Tema central
NUSO Nº 298 / Marzo - Abril 2022

América Latina y los gatos de Cambises Fragmentación política y desafíos para la democracia

La crisis del covid-19 ha dejado expuestas vulnerabilidades en los sistemas de representación partidaria en América Latina. Pero no todos los factores negativos son de gestación reciente, y algunos muy importantes se encuentran enraizados en la génesis misma de la construcción política de los Estados latinoamericanos. Analizar los elementos que presionan sobre la estabilidad de los tejidos sociales en la pospandemia, identificar patrones y dinámicas para ofrecer una lectura abarcativa y aportar al debate para su superación son bases para repensar la situación de la democracia en la región.

América Latina y los gatos de Cambises  Fragmentación política y desafíos para la democracia

Las esperanzas de atenuación y potencial convivencia con el covid-19 se solapan ahora con la percepción abierta de los efectos de más largo plazo de la pandemia. Los impactos sobre la estructura social, los problemas de logística y cadenas de suministro, el alza del costo de vida, las novedades reactivas en el mercado del trabajo –como el fenómeno de la «gran renuncia», que alteró costos salariales y disponibilidad de mano de obra en Estados Unidos–, la crisis en las comunidades educativas concomitante a los lockdowns y sus consecuencias económicas parecen revelarse en sus efectos más duraderos. Y todo esto condiciona mucho más el desenvolvimiento de naciones que partían de situaciones previas de mayor fragilidad, como se ve en Oriente Medio, África y el objeto de este artículo: América Latina.

Latencias: la revuelta antes de la tormenta

El actual ciclo de fragmentación política cuenta con acicates de largo plazo. Uno de los más importantes está relacionado con las variaciones externas y shocks que afectan aún hoy a algunas economías. Fundamentalmente, estas economías están basadas en la exportación de productos primarios y son vulnerables a variables exógenas, como la tasa de interés estadounidense, que impone el flight to quality a capitales que buscan previsión frente a la inestabilidad latinoamericana. 

Abordaremos dos elementos de largo plazo en particular. En primer lugar, las características de la construcción nacional en América Latina, y en paralelo, la interacción conflictiva de cierta noción de individualismo con la construcción de colectivos de representación política. 

En cuanto al primer punto, como sostiene Sebastián Mazzuca1, es importante contraponer el origen de los Estados en América Latina con el de sus homólogos europeos. Mientras que en el Viejo Continente los Estados se construyeron como emanaciones conclusivas de conflictos bélicos (Reino Unido, Francia, Alemania), en América Latina fueron edificados por desplazamiento e incrementalidad progresiva, en un proceso que abarcó, según los casos, desde finales del siglo xix hasta bien traspuesta la Gran Depresión. Si en Francia y Alemania la punta de lanza del proceso fueron estadistas guerreros (Napoleón, Bismarck), en América Latina fueron dirigentes, negociantes y, en última instancia, brokers políticos ávidos de conquistar mercados antes que cualquier otra consideración territorial. Si bien este formato logró, más tarde o más temprano, la construcción del Estado, también implicó por sus mismas características deficiencias profundas en su confección interna, lo que derivó en agencias estatales con problemas severos de capilaridad territorial, implantación social, legitimidad política y estabilidad jurídica. Y todo ello se tradujo en la gestación y regulación de políticas públicas sumamente intermitentes y sesgadas como rasgo crónico de la actuación estatal. En este sentido, para Mazzuca hubo tres incentivos para la construcción de estatalidad: (a) puertos que permitieron a las clases dirigentes edificarse a sí mismas como actores privilegiados en la interacción con su entorno, dotando de base territorial al proyecto (Argentina, Brasil, Chile); (b) organizaciones políticas que se constituyeron como coagulantes y contenedores de elites geográficamente heterogéneas (México, Colombia); (c) grandes latifundistas que no se vieron obligados a consensuar con otros sectores de elite, permitiéndose un Estado de dimensiones territoriales relativamente pequeñas, lo cual también constituyó un elemento cronificante de su propia dominación (Venezuela, Perú, Guatemala).

