con una estructura de apoyo importante, algo de lo que su émulo latinoamericano carece. Hoy Bolsonaro no está afiliado a ningún partido, después de abandonar el Partido Social Liberal (PSL) —por el que fue electo— y de fracasar en su intento de crear un partido propio.

En comparación con Trump, si algo tiene a su favor Bolsonaro son las debilidades de las instituciones brasileñas. Concretamente, lo que atañe a las fuerzas de seguridad y más específicamente a las policías militares que dependen de los gobiernos estaduales. Tanto en Estados Unidos como en Brasil se puede observar que los miembros de las policías son proclives a los liderazgos de cada momento. Pero en Brasil existe una historia de dificultades de control sobre las policías por parte de los gobernadores. Los motines, como el último ocurrido en el estado de Ceará en 2020, tienen cierta recurrencia en diferentes estados. En lo que respecta a las Fuerzas Armadas, la actual militarización del gobierno comenzó paulatinamente con Michel Temer, luego del impeachment de Dilma Rousseff. Pero además, como escribió el politólogo Juan Negri, la raíz de la influencia del poder militar en la política brasileña se encuentra en gran medida en el diseño de la transición democrática, en la que los militares conservaron algunas prerrogativas. Hoy no se puede analizar el gobierno de Bolsonaro y sus posibles desenlaces sin considerar la imbricación con el poder militar.

No obstante la opacidad del universo militar y el permanente corporativismo que se puede observar, desde hace un tiempo comenzaron a hacerse visibles los contornos de las divisiones a su interior, fundamentalmente promovidas por los distintos posicionamientos sobre Bolsonaro y sus intentos de inmiscuir a las Fuerzas Armadas de manera más directa en la política y en el enfrentamiento con los otros poderes. El hecho más significativo y que da cuenta de las fisuras es la remoción de los comandantes de las tres fuerzas este año; en los tres casos dejando en claro expresamente que el motivo de la remoción fue su oposición a la utilización de las Fuerzas como instrumento de presión hacia gobernadores. Es evidente que una parte de los altos mandos no apoya la politización de las fuerzas y menos su utilización para una ruptura democrática. La última de esas utilizaciones, y que también dejó entrever las fracturas, fue el desfile de tanques y vehículos militares de la Marina en la Plaza de los Tres Poderes el pasado 10 de agosto. La intención era intimidar a la Corte Suprema, situada justo en frente al Palacio del Planalto, y no tanto al Congreso, donde la votación sobre el voto impreso estaba perdida desde el comienzo.

El proyecto de enmienda constitucional mediante el cual el gobierno pretendía instaurar el voto impreso (y no solo electrónico), y cuya votación coincidió con el desfile militar, fue enviado al Congreso en el contexto de embates contra la urna electrónica y al Tribunal Superior Electoral. Ese proyecto es una demostración de cómo mantener un estilo de radicalización permanente termina siendo para Bolsonaro más importante que las políticas en sí mismas. Se trató, desde un comienzo, de una votación perdida y, sin embargo, Bolsonaro hizo de ella el principal caballito de batalla durante semanas.

El Ejecutivo brasileño bajo las órdenes de Bolsonaro ha mostrado que tiene serias deficiencias para formular políticas públicas en varios de los ministerios. En buena medida, este es el resultado de la inexperiencia de los nuevos funcionarios y de la persecución política a las burocracias existentes y la política de vaciamiento estatal. El caso más grave es el del Ministerio de Economía. Todas las reformas de peso, desde la reforma previsional en 2019 hasta la tributaria –que hoy se tramita en el Congreso–, o bien las privatizaciones, dejan sabor a poco y exhiben déficits técnicos importantes en su formulación. 

A esta altura, el gobierno de Bolsonaro tampoco tiene una política pública de peso que se haya constituido en la marca de su gestión. Lo más parecido a eso ha sido el auxilio de emergencia pagado a los sectores más vulnerables durante 2020, y vigente hasta hoy aunque con un monto y alcance menores que en sus inicios. La historia del auxilio ilustra la falta de coherencia al menos en lo que a políticas sociales se refiere. El gobierno primero se opuso a la medida –impulsada por la oposición en el Congreso–, pero una vez consumada la derrota aprovechó y capitalizó políticamente el beneficio. Hoy la intención es crear el Auxilio Brasil, para sustituir al Bolsa Familia creado por Lula da Silva en 2003, con un aumento de 50% del valor pago en promedio. Así, quedaría como una continuidad del auxilio de emergencia (percibido mayoritariamente como un beneficio otorgado por Bolsonaro) y se intentaría borrar al programa que es legado de Luiz Inácio Lula Da Silva. No obstante, hasta la aprobación del auxilio por el Congreso, Bolsonaro y los suyos nunca habían tenido en el horizonte de su gestión fortalecer las políticas sociales. Al contrario, la trayectoria del presidente es la de desprecio hacia los programas sociales, e incluso hacia sus sus beneficiarios.

