Entrevista
marzo 2022

América Latina: historia política de una denominación

Entrevista a Carlos Altamirano

En su reciente libro La invención de Nuestra América, Carlos Altamirano analiza la existencia de una «identidad latinoamericana» a partir de los debates sobre la denominación de la región. En esta entrevista, destaca algunos de los principales puntos de su ensayo e indaga en la situación política argentina.

<p>América Latina: historia política de una denominación</p>  Entrevista a Carlos Altamirano

«El debate sobre la identidad latinoamericana está abierto». Carlos Altamirano habla pausado mientras por una ventana de su departamento en pleno barrio de Palermo (Buenos Aires) entra el fuerte bullicio del tránsito. Detrás suyo, una biblioteca repleta de libros del suelo al techo adorna el comedor. Su más reciente publicación, La invención de Nuestra América (Siglo XXI Editores, 2021), atraviesa las múltiples discusiones intelectuales por la identificación del territorio que abarca de México a Argentina, desde los tiempos de la colonia hasta la actualidad. Profesor emérito de la Universidad Nacional de Quilmes, investigador del Centro de Historia Intelectual de esa casa de altos estudios y parte del grupo fundador de la revista de crítica cultural Punto de vista, Altamirano se permite conectar la discusión sobre «lo latinoamericano» en el marco de los gobiernos progresistas de las últimas dos décadas. También investigador del peronismo y la cultura de izquierda, el autor afirma que la existencia de dos coaliciones dominantes –una de centroizquierda, identificada con el actual gobierno kirchnerista de Alberto Fernández, y otra de centroderecha, que se mantuvo en el poder entre 2015 y 2019 con Mauricio Macri— constituyen una novedad en la política argentina.

 La invención de Nuestra América problematiza a América Latina desde la historia de su nombre. ¿Vivimos en un continente inventado o todavía por inventar?

 No siempre es fácil producir una reinvención, como sería en este caso, dado que desde hace décadas en la nomenclatura internacional esto es América Latina. Por lo tanto, repensar o imaginar que puede haber un movimiento destinado a una nueva denominación no parece probable, pero no puedo decir que sea imposible. Lo más probable es que todos sigamos considerando que este territorio que está al sur de Estados Unidos y que llega hasta el Río de la Plata es América Latina. Al mismo tiempo sobreviven términos como Hispanoamérica, que todavía se utiliza para diferenciar la zona de la América hispánica de la América portuguesa, de Brasil, o Iberoamérica, nombre que evoca las dos zonas. Estos términos no han muerto, pero el bautismo de América Latina para nuestro subcontinente es el que se ha impuesto.

 América Latina, Hispanoamérica, Iberoamérica, pero también Indoamérica o Eurindia fueron algunas de las maneras de nombrar a la región que usted repasa en su libro. Sin embargo, elige utilizar la noción de Nuestra América. ¿Por qué?

 Nuestra América fue también un nombre corriente en las filas de los ilustrados. Precede por lejos a la denominación de América Latina. Hay diversos ensayos presididos por este nombre, comenzando por el famoso de José Martí, que se llama justamente Nuestra América. Aunque ya no se la emplea, esta expresión solía ser utilizada de forma corriente para referirse a la América que no era la del norte, la América sajona. Así que acudí a ella para introducir una cierta distancia y considerar los recorridos que hicieron los nombres, las tentativas de bautizar a esta región de una determinada forma, y para dar cuenta de los debates que hubo en torno a cuál sería el apelativo más adecuado para definir el carácter de estos países. Utilizar Nuestra América era despojarla, por un momento, de todas las denominaciones que concurrieron y a veces compitieron o coexistieron –tales como Eurindia o Indoamérica, que fueron distintos apelativos que han quedado reservados para los que hacen historia– o a los que pueden considerar que aún hay algo de espíritu militante para recordar que esta América Latina no procede solo de la población que vino con la colonización europea, sino que hay pueblos que preceden y que son constitutivos del carácter colectivo de estas sociedades.

 ¿Cómo surgió la oportunidad de escribir La invención de Nuestra América? ¿Por qué volver sobre el debate del bautismo del subcontinente?