Sea por la heterogeneidad de los actores a incluir o por la ausencia de cualquier forma de pacto, el proceso debilitó la potencia abarcativa del Estado. Las agencias públicas quedaron afectadas en su eficiencia, o bien por no estar suficientemente dotadas ante las variaciones sociales internas o por haber sido construidas por un grupo de influencia excesivamente homogéneo y a menudo poco representativo. Esta característica fundamental del Estado fractal latinoamericano mostraría siempre sus distintas fases en ciclos bien diferenciados, tanto en momentos de expansión de Estados de Bienestar incompletos como en etapas de retracción en favor de agentes privados. Los casos de avance de iglesias evangélicas en Brasil y organizaciones sociales en Argentina como mecanismos de administración del deterioro social en los tardíos años 90 del siglo xx y principios de la década de 2000 parecen bastante representativos de este fenómeno. Los arreglos institucionales constituidos originalmente fueron regenerados época tras época, con cierta continuidad en relación con los intereses económicos subyacentes, y modelaron instituciones que reprodujeron una dinámica que no palió los déficits originales y que marcó con rigidez el paso de los actores sociales de forma duradera2. El ideario liberal, alguna vez promotor de la centralización y el reformismo desde el Estado, se levantó luego como reservorio de la autonomía individual frente a la influencia corporativa y la preeminencia de lo público, tan abarcativo como deficitario en su accionar. 

Casos exitosos de construcción estatal como el Chile de Diego Portales luego de la guerra civil entre pipiolos y pelucones (1829-1830) se caracterizaron por la percepción positiva de las elites con respecto a las iniciativas de centralización, dado que no amenazaban su control sobre la mano de obra, en un marco de cooperación intraelite que avaló mecanismos autoritarios en la edificación de un sistema político conservador con tendencia a la exclusión de elementos no oligárquicos3. Esto contrasta con casos como el de Colombia, donde la pluralidad de ciudades abortó la «primacía urbana»4 (preeminencia económica y demográfica de una región), y con ella, el proyecto de concentración estatal ordenador de la vida social del país. 

Este modelo de construcción estatal, sincronizado por perspectivas comerciales y bajos niveles de consenso internos en muchos casos, crearon estructuras poco eficientes, pero, además, sumamente rígidas y con baja adaptabilidad a coyunturas críticas. Y si la proliferación de los valores de las elites liberales urbanas sirvió para edificar las estructuras, en periodos de crisis económicas el mismo liberalismo puede ser bandera de enganche para la representación de discursos «antioligárquicos» basados en la confrontación de la individualidad y sus fueros contra el control concentrado de redes de solidaridad tejidas por elites políticas y sociales. Y todo esto daba material para condensar fuerzas alrededor de coaliciones invertebradas de excluidos que utilizan su voto como castigo contra el establishment, lo que aumenta los costos de transacción, reduce los incentivos para el pacto y extrema la distancia ideológica y los intereses particulares entre los vehículos de representación partidaria. Esto lo vemos tanto en sociedades con elites fuertes y enraizadas (Chile, Uruguay) como en aquellas donde las esquirlas del poder político, social y económico descansan en un archipiélago de actores con vetos cruzados (Argentina, Bolivia, Colombia, Brasil). Algo que, como señaló Ryan Saylor5, también puede darse en contextos de boom económico, donde la necesidad de provisión de bienes públicos ante el nuevo ciclo de expansión permite generar beneficios relevantes para sectores puntuales en detrimento de otros6. Esto puede a su vez obturar la cooperación y fomentar la competencia defensiva, máxime si el entramado institucional carece de enraizamiento suficiente para mantener burocracias profesionales, coherencia corporativa y autonomía de acción, elementos necesarios para que las burocracias orienten políticas e instrumental de largo plazo con canales para la retroalimentación, reformulación y reorientación con actores privados, sin subsumirse en ellos7