En consecuencia, se produce un cambio drástico en la narrativa del gobierno, que pasa de tener como uno de sus ejes la ética y la antipolítica, para luego eyectar al afamado Sergio Moro (para muchos emblema de la anticorrupción) del gobierno y aliarse a las fuerzas políticas más comprometidas en investigaciones por corrupción. El perfil de sensibilidad social tampoco termina de asentarse, ya que Bolsonaro comenzó a construir ese nuevo perfil con el auxilio de emergencia pero luego fue errático, oscilando en sus declaraciones entre no comprometer más gastos, siguiendo la agenda de su ministro de Economía, el ultraliberal Paulo Guedes, o bien continuar y ampliar la asistencia.

Las embestidas antidemocráticas que generan convulsión política permanente, la ineficacia de las políticas públicas y las reformas y la ambigüedad respecto del rumbo económico liberal ya hicieron perder importantes apoyos dentro del establishment económico. El 5 de agosto, más de 200 empresarios, intelectuales y políticos publicaron una carta en la que manifiestan que no permitirán ninguna «aventura autoritaria». La «carta del PIB», como la apodó la prensa, tuvo la particularidad de reunir a algunos nombres de peso del mundo empresarial, desde industriales a banqueros. En definitiva, parte del «círculo rojo» brasileño pasó a manifestarse abiertamente contra Bolsonaro. Ya desde hace un tiempo son frecuentes los comentarios provenientes del empresariado en el sentido de que las permanentes crisis institucionales afectan al mundo de los negocios y la tan imprescindible previsibilidad. El daño a la imagen internacional del país es otro de los tópicos frecuentes. Medio ambiente, gestión de la pandemia, pueblos indígenas: todos temas que confluyen en un deterioro de la imagen internacional de Brasil durante la presidencia de Bolsonaro.  

El mejor momento para Bolsonaro en términos de imagen llegó con el auxilio de emergencia a mediados de 2020, cuando llegó a superar el 40% de aprobación. Esa mejora coincidió con los breves meses en que Bolsonaro moderó su estilo, redujo sus apariciones públicas y estableció algunos pactos de convivencia con los poderes judicial y legislativo. Posteriormente, el mandatario abandonó ese estilo pero aún así llegó a febrero de este año con una gran articulación política en el Congreso que le permitió colocar dos nombres alineados (inicialmente) con el gobierno tanto en la presidencia de la Cámara de Diputados como en la del Senado. 

Sin dudas, ese fue su momento de mayor poder en el plano institucional. Sin embargo, poco tiempo después esos mismos socios, Arthur Lira en Diputados y Rodrigo Pacheco en el Senado, ya han tenido sus desencuentros con el presidente, centralmente por el negacionismo ante la pandemia y los ataques a las instituciones. Recientemente, el presidente de la Corte Suprema rechazó realizar una reunión entre Bolsonaro y todos los jueces de la Corte con la que desde el Ejecutivo se pretendía restablecer la pacificación después los sucesivos ataques contra el Tribunal Superior Electoral, al que acusó de estar coaligado con Lula Da Silva, y contra la propia Corte, en una ya habitual lógica de tensión y distensión permanente. Aquella quimera del «Bolsonaro moderado» es mucho más difícil para los 15 meses que restan hasta las elecciones y él mismo se ha encargado de concretizar los temores con que algunos le dieron su voto en 2018. Mantener la identidad radicalizada mina las posibilidades de construcción de poder, en el caso de Bolsonaro mucho más que en el de Trump. Sobre todo si no se exhiben suficientes resultados positivos en la gestión.

De momento no hay «incendio del Reichstag» que justifique una avanzada autoritaria. Incluso la amenaza «comunista» era más creíble con el Partido de los Trabajadores sin Lula como alternativa a Bolsonaro, que con la aparición de este luego de la anulación de las sentencias en marzo de este año. Lula Da Silva es un interrogante. Su regreso, ¿sería más parecido a cuál de todos los gobiernos del PT? El «primer Lula» es el preferido del establishment, aunque ya ha pasado mucho agua bajo el puente para que aquel modelo conciliador del «Lula paz y amor» pueda replicarse. Pero en cualquier caso ninguno de sus gobiernos fue de izquierda radical. Bolsonaro se las ha ingeniado para que cuatro años más de un gobierno suyo suenen como un fantasma incluso más amenazante que el regreso de el ex obrero metalúrgico. De allí la foto de hace algunos meses del expresidente Fernando Henrique Cardoso junto a Lula Da Silva y su declaración de que votaría por este en una hipotética segunda vuelta contra Bolsonaro.

Si lo que está haciendo Bolsonaro con sus ataques a la urna electrónica es preparar el terreno para un asalto al Capitolio a la brasileña, entonces habrá que ver qué sucede con las fuerzas de seguridad, las divisiones internas existentes en su interior y hasta dónde están dispuestas a apoyarlo. Aunque hoy parezca poco probable que un intento de ruptura pueda tener éxito, entre otras cosas por la baja legitimidad que tendría, no se puede dejar de lado que la coerción es un elemento constitutivo del poder. Por ahora, el estilo alt-right y el déficit en las políticas conspiran contra las posibilidades de que Bolsonaro continúe en el poder más allá de 2022. 



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