En 1999, y en el marco de la conversación que tenía con los colegas que participaban conmigo en el Programa de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes, escribí un artículo titulado Ideas para un programa de historia intelectual. Allí expuse la cuestión de la pregunta sobre el «quiénes somos» que circulaba en el pensamiento de escritores, filósofos y artistas de los países de esta América. Después vinieron otras cosas, otras tareas, entre ellas la de coordinar el libro Historia de los intelectuales en América Latina, publicado en 2008. En 2014 aproveché una conferencia en una reunión de historiadores en la Argentina para volver sobre esa repetida interrogación. No tengo otra respuesta sobre las razones por las que me embarqué en la pesquisa que encierra el libro.

 ¿La variedad de nombres expone que la identidad latinoamericana es un problema no resuelto?

 Hay que decir que se trata de un tema de las elites culturales, de los intelectuales, aunque a veces aparece también en los dirigentes políticos. No constituye un tema popular, no porque la cuestión identitaria no circule también entre las clases populares. Pero en éstas circulan a través de otros medios y otros símbolos como, por ejemplo, los del fútbol. En la «clase cultural» la interrogación parece no calmarse, nunca ha cesado de estar abierta a redefiniciones, no solo en lo relativo a la denominación que sería la más propia, sino al contenido encerrado en esa denominación.

 ¿El debate es, entonces, sobre lo que implica ser latinoamericano?

 El primer uso de la noción de América Latina estaba ligado a la idea de que somos herederos de una cultura de raíz latina y que eso nos ponía en conexión con países como Francia, Italia y España. En un artículo de la década de 1970, el escritor cubano Roberto Fernández Retamar va a replicar esta representación espiritualista de la América ibérica. Esa imagen provenía de Ariel, un ensayo del uruguayo José Enrique Rodó. Este ensayo de 1900 tuvo gran repercusión en los círculos ilustrados de esta América, desde México al sur. Rodó se había valido de personajes de la obra de Shakespeare La tempestad para figurar la personalidad de los pueblos de la región: Ariel, el espíritu alado, simbolizaba a esta América, frente a la otra, codiciosa, de espíritu utilitario. Fernández Retamar recurre al mismo arsenal simbólico para sostener que América Latina no se hallaba significada por Ariel, sino por Calibán: es decir, por el esclavo, por el oprimido. Esta cuestión, que retorna una y otra vez, se asocia a la voluntad de encontrar una definición que le otorgue sentido e identidad, que es heterogéneo por donde se lo mire, a lo que se llama también la Patria Grande.

 En su libro, afirma que fueron las elites criollas las que discutieron la identidad. ¿Hay una «inteligencia latinoamericana», como afirma Alfonso Reyes?

 Hay una parte de la inteligencia latinoamericana que se ocupa o se preocupa por la identidad. Se pregunta, de hecho, por su existencia. ¿Existen estos debates? Sí, existen. ¿Existen discursos destinados a definir qué es la identidad de América Latina y por qué esto da lugar a una identidad continental o a la Patria Grande? Existen. A eso está destinado el libro, a mostrar a través de ensayos históricos tramas y relatos de un discurso identitario. Es un trabajo de historia intelectual.

 El hecho de que nuestra identidad se siga discutiendo, ¿es propio del ser latinoamericano?

 La cuestión de la identidad colectiva no solo está afincada en estos países, sino también en Europa o Estados Unidos. En Francia, por ejemplo, la inmigración que procede de África ha reabierto la discusión sobre quiénes son los franceses. Uno podría decir que aparentemente Francia habló o creyó hablar en nombre de una razón que era universal, pero apenas se va un poco más allá, es posible ver que existen esfuerzos por definir qué es lo francés, cuáles son sus valores nacionales. Y, en muchos casos, estos acercamientos a la cuestión se producen con el empleo de una terminología o una conceptualización racista o racialista. No se trata de una singularidad absoluta de América Latina, sino de un hecho que uno puede detectar en otros países. En el caso de España hay muchos libros, como La novela de España de Javier Varela, Las dos Españas de Santos Juliá, o Mater dolorosa de José Álvarez Junco. Los alemanes tienen un largo debate en torno a qué es lo propio del alma alemana en siglo XIX y varias décadas del XX. La oposición entre los conceptos de «cultura» va a ser parte de esa discusión. En Rusia, movimientos como el de los eslavistas o los populistas van a sostener la bandera de un camino propio, distinto al del industrialismo capitalista occidental, un camino que correspondía a la identidad del pueblo ruso.