Esto nos lleva al segundo punto: el atractivo y potencial del individualismo político en América Latina. El individualismo, figura preeminente en los andamiajes jurídicos, se transformó en la figura contrapuesta perfecta a la construcción de elementos colectivos como la Nación, y, sobre todo, el «pueblo». La reacción a la individualidad desde la cima del Estado como disolvente de la comunidad fue llevando a plantear esa misma individualidad, con el correr de las décadas (y con la acumulación de crisis irregularmente gestionadas), como la alternativa más creíble frente al avance del Estado en la vida social latinoamericana. Así llegamos hasta finales de los años 50, cuando a partir de determinadas fundaciones y organizaciones no gubernamentales (ong) se promueven valores liberales a fin de irradiar alternativas al pesado andamiaje heredado del esquema de sustitución por importaciones. El proceso llegaría a sus máximos históricos con las experiencias liberalizadoras de finales de los años 80 y casi toda la década del 90 en Brasil, México, Argentina, Ecuador, Chile, Perú y, en menor medida, Venezuela y Uruguay. Sistemas de partidos altamente cartelizados, como el Frente Nacional colombiano o el «turnismo» entre Acción Democrática y el copei en Venezuela, fueron señalados por la tradición del individualismo liberal como artífices y beneficiarios espurios del Estado inflamado de atribuciones, y por tanto inhibidor de la auténtica creación de riqueza. Tal creación, bajo estas premisas, estaba en manos de la iniciativa individual y la industria del mérito personal, de manera que los individuos, librados de esos yugos y regulaciones castrantes, quedarían listos para desarrollar todo su potencial, en un sistema donde los excluidos no son válidamente reconocidos, sino archivados en la categoría de «ineficientes». Golpeados por el colapso de finales de los años 90 (de gobiernos como los presididos por Rafael Caldera en Venezuela, Fernando Henrique Cardoso en Brasil, Carlos Menem en Argentina, Luis Lacalle en Uruguay, Alberto Fujimori en Perú, etc.), los partidos resistieron y resurgieron luego de un periodo de hibernación y renovación interna. Opciones como Creando Oportunidades (creo), el partido del presidente Guillermo Lasso en Ecuador; Unidad Nacional, en Bolivia; el partido de derecha Novo en Brasil y, más recientemente, La Libertad Avanza, una fuerza libertaria de derecha en Argentina, se constituyeron como fuerzas políticas en la resistencia a los gobiernos de centroizquierda a partir de la década de 2000. De alguna manera, la noción «antioligárquica» con la cual se había construido la idea de «pueblo», cimentando los liderazgos populares de América Latina, fue virando a medida que esos liderazgos se consolidaban y pasaban a ser parte del establishment político. Outsider que insiste se vuelve insider y, por tanto, ve limitada su capacidad, con el paso del tiempo y con el éxito electoral, de representar una ruptura o una renovación radical. 

