Opinión
agosto 2019

Cinco primeras lecciones de las primarias argentinas

Las elecciones primarias en Argentina reconfiguraron el escenario político. El derrumbe del macrismo y el nuevo ascenso del peronismo son las señas de identidad de este proceso. ¿Qué lecciones se pueden extraer de los resultados?

<p>Cinco primeras lecciones de las primarias argentinas</p>

A una semana de las elecciones primarias del 11 de agosto, en las que la fórmula Alberto Fernández-Cristina Fernández de Kirchner obtuvo 15 puntos de diferencia sobre la de Mauricio Macri-Miguel Ángel Pichetto, con días tan cargados de turbulencias políticas y de descalabros económicos y financieros, son numerosas las lecciones que los argentinos y las argentinas podemos extraer de ellas. A manera de síntesis precaria, paso a enumerar cinco como forma de contribuir al debate en curso, mientras el país se recupera aún del terremoto político ocurrido tras unas primarias que constituyeron, en verdad, una especie de primera vuelta sui generis rumbo a las presidenciales del 27 de octubre.

1. La gran asimetría electoral logró enmascarar la realidad y generar un efecto de desconexión

La polarización electoral en Argentina, como sistema de simplificación de la política, lejos de debilitarse, se incrementó en los últimos años. La polarización no solo simplifica, sino que empobrece el debate político, genera un clima tóxico, irrespirable, y en el mediano plazo, tiende a despolitizar a la ciudadanía, pues obtura la posibilidad de una salida o la construcción de otros posicionamientos, por fuera de los binarismos.

En 2019, consciente de su pobrísima performance económica y social, el oficialismo apostó a reforzar la polarización para impulsar un voto decisivo desde la primera instancia, las primarias. Para intensificar esa polarización y volcarla de su lado, a lo largo de casi cuatro años supo construir una gran asimetría electoral, para lo cual contó con poderosos aliados: los grandes medios de comunicación y reconocidos periodistas que se ensañaban con los candidatos de la oposición, al tiempo que medían la confianza de los mercados en el gobierno; el Fondo Monetario Internacional, Donald Trump y los mercados financieros, que prometían un futuro de cierta estabilidad financiera sin inversiones productivas. Al calor de la campaña se sumaría una intervención propagandística repiqueteadora en las redes sociales y varios equipos de encuestólogos que trabajaban día a día, hora por hora, para relevar y palpar el cambio en el talante electoral de la población.

Pocas veces se vio una campaña electoral tan desigual. Tanto es así que, desde fuera de esa densa red de apoyos incondicionales y cada vez más obscenos, desde fuera de esa maraña superestructural que parecía cubrir y sobredeterminar todo, apenas si podía verse el escenario social real y sus actores.

Eran tantas las mediaciones que muchos olvidaron la sucesión de derrotas en las elecciones provinciales realizadas en 2019 y creyeron que podían transformar la realidad (o al menos, incidir radicalmente sobre los votos indecisos), cuando lo que sucedía era sencillamente que la estrategia política y comunicacional del oficialismo solo estaba tapiándola, enmascarándola, disfrazándola. En ese marco, se generó un efecto de desconexión a gran escala. Nada lo grafica mejor que las encuestas de los días previos a las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), que afirmaban una disminución de las diferencias entre el oficialismo y la oposición, e incluso en algunas, una ventaja leve en favor del oficialismo.

En consecuencia, producto de la asimetría mediática, política y económica instalada y pese a las derrotas del oficialismo en las elecciones para las gobernaciones, todas anteriores a las PASO, que hacían prever una lógica y nueva caída, del lado del gobierno los demoledores resultados del 11 de agosto fueron vividos como un hecho inesperado.

