Opinión
mayo 2021

Venezuela: estrategias para sobrevivir en el límite

Con salarios que a menudo están por debajo de los mínimos de supervivencia, la población venezolana depende en gran medida de los bonos, las bolsas de alimentos y otros programas sociales, además de diversas estrategias que transitan entre la legalidad y la ilegalidad. Pero, de la mano de la inmigración masiva, hoy una gran diferencia pasa por tener o no familiares en el exterior que envíen remesas.

<p>Venezuela: estrategias para sobrevivir en el límite</p>

Decir que en Venezuela existe una profunda crisis política, económica y social no constituye sorpresa alguna ni tiene un especial atractivo académico o político. La crisis lleva años abatiéndose sobre la población venezolana y salpicando hacia el resto del continente, y en general hacia muchos países del mundo, por la vía de las historias que llevan consigo quienes han decidido literalmente huir del país y refugiarse en otras latitudes, con la esperanza de encontrar afuera lo que sienten que les es negado en Venezuela. 

A pesar de ello, sigue siendo una asignatura pendiente para las ciencias sociales una explicación plausible acerca de cómo, en apenas 20 o 30 años, una nación que fue capaz de protagonizar una de las revueltas más duras contra el neoliberalismo, en los sucesos conocidos como el «Caracazo», asume hoy su condición de ruindad y una suerte que cualquiera podría considerar inmerecida, a medio camino entre el desespero y la resignación. Al menos en apariencia.

La principal dificultad que existe en Venezuela para analizar lo que acontece en cualquier ámbito de la vida pública es la extrema opacidad con que las entidades oficiales manejan la información. Ello incluye toda la esfera económica y, por supuesto, también la esfera social. Por ello, las posibilidades de construir una imagen lo más cercana posible a esa realidad tan cruda como la que se vive supone la necesidad de echar mano de una multiplicidad de fuentes, muy variadas, que incluyen la escasa información oficial que circula -mediante lecturas intersticiales, paralelas o superpuestas que puedan resultar indicativas de la situación-, y que deben ser complementadas con los cálculos y proyecciones que formulan investigadores o agencias especializadas y hasta referencias testimoniales de quienes viven y padecen la realidad cotidiana venezolana. Solo entonces podríamos tener una aproximación bastante razonable a lo que realmente ocurre. 

Como ya es costumbre en Venezuela, el pasado 1° de Mayo el gobierno de Nicolás Maduro anunció al país un incremento del salario mínimo mensual, que quedó fijado en siete millones de bolívares, así como un incremento del llamado bono de alimentación o «cestaticket», el cual fue fijado en tres millones de bolívares. Ese día el Banco Central de Venezuela fijaba el precio del dólar en 2.746.151,81 bolívares. Es decir, el anuncio gubernamental indicaba que el ingreso mínimo integral se ubica oficialmente en 3,64 dólares al mes (0,12 dólares diarios). Semejante nivel salarial mantiene a Venezuela como uno de los países con el salario mínimo más bajo del mundo. Como era de esperarse, el anuncio solo produjo decepción, frustración y una lluvia de críticas que expresaban el malestar existente en la sociedad venezolana respecto de la marcha de la economía y, particularmente, de los ingresos de los trabajadores. 

Como es sabido, el Banco Mundial considera pobre a toda persona cuyos ingresos estén por debajo de 1,90 dólares al día, o aproximadamente 57 dólares al mes. En ausencia de estadísticas oficiales que indiquen el valor de la canasta mínima alimentaria, solo nos queda utilizar los datos proporcionados por la única entidad que en Venezuela ofrece algún indicio creíble en esta materia. De acuerdo con un reporte del Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores (CENDA), para el mes de marzo de 2021, la canasta mínima alimentaria tenía un costo aproximado de 230 dólares. Entidades privadas independientes han establecido en 55 dólares el ingreso promedio en Venezuela. 

Por supuesto, el gobierno es plenamente consciente de lo insuficiente que resulta el salario fijado, el cual puede alcanzar como mucho para adquirir un kilo de queso o un empaque de huevos. Por eso, implementó un conjunto de beneficios sociales y monetarios suministrados a la población de menores recursos como subsidio directo (en la forma de bonos), mediante una plataforma digital denominada Patria, que consiste en asignaciones monetarias que pueden alcanzar hasta unos 15 dólares mensuales en el mejor de los casos, además de una bolsa de alimentos suministrada a través de un programa social basado en los comités locales de abastecimiento y producción (CLAP). 