Así llegamos a finales de la década de 2010, con múltiples señales de tensión, agotamiento de la capacidad estatal, fractura social y política anticorrupción instalada como issue central. Al cabo de dos décadas, una generación completa de votantes vivió casi la totalidad de su vida cívicamente consciente en convivencia con gobiernos de centroizquierda, a excepción de Perú, Colombia, Paraguay y gran parte de Centroamérica. Lo contestatario cruzaba la calle y cambiaba de vereda, y el rupturismo quedaba en manos de las banderas contra el Estado «regresivo» y «autoritario», y la revalorización potente de defender la libertad individual como protección de lo propio, del libre albedrío, de ejercer tendencias y decisiones personales sin interferencias ni solidaridades pensadas sobre la base de una nivelación hacia abajo y la castración del potencial creativo individual. Y en esa defensa del fuero personal se da una curiosa convergencia: la mancomunidad con las ideas conservadoras tradicionales, afincadas en determinadas formas de educación, el tradicionalismo, la familia nuclear. Se da una redefinición del ethos a defender, replegado sobre la individualidad, en colaboración abierta con las subunidades de pertenencia por debajo del Estado, «pueblo» y Nación. Las tensiones cruceñistas en Bolivia y la dicotomía entre las grandes ciudades como Lima o Buenos Aires y el resto del país ilustran esta deriva que enlaza liberalismo económico contrario al Estado con tradicionalismo familiarista y regionalismo reinvindicativo, en una mixtura contra natura en otro tiempo. «Primero, los míos» es el lema, siendo los «otros» la miríada de dependientes de la asistencia estatal, vituperados como una masa informe de naturaleza parasitaria y extractiva a costa del emprendedor que persigue el progreso de su industria, lícita, para él y su familia. La figura del emprendedor sin formación pero exitoso a fuerza de arremetidas (César Acuña en Perú), el gestor/especialista ideológicamente híbrido vociferante contra la «casta» política (Javier Milei en Argentina, Rodrigo Chaves en Costa Rica, Juan Sartori en Uruguay, Franco Parisi en Chile) y los portavoces autoritarios de un pasado percibido como más próspero (Guido Manini Ríos en Uruguay) se manifiestan en pleno contraste con respecto al ideal de atildamiento tecnocrático que caracterizó a la referencia liberal de los años 90, aquel tipo de liderazgo que con frialdad matemática separaba con su bisturí la política de la técnica en el Estado. 

Sin embargo, estos nuevos actores emergentes, sumamente heterogéneos, no descansan su capital únicamente en la reacción contra lo establecido, la retracción vindicativa hacia lo hogareño, la intimidad de la adhesión confesional o el grito regionalista. Mantienen elementos que, si bien bajo un prisma determinado, pueden resultar amenazantes, también pueden resultar un gran aliviador de tensiones democráticas y un reclamo genuino de replanteo del pacto entre representantes y representados en tiempos de estrés social extremo.

Prosopagnosia: la fragmentación de rebaño

Este esquema de tensiones en forma de pinza, las heredadas y las sobrevenidas por la pandemia, supuso un marco de exigencia extrema para las estructuras partidarias, ya deficitarias frente a los reclamos de sectores con pérdida de capacidad adquisitiva y esperanzas de ascenso social frustradas. Los bajos niveles de institucionalización del sistema de partidos inherentes a la dinámica de muchos países se mostraron como predictores eficaces de nuevas referencias partidarias que tuvieron y tienen todos los incentivos para ingresar en la competencia electoral. Pero la crisis ha sido de tal magnitud que también ha operado en casos de sistemas de alta institucionalización partidaria, como El Salvador, donde llevó al surgimiento de Nuevas Ideas, la agrupación de Nayib Bukele, o Chile, donde ganó espacio el Partido Republicano de José Antonio Kast. Referencias clásicas, como el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (fmln) y los herederos de la Concertación y Chile Vamos, se vieron o bien empujados a la irrelevancia en el primer caso, o desplazados de la posibilidad de ingresar en la segunda vuelta electoral de 2021 en el segundo. Aun cuando se reportan situaciones de estabilidad en la distribución de fuerzas, estas se dieron también con cambios dramáticos en los actores: Movimiento Regeneración Nacional (Morena) en México, Nuevas Ideas en El Salvador, la Unidad Nacional Opositora de Honduras empujaron en un corto lapso a varios partidos tradicionales a la casi nula influencia política. A estos cambios podemos añadir algunos aspectos más que dotan de mayor complejidad a la coyuntura. 