2. La polarización extrema no solo es peligrosa, también puede tener un efecto búmeran

Ya en 2015, el ascenso de Macri a la Presidencia se dio en un contexto de intensificación de la polarización, en el cual confluyeron el cansancio frente a una sobreactuada épica populista y los primeros impactos de la crisis económica. Una parte importante de la sociedad argentina planteaba la necesidad de una alternancia, algo que brindara una bocanada de aire fresco en términos políticos y que, al mismo tiempo, abriera la posibilidad a un mejoramiento de las oportunidades económicas. En ese marco, el espacio nucleado a partir de Cambiemos (Propuesta Republicana [Pro] y Unión Cívica Radical [UCR]) logró articular nuevas demandas, por ejemplo, las promesas de crecimiento económico, (una «lluvia de inversiones») de mano del discurso de la «eficiencia económica» derivada de la salida del populismo. A su vez, estas se articularon con la demanda de las clases medias urbanas y rurales, pequeños y medianos empresarios y economías regionales, que votaron por Macri porque creyeron que, siendo empresario (y, además, hijo de inmigrantes europeos), podría entenderlos y apoyarlos.

Asimismo, no pocos argentinos de clase media baja también lo votaron en contra de la «patria asistencialista», para confirmar su distancia en relación con los más pobres, asistidos por el Estado. Y cerraba con fuerza esta cadena de equivalencias el discurso anticorrupción y la promesa de un orden republicano, menos conflictivo y pospolítico.

Sin embargo, en esta confusión entre alternancias y alternativas, Macri no solo estaba poco provisto en términos programáticos, sino que no logró construir un populismo conservador y con pretensiones pospolíticas. Poco a poco, abandonó las promesas de «pobreza cero» y desempolvó el léxico de la derecha neoliberal, típica de los años 90, que se creía desterrado: ajustes, tarifazos, predominio de los mercados, altas tasas de desocupación, vuelta al FMI, riesgo país. La idea misma de «nueva derecha» se fue diluyendo al calor del ajuste neoliberal y el discurso de clase, más allá de que el gobierno no solo mantuviera, sino que además aumentara considerablemente los programas sociales en relación con los sectores excluidos, en un contexto de incremento de la pobreza y la desocupación (que en junio del presente año superó el 10%).

En consecuencia, en 2019, el escenario era otro: al calor de la crisis económica, social y financiera y el ajuste permanente, la cadena de equivalencias políticas que llevó a Macri de modo casi inesperado a la Casa Rosada se había quebrado Si quedaban eslabones de ella, para las elecciones del corriente año lo que estaría disponible en la oferta macrista –y a lo que apostó denodadamente el oficialismo– era el antikirchnerismo en estado puro (como «pesada herencia», como «populismo irresponsable», como sinónimo de «corrupción» y de «aislamiento del mundo», como retorno al «conflicto» y a la «venganza», entre otros), pero sin un imaginario conservador positivo como propuesta alternativa.

En suma, la particularidad en estas elecciones de 2019 es que ninguna instancia –ya fueran las PASO, la primera o la segunda vuelta– podría escapar a este sistema de entrampamiento tóxico, lo que empujó la idea de que los ciudadanos y las ciudadanas debían votar en «modo polarización» desde las primarias, por temor a que el candidato opositor pudiera sacar una ventaja que tornara irreversible el resultado. La apuesta del oficialismo era buscar el nocaut desde el primer round. Todo eso hizo que olvidara que él mismo podía ser la primera víctima de la polarización extrema que había alimentado, del efecto búmeran, muy ligado a su desconexión con la realidad, de la negación de las consecuencias devastadoras que sus políticas económicas causaron en el tejido social argentino.

3. Ante el daño social, las coartadas político-electorales quedaron sin efecto o eficacia simbólica

Hasta hace un año, algunos votantes del oficialismo todavía apelaban a la«herencia recibida», o consideraban que había que «dar tiempo» al cada vez menos nuevo oficialismo, «dejarlo gobernar». Las elecciones primarias mostraron que, en la actualidad, ambas coartadas carecen de eficacia simbólica.