¿Cómo se enmarca el debate sobre lo popular en América Latina siendo esta una discusión de intelectuales?

 Esa discusión se libra desde el campo intelectual, pero no porque la cuestión de la identidad no esté en las clases populares, sino que ahí los aparatos de producción o construcción de identidad han sido los Estados nacionales y el aparato escolar que ha obrado para conferirle unidad a colectivos heterogéneos. En países como Argentina ese papel también lo tuvo durante muchas décadas el servicio militar obligatorio. 

 ¿La identidad tiene más relación con lo nacional que con lo continental?

 Sí, no tengo dudas. El nombre de América Latina puede resonar como eso, como un nombre que evoca una zona en que se encuentra el propio país, pero sin repercusiones identitarias. Sin haber hecho una encuesta sobre el tema, olfateo que es así. Si hay una identidad colectiva con la que se reconocen la mayor parte de los chilenos, los argentinos, los brasileños o los peruanos, esa es la identidad nacional. No me imagino, por ejemplo, a la gente de Buenos Aires saliendo a las calles a celebrar si Brasil sale campeón en el campeonato mundial de fútbol. Los aparatos de construcción de identidad han sido más de carácter nacional que de tipo continental.

 No hay identidad sin alteridad, remarca en el libro. Recuerda el rol de la guerra española-estadounidense y señala que la expresión «América Latina» fue una gesta de criollos, pero situados en Francia. Incluso quedó establecido como nombre convencional con la Segunda Guerra Mundial. ¿Cuánto influye lo extranjero en la identidad latinoamericana? ¿Ser latinoamericano necesariamente es la antítesis a lo europeo o estadounidense?

 Durante mucho tiempo, la ruptura con Europa se expresó como la de un quiebre entre las nacientes repúblicas contra un continente que aun dominaban las monarquías. La Europa que siguió a la derrota de Napoleón fue una Europa monárquica. Eso hacía que estas repúblicas nacientes, por diferentes que fueran, tuvieran lazos o elementos comunes con la república del norte, la de Estados Unidos. Luego, y en base a la política expansionista de Estados Unidos -convertida en república imperial-, se elaboró un discurso destinado a reforzar una subjetividad colectiva contra el comportamiento dominador y agresivo de nueva potencia. Y, a partir de allí, se establecería una brecha de distancia que operaría como un argumento para definir, frente a la América anglosajona, a una América hispánica, primero y a una América Latina, después.

 ¿Qué espacio ocupan en la identidad latinoamericana las poblaciones originarias perjudicadas por la conquista e históricamente relegadas por los estados independientes?

 El debate por la identidad se ha producido dentro del espacio de las elites criollas. La idea ha sido muy fuerte en países como Argentina, Uruguay e incluso Bolivia, que se definieron o entendieron como «países nuevos», naciones blancas que incrementaban su población con la inmigración europea. Es decir, se entendieron a sí mismos como países sin un lazo con la población preexistente. Su nacimiento, en esta concepción, estaba marcado por el hecho colonial, mientras que la independencia sería la que les otorgaba historia y personalidad a estos pueblos. En los últimos veinte o treinta años, estas representaciones han comenzado a ser erosionadas por la aparición de un fenómeno nuevo. Y no hablo del indigenismo –que suponía una actitud por parte de un sector de la izquierda de las elites criollas de asimilación, asistencia, e incluso de apoyo radical para hacerlos actores de un cambio–, sino de los movimientos a los que se denominan «indianistas»: se trata de los movimientos que, rechazando un programa de asistencia, educación e integración nacional (que era el programa indigenista), asumen la identidad de una procedencia étnica y a veces incluso la condición de «indios», pero reivindicando una identidad que no es aquella que procede del mundo criollo, blanco o mestizo. En esta nueva movilización de los pueblos originarios, éstos no quieren ser hablados por otros, sino por sí mismos. Se trata de un fenómeno que, en los últimos años, no dejado de crecer.  