Turbopolítica. Se produce la aceleración de recurrencias antes particularmente inusuales. Por ejemplo, se estrechan dramáticamente los tiempos de imagen positiva para gobiernos recién electos, y los lapsos en los cuales los gestores públicos conviven con porciones de reprobación amplia se prolongan, e incluso dejan de ser inhibidores decisivos para mantenerse competitivos. Con 64% de rechazo, el ex-presidente José María Figueres es actualmente el favorito para ganar la segunda vuelta presidencial en Costa Rica8; con un prohibitivo 60% de opiniones negativas9, Jair Bolsonaro se mantiene en Brasil como principal contendor de Luiz Inácio Lula da Silva para los comicios de octubre de 2022. En Colombia, Gustavo Petro, Alex Char y Sergio Fajardo encabezan las preferencias para las presidenciales de 2022, con niveles de rechazo muy superiores a sus niveles de aceptación10. En Perú, pasaron a la segunda vuelta dos candidatos con menos de 20% de los votos: Pedro Castillo (19%) y Keiko Fujimori (13%), y la segunda vuelta se definió por un porcentaje mínimo. El impacto de este tipo de coyunturas en la conformación de los parlamentos, cada vez más fragmentados, es considerable: se elevan los costos de transacción, se enlentecen los acuerdos legislativos y con ellos, se tornan menos dinámicas la formulación, aplicación y control de las políticas públicas.A esto se suman elementos como la reversión de primeras vueltas en balotajes: en la última década se dio en ocho ocasiones, contra cuatro en los 15 años anteriores a 2012.

Autenticidad. Cada vez es más frecuente la evaluación personal como forma de reprobación a un dirigente político. Así, se observa con asiduidad cómo el electorado rechaza a un candidato por sus características personales, usualmente vinculadas a la percepción de falta de autenticidad, antes que por evaluaciones relacionadas con la gestión, pasada o potencial. Sergio Massa en Argentina, João Doria en Brasil y Keiko Fujimori en Perú son ejemplos de este fenómeno.

Hikikomori. En un fenómeno típicamente japonés, se trata de un amplio colectivo de personas que ven aumentado su tiempo en soledad, viviendo retirados de todo contacto social. En América Latina, la pandemia ha incrementado las dosis de aislamiento social, tanto en adultos mayores11 como en jóvenes y adolescentes12 en, como mínimo, 20% del tiempo. Esto ocurrió especialmente en Brasil, Chile, México y Perú durante los últimos 20 años, con un mayor ritmo alcista en la última década. Los cuadros de estrés, ansiedad y depresión se suman a la reducción de los circuitos de socialización, mientras que una mayor interacción condicionada por redes sociales como principal vía de información y relacionamiento disloca la construcción de confianza y la legitimidad de proximidad13.

Desconfianza. A partir de los datos de Latinobarómetro, uno de los elementos fundamentales que se vieron afectados entre 201514 y 202015 es la confianza interpersonal. De los cuatro países líderes en niveles de confianza de 2015 según la encuesta, Uruguay, Panamá, Argentina y Ecuador, tres padecieron abruptas caídas de alrededor de diez puntos, la mitad de la confianza interpersonal total. Latinoamérica como un todo se ubicaba en 17% de confianza en 2015 y bajó a 12% en 2020. Esto puede tener un impacto relevante en el mantenimiento en el tiempo de niveles de indecisos, voto oculto y adhesión a formaciones tradicionales, a la vez que afecta los espacios de reclutamiento de electores y simpatizantes de manera aún no mensurable. La confianza en los partidos declinó de 20% a 14% a escala regional16. Todo esto se produce en un contexto de mecanismos de autoinformación que incluyen a las redes sociales como móvil. Esto representa un desafío a formas de influencia más corporativas y colectivas como los partidos políticos, despojados de exclusividad en su propuesta de intermediación por identidad.

