Opinión

¿Cuán verde será Joe Biden?


diciembre 2020

Biden puede y debe implementar acciones ejecutivas para reducir las emisiones de carbono. Pero también se necesitan políticas que ayuden a construir una base popular para la acción climática, conectadas con mejoras concretas en la vida de la gente.

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Durante su campaña, Joe Biden pregonó un ambicioso conjunto de políticas climáticas, muchas de ellas elaboradas en forma conjunta por los grupos de trabajo de Biden y Bernie Sanders sobre cambio climático, y el cambio climático es mencionado como una de sus cuatro prioridades fundamentales en el sitio web de su equipo de transición. El Movimiento Sunrise [Amanecer], entre otros, sostiene que la victoria de Biden representa un mandato de tomar acciones en relación con el clima. Las condiciones económicas son ideales para un gran programa de inversión pública que pueda comenzar a concretar las ideas del Green New Deal [Nuevo Pacto Verde] y mostrar que el gobierno puede trabajar en mejorar la vida de la gente.

Pero las condiciones políticas, empero, no son auspiciosas. Sin control demócrata en el Senado, que está aún pendiente de la elección en Georgia, a Biden le costaría lograr cambios en el nivel legislativo. Aun si ambos candidatos demócratas se imponen en la segunda vuelta en Georgia del 5 de enero, el voto en el Senado se dividirá 50-50, lo que incrementará el poder de demócratas conservadores como Joe Manchin, de West Virginia. Todavía es concebible que el Congreso logre aprobar un paquete de estímulo que contenga fondos para proyectos relacionados con el cambio climático, un salvavidas para servicios de transporte público al borde de la insolvencia, o un proyecto de ley que asigne dinero a obras de infraestructura verde en los márgenes. Sin embargo, la esperanza de una legislación bipartidaria seria es una fantasía. El «republicano razonable» Mitt Romney ya ha instado a los conservadores a luchar para asegurar que «no nos olvidemos del gas, el carbón y el petróleo».

Frente al prolongado impasse en el Congreso, las acciones en el ámbito local y de los estados han sido otro blanco relevante para quienes impulsan políticas climáticas en Estados Unidos, lo que ha resultado en un progreso real en la implementación de energías renovables. Pero las crisis presupuestarias generadas por la pandemia pronto golpearán a los gobiernos locales y estaduales. La Reserva Federal puede y debe ayudar a aliviar la presión extendiendo los préstamos a bajo interés y las compras de bonos municipales, aunque a la larga no hay reemplazo para el impacto del gasto del gobierno federal. Y los republicanos ya están promoviendo un pequeño paquete de estímulo que no incluiría asistencia a los estados y las ciudades.

Dadas estas condiciones, está surgiendo un consenso sobre el rol de Biden como el «presidente del clima»: puede usar el poder presidencial para establecer estándares en problemáticas como las emisiones de carbono en el sector energético y las emisiones de metano resultantes de la extracción de petróleo y gas. Puede darle a la Comisión de Bolsa y Valores el poder de exigir la divulgación de información sobre riesgo climático. Puede ordenar a la burocracia federal que mitigue de manera activa los efectos dispares de los daños ambientales. Puede volver al Acuerdo de París e intentar una nueva ola de diplomacia climática, aunque difícilmente Estados Unidos esté en posición de «liderar al mundo» en temas climáticos, a la luz de los recientes compromisos de descarbonización asumidos por China, Japón, Corea del Sur y la Unión Europea. (El intento de Biden de ser más duro que Trump en relación con China no es un buen augurio en relación con un pacto climático sinoestadounidense). Estas acciones pueden tener efectos reales tanto en las emisiones de carbono como en el campo de juego de la política climática, y Biden debería emprenderlas.

No obstante, para que la política climática dure más de una presidencia, necesitamos medidas que ayuden a construir una base popular para la acción climática, conectadas con mejoras concretas en la vida de la gente. Aquí es donde el uso de la acción ejecutiva para el logro de objetivos climáticos –el tipo de programas limitados a los «halcones»– resulta insuficiente. No hace nada para promover el apoyo entre quienes son escépticos o directamente hostiles hacia la política verde.

El deseo de atajos es comprensible, considerando el poco tiempo que tenemos para reducir las emisiones y lo disfuncionales que se han vuelto las instituciones políticas estadounidenses. Con franqueza, teniendo en cuenta la probabilidad de que la Suprema Corte avale los planteos de los conservadores contra la regulación climática, cuesta imaginar algo que sea mejor para la política climática estadounidense que la total deslegitimación de la Corte, aunque ese no sea probablemente el sendero que Biden vaya a transitar.