 ¿Podrían incorporarse al debate sobre lo latinoamericano?

 La existencia de elites no es patrimonio de la sociedad criolla o mestiza. También los pueblos originarios tienen las suyas. Por ejemplo, el dirigente mapuche Facundo Jones Huala -que agita el sur de Argentina y Chile- es un lonko, es decir un jefe a los ojos de su grupo. El amauta en los quechuas era quien tenía la función de contar la historia de su pueblo en sus fiestas. Amauta fue el nombre que el socialista José Carlos Mariátegui puso a su revista. Es decir que estos grupos también tienen sus elites culturales, religiosas y políticas. Lo que se está viendo ahora es cómo va a ser el trato o las relaciones entre pueblos y entre las elites de esos pueblos. Y hay que tener en cuenta que el racialismo no es un hecho de la cúspide, del mundo de los que mandan: está también presente en el mundo popular.

 Países como Bolivia o Ecuador reafirmaron su plurinacionalidad. Incluso Chile podría incorporar el concepto a su nueva Constitución. ¿Podría suceder en Argentina? Pienso, por ejemplo, en las reivindicaciones del pueblo mapuche en la Patagonia.

  No hace mucho estuve en Tucumán y visité con unos amigos una comunidad de los indios quilmes. Una de las preguntas que les hicimos fue sobre el vínculo de la comunidad con el Estado nacional argentino, y nos dijeron que tenían relación con el Estado argentino, pero que ellos tenían una autoridad y una cultura propias. En distintas áreas del país, y no solo en el sur, hay señales de un movimiento identitario de resonancias políticas, e incluso en algunos casos con lucha política.

 El cambio en la representación latinoamericana a partir de los últimos veinte o treinta años que señala, ¿fue producto de los gobiernos de la llamada «ola progresista», identificados con la bandera de la Patria Grande e incluso la introducción de los pueblos originarios como actores centrales?

La denominación Patria Grande como aspiración tiene una larga historia, mucho más que veinte o treinta años. Y la cuestión de los movimientos que dicen «vamos a hablar por nosotros mismos» tampoco refleja el efecto de gobiernos progresistas, sino que los precede, y en algunos casos reivindicando sus propias lenguas o culturas frente a progresistas que aspiran a representarlos. De modo que hay dinámicas entrelazadas. No hay duda de que la aparición de diferentes gobiernos de izquierda ha reforzado el reconocimiento de esos pueblos, por mucho tiempo marginados, pero no surgen a partir de que estos movimientos llegan al gobierno. El hecho de que lleguen al gobierno no ha hecho más que alimentar con más fuerza el desarrollo de los pueblos indígenas.

 ¿La aspiración de la integración latinoamericana es solo una bandera de la izquierda? ¿Es imposible que sea también de la derecha?

 No sé si es imposible, pero es improbable. Se ha convertido en bandera de la izquierda y guarda correspondencia con el espíritu de dar espacio a los grupos subalternos, a las clases y categorías subalternas. Y claramente los pueblos indígenas se han activado detrás de las reivindicaciones por la tierra, la autodeterminación o la afirmación de su cultura, que constituyen parte del tipo de combates que tiene su principal espacio de representación en la izquierda. El indigenismo fue una bandera de las izquierdas durante mucho tiempo. Y hoy el indigenismo sigue encontrando a sus interlocutores allí. ¿Son de izquierda estos movimientos? No lo sé. Eso sería transferir categorías que son propias de nuestro occidente político, pero no sé qué pasa con eso en la nomenclatura y el pensamiento originario.

 Los gobiernos argentinos de Néstor y Cristina Kirchner entrarían en lo que fue la «primera ola progresista» en la región y ahora Alberto Fernández sería parte de una «segunda ola». Pero permítame llevarlo un poco hacia atrás, teniendo en cuenta sus investigaciones sobre el peronismo. ¿Reivindicaba Juan Domingo Perón lo latinoamericano?