Conectividad. Ya antes de la pandemia, América Latina mostraba una gran progresión en la cantidad de tiempo que las personas pasan frente a una pantalla móvil, con una media de conexión diaria de 212 minutos, según los datos de Global Web Index17, y tres de los cinco países con mayor tiempo de conexión del mundo (Colombia, Brasil y Argentina), 80% más que en Canadá y Estados Unidos. Los argentinos de entre 16 y 24 años dedicaban 257 minutos por día a la conexión, contra 175 del promedio global de la misma franja etaria. La crisis de la presencialidad en la educación debido a los regímenes de cuarentena llevó a países como Perú, Panamá, Argentina, Costa Rica y México a cierres de escuelas (entre parciales y totales) de alrededor de 50 semanas entre marzo de 2020 y abril de 202118, lo que aceleró de manera decisiva la interacción en las redes sociales. Esto necesariamente implica un impacto de profundidad aún no mensurable sobre los patrones de consumo tanto comerciales como de sociabilidad política, que ya se insinuaban previamente. Con menores niveles de conexión, la actividad en redes se había demostrado fundamental para explicar el comportamiento del voto urbano en lugares como Montevideo, Rosario o el Área Metropolitana de Santiago de Chile. El caso de la campaña de redes de Xavier Hervas e Izquierda Democrática en Ecuador en 2021, con un robusto millón y medio de votos, o de Franco Parisi en Chile, que se desarrolló en ausencia del candidato, son ejemplos paradigmáticos de esto.

La prosopagnosia es una agnosia visual que consiste en la dificultad para distinguir los rostros de las personas. Se trata de una metáfora útil para describir la actual situación: la impugnación del sistema en este ciclo de descontento tiene como ariete fundamental la contestación abajo-arriba y, por tanto, la indistinción ideológica que a los ojos de los electores padecen las formaciones tradicionales. Estas se perciben como un mismo bloque con diferencias que obedecen estrictamente a una dinámica endogámica de intereses, sin conexión con las necesidades de la mayoría. Al no distinguirse novedad entre los rostros de la oferta política, la ruptura queda servida como mecanismo potencial de renovación, rechazo de lo establecido y búsqueda de autenticidad, conexión y atención, tanto como de pertenencia y representación.

Democracia para (re)armar

En una escala global, pero con fuertes raíces en América Latina, el electorado ya no parece buscar ni aceptar liderazgos de arriba hacia abajo (top-down), es decir, una lógica en la que los representados alienan su autonomía en favor de los representantes. En contraposición, cada vez es más perceptible la búsqueda de fórmulas de abajo hacia arriba (bottom-up), consustanciadas con la proximidad, temáticas puntuales, identidades tangibles y problemas concretos, antes que con cruzadas ideológicas o problemáticas polarizantes en el nivel de las elites. Si eso implica transponer fronteras partidarias, clivajes sociales y estructuras ideológicas, se las rebasa sin inconvenientes. Esto, si bien configura una dificultad adicional para ordenar la oferta política y, además, hacerla competitiva, puede ser también una oportunidad para retraer el debate político a temas más focalizados, como los problemas de los suburbios, los mecanismos de provisión de bienes públicos, la orientación de la política sobre las drogas o la contención a las nuevas formas de familia y educación. Sin embargo, las dificultades en los procesos de coordinación colectiva, las restricciones en materia de recursos y la desafección política entorpecen el desarrollo de esta oportunidad, y se requiere muchas veces de profesionalismo político ausente en partidos de nuevo cuño, y de apertura política, tendencialmente ausente en dirigentes tradicionales arrinconados por la fuga de electores.

Si las grandes corporaciones políticas, en su expansión transclasista, no logran canalizar esas nuevas demandas, es lógico que se apueste a fórmulas de carácter más acotado, pero más próximas y conocedoras de los temas que preocupan a los votantes. Bajo este prisma puede leerse el colapso de formaciones con décadas de vigencia, como el Partido Aprista Peruano, el Partido Demócrata Cristiano de Chile, el Partido de la Revolución Democrática (prd) mexicano, el Partido Colorado en Uruguay, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (mnr) boliviano o el Partido de la Social Democracia Brasileña (psdb). Y también puede leerse en este sentido el ascenso de los nuevos actores, sean de una esfera más cosmopolita, liberal y/o reformista, o más tradicional, conservadora y nostálgica; tanto para el boom de los independientes en Chile (pasaron de 52 a 105 alcaldes sobre 345 en 2021), como para los actores emergentes como Cabildo Abierto en Uruguay y el Frente Popular Agrícola del Perú (Frepap), o el Partido Libertad y Justicia del cacique Lenox Shuman, que quebró la lógica Westminster del bipartidismo en Guyana. 

