Opinión

Argumentos para una reforma fiscal progresiva en América Latina


febrero 2023

Desde diversas posiciones aparentemente antagónicas, se repite que el gasto social debería dirigirse a los más pobres entre los pobres, siempre y cuando hagan «esfuerzos personales». Sin embargo, los mismos sectores no hacen eje en los «más ricos» ni en quienes no registran mayores esfuerzos para obtener ingresos a la hora de pensar la estructura impositiva. Los falsos argumentos abundan en el debate fiscal y evitan una discusión seria sobre cómo construir sociedades más igualitarias en América Latina.

<p>Argumentos para una reforma fiscal progresiva en América Latina</p>

Los países latinoamericanos tienen sistemas tributarios muy regresivos y, en general, con bajos niveles de recaudación en términos comparativos. Esto se explica por la fuerte presencia de impuestos sobre los consumos y sobre los salarios, junto con la baja recaudación de impuestos sobre las riquezas e ingresos de las personas.

Este sesgo tributario no permite mejorar su reconocida distribución regresiva del ingreso y de la riqueza –el principal problema de la región–, de la que se desprende la desigual distribución de las oportunidades de vida que tienen las personas al nacer. La importancia de los tributos en este resultado suele oscurecerse porque el debate distributivo se concentra en el reparto salarios/ganancias y en la distribución y el nivel del gasto público.

En materia fiscal, la mayor parte de los debates se concentran en el llamado «gasto social», tanto en su nivel como en su asignación. Peor aún, la misma discusión sobre el gasto social se concentra en los programas asistenciales, pese a que representan un bajo presupuesto en el total de ese gasto. En estos programas se suelen evaluar la «necesidad» y los «méritos» de quienes reciben transferencias asistenciales. Desde diversas posiciones aparentemente antagónicas se repite que el gasto social debería dirigirse a los más pobres entre los pobres, siempre y cuando hagan «esfuerzos personales» para merecer una asistencia. Sin embargo, esta visión de la «focalización» sobre los más pobres y sobre sus méritos –que acota y oculta cuestiones importantes del gasto social– no tiene correlato cuando se discuten los tributos.

Los tributos no se focalizan en los «más ricos» ni tampoco en quienes no registran mayores esfuerzos para obtener ingresos. Por ejemplo, se cobran bajos o ningún tributo a las rentas financieras y a las herencias, legados o donaciones, pese a que se reciben simplemente por ser propietarios de capital y por haber nacido en hogares con recursos (sin ningún mérito ni esfuerzo personal). Aquí el argumento es otro: si se cobra impuesto a estas expresiones de riqueza, se afectará el «estímulo inversor» de estas personas pudientes, por lo que no se desarrollará empleo para quienes están obligados a trabajar para vivir. El argumento final se fundamenta en la idea de que cobrarles impuestos a los ricos terminaría perjudicando a los pobres.

Los más recientes desarrollos en la teoría y práctica de la relación entre tributación y distribución (como los de Étienne Fize, Camille Landais y Nicolas Grimprel, y Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman) avalan estos argumentos. Por el contrario, justifican técnica, ética y políticamente la necesidad  de un sistema tributario que se sostenga en tres impuestos progresivos y comprensivos sobre 1) las fuentes personales de ingresos; 2) la riqueza personal; 3) las herencias, legados y donaciones entre vivos.

El impuesto a los ingresos (mal llamado a las «ganancias» en Argentina) tiene un primer problema de tasas marginales que favorecen a quienes más ganan. Pero, además, cobra diferentes tasas por fuente de origen de los ingresos. Esto permite, por ejemplo, que quienes reciben ingresos de salarios y de capital puedan elegir desde qué fuente declaran sus ingresos, dado que resulta muy difícil fiscalizar flujos de ingresos y consumos cuando los niveles de estos son muy altos. La mayor parte de los ingresos del capital se deben a aumentos del valor de los activos y muchos ingresos se declaran como retenidos en las corporaciones de las que las personas más ricas son propietarias. Esto se resolvería con un impuesto progresivo y comprensivo de todos los ingresos, sin excepciones ni tratos especiales, con adecuados mínimos exentos que favorezcan a las personas de más bajos ingresos, y con tasas progresivas.

Este tributo debería complementarse con un impuesto progresivo a la riqueza también unificada para cada persona. Son múltiples los trabajos que registran que la desigualdad en la distribución de la riqueza es mayor que la desigualdad en la distribución de los ingresos. Las tendencias a concentrar recursos en los «súper ricos» están documentadas y se señala como una amenaza para el funcionamiento de las democracias. Además, existen evidencias para dudar de la legalidad del modo en que se obtienen y acrecientan muchas de las grandes fortunas, como lo demuestran los fondos ocultos en paraísos fiscales. Por los mismos argumentos previos, el impuesto a la riqueza debería ser progresivo y comprensivo de todas sus formas, para evitar la manipulación según el tipo de activo y pasivo.