Estos programas son, sin duda, importantes, pero al no existir registro público verificable, no es posible saber cuántas personas están siendo realmente beneficiadas por ellos ni cuál es el impacto que tienen en la sociedad venezolana. Pero a juzgar por la situación social, es claro que distan mucho de constituir una verdadera solución al drama que vive el país. Ello sin mencionar que esos programas han sido denunciados como mecanismos de control social y manipulación político-electoral por quienes se oponen al régimen actual, y también se escuchan comentarios en este sentido en las redes sociales, las colas o las calles.

Un par de hechos recientes dejan ver con relativa rapidez y facilidad la magnitud y gravedad de la situación que se vive en Venezuela. Hace algunas semanas, el Fondo Monetario Internacional (FMI) divulgó su último Informe sobre perspectivas de la economía mundial, en el que Venezuela aparece como el país más pobre del continente, al menos en lo que respecta al producto per cápita. Más allá de la mencionada dificultad para acceder a datos, ya a mediados del año pasado, la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) 2020, elaborada por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), sostenía que la pobreza en Venezuela afectaba al menos a 94% de la población, y la pobreza extrema, a 67%. Estos datos contrastan radicalmente con una información suministrada por el presidente Maduro en enero de este año con motivo de la presentación de su Memoria y Cuenta 2020 ante la Asamblea Nacional. En su exposición, señaló que la pobreza general alcanzaba a 17% de la población, mientras que la extrema apenas a 4%.

Hace solo algunos días, se materializó un acuerdo entre el gobierno venezolano y el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA-ONU) mediante el cual este último abastecerá de alimentos a 185.000 niños en edad escolar durante el presente año, cifra que deberá crecer hasta 1.500.000 en 2023. Respecto de este acuerdo, Maduro afirmó que venía siendo objeto de negociaciones desde hace varios años. Es de suponer que el soporte de información que hizo posible justificar el acuerdo con el PMA-ONU se basó en datos proporcionados por el propio gobierno.

Atrás quedó el tiempo en que Venezuela exhibía cifras de una economía relativamente próspera con un extraordinario impacto en cuanto a índices de desarrollo social o de desempeño de la economía. Hoy, en un país atravesado por la peor crisis de su historia republicana, que exhibe de manera persistente una hiperinflación de la cual no logra salir, azotado por una contracción económica igualmente persistente, y como el resto del mundo golpeado por la pandemia, los venezolanos literalmente sobreviven ensayando un sinfín de estrategias. 

No es el objeto de este artículo detallar ni analizar las causas de semejante catástrofe económica, social y humanitaria, en la que se mezclan una voraz corrupción estatal, un pésimo manejo por parte de las autoridades de la economía y en general, del Estado, y las consecuencias de un conjunto de sanciones unilaterales impuestas por Estados Unidos, la Unión Europea y otro conjunto de países sobre la economía y algunos de los líderes gubernamentales. Nos proponemos radiografiar a vuelo rasante al menos una pequeña parte de la realidad de quienes sobreviven en el piso más bajo de la estructura socioeconómica del país.

Dicho esto, la pregunta que tendríamos que hacernos es: ¿exactamente cómo es que logran vivir, o mejor dicho sobrevivir, en Venezuela aquellos cuyos ingresos no logran siquiera acercarse al precio de la cesta básica?

Remesas

Uno de los síntomas más emblemáticos de la crisis venezolana es el éxodo migratorio. Una significativa proporción de los venezolanos y venezolanas, acorralados por la crisis y frente a un futuro que luce sombrío e incierto, simplemente ha buscado otros horizontes, protagonizando uno de los flujos migratorios más intensos y significativos de los últimos años desde un país que no se encuentra en guerra, al menos no en una declarada. Esta migración, para 2020, alcanzaba aproximadamente unos 5,4 millones de personas, según ha registrado el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), una cifra altamente significativa para un país cuya población es de unos 30 millones de personas. Conscientes de la situación en la que quedan sus familiares, una buena cantidad de quienes partieron envía remesas. La diferencia entre una familia que literalmente pasa hambre y otra que no lo hace puede estar asociada a tener o no un familiar en el exterior que le envíe algún tipo de ayuda. No se cuenta con cifras oficiales sobre el monto global de divisas que ingresan en Venezuela por concepto de remesas, pero algunas estimaciones ubicaban esa cifra para 2019 en unos 3.500 millones de dólares y para 2020, en 1.600 millones, debido a una fuerte contracción a causa de la pandemia.