 Más que latinoamericano, Perón era iberoamericano. Después, en su exilio, sí elaboró argumentos de perspectiva latinoamericana. Hay un ensayo de Perón que circuló sobre la segunda mitad de la década de 1960 y la primera de la de 1970 que se tituló Latinoamérica, ahora o nunca. Era un texto destinado a la afirmación de América Latina en el contexto mundial, como una personalidad colectiva que afirmaba sus derechos frente a lo que Perón consideraba como los dos imperialismos: el de Estados Unidos y el de la Unión Soviética. Y algo de eso, cuando él retorna a Argentina en 1973 y llega al gobierno, se anima en la política exterior: la ubicación de Argentina en el espacio del Tercer Mundo. El tercermundismo va a ser parte en el discurso de Perón.

¿Cómo analiza esta posición desde la óptica latinoamericana la política del kirchnerismo gobernante? Argentina preside ahora la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), un grupo regional en el que no está Estados Unidos y que busca competir con la Organización de Estados Americanos (OEA). Por su parte, el presidente Alberto Fernández es miembro fundador del Grupo de Puebla, de orientación progresista, pero a su vez acordó con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y recientemente viajó a Rusia y China. A su vez, Cristina Kirchner estuvo en Honduras y planteó un discurso más radical.

Yo separaría a Alberto Fernández de Cristina Kirchner, dado que no son lo mismo. Y si tuviera que hacer una descripción objetiva, diría que, al parecer, Fernández busca un espacio que no implique la ruptura con estos Estados Unidos gobernados por Joe Biden. Esa referencia no está clarificada en el discurso de Cristina Kirchner, quien, por no ejercer la presidencia, tiene una libertad de la que el presidente carece. No sé qué haría Cristina Kirchner si hoy ejerciera la presidencia. ¿Plantearía un discurso como el que pronunció en Honduras en la asunción de Xiomara Castro? Tal vez, en ese contexto, hablaba para cierta audiencia en la que el tipo de declaraciones que realizó generan simpatía. Durante su primer mandato, y antes en el de Néstor Kirchner, compartió reuniones con la cúspide del mundo europeo y estadounidense, ya sea con Barack Obama como con Angela Merkel, a quien consideraba una líder. ¿Juega Alberto Fernández a tener una tercera posición entre Estados Unidos y China? Aunque algunos de sus movimientos recuerdan a los que solía hacer el propio Perón en este aspecto, no podría afirmar que esa es su búsqueda.

 Esta segunda ola de gobiernos progresistas da la sensación de ser menos radical que la primera o de tener límites más marcados. El gobierno de Alberto Fernández es un ejemplo de ello. ¿Por qué cree que sucede esto? ¿Estados Unidos marca límites a la integración latinoamericana?

 Desconozco cuánto puede sobrevivir el barco del Mercado Común del Sur (Mercosur), pero fue una tentativa de generar una relación económica que ligaba a los países más allá de la vecindad y la retórica de la hermandad. Pero no me imagino a Brasil enfrentando o rompiendo con Estados Unidos. Fue un aliado durante la Segunda Guerra Mundial y es el país central desde el punto de vista de la visión que tiene Estados Unidos de esta región. Tampoco veo a México en esa empresa. Dejo de lado los discursos, no porque sean un palabrerío sin efecto, sino porque es difícil una crisis de ese tipo. ¿Qué puede haber, entonces? Algo más de Mercosur, crear espacios de solidaridad que no sean solo económicos, sino también políticos o culturales. De lo contrario, ¿se trataría de una batalla anticapitalista? Las experiencias socialistas no han sido buenas. El poderío que ha hecho de China una potencia no es el del socialismo, sino el de un modo de capitalismo de Estado. No se puede hablar tampoco de socialismo en el caso de Rusia, por más que tenga aspiraciones gran potencia. Por lo tanto, ¿qué contenidos contendría esa empresa de construcción de la Patria Grande? Durante mucho tiempo, la idea de Jorge Abelardo Ramos [referente de la llamada «izquierda nacional» argentina] era que la Patria Grande acabaría siendo socialista. Pero la experiencia histórica no ha ido en ese sentido. En la década de 1960 parecía que Cuba indicaba el camino, pero no solo el de la revolución, sino también el del desarrollo y de una administración autónoma. Y no fue así. Uno podría decir que lo impidió el imperialismo estadounidense, pero algunos podrían creer que no.