El punto es, sin embargo, que un inmenso número de personas votó por Trump aun cuando las políticas progresistas siguen siendo mayoritariamente populares. La campaña de Biden en relación con el covid-19 debería preocupar particulamente a los defensores del clima. En lugar de atacar a Trump tanto por su pésimo manejo de la crisis de salud pública como por su fracaso en proveer una ayuda económica sostenida para las millones de personas que perdieron su empleo por la pandemia, Biden dejó que esos dos aspectos de la crisis aparecieran contrapuestos: el covid-19 se volvió un tema de seguridad versus economía. La información preliminar de las encuestas a boca de urna sugiere que quienes están preocupados por la respuesta frente a la pandemia votaron por Biden, mientras que quienes lo están por «la economía» votaron por Trump. Sería un desastre que pasara lo mismo con el cambio climático, lo que significa que sin duda será ese el rumbo que tomarán los republicanos. Hay que acostumbrarse a escuchar que «el remedio es peor que la enfermedad», el eslogan que irrumpió durante las protestas anticuarentena, como el estribillo en la próxima ronda de batallas por el clima.

Ya hemos visto esta dinámica en funcionamiento. En 2016, Trump acusó a Barack Obama de librar una «guerra contra el carbón» y prometió llevar al sector a su antigua gloria. Es evidente que fracasó, pero aun así su retórica resultó efectiva contra Hillary Clinton en Appalachia durante la campaña. En rigor, se cerraron más plantas de carbón durante el mandato de Trump que durante cualquiera de los de Obama. La producción estadounidense de carbón ya había estado disminuyendo desde hace años, ya que el gas natural barato lo había desplazado de la combinación de energías utilizada en las plantas eléctricas. Los empleos del sector carbonífero venían mermando mucho tiempo antes de eso debido al reemplazo de los trabajadores por maquinaria. En su pico durante la década de 1920, la industria empleó a más de 800.000 personas en el país. En la actualidad, se mantienen aproximadamente 42.000 puestos. Como las empresas carboníferas quebraron, incumplieron sus obligaciones previsionales hacia sus antiguos empleados y el gobierno federal se vio obligado a hacerse cargo. En diciembre pasado, el Congreso rescató casi 100.000 pensiones de mineros del carbón.

Como lo señalan las investigaciones sobre energía, el carbón es el «canario en la mina», el indicador temprano de cambios en las demás industrias de combustibles fósiles. El petróleo no está todavía en la misma etapa de decadencia, pero se encamina en esa dirección. La industria estadounidense de fracking creció rápidamente en la década pasada gracias al crédito barato y al impulso de Obama, quien presumió de haber convertido a Estados Unidos en el principal productor mundial de petróleo. Pero el petróleo de esquisto que produce el fracking solo es redituable cuando los precios del mineral son relativamente altos, y la sobreproducción de gas de esquisto ha saturado los mercados globales. La combinación de una disminución de la demanda impulsada por la pandemia y la guerra de precios entre productores saudíes y rusos hizo que este año los precios se derrumbaran, lo que resultó en un número récord de quiebras entre los productores estadounidenses de petróleo. Aproximadamente 107.000 trabajadores del sector perdieron su empleo en Estados Unidos este año. Algunos de ellos podrán recuperarlo cuando repunte la economía (cuando sea que eso ocurra), pero muchos no. Analistas del sector energético sugieren que el mundo puede haber llegado al «pico en la demanda de petróleo», a medida que la energía renovable comienza a reemplazar a los combustibles fósiles. El Houston Chronicle informa que el nivel de empleo en la industria petrolera en Texas «quizás nunca pueda recuperarse totalmente», mientras el sobreextendido sector del petróleo de esquisto se consolida y aprende a arreglárselas con menos trabajadores.

Por supuesto que el petróleo no va a desaparecer de la noche a la mañana, y la actual trayectoria de producción todavía tendrá impactos devastadores sobre el clima. Por lo tanto, abordar la industria del petróleo y el gas sigue siendo esencial para cualquier política seria en defensa del clima. Y en tanto una industria destructiva que alguna vez pareció invencible hoy está en problemas, es un momento ideal para socavar aún más su poder. Con miles de trabajadores de la industria sin empleo, hay una oportunidad real para implementar programas federales de empleos verdes, que transformarían la promesa de empleo alternativo en algo tangible y creíble.

En cambio, Biden abordó el problema de los combustibles fósiles en forma defensiva, alejándose del Nuevo Acuerdo Verde e insistiendo en que no tiene intención de prohibir el fracking. Mientras que los empleos verdes eran técnicamente un componente fundamental de su plataforma sobre el clima, aparecieron como un ítem más en una lista variada de proyectos políticos. Los «empleos verdes» son ya una pieza conocida en la retórica demócrata, que probablemente muchos votantes observen con escepticismo hasta tanto sea respaldada por acciones. Es un problema político realmente difícil. Pero Biden simplemente lo eludió: no habló de la actual pérdida de empleos en la industria del gas y el petróleo ni se refirió directamente a lo que podría hacer al respecto, dando a entender en cambio que ayudaría al sector a volver a la normalidad.