Carmen tiene 62 años. Vive sola. Su esposo murió hace años, arrollado por un vehículo cuando se dirigía a su trabajo como albañil. Como pudo, se las arregló para criar dos hijos que para entonces tenían 12 y 10 años. El mayor murió asesinado por delincuentes hace tres años. El menor, que ahora tiene 20 años, se fue a Trinidad en 2019. Carmen recibe una pensión de 1.800.000 bolívares y, dependiendo de su suerte, algunos bonos que le asigna el gobierno a través de la plataforma Patria. Una vez al mes, recibe su bolsa del CLAP, «cada vez con menos productos», según dice. Vive en una casa que ocupaba como cuidadora y que luego fue abandonada por sus dueños, quienes se marcharon del país intempestivamente. Sus ingresos, aun siendo una mujer sola, le resultan insuficientes. Sus tres hernias discales y otros «achaques de vieja» le impiden trabajar como solía hacerlo, pero se las arregla para elaborar algunos dulces y venderlos los fines de semana. Su hijo le envía unos 50 dólares por mes. Dice que con lo que reúne entre pensión, bonos y remesas, le resulta suficiente para vivir, aunque comparte una porción de lo que reúne con su propia madre, que vive en otra ciudad con una hermana. No obstante, reconoce que siempre está en el límite. No se permite lujo alguno, sus gastos se limitan a comprar comida y unas pocas medicinas. No paga servicios públicos aunque su casa posee servicio eléctrico y agua mediante conexiones ilegales. Hace mucho que no compra vestido o calzado. Su indumentaria lo confirma. La vivienda empieza a necesitar al menos pequeñas inversiones en mantenimiento, pero dice que no lo hará. «Mijo, si lo que me llega apenas me alcanza pa' medio vivir y darle a mi mamá», justifica.

Como Carmen, decenas de miles de personas y de familias venezolanas sobreviven gracias a los recursos que les envían familiares residenciados en el exterior. Algunos un poco más afortunados pueden llegar a recibir remesas significativamente mayores que ella. Fuera de toda duda, y al margen de la ausencia de cifras oficiales, puede decirse que la catástrofe humanitaria venezolana sería ostensiblemente peor de no ser por esta fuente de ingresos.

Bonos y bolsas CLAP

Como parte de una política asistencial, el gobierno de Maduro, mediante la mencionada plataforma Patria, hace entregas periódicas de recursos monetarios directamente a un número indeterminado de personas en el país. Los montos que se entregan mediante depósitos a cuentas bancarias de los beneficiarios son siempre un misterio, pues se desconocen los criterios que determinan las asignaciones (que varían de uno a otro beneficiario). A modo de conjetura y sobre la base de la opinión recogida entre distintas personas que son beneficiarias de este tipo de políticas, podríamos suponer que por la vía de los bonos, una persona podría estar percibiendo entre cinco y 15 dólares mensuales, pero sin la regularidad de un ingreso fijo. Los montos, además, pueden variar drásticamente de un mes al otro sin explicación alguna. También se sabe de personas que, aun estando registradas en la plataforma, jamás han recibido ingresos pese a estar en situaciones muy precarias.

La familia de Laura se compone de cuatro personas. Ella, de 44 años, está desempleada; su esposo, de 50 años, no tiene trabajo estable y sus dos hijas menores, de 11 y 8 años, estudian en una escuela pública. Viven en las afueras de Higuerote, un pueblo costero de vocación turística en el estado Miranda. Laura se define como opositora al gobierno, mientras que su esposo, aunque con muchas críticas y casi expresando cierta vergüenza, dice ser chavista. Tenían un pequeño restaurante junto con la madre de Laura en su mismo pueblo. El negocio se vino a pique cuando en 2017 la crisis económica, y sobre todo el desabastecimiento, liquidó prácticamente toda actividad económica sin margen para resistir. Desde entonces, Laura solo logra trabajar eventualmente en trabajos de limpieza en las villas vacacionales ubicadas en su zona de residencia, pertenecientes a cierto sector pudiente, casi todo residenciado en Caracas y compuesto hoy en día casi totalmente por personas vinculadas directa o indirectamente con el gobierno. Su esposo, a partir de la quiebra del restaurante, trabajó como empleado en un yate que pertenece a «un chivo del PSUV [Partido Socialista Unido de Venezuela]», pero renunció hace algunos meses acusando un trato continuamente degradante y paga baja (100 dólares mensuales). Hoy en día «se rebusca» algún ingreso con la venta de guacucos, una pequeña almeja que extrae manualmente luego de una muy exigente faena a las orillas de la playa, y por lo cual puede llegar a percibir unos 25 dólares semanales; también ofrece sus servicios haciendo «lo que sea» en las urbanizaciones vacacionales de la zona. Con un gran dejo de amargura, Laura dice que soportan demasiadas limitaciones y penurias, pero no se atreve a marcharse del país, asustada por lo poco agraciada que ha resultado esa experiencia para algunas personas que conoce. El miedo a pasarla afuera peor de lo que la pasa en su país los inhibe de intentar esa alternativa, aunque no la descartan. A Laura casi siempre le llegan los bonos. A su esposo, nunca. Reciben la bolsa del CLAP, pero «prácticamente solo trae carbohidratos y en muy poca cantidad».