Todo esto crea un escenario de dispersión electoral, que detona los incentivos para la cooperación, no ya entre nuevas y viejas formaciones, sino entre los mismos partidos tradicionales, lanzados a la carrera de contener los márgenes en rebeldía. A su vez, el proceso debilita la capacidad de moverse hacia electores no naturales por parte de los actores políticos, lo que redunda en una magnificación del rol de coyunturas adversas, estrategias de nicho, errores de cálculo y crisis de coordinación, antes administrables dada la fortaleza política propia de posturas dominantes. Se genera así una dinámica donde la competencia política se reduce a una cronología de percances mutuos, unos «juegos del hambre» donde gana quien sobrevive y llega en menos malas condiciones, en agendas (y por tanto confrontaciones) módicas, cuyos efectos son igual de mínimos pero que, en un contexto de debilidad general, marcan el pulso. El inconveniente es que, superado el instante electoral decisivo, y a la hora de poner en marcha el maltrecho aparato estatal, las condiciones de desarrollo político de la fuerza triunfadora son, por la dinámica descripta, extremadamente frágiles, y los problemas de gobernabilidad son la consecuencia lógica. Las oposiciones friccionales crean gobiernos facciosos. Los compuestos que son muy activos son poco selectivos, y la reactividad en la función ejecutiva no genera política pública de calidad, ni consensos superadores, ni visiones complejas que enriquezcan el producido final, que debe ser siempre más práctico que teórico. 

En este contexto, la fragmentación puede resultar un mecanismo social compensador para rehabilitar la relación representante-representado, más que un síntoma del propio desprestigio de la resolución pacífica y democrática de los conflictos. La politóloga norteamericana Katherine Cramer analiza el ascenso de un Partido Republicano más radicalizado en Wisconsin a partir de un trabajo etnográfico donde señala, resumidamente, que el fenómeno se produce a partir de la desconfianza general hacia el gobierno, no por una preferencia ideológica por un gobierno pequeño per se19. Cramer encontró poca evidencia en Wisconsin de que los electores se guíen por motivos culturales antes que económicos. El concepto explicativo clave de Cramer es conciencia rural. En pequeños pueblos, encontró un sentimiento compartido de agravio, una sensación de que sus necesidades fueron ignoradas por el gobierno a escala estatal y federal, y de que sus valores fueron despreciados por la elite cultural, política y económica, personificada en la capital del Estado, el gobierno y la universidad. Esto estaría íntimamente relacionado con, por ejemplo, la idea de que funcionarios públicos con privilegios, sin aportar nada ellos mismos, sobrerregulan con leyes medioambientales a quienes producen riqueza. Parece claro que, como fenómeno, no es privativo de Wisconsin.

Cuenta el cronista griego Polieno que, en la batalla de Pelusium, en el año 525 a.C., el emperador persa Cambises ordenó a su ejército utilizar como escudo contra los egipcios gatos, perros e íbices. Como los egipcios consideraban sagrados a estos animales, huyeron. Los persas ganaron la batalla sin pelear. Envalentonado por el tipo de victoria, fundamentada en la debilidad del rival, Cambises no consideró desarrollar estrategias basadas en construir superioridad militar. Pronto, la debilidad en la extensión de la expansión, los problemas logísticos y el clima lo forzaron a retirase, a la vez que estallaba una revuelta interna contra el monarca a miles de kilómetros de distancia. Derrotado en la vanguardia y en la retaguardia, Cambises sucumbió en el desierto apenas dos años después de su particular triunfo.