Otros demócratas centristas han tomado un rumbo similar, denunciando el Green New Deal y defendiendo los combustibles fósiles. Conor Lamb, representante por el distrito 17° en el oeste de Pensilvania, criticó hace poco a Alexandria Ocasio-Cortez por decir que «el fracking es malo» (en efecto, lo es) y sugirió que la prohibición del fracking es «impopular» y «absolutamente poco realista». Pero lo que es verdaderamente poco realista es esperar que la industria de combustibles fósiles sea un proveedor estable de buenos empleos, incluso en el corto plazo. Lamb y otros mienten o fantasean cuando sostienen lo contrario. En Pensilvania, los empleos en el sector del gas natural ya estaban disminuyendo antes de la pandemia. Y mientras que el nivel de empleo en la producción petrolera se había mantenido estable antes del colapso de los precios, ya había más empleos en Pensilvania en el sector de «eficiencia energética» que en la extracción tradicional de combustible. Los propios inversores de la industria saben que su futuro luce sombrío: Wil van Loh, presidente de una empresa privada muy comprometida con la producción de esquisto, afirmó recientemente que desaconsejaría que los hijos de sus amigos entraran en el negocio del petróleo. ¿Por qué tantos demócratas fingen lo contrario?

El hecho de que los problemas actuales de la actividad petrolera tengan poco que ver con la política climática federal no evitará que los republicanos acusen a los demócratas de librar una «guerra contra el petróleo», así como evitó que Trump inventara una «guerra contra el carbón». Hay evidencia preliminar para sugerir que esta será una estrategia eficaz: mientras Biden de hecho mejoró el porcentaje de votos de Clinton en áreas del oeste de Pensilvania, en el sur de Texas perdió terreno entre los votantes de origen latino en áreas que anteriormente eran baluartes demócratas, probablemente debido, al menos en parte, a la percepción de que los empleos en el sector petrolero están bajo amenaza. Si los demócratas no enfrentan el declive de la industria de los combustibles fósiles, la caída del petróleo no será una oportunidad, sino un peligro.

En lugar de tratar a la industria petrolera como un sagrado creador de empleo, los demócratas deberían ir tras los patrones que abandonan a los trabajadores a su suerte y señalar a los republicanos como la barrera que impide alternativas genuinas. Los mineros del carbón y las comunidades mineras se volvieron contra sus antiguos empleadores cuando quedó claro que la industria no los protegería. Y como en el caso del carbón, son los trabajadores quienes pagarán por el número récord de quiebras de empresas productoras de petróleo. A fines de octubre, Exxon anunció que despediría a 14.000 trabajadores, de ellos 1.900 en Estados Unidos –aproximadamente 15% de la fuerza de trabajo global–, como parte de un esfuerzo por mantener los dividendos de los accionistas.

El declive del carbón y el petróleo ilustra condiciones que valen para toda la sociedad estadounidense: los peligros de depender de la industria privada para el cuidado de la salud y los beneficios previsionales, y el imperio del poder corporativo y la prioridad de los accionistas sobre los trabajadores. Estas industrias, además de causar un daño ambiental, ejemplifican la necesidad del control democrático sobre la economía y de apoyo público a los trabajadores en medio de las expansiones y contracciones del capitalismo.

Lo más esperanzador en este momento es que el movimiento climático ha recorrido un largo camino en la última década. Sin duda, los activistas han cambiado la forma de presentar la discusión sobre el clima y establecido un nuevo estándar para una política climática progresista, al tiempo que han puesto la justicia en el centro de la escena; han contribuido a la elección de representantes comprometidos con un Green New Deal, desde los municipios hasta el Senado. Pero deberían preocuparse por la brecha entre los avances retóricos y el poder para respaldarlos. Y mientras los movimientos indígenas y en defensa del clima han tenido en algún caso éxito en impedir el establecimiento de nueva infraestructura para combustibles fósiles, transformar la infraestructura existente intensiva en carbono ha resultado un desafío mucho mayor. En síntesis, la izquierda defensora del clima tiene mucho más poder del que tenía, pero mucho menos del que necesita.

Afortunadamente, es probable que en los años por venir no escasee la movilización política. Es probable que la irrupción de las protestas de Black Lives Matter durante el verano fuera alimentada en parte por la intensidad con que la crisis económica y de salud pública golpeó a las comunidades negras. Mientras vencen los aplazamientos de los desalojos y disminuyen los cheques de desempleo, el activismo climático debería estar listo para volcarse a las calles conectando las crisis de vivienda y empleo con demandas por viviendas y empleos verdes. Al mismo tiempo, debe seguir construyendo poder desarrollando vínculos más estrechos con otros grupos organizados de izquierda –no solo organizaciones electorales sino también sindicatos y organizaciones defensoras de los derechos de los inquilinos– y seguir contrarrestando el poder de la industria de los combustibles fósiles a través de la acción directa. Todavía sentimos las réplicas de 2008; las causadas por 2020 reverberarán por mucho tiempo en el futuro. Sin importar lo que haga el gobierno de Biden, necesitamos este momento de radicalización para continuar construyendo movimientos políticos que puedan luchar en nuestros propios términos.

Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó Dissent el 16/1/2021 y esta disponible aquí

Traducción: María Alejandra Cucchi

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