Oscar tiene 72 años. Vive solo, aspecto de su vida del cual no habla. Tiene una hija de 23 años, casada y con un hijo que vive en el mismo pueblo. Ella es bombera. Prácticamente no tienen comunicación. Oscar sufre de un cáncer de próstata de lento desarrollo y de una hernia inguinal que le impide moverse con cierta soltura. Toda su vida fue taxista, pero entre su situación de salud y el encarecimiento de los repuestos automotores, debió abandonar su oficio y vendió su vehículo al no poder repararlo y cambiarle los cauchos. Hoy en día vive casi exclusivamente de la pensión y los bonos que le entrega el gobierno a través de la plataforma Patria, de la bolsa del CLAP y de la ayuda que algunos vecinos le prestan regalándole algo de comer con cierta regularidad. Aunque su situación es objetivamente de penuria, no habla mal del gobierno. Con claros signos externos de desnutrición, de alguna manera está convencido de que su única posibilidad de supervivencia, o de ralentizar su final, está asociado a las ayudas que le da el gobierno, aun cuando ello no le alcanza para sus medicinas, y el sistema de salud público que debe atenderlo simplemente no lo hace por carecer de insumos. 

Sonia es una joven maestra de escuela que vive en Caracas. A pesar de provenir de una familia de muy modestos recursos, en la década de 1990 logró estudiar en la universidad y posteriormente realizar estudios de maestría. En su momento, consiguió adquirir un apartamento en una zona popular de Caracas y ayudar a su madre a adquirir el suyo. Hoy en día, soltera, con una hija de 12 años, entre salario y bonificaciones dice no llegar a redondear ni siquiera 20 dólares al mes. Su rostro no solo refleja una gran tristeza, sino sobre todo depresión. Aprovechando la cuarentena y que no tienen que asistir presencialmente a dar clases, desde hace un año deambula por las calles de Caracas con algunos termos de café ofreciéndolos como parte de su estrategia de supervivencia. Esta actividad le permite un ingreso extra de no menos del doble de lo que percibe por su trabajo. Decidió no cancelar servicios públicos, más por imposibilitada que como acto de rebeldía, pero dice que hasta su último día luchará contra la «dictadura de hambre» que es el gobierno de Maduro. 

Derrota en proceso

Ejemplos como los anteriores abundan en Venezuela. Prácticamente cada venezolano es no solo testigo sino protagonista de las más impensables estrategias de subsistencia ensayadas en el marco de esta terrible experiencia. Es la creatividad la que impulsa a un ser humano a no rendirse y a inventarse cada día nuevas formas de supervivencia. 

No siempre legales, no siempre bien vistas, no siempre suficientes ni siempre efectivas. Pero se trata de la lucha por ganar la carrera contra el hambre. Desde hurgar entre la basura de restaurantes y mercados y recuperar de allí lo que aún pueda ser comestible, hasta vender objetos de toda índole, incluidos los propios electrodomésticos del hogar. Desde rastrear en  el principal río de la ciudad capital, el Guaire, en busca de objetos que puedan ser vendidos, hasta habitar sobre losas en cementerios. Desde incorporarse a tareas totalmente ajenas a aquellos oficios o profesiones en las que fueron formados, hasta participar de actividades ilegales de diversa índole: tráfico de drogas, prostitución, contrabando, etc. Ensayando múltiples modalidades de trueque, reduciendo de tres a dos o a una comida al día; reduciendo a la vez la calidad, variedad y cantidad de alimentos que se consumen; eliminando drásticamente el disfrute de actividades recreativas y culturales; limitando la movilidad al mínimo necesario; limitando o eliminando los gastos en materia de calzado y vestido, e incluso medicina; optando por alternativas naturales de curación cuando las enfermedades atacan. Para quienes trabajan, la realidad es muy difícil; para quienes carecen de empleo, es simplemente dramática: según el Fondo Monetario Internacional, el desempleo en Venezuela se sitúa en 2020 en 58,3%, y sería el más alto del mundo. De nuevo, carecemos de cifras oficiales sobre este indicador. Incluso las diferencias podrían elevarse hasta quienes prestan servicios para el Estado y quienes lo hacen para el sector privado. Analistas económicos e investigadores dan cuenta de una notable diferencia en el salario que se paga en el sector privado respecto del que paga el sector público.

No es difícil advertir que esta lucha por la supervivencia no todos la ganan, y que aún dando batalla, muchos exhiben en su humanidad la prueba fehaciente de una derrota en proceso.


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