La política defensiva, basada en la especulación con el rival, la capitalización de la fragmentación en el formato de vender el «mal menor» y la polarización extremada de las políticas de nicho, parece traer solo el menú de la ebullición intraelite. La inestabilidad política, la irresolución económica y un desanclaje agresivo y cada vez mayor entre nuevas demandas ciudadanas y el sistema de representación suelen ser fenómenos colindantes a lo señalado. Solo una política de iniciativa, reforma, consenso y agenda apegada a lo concreto, fundamentada en la construcción institucional, la gestión de soledades y el largo plazo podrá conjurar la política de la alteridad negativa y la especulación facciosa, transformando la ciénaga de pequeñas victorias irrelevantes en un río de oportunidades para el desarrollo y la convivencia colectiva.

  • 1.

    S. Mazzuca: Latecomer State Formation: Political Geography and Capacity Failure in Latin America, Yale UP, New Haven, 2021.

  • 2.

    Katherine Thelen: «How Institutions Evolve: Insights from Comparative-Historical Analysis» en James Mahoney y Dietrich Rueschemeyer (eds.): Comparative Historical Analysis in the Social Sciences, Cambridge UP, Nueva York, 2003, pp. 3-40; Marcus Kurtz y Andrew Schrank: «Growth and Governance: Models, Measures, and Mechanisms» en Journal of Politics vol. 69 No 2, 2007, pp. 538-554.

  • 3.

    Simon Collier y William Sater: A History of Chile: 1808-1994, Cambridge UP, Nueva York, 2004.

  • 4.

    Hillel Soifer: State Building in Latin America, Cambridge UP, Nueva York, 2015.

  • 5.

    R. Saylor: State Building in Boom Times: Commodities and Coalitions in Latin America and Africa, Oxford UP, Oxford, 2014.

  • 6.

    Ibíd.

  • 7.

    Peter Evans: «El Estado como problema y como solución» en Carlos Acuña (comp.): Lecturas sobre el Estado y las políticas públicas. Retomando el debate de ayer para fortalecer el actual, Jefatura de Gabinete de Ministros de la Nación, Buenos Aires, 2007.

  • 8.

    Esteban Arrieta: «Lineth Saborío es la candidata con menor nivel de rechazo para una segunda ronda» en La República, 24/1/2022.

  • 9.

    Vitória Queiroz: «PoderData: 56% rejeitam voto em Bolsonaro; 38%, em Lula» en Poder 360, 22/1/2022.

  • 10.

    «Baja la favorabilidad de Petro y Fajardo en encuesta Invamer» en El Espectador, 6/1/2022.

  • 11.

    Qiang Gao et al.: «Loneliness Among Older Adults in Latin America, China, and India: Prevalence, Correlates and Association with Mortality» en International Journal of Public Health vol. 66, 3/2021.

  • 12.

    Jean Twenge et al.: «Worldwide Increases in Adolescent Loneliness» en Journal of Adolescence vol. 93, pp. 257-269.

  • 13.

    Rocío Annunziata, Ana Ariza y Valeria March: «Gobernar es estar cerca. Las estrategias de proximidad en el uso de las redes sociales de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal» en Revista Mexicana de Opinión Pública año 13 No 24, 1-6/2018, pp. 71-93.

  • 14.

    Corporación Latinobarómetro: Informe 1995-2015, Santiago de Chile, 2021, p. 23.

  • 15.

    Corporación Latinobarómetro: Informe 2021, Santiago de Chile, p. 62.

  • 16.

    Ibíd., p. 70.

  • 17.

    Datos disponibles en www.gwi.com/data-coverage para 2019, fecha de consulta: 5/2/ 2022.

  • 18.

    Unesco Institute for Statistics: «Global Monitoring of School Closures», https://en.unesco.org/covid19/educationresponse#schoolclosures, fecha de consulta: 3/2/2022.

  • 19.

    K. Cramer: The Politics of Resentment: Rural Consciousness in Wisconsin and the Rise of Scott Walker, Chicago UP, Chicago, 2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 298, Marzo - Abril 2022, ISSN: 0251-3552


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