Los dos tributos señalados previamente deberían conjugarse con un impuesto a la herencia, legados y donaciones. Es aquí donde la cuestión del mérito y de la «igualdad de oportunidades» consagrada constitucionalmente se expone más claramente. Nadie tiene culpa ni hizo ningún mérito para nacer en un determinado lugar y en una determinada familia. La herencia explica hoy gran parte de la desigualdad distributiva inter- e intrageneracional y es el elemento decisivo para entender las diferentes oportunidades que tienen las personas para desarrollar sus vidas. Quienes heredan no solo tienen mayor bienestar desde el inicio de sus vidas, sin haber hecho ningún mérito para ello, sino que también gozan de mejores oportunidades para estudiar, conseguir empleo, establecer relaciones sociales, etc. Lo contrario sucede para quienes han tenido la mala suerte de nacer en contextos de carencias de recursos.

Este punto ha sido reconocido incluso por muchos filósofos y economistas que no pueden tildarse de socializantes. Por ejemplo, John Stuart Mill señaló tempranamente que el impuesto a la herencia es el más justo, mientras que al acceder a la presidencia de la American Economic Association en 1919, Irving Fischer indicó como el mayor peligro para la democracia estadounidense la creciente concentración de la riqueza, abogando por la necesidad de un impuesto progresivo a la herencia y a los ingresos al capital.

Hasta la década de 1960 se hizo muy común la aplicación del impuesto a la herencia en los países más desarrollados, pero en las últimas décadas esta tendencia se revirtió. Hoy la herencia es una de las explicaciones centrales de las tendencias abrumadoras a la concentración de la riqueza en todo el mundo.

Algunos datos ilustran lo señalado. Mientras que en la década de 1960 la riqueza heredada con respecto al total de la riqueza nacional representaba 35% en Francia y 20% en Alemania, actualmente supera el 59% en ambos países. Se estima que la mitad de la población en Estados Unidos y Francia no recibe ninguna herencia y que los hijos e hijas del 50% más pobre en Francia reciben menos de 5% del total de la herencia transferida, mientras que el 10% más rico recibe entre 50% y 80%. En América Latina no hay datos claros, pero es lógico suponer que, dada la distribución más regresiva de la riqueza y los ingresos en la región, la situación es más regresiva.

Pese a estas evidencias, el impuesto a la herencia es resistido por gran parte de las personas con el argumento de que representa un mecanismo de «movilidad social familiar»: las personas se ven estimuladas a trabajar y acumular riqueza para transferirla y mejorar las oportunidades de vida de sus descendientes. Este argumento es válido y seguramente explica comportamientos positivos de muchos grupos laborales que han logrado mejorar las oportunidades de vida de sus descendientes.

Esto, sin embargo, se resuelve fijando un piso de herencia no gravable y con medidas como la eximición de una cantidad de propiedades cuya función es ser casa de habitación familiar o la preservación del capital de empresas familiares. Pero esto no justifica la ausencia de un gravamen progresivo para quienes están en la cúpula de la distribución de riquezas. El impuesto a las herencias, legados y donaciones debería gravar todas las transferencias de este tipo realizadas a lo largo de la vida de una persona para evitar elusiones mediante fraccionamiento.

Los impuestos progresivos señalados no solo tienen propósitos de aumentar los recursos fiscales de forma eficiente y justa, sino que también permiten una mejor fiscalización conjunta, porque la información de cada uno sirve para cotejar con los otros. Esta estrategia sería mucho más potente si se coordinara internacionalmente, por lo que sería positivo que se abordara como tema central en las agendas de las diferentes y muchas veces inoperantes instancias de coordinación de políticas de los países latinoamericanos.

Pero para terminar de ser socialmente aceptables, los fondos recaudados deberían asignarse de forma coherente y transparente. Para ello, se sugieren dos políticas: un ingreso universal básico y una herencia universal básica para todas las personas a partir de una determinada edad. Como referencia, en Francia se estima que, si se quiere que el 50% de los niños más pobres reciban entre 20 y 30% del total de la herencia anual transferida en el país, el costo sería cercano a 5% del PIB.

De este modo se podrían hacer realidad los discursos vacíos de contenido que reclaman igualdad de oportunidades y movilidad social en sociedades muy desiguales. Ninguno de estos objetivos se logra con la batería de planes asistenciales condicionados y de empleo forzoso que hoy abundan en la región. Mucho menos con los actuales sistemas tributarios regresivos y de baja recaudación. Ya hay suficiente evidencia para probar que la actual combinación de políticas fiscales congela la división social, favorece el control social sobre la vida de las personas y premia a quienes más tienen (muchas veces sin mayores esfuerzos).

En contraste, una reforma fiscal sostenida en los pilares señalados previamente generaría incentivos positivos para mejorar la educación, la salud y el bienestar general de todas las personas. Y permitiría recuperar cierta confianza y legitimidad en una democracia desgastada y cooptada por elites sectoriales cuyos privilegios son hereditarios.


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