 ¿Es una utopía la bandera de la Patria Grande?

 Puede haber integración, pero hay que ver el contenido.

 El ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, por ejemplo, afirma que uno de los límites del progresismo y la integración latinoamericana es la cultura, un campo ganado por el neoliberalismo.

 Bueno, él es un marxista y tiene una visión que prolonga el radicalismo de las décadas de 1960 y 1970. ¿Pero están todos hablando el mismo lenguaje? Tomemos, por ejemplo, la noción de progresismo. El término «progresista» suponía una dirección, un orden que era marcado por Europa. Se trataba de «parecerse a Europa», de incorporar los ferrocarriles, los telégrafos y la producción y consumo de aquellos bienes que se veían en esos países. Ese era el sentido de la expresión «progresar»: que tu condición individual fuera mejor que la de tus padres y la de tus hijos mejor que la tuya. El reformismo socialista es otra cosa, es distinto a ese progresismo. Uno puede afirmar que hay reformistas dentro de la izquierda latinoamericana, así como hay revolucionarios que buscan una solución más radical. Los hay anticapitalistas y los hay buscadores de un Estado que regule la relación entre el capital y el trabajo.

Cuando publicó Pensar la Argentina entre 1810 y 2010 concluyó que el problema argentino ha sido siempre, o fundamentalmente, un problema de orden político más que de orden económico-social. ¿Esa matriz continúa vigente aún hoy, en 2022, con el gobierno ahogado por la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI)?

 Absolutamente. No puede haber ninguna solución que no comience por ser política. Decidir, por ejemplo, no pagar al Fondo Monetario Internacional y «vivir con lo nuestro» es una estrategia política que va ligada a una visión del crecimiento económico. Y para que esa estrategia tenga efectividad, precisa producir una unidad política para enfrentar la situación. Sigo pensando que el gran problema argentino ha sido históricamente más político que económico, aunque estos problemas políticos han tenido consecuencias económicas.

 La decisión de pedir préstamo al FMI también fue política.

 Así es. También en eso se pone se ponen en juego la política, las ideas sobre el pueblo, la democracia, sobre lo que es la misma Argentina.

En 2010 dijo que «el partido del mercado puede ser un partido liberal o un conjunto de fuerzas que se identifican como conservadoras (…) y, del otro lado, el partido socialdemocrático o alguna versión del reformismo que hace del Estado un agente activo en la vida social y económica». ¿Hoy el sistema de fuerzas electorales protagonizado por el Frente de Todos (peronismo) y Juntos por el Cambio (liderado por el ex presidente Macri) encontró una fórmula con coaliciones de esas dos características basadas en la disputa entre centroizquierda y centroderecha?

 Sí, y están empatadas, lo que es un hecho novedoso. En ningún otro momento, el mundo que tiene en su columna vertebral al peronismo tuvo en paridad a un rival como el que constituye la coalición Juntos por el Cambio. El esfuerzo que hace el gobierno para capturar a parte de la vieja Unión Cívica radical (UCR) está destinado a introducir una cuña que debilite a la otra parte. Pero este hecho, tanto como el resultado de las últimas elecciones legislativas, han demostrado la paridad de fuerzas. El peronismo, si uno hace historia, es una fuerza urbana. Y ahora en las ciudades ganan los rivales: en Córdoba, Rosario, La Plata. Ahí hay un síntoma de que algo está pasando con lo que durante mucho tiempo fue el fenómeno peronista.

Dado el carácter inédito de la correlación de fuerzas opositoras, ¿estaríamos ante una nueva dinámica política en la Argentina? Y si ambas coaliciones cohabitan en el tiempo, ¿podrían permitirle al país salir de la crisis que usted marca como histórica?

 Algo así. Todo depende de si deciden cohabitar o no, de si una fuerza pretende liquidar a la otra o, por el contrario, pretende hacerla parte de un juego político compartido. Hay una definición de la lucha política que sostiene que la lucha nunca es por los valores últimos, sino por los valores penúltimos. Lo otro es la continuación de la política por la guerra: al otro hay que liquidarlo. Pero no sé qué pasará en la Argentina.


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