En realidad, hace tiempo ya que muchos votantes de Cambiemos comenzaron a hablar abiertamente de su decepción. Del lado de las clases medias, porque sentían que la política económica, marcada por la alta inflación, los tarifazos interminables, la caída del salario real, los despidos masivos y la apertura indiscriminada a la importación, estaba lejos de pensarse con ellos adentro. Del lado de aquellos sectores de las clases populares que los votaron, porque veían con claridad el aumento del desempleo y la inseguridad, el incremento de las demandas de alimentos en los comedores y las escuelas, la ampliación de las brechas de la desigualdad.

Ya no había expectativas de que la alternancia se convirtiera en alternativa; muy pocos confiaban en la supuesta expertise de los «exitosos» CEO, provenientes del mundo empresarial. Todo lo contrario. La desconfianza y la desazón apuntaban sobre todo a ellos, quienes además de vivir en la burbuja de los superricos y perseverar con sus cuentas offshore, incrementadas por sus ganancias extraordinarias obtenidas a caballito de la llamada «bicicleta financiera», ofrecieron como única solución al desastre económico volver al FMI y reactualizar recetas neoliberales que tradicionalmente han conducido al fracaso.

No pocos se dieron cuenta también de que el antikirchnerismo militante no es condición suficiente para hacer una buena gestión, que las políticas sociales compensatorias no convertían al oficialismo ipso facto en un «populismo conservador», que las indemnizaciones para los despedidos no bastaban para alegar «sensibilidad social». La sociedad ya había decidido colocar un límite al daño social producido por el gobierno votando otras opciones. La derrota traía consigo un mensaje de rechazo a un presente de crisis y exclusión, así como el repudio a un futuro cargado de mentirosas promesas aspiracionales. Como dijo el sociólogo y ex-legislador de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Pablo Bergel al conocerse los resultados de las PASO: «Fue un día benjaminiano. La sociedad activó el freno de emergencia».

4. No fue solo la polarización, sino también la ceguera de clase

Al calor de los hechos, frente al daño social, el oficialismo, perdido en el laberinto del retroceso y el agravamiento de la crisis económica y financiera, se fue revelando cada vez más como un fraude, mientras consolidaba algo que quedará en la historia argentina como su marca distintiva: la ceguera de clase. Nada lo demuestra mejor que lo sucedido en la semana posterior a las PASO, es decir, estos increíbles primeros siete días que los argentinos y las argentinas acabamos de vivir y que dejaron al desnudo la ideología de la elite gobernante, a través de los límites ideológicos (una gran dificultad para entender la derrota) y el rechazo virulento a aceptar la elección como legítima.

Así, las declaraciones del presidente en las primeras 48 horas no fueron desafortunadas; más bien revelaron su pensamiento al desnudo, esto es, el ethos dominante, el conjunto de ideas y valoraciones que nutre una determinada práctica política ligada a una clase social. No se trataba solo de afirmar que la política implementada es «la correcta» (más aún, «el único camino correcto») y que lo opuesto o diferente es un completo «error», sino de dejar en claro que el único ethos posible en política es aquel que se identifica con los mercados. Mientras una parte de la sociedad, a través del voto, afirmaba un ethos que apuesta a colocar límites al mercado, a defender la vida, la posibilidad de la producción y la reproducción social, el gobierno insistía en defender una y otra vez la validez –y supuesta universalidad– del ethos de la acumulación (financiera) del capital.

La corrida cambiaria que se desató el lunes 12 de agosto, frente a la cual el gobierno respondió con una supuesta falta de respuesta –o más bien, un tácito consentimiento–, confirmó la convicción de la elite gobernante. No fue solo el castigo al voto «incorrecto» de la ciudadanía, fue una afirmación del fatalismo económico-financiero en coherencia/correspondencia con un determinado ethos.

La ceguera de clase al desnudo tuvo las manifestaciones más diversas. Desde la insólita ausencia del entonces ministro de Economía, Nicolás Dujovne, un rico entre ricos, de quien se dijo que la derrota electoral lo había afectado físicamente (y renunciaría casi una semana después de las elecciones primarias), hasta los siempre polémicos dichos de la diputada Elisa Carrió, quien realizó un acting muy aplaudido, arengando a la tropa y buscando generar una épica de la derrota, en la reunión ampliada del gabinete de Cambiemos en el Centro Cultural Kirchner, tras haber denunciado un fraude opositor y la acción de los «narcos» en la elección.

Allí, en el escenario de la derrota, se pudo ver a Carrió tal como es ahora: ella, en el «entre nos», ataviada con joyas –pulseras y collares–, vestida y glamorosa cual señora rica recién llegada del barrio privado, advirtiendo: «Van a cambiar los votos. Hay mucha gente que está esquiando. Amigos nuestros ¿Entendieron? (…) El verano europeo es divino y se está jugando el futuro de la Argentina». Otra frase: «A nosotros no nos van a sacar de Olivos (…) nos van a sacar muertos». Carrió es la palmaria demostración de cómo se puede volver –de muy mala manera– a los marcos condicionantes de la socialización primaria. Quiero decirlo sin pleonasmos: Carrió nació en el seno de una familia acomodada, pero fue durante una parte de su notoria carrera alguien conocida por su austeridad y su sensibilidad social, puesta al servicio de un discurso republicano. Con su giro a la derecha y alianza con Cambiemos, volvió de lleno y sin vergüenza a sus orígenes de clase. En la actualidad, por momentos su impactante y desquiciada verborragia sirve para defender eso: la República de los ricos. ¿Consecuencia imprevista de la polarización o destino inevitable de clase? Quien podría afirmarlo…

5. Hay que exigir una moratoria de encuestas y encuestólogos

Se habla todo el tiempo de los desaciertos repetidos de las encuestas, no solo en Argentina sino también en otros países. Se dice que nadie previó el triunfo de Trump ni del Brexit, tampoco muchos preveían el triunfo del propio Macri en 2015. Hoy, gracias a las revelaciones sobre el rol de Cambridge Analytica, podemos explicar un poco más esos resultados.

En 2019, en Argentina, con unas pocas excepciones, las encuestadoras no previeron la diferencia monumental de más de 15 puntos entre el candidato de la oposición y el actual presidente. Toda la semana se habló de «papelón», se descalificaron las encuestas y periodistas por demás volátiles se ensañaron con los encuestólogos. Pero el caso es que, pese a que se desconfía cada vez más de la validez de las encuestas o se duda de su credibilidad, a cada elección todo parece volver a foja cero.

Dos reflexiones mínimas ante este repetido fracaso. El primero es que no pocas encuestadoras forman parte de la misma estructura de intereses de aquellos que las contratan, cuestión agravada en este caso por el flujo publicitario con el cual contaba el oficialismo y el conjunto de comunicadores y periodistas que buscó reforzar la idea de un empate técnico de la coalición gobernante con la oposición, lo que anunciaba un futuro posible triunfo. En consecuencia, muchas de las encuestas y encuestológos formaron parte del ejercito de la gran asimetría electoral.

La segunda cuestión es más sencilla, pero también muy importante. Las encuestas, su creciente multiplicación y presencia en los medios tienden a reemplazar el debate político; se potencian en la ausencia o debilidad de una verdadera conversación democrática; dan letra a los periodistas y ocupan el vacío de ideas prevalente en los medios argentinos. Ante la pérdida de credibilidad y la realidad de estructura de intereses de las cuales estas forman parte, y frente a la tendencia a alimentar falsos debates, suena verosímil exigir una moratoria de encuestas y encuestólogos, mientras sigue la campaña electoral para el 27 de octubre en medio de una nueva crisis económica y financiera de características letales para la mayoría de la población.



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